sábado, 29 de mayo de 2010

escapulario


El Cardenal Tarancón, cuando era obispo de Solsona, publicó una pastoral
sobre el Escapulario del Carmen, dando fe del hecho que sigue:
Las autoridades solicitaron nuestra cooperación para prestar
auxilios espirituales a diez hombres encarcelados.
A las once de la noche, los tres sacerdotes de Vinaroz,
entrábamos en comunicación con ellos... Ocho se confesaron
con grandes muestras de arrepentimiento y fervor. Otro,
un hombre culto y educado, a pesar de hallarse en peligro de muerte,
se negó a recibir el sacramento

- Mire, Padre, le agradezco muy sinceramente lo que está haciendo por mi.
Comprendo. que está pasando una mala noche por mi causa, ya que no saca
ningún provecho de que me confiese. le estoy sumamente agradecido, pero
le suplico que no insista; desde ahora le puedo asegurar que no he de confesarme
porque, aunque fui educado cristianamente, perdí la fe.
Don Vicente quedó aturdido de momento, sin saber qué decir. Pero
inspirado sin duda por la Santísima Virgen, se atrevió a proponerle...

- ¿Me haría usted un favor?
- El que quiera, con tal de que no me pida que me confiese.
- ¿Me permitiría que le impusiese el Santo Escapulario?
- No tengo inconveniente. A mi no me dicen nada estas cosas;
pero si con ello he de complacerle, puede hacerlo.
Acto seguido, Don Vicente se lo impuso y se retiró a orar por él a la Virgen.
El otro se fue a sentar en un rincon, en el extremo de la sala.
No habían pasado cinco minutos, cuando se oyó una especie de rugido
y unos sollozos fuertes y entrecortados. Alarmado, Don Vicente
entró de nuevo en la habitación y vio que aquel hombre se le echaba encima
llorando inconsolablemente y, en medio de las lagrimas le decía:
- Quiero confesarme, quiero confesarme. No merezco esta gracia de Dios.
La Virgen me ha salvado.

Ante la admiración y el asombro de todos los presentes, se confesó
sin dejar de derramar lágrimas ni un solo momento,
con una contrición realmente extraordinaria y enternecedora.
Y cuando a la última hora me des`pedí de ellos -cuenta Don Vicente-
me abrazó y me beso mientras me decía:
- Gracias, Padre; gracias por el bien inmenso que me ha hecho.
En el cielo rogaré por usted. Gracias y hasta el cielo.

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