lunes, 30 de enero de 2012

Al Rey David

Del libro Ilustrisimos señores...
Los funerales de mi soberbia

Ilustre soberano, además de poeta y músico,
La gente os ve bajo mil aspectos distintos. Desde hace siglos, los artistas os representan unas veces con la cítara, otras con la honda frente a Goliat, otras con el cetro sobre el trono, otras en la gruta de Engaddi, en el momento de cortar el manto de Saúl.
Los muchachos admiran la lucha que librasteis con Goliat y vuestras empresas de caudillo valiente y generoso.
La liturgia os recuerda, sobre todo, como antepasado de Cristo.
La Biblia presenta los diversos componentes de vuestra personalidad: poeta y músico; capitán brillante; rey prudente, implicado - ¡ay!, no siempre felizmente - en historias de mujeres y en intrigas de harén con las consiguientes tragedias familiares; y, no obstante, amigo de Dios gracias a la insigne piedad que os mantuvo siempre consciente de vuestra pequeñez ante Dios.
Esta última característica me es particularmente simpática y me alegra cuando la encuentro, por ejemplo, en el breve salmo 130, escrito por vos.
Decís en aquel salmo: Señor, mi corazón no se ensoberbece. Yo trato de seguir vuestro paso, pero, por desgracia, he de limitarme a pedir: ¡Señor, deseo que mi corazón no corra tras pensamientos soberbios...!
¡Demasiado poco para un obispo!, diréis. Lo comprendo, pero la verdad es que cien veces he celebrado los funerales de mi soberbia, creyendo haberla enterrado a dos metros bajo tierra con tanto requiescat, y cien veces la he visto levantarse de nuevo más despierta que antes: me he dado cuenta de que todavía me desagradaban las críticas, que las alabanzas, por el contrario, me halagaban, que me preocupaba el juicio de los demás sobre mí.
Cuando me hacen un cumplido, tengo necesidad de compararme con el jumento que llevaba a Cristo el día de los Ramos. Y me digo: ¡Cómo se habrían reído del burro si, al escuchar los aplausos de la muchedumbre, se hubiese ensoberbecido y hubiese comenzado - asno como era - a dar las gracias a diestra y siniestra con reverencias de prima donna! ¡No vayas tú a hacer un ridículo semejante...!
En cambio, cuando llegan las críticas, necesito ponerme en la situación del fray Cristóforo de Manzoni que, al ser objeto de ironías y mofas, se mantenía sereno diciéndose: "¡Hermano, recuerda que no estás aquí por ti mismo!"
El mismo fray Cristóforo, en otro contexto, "dando dos pasos atrás, poniendo la mano derecha sobre la cadera, levanta la izquierda con el dedo índice apuntando a don Rodrigo". Y lo mira fijamente con ojos inflamados. Este gesto agrada mucho a los cristianos de hoy, que reclaman "profecías", denuncias clamorosas, "ojos inflamados", "rayos fulminantes" a lo Napoleón.
A mí me gusta más cómo escribís vos, rey David: "mis ojos no se han alterado". Me gustaría poder sentir como Francisco de Sales cuando escribía: "Si un enemigo me sacara el ojo derecho, le sonreiría con el izquierdo; si me saltase los dos ojos, todavía me quedaría el corazón para amarlo".
Vos continuáis vuestro salmo: "No corro en busca de cosas grandes ni de cosas demasiado elevadas para mí". Postura muy noble si se compara con lo que decía don Abbondio: "Los hombres son así: siempre desean subir, siempre subir". Desgraciadamente, temo que don Abbondio tenía razón: tendemos a alcanzar a los que están más arriba que nosotros, a empujar hacia abajo a nuestros iguales, y a hundir todavía más a quienes están por debajo.
¿Y nosotros? Nosotros tendemos a sobresalir, a encumbrarnos mediante distinciones, ascensos y nombramientos. No es malo mientras se trate de sana emulación, de deseos moderados y razonables, que estimulan el trabajo y la búsqueda.
Pero ¿si se convierte en una especie de enfermedad? ¿Qué pasa si para avanzar, pisoteamos a los demás a golpe de injusticias y difamación? ¿Si, siempre por progresar, se nos reúne en "rebaños", con los pretextos más sutiles, pero en realidad para cerrar el paso a otros "rebaños", dotados incluso de "apetitos" más "avanzados"?
Y luego, ¿para cuáles satisfacciones? Una es la impresión que causan a distancia los cargos, antes de ser conseguidos, y otra es la que producen de cerca, después de haberlos conseguido. Lo ha dicho muy bien uno que era más loco que vos, pero también poeta como vos: Jacopone de Todi. Cuando oyó que el hermano Pier di Morone había sido elegido Papa, escribió:

¿Qué harás Pier di Morone?...
¡Si no sabes defenderte bien
cantarás mala canción!


Yo me lo digo con frecuencia en medio de las preocupaciones del ministerio episcopal: "¡Ahora, querido, estás cantando la mala canción de Jacopone!" También vos lo dijisteis en el salmo 51 "contra las malas lenguas". Estas, según vuestro parecer, son "como navajas afiladas" que, en lugar de la barba, acuchillan el buen nombre.
Bien. Pero, pasada la navaja, poco tiempo después, la barba vuelve a crecer espontánea y florida. También el honor vejado y la fama despedazada crecen de nuevo. Por eso puede que a veces sea prudente callar, tener paciencia: ¡a su tiempo todo vuelve espontáneamente a su sitio!

***

Ser optimistas, a pesar de todo. Es esto lo que queréis decir al escribir: "Como niño de pecho en brazos de su madre..., así en mí está mi alma". La confianza en Dios debe ser el eje de nuestros pensamientos y de nuestras acciones. Si bien lo miramos, en realidad, los principales personajes de nuestra vida son dos: Dios y nosotros.
Mirando a estos dos, veremos siempre bondad en Dios y miseria en nosotros. Veremos la bondad divina bien dispuesta hacia nuestra miseria, y a nuestra miseria como objeto de la bondad divina. Los juicios de los hombres se quedan un poco fuera de juego: no pueden curar una conciencia culpable ni herir una conciencia recta.
Vuestro optimismo, al final del pequeño salmo, estalla en un grito de gozo: Me abandono en el Señor, desde ahora y para siempre. Al leeros no me parecéis ciertamente un amedrentado, sino un valiente, un hombre fuerte, que se vacía el alma de confianza en sí mismo para llenarla de la confianza y de la fuerza de Dios.
La humildad, en otras palabras, corre pareja con la magnanimidad. Ser buenos es algo grande y hermoso, pero difícil y arduo. Para que el ánimo no aspire a cosas grandes de forma desmesurada, he ahí la humildad. Para que no se acobarde ante las dificultades, he ahí la magnanimidad.
Pienso en San Pablo: desprecios, azotes, presiones, no deprimen a este magnánimo; éxtasis, revelaciones, aplausos no exaltan a este humilde. Humilde cuando escribe: "Soy el más pequeño de los apóstoles". Magnánimo y dispuesto a enfrentarse con cualquier riesgo cuando afirma: "Todo lo puedo en aquel que me conforta". Humilde, pero en su momento y lugar sabe luchar: "¿Son judíos? También yo... ¿Son ministros de Cristo? Digo locuras, más lo soy yo". Se pone por debajo de todos, pero en sus obligaciones no se deja doblegar por nada ni por nadie.
Las olas arrojan contra los escollos la nave en que viaja; las serpientes lo muerden; paganos, judíos, falsos cristianos lo expulsan y persiguen; es azotado con varas y arrojado a la cárcel, se lo hace morir cada día, creen que lo han atemorizado, aniquilado, y él vuelve a aparecer fresco y lleno de vigor para asegurarnos: "Estoy convencido de que ni la muerte ni la vida..., ni lo presente ni lo futuro, ni la altura ni la profundidad, ni ninguna otra criatura, podrán separarme del amor de Dios que está en Cristo Jesús".
Es la puerta de salida de la humildad cristiana. ¡Esta no desemboca en la pusilanimidad, sino en el valor, en el trabajo emprendedor y en el abandono en Dios!

Febrero 1972

domingo, 29 de enero de 2012

yo pago, tu pagas... ¿quién se lo lleva?

la sexta columna... un reportage de 45 min.
cuesta d4senganchar una vez que empieza
los periodistas hechos unos artistas. verlo

DEJAD PASO AL MAÑANA

DEJAD PASO AL MAÑANA. Un anciano matrimonio reúne a sus dos hijos, ya independizados, para comunicarles que están arruinados y los van a desahuciar en un plazo muy breve. Los hijos deciden entonces repartirse a sus padres: uno se queda con la madre y el otro con el padre, lo que supone un duro golpe para los ancianos, ya que han vivido juntos toda la vida.
CRITICAS: "Con la posible excepción de 'Cuentos de Tokio' de Yasujiro Ozu, este drama de 1937 de Leo McCarey es la mejor película que se ha hecho jamás sobre las dificultades de la vejez" (Jonathan Rosenbaum: Chicago Reader)

sábado, 28 de enero de 2012

Angulimala

Película Thailandesa del 2003 que cuenta la historia de quien sería discípulo de Buddha. Angunimala, aterrorizó la region cometiendo muchos asesinatos hasta su encuentro con el Buddha quien impidió que matara a su propia madre pensando que si mataba a uno mas alcanzaría la Liberación.La película es muy ilustrativa de las ideas filosóficas de ese tiempo, en el que surgió el Budismo.

Los papas - 8

Adriano II (14 diciembre 867 - ¿diciembre? 872)
Giro a la condescendencia.
Perteneciente a la aristocracia romana más opulenta, pariente de Esteban IV y de Sergio II, se trata del mismo Adriano que por dos veces había rechazado la elección. Contaba 75 años de edad y antes de ser ordenado había estado casado; su mujer y su hija vivían aún. Se habían producido tan graves discordias entre las facciones que se necesitaba de un hombre que, por su bondad y recta conducta, fuera el vínculo de unión que se necesitaba. Luis II, que estaba reuniendo todas las fuerzas del sur de Italia para una ofensiva contra los sarracenos, se apresuró a dar su confirmación. Sin embargo, el pontificado de Adriano II comenzó con un verdadero desastre: Lamberto, duque de Spoleto, que acaudillaba a la aristocracia del dominio territorial de Roma, asaltó la ciudad, donde contaba con partidarios, cometiendo mil atropellos. En medio de la revuelta, Eleuterio, hermano de Anastasio el Bibliotecario, se apoderó de la mujer y la hija del papa y las asesinó. Ello no obstante, apenas transcurrido un año, Adriano se reconciliaría con Anastasio, al que colocó al frente de la cancillería pontificia. Esta conducta, así como el perdón a los obispos Gunther y Tietgaudo, excomulgados por Nicolás I, fue interpretada como un signo de debilidad. Fue necesario que Adriano II hiciese una declaración pública afirmando que la línea fuerte de Nicolás I no sería alterada. Esto no era completamente cierto: su propia bondad le traicionaba. Mediando Angilberga, esposa de Luis II, Adriano aceptó recibir a Lotario II en Montecassino, donde le ofreció la comunión: fue acordado que en un nuevo sínodo, a celebrar en Francia, se daría la solución definitiva en el pleito, pero como si hubiera una prematura claudicación fue levantada la sentencia de excomunión que pesaba sobre Waldrada. Aquí quedaron las cosas, pues Lotario murió el 8 de agosto del 869; apenas un mes desde la entrevista de Montecassino, Carlos el Calvo y Luis el Germánico se repartieron sus dominios, como tenían acordado, sin preocuparse por el hijo del emperador. Tampoco Luis II, que podía presentar mejores derechos que sus tíos, estaba en condiciones de intervenir. Era cuestión de vida o muerte para Italia el que pudiera soldar la unión de príncipes y duques del mediodía y conducirlos a la victoria: en febrero del 871 reconquistó Bari y, en una gran batalla a orillas del Volturno, derrotó a los musulmanes. La nobleza no estaba dispuesta a consentir que, como resultado de estas dos decisivas victorias, se fortificase la monarquía en Italia: en agosto del mismo año tomó prisionero al rey y no consintió en liberarle hasta que hubo hecho decisivas concesiones en orden al autogobierno de los principados. Un episodio que permitió a los musulmanes fortificar Tarento y repetir sus razzias por Campania. Retroceso del pontificado. Adriano II era consciente de que la Iglesia necesitaba de la autoridad de un emperador, máxime estando rotas las relaciones con Oriente. El año 872 coronó nuevamente en calidad de tal a Luis II; la carencia de hijo de este carlovingio abría una incógnita de futuro. Pero era previsible que, en cuanto dejara de estar presente en Roma la autoridad imperial, las facciones de la nobleza tratarían de convertir el pontificado en un instrumento a su servicio, como estaban haciendo los señores feudales con obispos y clérigos en otras partes. Adriano II inició contactos con Carlos el Calvo y Luis el Germánico, preparando una eventual sucesión. Las relaciones con Luis se habían tornado difíciles porque el monarca alemán se oponía a las misiones de Cirilo y Metodio entre los eslavos, cuando éstos gozaban de todas las bendiciones de Roma. Los dos hermanos estuvieron en Roma con Adriano en los comienzos de su pontificado (869). Cirilo-Constantino murió entonces y fue sepultado en San Pedro. Metodio regresó a Moravia con una autorización especial para predicar y celebrar la misa en eslavo; el 870 fue consagrado obispo de Sirmium. Se dibujaba la posibilidad de una gran Iglesia eslava en la frontera de Alemania: Sirmium es hoy Sremska Mitrovica, no lejos de Belgrado. Luis el Germánico dio orden de aprehender a Metodio sin que bastaran las súplicas y reconvenciones de Adriano para conseguir su libertad. A pesar de todo, Metodio, que sería liberado en tiempos de Juan VIII, es el gran signo de unión entre la cristiandad eslava y latina. Retrocedía el pontificado, mostrándose incapaz de lograr el reconocimiento de hecho de la primacía romana. El 868 Hincmaro, obispo de Laon, sobrino del homónimo metropolitano de Reims, fue llevado ante el tribunal del rey porque había expulsado a algunos nobles feudales que usurpaban beneficios de su Iglesia. Antes de que pudiera intervenir su poderoso tío, apeló a Roma: Adriano procedió correctamente prohibiendo el embargo de Laon y reclamando su juicio en esta causa. Carlos el Calvo se negó, llevando la cuestión a dimensiones doctrinales muy serias: frente al papa, que se movía en la línea de las Falsas Decretales, el rey, apoyado en este caso por el propio obispo de Reims, invocaba el derecho consuetudinario que obligaba a confiar la solución del pleito a los obispos franceses. Citado el obispo de Laon ante el sínodo de Verberie, y aceptada la acusación, fue depuesto en otra reunión en Douzy (agosto 871): Adriano, entonces, cedió. Mientras que el canciller Anastasio redactabcarias enérgicas, en la línea de los papas anteriores, Adriano escribía secretamente a Carlos para proponerle un acuerdo: que el rey aceptase que Hincmaro pudiera apelar a Roma y él se comprometía a encomendar el caso a un tribu nal de obispos franceses, conforme a la costumbre antigua. Restablecida la unión con Bizancio. Una revolución se había producido en Bizancio: Basilio el Macedónico (867-886) asesinó a Miguel III y se proclamó emperador; entre sus primeras decisiones figuraba la deposición de Focio y el restablecimienlo de Ignacio (23 noviembre 867). El nuevo emperador necesitaba de la Iglesia como una plataforma para el crecimiento de su propio poder; decidió convocar un concilio que restableciese la unidad. Emperador y patriarca escribieron a Adriano II en dos ocasiones, aceptando la línea que marcara Nicolás I, es decir, una referencia a la suprema autoridad del obispo de Roma, En el verano del 869, un sínodo lateranense confirmaba la deposición de Focio, la nulidad del concilio por éste presidido, y la supresión de las ordenaciones y actas de éste, que fueron públicamente quemadas. Mientras tanto se reunía en Conslanlinopla el concilio que pretendía ser ecuménico: a él asistieron los legados pontificios, que eran dos obispos, Donato y Esteban, y un diácono, Marino, que con el tiempo llegaría a ceñir la tiara. Presidió el patricio Baanes en nombre del emperador y no los representantes del papa. Lograron éstos, sin embargo, imponer de nuevo la supremacía de Roma en la fe y costumbres, y la confirmación del sínodo del 867, con gran disgusto de una parte sustancial del clero oriental, que se veía afectado por la nulidad de las actas de Focio; sufrieron, sin embargo, dos derrotas, pues la inmunidad reconocida a Roma se hizo extensiva también a las otras cuatro sedes patriarcales, Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén, y en la cuestión búlgara el concilio decidió que este reino estaba dentro de la esfera de Bizancio y los misioneros romanos debían por consiguiente retirarse. Focio, vuelto del destierro y reintegrado a sus actividades docentes en la corte imperial, volvería a ser patriarca el 877.

Juan VIII (14 diciembre 872 - 16 diciembre 882)
La persona.
Romano, hijo de Gundo, había servido como archidiácono a las órdenes de Nicolás I, demostrando energía, capacidad de gobierno e inteligencia. En línea con dicho papa, marca sin embargo el tránsito desde un tiempo de crecimiento, afectado ya por las concesiones de Adriano II, a otro de oscuridad. Su biografía no aparece en el Líber Pontificalis. Tendría que enfrentarse a tres grandes problemas: el de la expansión y refuerzo de una Iglesia que seguía ampliando sus horizontes; el de la lucha contra los sarracenos en el exterior y contra la nobleza en el interior; y el de la conservación de la unidad, tan afectada por las crecientes diferencias entre Oriente y Occidente. Con energía consiguió la liberación de Metodio, defendiéndole de los obispos bávaros, y le llamó a Roma el 879 para reiterarle su plena confianza. Hasta su muerte el 884, este gran misionero --el año 882 haría incluso un viaje a Constantinopla para deshacer malos entendidos-- trabajaría para que las nuevas Iglesias de Moravia, Eslavonia y Czechia, permaneciesen firmemente unidas a Roma. En Francia, Juan VIII, con el apoyo de Carlos el Calvo, restauró la calidad de vicario en el obispo de Sens, no dudando en enfrentarse con el poderoso Hincmaro. Y en el otro extremo de la cristiandad, aunque tengamos que considerar apócrifa la carta que se le atribuye, hay que registrar los primeros esbozos de relación con Alfonso III de Asturias y León, que se preparaba a restaurar la monarquía visigoda sobre algo menos de la tercera parte de la península: la autorización de consagrar Compostela y la elevación de Oviedo a metropolitana, pueden ser invenciones posteriores, pero no deja de ser verdad el hecho de que Roma comenzara a contar con los reinos españoles.
Los sarracenos.
La amenaza de los sarracenos seguía pesando. La presencia de Luis II --un emperador al lado del papa-- demostraba su eficacia, tanto en esta lucha contra el poderoso enemigo como en el sosiego de la aristocracia que se iba haciendo más poderosa. Juan VIII no tuvo inconveniente en tomar él mismo el mando de su pequeña flota y de las milicias romanas; ordenó rodear de muros defensivos la basílica de San Pablo y buscó la unión de los pequeños principados del sur de Italia. Había algo de precario en la situación: carente de hijos, se abrió una crisis sucesoria en el momento de su muerte el año 875. Por otra parte, los principados que se desgajaran del poder bizantino, como Amalfi, Salerno, Gaeta y Nápoles, que colaboraron con Luis, no parecían dispuestos a hacerlo con autoridades de menor rango. Desde años atrás se venía negociando reconocer como emperador a Carlos el Calvo. Juan convocó al clero y al pueblo en Roma, e hizo que le aclamasen, invitándole a viajar hasta allí para ser coronado. Este gesto entrañaba un malentendido: para Carlos el título imperial significaba que se le reconocía como cabeza de la dinastía, quedando sometidos a él todos los carlovingios, mientras que el papa necesitaba de un emperador que, de hecho, residiera en Italia y fuera coordinador de todas las fuerzas para su defensa. Carlos viajó a Italia, después de haber otorgado a sus nobles el reconocimiento de la herencia en los feudos (una norma que tendría graves consecuencias para la Iglesia) y fue coronado el día de Navidad del 875. Tomó decisiones muy distintas de las que se esperaban: dejó a su suegro Boso en Pavía para que rigiese el reino lombardo y encomendó a los duques de Spoleto (Lamberto) y de Camerino (Guido, hermano del anterior) que ejerciesen la protección del papa. Compensó a este último mediante la ampliación teórica de los Estados Pontificios a Spoleto, Benevento, Nápoles y toda Calabria. En adelante no sería necesaria la presencia de los missi imperiales para proceder a la elección. Era una solución poco adecuada. Nápoles se volvió contra el papa. Lamberto de Spoleto (880-898) acaudilló una revuelta romana, en la que estaba mezclado Formoso, obispo de Porto y antiguo legado en Bulgaria, tratando de cambiar la protección en dominio. Por su parte, Boso raptó a Irmgarda, la última descendiente de Lotario, se casó con ella y reivindicó la herencia de los derechos correspondientes a aquel emperador. Carlos el Calvo tuvo que deshacer todo lo hecho otorgando a Juan VIII poderes para gobernar directamente todo el sur de Italia (sínodo de Ponthieu, 876) y destituyendo a Boso. La muerte de Luis el Germánico, acaecida ese mismo año (tres hijos, Luis en Franconia (876- 882), Carlos en Suabia (876-887) y Carlomán en Baviera (876-880) se repartieron el reino), complicó todavía más las cosas. Carlos el Calvo soñaba incluso con restaurar la unidad del Imperio, pero fue derrotado.
Crisis final.
Y, mientras tanto, Juan VIII, que había tenido que abandonar Roma ante las presiones de los spoletanos, celebraba en Rávena un sínodo que le revelaba el apoyo con que podía contar entre los obispos de Italia. Era imprescindible que un emperador reapareciera en Italia; sin él, la península se rompería en pedazos. Carlos el Calvo y el papa se reunieron en Vercelli y fueron juntos a Pavía. En ese momento Carlomán de Baviera cruzaba los Alpes entrando en Italia, sin que se conozcan bien sus intenciones. La muerte del Calvo inspiró a Juan VIII un recurso supremo: coronar a Carlomán emperador. Para eso era necesario que el papa volviese a Roma en donde prácticamente se convirtió en un prisionero de Lamberto de Spoleto y de Adalberto de Toscana (847-890), los máximos exponentes de la nobleza del Patrimonium Petri que, a pesar de su nombre, era ya un reino con todos sus defectos y problemas. Aquella nobleza, mezcla de sangre lombarda, franca y romana, entendía que a ella debía corresponder, como en los demás reinos, el ejercicio de un poder fuertemente feudalizado. El papa consiguió huir en abril del 878, refugiándose en Genova. Carlomán moriría el año 880 sin haberle podido prestar ninguna ayuda. La confusión reinante y la estricta necesidad de disponer de un soberano temporal capaz de restablecer el orden, explican que el papa recurriera a la desesperada a candidatos como Luis el Tartamudo (877-879), de Francia, al propio Boso, que prefirió encastillarse como rey en Borgoña, y finalmente a Carlos el Gordo, un inútil que fue coronado emperador en febrero del 881. Demasiado tarde. Los sarracenos acampaban en el Careliano y la indisciplina se había adueñado de Roma.
Unidad con Oriente.
F. Dvornik (The Phocian Schism, Cambridge, 1948) ha conseguido aclarar la muy complicada política oriental de Juan VIII, un esfuerzo desesperado para evitar la ruptura entre las dos Iglesias. Apenas consagrado, el papa envió dos legados, Pablo y Eugenio, a Constantinopla, con cartas en que de nuevo se reivindicaba la sumisión de la Iglesia búlgara, pero en que se abogaba abiertamente por el acercamiento de posiciones entre ambas partes. Encontraron una situación cambiada: san Ignacio había muerto y de nuevo era Focio el patriarca. Es cierto que se trataba de un Focio que había renunciado a la cólera de antaño y buscaba también el reconocimiento. El emperador escribió a Juan VIII proponiendo la convocatoria de un concilio en Santa Sofía, que aclarase los malentendidos, y el papa aceptó. Previamente el sínodo romano aprobó un commonitorium con las condiciones que debían exigirse: ante el concilio, Focio debía mostrar arrepentimiento por las irregularidades cometidas, reconocer el primado de Roma y renunciar a sus pretensiones sobre la Iglesia búlgara. Acudieron al concilio (noviembre del 879) más de 400 obispos. Ante este masivo apoyo los legados romanos aceptaron una suavización del commonitorium y no se habló para nada del arrepentimiento de Focio; a cuestión búlgara se convirtió en un simple ruego. Nadie aludió al conflictivo Filioque, si bien se reconoció la supremacía romana en cuestiones de doctrina. Parecía, pues, que Focio había sido restaurado en Constantinopla de acuerdo con el papa. Los orientales supieron que habían conseguido una victoria. Los misioneros romanos se retiraron de Bulgaria. Un motivo más de resentimiento en Formoso, antiguo legado en aquel país, ahora anatematizado por el papa. Se había reconocido el primado romano, pero asegurando a las actas de Focio legitimidad. Juan VIII confirmó los acuerdos del concilio: necesitaba de la ayuda bizantina para la defensa del sur de Italia y era, además, consciente de que la Iglesia oriental, teológicamente más desarrollada que la occidental, poseía características propias que debían ser respetadas; unidad y univocidad no debían confundirse. Sin embargo Marino, que era uno de los legados, manifestó su oposición a esta política. El 15 de diciembre del 882 murió el papa Juan. Los Anales de Fulda aseguran que hubo una nueva conspiración en su contra y que fue envenenado. Como la ponzoña no hiciera los efectos esperados, los conspiradores remataron su obra a martillazos. Es difícil establecer la absoluta corrección de esta noticia, que abre desde luego una de las etapas más tristes de la historia de la Iglesia. Desaparecido el Imperio, durante un siglo el pontificado iba a verse a merced del creciente poder de la aristocracia romana.

Marino I (16 diciembre 882 - 15 mayo 884)
Si fue elegido, y con mucha celeridad, este hijo de un sacerdote, nacido en Toscana, antiguo diácono y legado de Nicolás I, ahora obispo de Cerveteri, es sin duda porque se había mostrado en contra de la política de su antecesor. Con él comienza la que César Baronio llamó «edad de hierro del pontificado». Se trata, además, del primer obispo que, contraviniendo el canon 15 del Concilio de Nicea, que prohibía los traslados de una sede a otra, cambió Cerveteri por Roma. Este canon había impedido en otro tiempo nombrar a Formoso metropolitano de Bulgaria. No se registró la presencia de funcionarios imperiales en la elección, ni tampoco hubo confirmación previa a la consagración. Pero Marino se reunió con Carlos el Gordo en Nonantula, cerca de Módena (junio del 883), y le garantizó su lealtad. Acordaron entonces el perdón y rehabilitación de Formoso, que pudo regresar de su exilio en Francia y recobrar su sede de Porto. Es dudoso que se hayan tomado otras decisiones, salvo la deposición de Guido, ahora duque de Spoleto, por parte del emperador. Una noticia que pretende que Marino y Focio se excomulgaron recíprocamente es, cuando menos, dudosa. El año 884, a ruegos de Alfredo el Grande (871-899), Marino eximió de impuestos al barrio de los ingleses en Roma (schola saxonum). Guido de Spoleto, que continuaba en sus dominios, se convirtió en poderoso enemigo. Sabemos que mejoraron las relaciones con Bizancio merced a Zacarías de Anagni, amigo de Focio, que había sucedido a Anastasio en sus funciones de bibliotecario.

Adriano III, san (17 mayo 884 - septiembre 885)
Hijo de Benedicto, había nacido en Roma y llegó al pontificado en circunstancias extraordinariamente difíciles, de hambre y luchas internas. Había calles por donde el papa no se atrevía a transitar. Parece que trataba de reivindicar la memoria de Juan VIII, pues aplicó el terrible castigo de la ceguera a uno de los enemigos desterrados por aquel papa, Jorge del Aventino. Buscando la paz con Oriente, comunicó a Focio su elección. Carlos el Gordo, que pretendía aprovechar una transitoria mejoría en la situación interior de sus dominios para legitimar a su hijo bastardo Bernardo, invitó al papa a acudir a la Dieta, en Worms, y Adriano aceptó, encomendando el gobierno de Roma en su ausencia al enviado imperial, Juan, obispo de Pavía. Seguramente el papa esperaba con aquel viaje convencer al emperador de la necesidad de restablecer los esquemas políticos romanos de la época de Luis II. Pero no alcanzó su destino; murió cerca de Módena y fue enterrado en la abadía de Nonantula.

Esteban V, san (septiembre 885 - 14 septiembre 891)
La persona.
Tras un paréntesis, vuelve el Líber Pontificalis a incorporar su biografía, que es la última. Cardenal presbítero de los Cuatro Santos Coronados, Esteban fue elegido por aclamación de la nobleza y el pueblo, sin presencia de los oficiales imperiales. Carlos el Gordo, a quien acuciaba el problema de su sucesión, envió a Roma a su propio canciller, Liutwardo, con el encargo de desposeer a Carlos y proceder a una elección que garantizase sus propósitos. Pero el enviado comprobó que Esteban contaba con absoluta unanimidad, y le reconoció. Se invirtieron los términos: tras haberse posesionado de Letrán, con la ayuda incluso de los imperiales, el papa pidió a Carlos que fuera a Italia, donde su presencia resultaba imprescindible para aplacar las facciones que desgarraban el territorio romano y para hacer frente a los sarracenos que, en sus razzias, llegaron a saquear Montecassino y San Vicente de Volturno. La ayuda nunca llegó: Carlos fue depuesto por sus propios vasallos y murió el 13 de enero del 888.
Búsqueda de un emperador.
Había en el pontificado una firme convicción: la Iglesia necesitaba de la existencia de un emperador --ella lo había creado-- omo de un brazo armado que restaurara el orden y formara el frente único capaz de derrotar a los sarracenos. Pues este frente se había roto: Guido de Spoleto y Berenguer de Friul, aspirante a ceñir la corona de hierro de Italia, estaban en guerra. Esteban V comunicó a Arnulfo, rey de Alemania (887-899), aunque bastardo de Luis el Germánico, que si acudía a Roma sería coronado emperador. Pero Arnulfo declinó la invitación porque necesitaba dirigir sus esfuerzos a otros frentes. Tampoco pudo acudir el papa a Luis de Vienne, el hijo de Boson, demasiado niño, proclamado rey de Provenza (890-905). Agotadas las posibilidades carlovingias, tuvo que decidirse: Guido, lograda una victoria sobre Berenguer, reclamó para sí la corona imperial y Esteban hubo de imponérsela el 21 de febrero del 891. No tuvo dificultad en garantizar, mediante juramento, el Patrimonium; apenas coronado, comenzó a disponer de él como un bien propio. De nuevo el pontífice acudió a Arnulfo con sus lamentos. Roma estaba siendo tratada como un beneficio vasallático cualquiera.
Oriente.
Otra alternativa se hallaba del lado de Bizancio: si Basilio y su hijo León VI (886-911), que le sucedió, lograban recomponer sus posesiones en el extremo sur de Italia, podían proporcionar a Roma la ayuda que ésta necesitaba frente al peligro musulmán. Por eso Esteban V se esforzó en mantener buenas relaciones, reconociendo la nueva destitución de Focio e intercambiando correspondencia con su sucesor, llamado también Esteban I. Ofreció al Imperio una muy costosa muestra de buena voluntad: fallecido Metodio (6 de abril del 885), Esteban llamó a Roma a su sucesor, prohibió el uso de la lengua eslava en la liturgia y entregó las nacientes iglesias en Moravia y Eslavonia a la custodia de los obispos alemanes. De este modo se impedía la consolidación de una Iglesia eslava en el ámbito occidental, empujándola hacia Oriente; los discípulos de Metodio se refugiaron en Bulgaria, retornando al rito bizantino.

Formoso (6 de octubre 891 - 4 abril 896)
Antecedentes.
Nacido en Roma, en torno al año 815, era un hombre de larga experiencia, como hemos tenido la oportunidad de señalar en la biografía de sus antecesores. Obispo de Porto desde el 864, jugó un papel esencial en las negociaciones con los búlgaros, de los que no pudo ser metropolitano por el canon que prohibía el cambio de sede. Tuvo un papel importante en el sínodo del 869 que condenó a Focio, y desempeñó con eficacia legaciones en Francia y Alemania. El 875 se encargó de la misión de ofrecer en nombre de Juan VIII la corona imperial a Carlos el Gordo. Pero en este momento, y por motivos que desconocemos, entró en discordia con el papa. El vacío que la ausencia de carlovingios provocaba en Italia había permitido a la aristocracia romana tomar la dirección política: se hallaba profundamente dividida en dos sectores que heredaban al parecer las viejas discordias entre francos y lombardos. Guido de Spoleto parece haber sido defensor de un proyecto: identificar el título de emperador con el de rey de los lombardos, pero haciendo extensivo su poder a toda Italia; se podía presentar a Luis II como el antecedente, pues no había sido otra cosa que esto. En abril del 876, a causa de las discordias de partido, Formoso fue acusado de traición y de haber pretendido apoderarse del pontificado; depuesto y excomulgado, reconoció sus culpas ante una asamblea (agosto del 878) y partió al exilio en Francia. De él regresó con permiso de Marino I, que le devolvió a su sede. Esto le permitió contarse entre los obispos que consagraron a Esteban V. Es muy probable que la persecución contra Formoso se debiera a manejos del partido spoletiano, puesto que tras su elevación al solio el patricio Sergio, que lo dirigía, se mostró su más encarnizado enemigo.
Restaura el Imperio.
Formoso estaba en la línea de Nicolás I: la autoridad pontificia se extendía a toda Europa. Defendió los derechos de Adaldag como obispo de Bremen-Hamburgo frente a los arzobispos de Colonia (893). Intervino en favor de Carlos el Simple, rey de Francia, contra las ambiciones de Eudes, conde de París. Realizó, sobre todo, un gran esfuerzo de unidad en Oriente, proponiendo una fórmula de conciliación (se mantendría la ilegalidad de los actos de Focio en la primera etapa, pero no en la segunda) que ya no fue escuchada. Hasta en Inglaterra se acentuaba la presencia de esta autoridad pese a las terribles perturbaciones provocadas por las invasiones normandas. Intentó construir un acuerdo de paz con Guido de Spoleto, al que volvió a coronar, junto con su hijo Lamberto, en Rávena (30 de abril del 892). Pero los espoletianos, vencedores del marqués Berenguer de Friul, que hubo de refugiarse en Alemania, no aspiraban a una paz, sino a convertirse en dominadores de todo el espacio territorial italiano reduciendo al papa al simple papel de un obispo de Roma. Cuando Guido y su mujer Agiltrudis ocuparon militarmente la ciudad leonina, Formoso comprendió la gravedad del peligro y, una vez más, acudió a Arnull'o en petición de ayuda. Esta vez el rey de Alemania respondió al llamamiento, pero no pudo acudir hasta el año 894. Este año murió Guido y los alemanes ocuparon el norte de Italia; en febrero del 896 tomaron militarmente Roma, obligando a Agiltrudis a huir; el día 22 de dicho mes Arnulfo era coronado solemnemente. Pero cuando el emperador marchaba sobre Spoleto, se vio acometido por una grave enfermedad y hubo de regresar a Alemania. Para los spoletianos, Formoso era el peor enemigo imaginable. Murió el 4 de abril del 896 antes de que pudieran vengarse.

Bonifacio VI (abril 896)
Los partidarios de Lamberto aprovecharon el descontento contra los alemanes para, en medio del tumulto, elegir a un romano, Bonifacio, que en dos ocasiones, como diácono y como presbítero, había tenido que ser depuesto por inmoralidad. Enfermo de gota murió a los quince días de su elección y fue sepultado en San Pedro. El sínodo romano del 898 declararía anticanónica esta elección, prohibiendo que se hicieran otras semejantes.

Ksteban VI (mayo 896 - agosto 897)
Romano de nacimiento e hijo de presbítero, Formoso le había consagrado como obispo de Anagni; sin embargo, al vigorizarse las luchas en Roma, se convirtió en radical enemigo de este papa. Lamberto de Spoleto y su madre Agiltrudis, ahora dueños de Roma y de su ducado, le promovieron con una misión: deshonrar la memoria de su antecesor. Para evitar el retorno de los alemanes, los spoletianos llegaron a un acuerdo con Berenguer de Friul (t 923), al que re- conocieron dominio sobre las tierras situadas más allá del Ada y del Po; de este modo se vieron libres de oposición en el centro de Italia. En enero del 897 fue convocado un sínodo al que se hizo asistir al cadáver de Formoso, arrancado de su tumba y revestido con los ornamentos pontificios. Un diácono, de pie junto al difunto, respondía en nombre de éste a las acusaciones de perjurio, ambición del pontificado y quebrantamiento del canon que prohibía el traslado de obispos. Esteban VI, que se hallaba en el mismo caso, halló una curiosa fórmula de justificación: como las actas de Formoso eran nulas, su ordenación episcopal no había tenido lugar. Se quebraron al difunto los dedos de bendecir y se arrojaron al Tíber los despojos. Al desnudar el cadáver se comprobó que Formoso, hombre de gran austeridad, había muerto sin despojarse del cilicio con que hacía penitencia. Un ermitaño, que habitaba en la isla del Tíber, recogió los restos, que de este modo pudieron recibir años más tarde cristiana sepultura. Todos cuantos fueran favorecidos por Formoso sufrieron persecución. Pasados pocos meses estalló en Roma un tumulto provocado por el hundimiento de la techumbre de la basílica de Letrán, que fue tomado como signo del cielo por tanta iniquidad: Esteban VI, depuesto y encerrado en prisión, murió estrangulado.

Romano (agosto - noviembre 897)
Como resultado de la fuerte reacción proformosiana, fue elegido el cardenal presbítero de San Víctor, Romano, nacido en Gallese, por lo que se ha supuesto que era hermano de Marino I. No existen datos de su pontificado salvo que envió el pallium al obispo de Grado y confirmó las sedes de Elna y Gerona en Cataluña. Por una breve noticia que incluye el Líber Pontificalis se puede deducir que fue depuesto a los cuatro meses y enviado a un monasterio por los mismos formosianos que buscaban un pontífice que defendiera con más energía su memoria.

Teodoro II (897)
De nuevo un papa romano y un perfecto desconocido; llega a nosotros apenas la noticia de que Teodoro era «amante de la paz». Enérgico también, pues reunió el sínodo en que se hizo la rehabilitación de los actos de Formoso, al tiempo que se adoptaban medidas para reprimir los disturbios de la aristocracia romana, dirigida ahora por Sergio, conde de Tusculum. Los restos de Formoso fueron solemnemente inhumados en San Pedro. Teodoro reinó únicamente veinte días; ignoramos la fecha exacta de su elección y de su muerte.

Juan IX (enero 898 - enero 900)
Las dos facciones, de partidarios y enemigos de Formoso, estaban ahora firmemente asentadas. Los primeros contaban con mayoría en el clero. Lograron el apoyo, que podía resultar decisivo, de Lamberto de Spoleto, que desde el 892 ostentaba la corona imperial, residía en Rávena y dominaba una gran parte de Italia. La aristocracia del Patrimonium tenía a su frente a Adalberto, marqués de Toscana. Fueron los partidarios de este último los que, en el momento de la muerte de Teodoro, se adelantaron a proclamar al obispo de Caere, Sergio, poniéndole en posesión de Letrán. Pero Lamberto intervino para expulsar a este intruso por la fuerza y hacer que fuera elegido un monje nacido en Tívoli, Juan IX. Las noticias que tenemos de este pontificado siguen siendo confusas. Continuó desde luego la política de Teodoro de restaurar el orden legitimando los actos de Formoso. Un sínodo romano al que asistieron también obispos del norte de Italia, reivindicó la memoria de aquél, otorgando a la vez un amplio perdón a sus enemigos, que tuvieron que reconocer que habían actuado bajo amenaza. Sólo Sergio, dos presbíteros, Benito y Marino, y tres diáconos, León, Juan y Pascual, quedaron excluidos. Los spoletianos entraban ahora en línea de defensores de la legitimidad. Se prohibió en adelante juzgar a los muertos. Para evitar confusiones se puso nuevamente en vigor la Constitutio romana del 824: los papas serían elegidos por el clero, en presencia del Senado y el pueblo romanos, pero no podrían ser consagrados sin la presencia de los representantes del emperador. Otro sínodo tuvo lugar en Rávena, esta vez bajo la protección de Lamberto. Se trataba de establecer un nuevo orden político en Italia. Lamberto, emperador, tenía derecho a recibir en grado de apelación todas las causas, ya fuesen de laicos o de clérigos; por su parte confirmaba todos los privilegios de la sede romana, declarándose protector de la misma. De este modo se pensaba haber llegado nuevamente a un equilibrio como en los mejores momentos de Luis II, si bien el resultado era un retroceso en el poder de los papas y un ascenso del duque de Spoleto a la singular posición de dueño indiscutible de Italia. Desde esta nueva concordia, Juan tomó dos decisiones: restablecer la unión con Oriente, enviando una carta sinódica al patriarca Antonio Cauleas, ratificando la comunión con Ignacio, Focio en su segunda etapa, Esteban y ahora el propio Antonio; y admitir la Iglesia de Moravia, enviando a este país, pese a las protestas de los obispos de Baviera, dos legados y un metropolitano. En ambos casos los resultados fueron mediocres: los orientales apenas prestaron atención a los proyectos de unidad, y la Iglesia morava desapareció el año 906 al ser sometido el país por los magyares. El papa esperaba de esta verdadera restauración del Imperio, en dimensiones limitadas, una sumisión de la aristocracia romana. Pero Lamberto murió, en accidente de caza el 15 de octubre del 898. La nobleza se encontraba de nuevo en condiciones de imponer su voluntad.

Benedicto IV (mayo-junio 900 - agosto 903)
Hijo de Mammolo, y miembro de la aristocracia romana, fue elegido en una fecha incierta del año 900. Habiendo presidido un sínodo, Benedicto parecía la persona más indicada desde el punto de vista de los clérigos formosianos. Aunque el panorama que Roma y sus inmediaciones ofrecía, con un recrudecimiento de la violencia y del bandidaje, era desolador, el nuevo papa continuó la línea que marcaban sus antecesores de mantenimiento de la autoridad primada. En el sínodo de Letrán del 31 de agosto del 900, se tomaron decisiones como la confirmación de Argrino como obispo de Langres, reiterándose la concesión del pallium que ya le otorgara Formoso; se ratificó el derecho de Esteban, obispo de Sorrento, a ejercer como metropolitano de Nápoles; y algunas otras. Personalmente intentó ayudar con sus cartas al obispo de Amasia, Maclaceno, expulsado de su sede por los musulmanes. Benedicto concedía especial importancia a la situación de Italia. Seguía conservándose firme la conciencia de que la sede romana necesitaba la presencia de un emperador, cuya autoridad representaba el orden y la justicia en los asuntos temporales. La muerte de Lamberto había dejado vacante el trono y Berenguer de Friul se había apresurado a reclamar para sí la corona de Italia. Había muchas razones para que no resultara un candidato aceptable, especialmente porque el año 899 había sufrido una seria derrota a manos de los magyares. Se dibujaba, pues, un nuevo peligro de invasión desde el norte –viejo camino que usaran godos y lombardos-- sobre la península. El papa optó por un carlovingio, Luis de Provenza, nieto de Luis II, y le coronó emperador en Roma en febrero del 901. Pero Luis cayó prisionero en manos de Berenguer, que ordenó sacarle los ojos y le devolvió así a Provenza (agosto del 902).

León V (agosto - septiembre 903)
Ahora las discordias dividían a todos, el clero, los senadores y el pueblo romanos. La designación de un simple párroco, como era León, en un pueblo próximo a Ardea, aparece como una solución de compromiso. El cronista Auxilio le describe como un santo admirable en su conducta privada. Pero sólo pudo reinar treinta días, pues una fracción del clero proclamó a Cristóforo (Cristóbal), cardenal presbítero del título de San Dámaso; se adueñó de Letrán por la fuerza y le consagró, enviando a León a la prisión. Cristóbal, que es considerado como antipapa, pudo sostenerse tan sólo hasta enero del 904, pues la división del clero permitió a Sergio, el electo en discordia del 898 por los anti l'ormosianos, regresar a Roma, adueñarse de Letrán y enviarle a hacer compañía a su antecesor. León y Cristóbal murieron ejecutados, «para poner fin a su miserable condición», como oficialmente se dijo.

Sergio III (29 enero 904 - 14 abril 911)
Un golpe de Estado.
Conde de Tusculum, situado por tanto en la primera línea de la aristocracia romana, Sergio representaba los intereses de ésta y, al mismo tiempo, el odio más radical a Formoso y a la conducta y programa de éste. Afirmó, por ejemplo, que su consagración como obispo de Caere, nula como todas las del tiempo de Formoso, le había sido impuesta contra su voluntad; tras su fallido intento del 898 había sido reordenado presbítero por Esteban VI, refugiándose, a la caída de éste, en la corte de Adalberto, marqués de Toscana. Su restauración en enero del 904 es un episodio muy confuso, como ya estableciera E. Dümmler (Auxilius und Vulgarius, Leipzig, 1866) hace más de un siglo, y en él aparecen mezcladas dos personas: Teofilacto, «senador y maestre de la milicia romana», que ostentaba ya el principal poder en la ciudad, y Alberico, duque de Spoleto, que no tardaría en convertirse en su yerno. Fueron tropas de este último las que ejecutaron el golpe de Estado del 904. Por consiguiente, puede considerarse éste como una toma del poder por parte de la aristocracia romana. Aunque consagrado el 29 de enero del 904, Sergio III dispuso que se datara el comienzo de su pontificado en el año 898, considerando a Juan IX y León V como simples usurpadores. Por medio de amenazas y violencias consiguió que se renovaran en un sínodo las actas del que vulgarmente se llamaba «cadavérico», declarando nulos todos los actos, incluyendo ordenaciones presbiterales y episcopales, producidos con posterioridad. Se produjo de este modo una terrible confusión, que él quiso remediar obligando con halagos y amenazas a los afectados a reordenarse; de este modo los que no querían o no se les permitía la reordenación, quedaban excluidos del clero. Refugiado en Nápoles un presbítero franco, Auxilius, tomó a su cargo la explicación proformosiana en dos obras, De ordinationis a Formoso papae factis e Infensor et defensor, que han contribuido mucho a crear una atmósfera espesa llegada hasta nosotros, gracias especialmente a Baronio que definió este tiempo, que abarca una docena de pontificados, como la «pornocracia». Puede afirmarse que el año 904, en efecto, se consuma la revolución que se venía gestando desde tiempo atrás: la aristocracia senatorial romana se hizo dueña del poder en Roma y sus dominios, en un proceso de feudalización no distinto del que entonces atravesaban las demás monarquías europeas, reconociendo al papa una soberanía eminente poco efectiva. Un denario retrata a Sergio III locado ya con la tiara. Aunque cabe suponer que esta corona se empleaba desde algún tiempo atrás, la coincidencia entre la acuñación de moneda y uso de tiara denotan signos de soberanía. En un nivel inmediatamente inferior la nobleza ejercía el poder y en la cúspide de la misma se hallaban Teofilacto, con su mujer Teodora, y Alberico, duque de Spoleto, que el año 905 contrajo matrimonio con Marozia (892? - 937), la menor de las hijas del senador.
Confusión en las fuentes.
Los historiadores se muestran perplejos, ya que una propaganda virulenta, propia de años de lucha, hace que lleguen a nosotros testimonios encontrados. Liutprando de Cremona, en su Antopodosis, escrita en defensa de Otón I y de la entrega del poder a los monarcas alemanes, retrata a Marozia como una «meretriz impúdica», la convierte en amante del papa Sergio y en madre del hijo de éste, el futuro Juan XI. Vulgarius, en cambio, pese a ser un defensor de Formoso, habla de ella como de una mujer ejemplar. La dificultad es seria: ¿a quién creer? Otras fuentes próximas, el Líber Pontificalis, Flodoardo y Juan Diácono, corroboran que en efecto Juan XI fue hijo de Sergio III, pero no mencionan el nombre de la madre. De ser cierta la imputación, Marozia habría tenido quince años en el momento de su nacimiento. Su hermana mayor, Teodora «la joven», ejerció también una gran influencia. El pontificado de Sergio III es famoso porque en él se concluyó la basílica de San Juan de Letrán, dañada por el terremoto que puso fin al gobierno de Esteban VI. Se conservan pocas cartas, algunas ocupándose de donaciones a monasterios de tierras devastadas por las correrías de los musulmanes. Hay entre ellas una notable que intentaba recabar el apoyo de la Iglesia franca en favor de la doctrina de la «doble procesión del Espíritu Santo» que Focio negara. El emperador de Bizancio, León VI, que había sido excomulgado por el patriarca Nicolás el Místico al contraer un cuarto matrimonio, acudió a Roma en grado de apelación. Los legados enviados por Sergio aclararon que en la moral cristiana no entra el poner límites al número de matrimonios que, por viudedad, deban contraerse. Provocaron así la destitución de Nicolás. Pero esta decisión, meramente coyuntural, no sirvió para incrementar la unión entre las dos Iglesias.

Anastasio III (junio 911 - agosto 913)
No somos capaces de fijar con precisión las fechas de la elección y muerte de Anastasio. El cronista Flodoardo, que nos transmite el nombre de su padre, elogia la dulzura de su carácter y la tranquilidad de su pontificado, con lo que parece indicar que se redujo a funciones exclusivamente religiosas, mientras Teofilacto y su esposa desempeñaban plenamente el poder en Roma. Hay dos noticias, la del envío del pallium al obispo de Vercelli y la de importantes concesiones al prelado de Pavía que, siendo ambos súbditos de Berenguer de Friul, pueden interpretarse como un intento de acercamiento a este. El papa estaba siendo reducido a un papel mínimo, lo que nada tiene que ver con sus condiciones personales. Nicolás el Místico, restaurado en el patriarcado de Constantinopla, reclamó una rectificación en la doctrina acerca del cuarto matrimonio, a lo que Anastasio se negó: en consecuencia su nombre fue borrado de los dípticos.

Lando (agosto 913 - marzo 914)
Nacido en Sabina e hijo de un conde lombardo de nombre Taino, sabemos que reinó seis meses y once días, durante los cuales otorgó beneficios a la catedral de San Salvador de Fornovo, la tierra de su nacimiento. El silencio absoluto resulta significativo: el papa había perdido el control sobre la cristiandad actuando únicamente como obispo de Roma.

Juan X (marzo 914 - mayo 928)
Victoria en el Garellano.
De pronto surgió una gran figura, Juan de Tossignano (Romana). Era arzobispo de Rávena en el momento de su elección, lo que le colocaba en estrecha y útiles relaciones de amistad con Berenguer de Friul, rey de Italia. Los clérigos que heredaban la antigua posición de los formosianos, protestaron: si su jefe había sido condenado por cambiar un obispado sufragáneo por el de Roma, más grave era el caso de un metropolitano. Liutprando de Cremona, venenosa pluma, dice que Teodora, «la mayor», promovió su elección porque años atrás Juan había sido su amante, pero esto parece falso. La senadora moriría poco tiempo después. Puede en cambio atribuirse esta designación a otra circunstancia: el gravísimo peligro que significaban los musulmanes; completada la conquista de Sicilia, lanzaban fuertes ataques sobre Italia meridional y central. De modo que Roma necesitaba de un hombre enérgico que pudiera reunir tantos poderes dispersos y, desde luego, Juan podía ser ese hombre. Inmediatamente el papa organizó la alianza triple con Adalberto de Toscana, Alberico de Spoleto, el marido de Marozia, y Landulfo de Capua, que aportó el poderoso auxilio de una flota bizantina. Tras un cerco de tres meses, la gran fuerza reunida se apoderó de la fortaleza del Garellano y arrojó a los musulmanes de Italia (agosto 915). Hay cierto paralelismo con la pacificación de Normandía y con la victoria leonesa en Simancas, que revelan que la cristiandad europea estaba en condiciones de superar las invasiones. Muy pocos años más tarde los monarcas alemanes lograban derrotar a los magyares. Se vislumbraba ya el final de los tiempos difíciles. Juan X decidió entonces volver a la situación de Luis II o de Lamberto de Spoleto, coronando emperador a Berenguer de Friul (diciembre del 915). Pero había un error de apreciación: el verdadero héroe de la batalla del Garellano había sido Alberico de Spoleto; él y su esposa se aprestaban a ejercer el poder que ya tuvieran sus padres.
Restablecimiento del primado. Durante ocho años Juan X pudo desplegar las funciones que como primado le correspondían, ateniéndose al contenido de las Falsas Decretales. Intervino directamente para zanjar conflictos en las sedes de Narbona y de Lovaina. En septiembre del 916 sus legados presidieron el Concilio de Hohcnallheim, apoyando la posición de Conrado I (911-918). Envió precisas instrucciones a las sedes de Rouen y de Reims acerca de las medidas a adoptar para asegurar el cristianismo entre los normandos. Restableció la unidad con la Iglesia oriental mediante una fórmula ambigua y acertada: el matrimonio de León VI era legítimo pero «excepcional», dejando a salvo la costumbre de aquélla que limitaba a tres el número posible de veces para recibir el sacramento.
Dos decisiones sumamente importantes señalan también este pontificado. El año 929 otorgó a la abadía de Cluny, fundada en el 909 y en trance de convertirse en una gran congregación de monasterios, la exención de la autoridad del obispo correspondiente, pasando a depender tan sólo del papa. Aceptó también la norma que vendría a llamarse «investidura», es decir, que los reyes o príncipes soberanos diesen posesión a" los obispos electos de sus respectivas sedes, sin cuya condición no podrían ser consagrados. Se invocaba así la colaboración de los poderes temporales en apoyo de la disciplina. Las cosas cambiaron más adelante, pero en aquellos momentos la investidura se presentaba bajo un aspecto positivo. La reorganización de la schola cantonan de Letrán revela la importancia que concedía a la educación de los futuros clérigos.
El asesinato.
Marozia tenía que contemplar con preocupación este crecimiento de poder que amenazaba el suyo propio. Es evidente que Juan X estaba maniobrando para independizarse de la tutela de la aristocracia romana. Para ello utilizaba a su hermano Pedro, un laico a quien confiaba oficios cada vez más elevados dentro de la administración romana: llegó a nombrarle cónsul, esto es, magistrado supremo. El 12 de marzo del 924 Berenguer de Friul fue asesinado y la nobleza franco-lombarda llamó entonces a un hijo de Lotario II y de Waldrada, Hugo, y le coronó rey de Pavía (926-947). El papa perdía uno de sus puntos de apoyo. Para remediarlo, Juan X llegó a un acuerdo con Hugo: debía acudir a Roma para ser coronado emperador. Marozia se adelantó. Acababa de enviudar y contrajo de inmediato segundo matrimonio con el hijo de Adalberto, Guido, marqués de Toscana. En sus manos estaban los dominios del padre, del primer esposo y del nuevo marido: era, desde Roma, la más poderosa de las nobles de Italia. Se organizó contra el cónsul Pedro la acusación de que había llamado a los magyares en su auxilio; fue asesinado en LeIrán y en presencia del papa a finales del 927. Y en mayo del 928 Juan X fue depuesto, encerrado en Sant'Angelo, y probablemente asesinado pocos meses más tarde.

León VI (mayo - diciembre 928)
Marozia estaba preparando ya el golpe definitivo: sentar a su capricho papas en el solio. Entramos en la verdadera «pornocracia» o gobierno de las mujeres. Papas débiles, de mera transición, bondadosos a ser posible. León era el hijo de un notario, Cristóforo, perteneciente a una familia aristocrática y cardenal de Santa Susana. No se ha conservado de él otra noticia que la de una carta conminando a los obispos de Dalmacia y Croacia a someterse al metropolitano de Spalato, Juan. Murió, al parecer, antes que Juan X.

listeban VII (diciembre 928 - febrero 931)
Fue como una sombra que pasa sin dejar huella. Las únicas noticias que se le atribuyen hablan de concesiones a monasterios. Marozia tenía lo que necesitaba: un papa que lo fuera únicamente de nombre mientras ella, senatrix y patricia, gobernaba Roma.

Juan XI (marzo 931 - diciembre 935)
Marozia pudo entonces culminar su trabajo cerrando el círculo. Juan, cardenal de Santa María in Trastevere, aquel mismo de quien Liutprando dice que era hijo del papa Sergio, sucedió a Esteban VIL Una de sus primeras decisiones consistió en lograr un acuerdo con Romano Lecapeno, emperador de Bizancio (920-944), consintiendo que el hijo de éste, Teofilacto, con sólo 16 años, se convirtiera en patriarca de Constantinopla. Era Marozia la principal interesada en este acuerdo, pues proyectaba para su hija Berta el matrimonio con uno de los Césares. En medio de la oscuridad que significan estas intrigas, aparece ya un signo de contradicción: el papa estaba prestando apoyo a la obra de san Odón de Cluny. La primera de las abadías constituidas en el marco de la congregación, la de Déols, recibió los mismos privilegios de que gozaba la iglesia madre. Cluny preparaba un futuro de universalidad, opuesto al que entonces parecía vislumbrarse. Peter Llewelyn (Rome in Dark Ages, Nueva York, 1971) llama la atención sobre este contraste, pues con él comienza la raíz de la reforma. Marozia aspiraba probablemente a más: quería ser reina de Italia, emperatriz. Viuda de Guido, pero dueña de Roma, Spoleto y Toscana, nudo y corazón de Italia, buscó un nuevo matrimonio con Hugo de Arles, el hijo de Waldrada. Y el papa ofició en esta boda de su madre, contraria a los cánones porque los contrayentes eran concuñados. En este momento entró en escena Alberico II, hijo del primer marido de Marozia: en diciembre del 932 tomó al asalto Sant'Angelo. Hugo logró escapar, pero Marozia y Juan XI quedaron prisioneros. Alberico se proclamó príncipe de Roma, senador, conde y patricio, reuniendo en su mano todos los poderes, que supo retener hasta su muerte. Parete que Marozia, de la que no volvemos a tener noticias, fue encerrada en un monasterio. En cuanto a Juan, devuelto a sus funciones estrictamente sacerdotales, murió a finales del 935 o principios del año siguiente.

León VIl (3 enero 936 - 13 julio 939)
Durante más de veinte años, Alberico sería dueño absoluto de Roma. Sabía muy bien que este extraordinario poder tenía que justificarse como un servicio a la grandeza de la ciudad y de su territorio, ahora a salvo de la amenaza de los sarracenos, y como un respaldo a la Iglesia en vías de reconstrucción moral. Tara eso necesitaba papas sumisos, sin duda, pero ejemplares. Y aunque las elecciones fueron sustituidas por la designación directa, no cabe duda de que los cuatro pontífices que sucedieron a Juan XI deben calificarse de ejemplares. León VII, cardenal presbítero de San Sixto era, con toda probabilidad, un benedictino. Alberico mostraba mucho afecto a estos monjes. San Odón, presente en Roma, le ayudó a conseguir un acuerdo de paz con Hugo de Arles, al que se reconoció como rey de Italia. Alberico le hizo importantes regalos: el palacio del Avenlino ¡i fin de convertirlo en monasterio, Subiaco, tan afectivamente ligado a los orígenes del benedictismo, y la basílica de San Pablo extramuros. Cartas de León a los obispos franceses les conminaba a que prestaran ayuda a la reforma de Cluny. No sólo a ésta: Gorze, cerca de Metz, recibió también los privilegios que necesitaba para su desenvolvimiento; de ella arranca la otra rama del movimiento de reforma. Hacia el año 937 el papa envió el pallium al arzobispo de Bremen, Adaldag, lo que permitiría renovar el esfuerzo misionero en Escandinavia, y nombró a Federico de Maguncia vicario para Alemania. Primeros pasos, todavía tímidos de un cambio que habría de acentuarse. Europa, vencidas las invasiones --incluso en España-- comenzaba a reconstruirse. El cronista Flodoardo, que le conoció personalmente, hace de León un retrato lleno de devoción admirativa.

Esteban VIII (14 julio 939 - octubre 942)
Romano, era presbítero cardenal de los Santos Silvestre y Martino. No hay duda de que Esteban fue un hombre instruido, intachable en su vida privada. Alberico II le designó al día siguiente de la muerte de León, asignándole funciones que debían limitarse a la vida religiosa. Pero ésta era en aquellos momentos la que revestía mayor importancia. Su estrecha colaboración con Cluny le impulsó a intervenir en los asuntos políticos de Francia, protegiendo a Luis IV de Ultramar (936-954) el hijo de Carlos el Simple (879-929); bajo pena de excomunión advirtió a los obispos que le debían obediencia. Como una parte de esta actividad envió el pallium al obispo de Reims. Pero al restablecerse la paz en Francia, la labor de los monjes disponía de nuevas facilidades. Ignoramos las circunstancias de su muerte: fuentes muy tardías pretenden que murió asesinado al tomar parte en una conspiración contra Alberico.

Marino II (30 octubre 942 - mayo 946)
Era presbítero cardenal de San Ciríaco cuando Alberico le presentó al pueblo de Roma para que le aclamasen. En sus monedas aparece mencionado, al lado del papa, el príncipe de Roma. De este modo no había duda de quien ostentaba el poder. Esto no obsta para que en una fuente muy antigua se le describa como un efectivo pacificador y, sobre todo, un reformador de las costumbres de monjes y clérigos. Las pocas cartas que de él se conservan le muestran protegiendo a Balduino, abad de Montecassino, que estaba encargado al mismo tiempo de la comunidad de San Pablo Extramuros. Al comenzar el año 946 confirmó al arzobispo Federico de Maguncia en su condición de vicario para Alemania, pero ampliando sus poderes con la facultad de presidir sínodos y corregir las deficiencias en el clero secular y regular.

Agapito II (10 mayo 946 - diciembre 955)
La reforma acerca a Alemania.
Nacido en Roma, Agapito permite comprender cómo los nombramientos efectuados por Alberico, al ir recayendo en clérigos idóneos, llevaban poco a poco a los papas hasta un punto en que recuperaban la dirección de la Iglesia universal. Un síntoma de esa paulatina afirmación se encuentra en el hecho de que en las monedas apareciese únicamente su nombre. También pudo influir el alejamiento del peligro sarraceno: los últimos ataques a las costas italianas, a cargo del emir al-Hassan de Sicilia, tuvieron lugar los años 950, 952 y 956; a partir de esta fecha la iniciativa cambió de mano y fueron los cristianos los que pasaron a la ofensiva. Por otra parte, Alberico y el papa estaban de acuerdo en cuanto al impulso de la reforma de la vida monástica, y religiosos venidos de Gorze se instalaron en San Pablo Extramuros. Su legado, Marino, presidió en Ingelheim un sínodo conjunto de alemanes y franceses confirmando la amistad entre Otón I (936-973) y Luis de Ultramar (936-954) y regulando la disputa del obispado de Reims en favor del candidato del segundo, Amoldo. Se amenazó a Hugo Capeto con la excomunión si no se sometía al legítimo rey. Todas estas decisiones fueron después confirmadas en el sínodo romano del 949. La tarea más importante vinculaba cada vez más a la Sede Apostólica con Alemania. El 2 de enero del 948 el papa concedió al obispo de Hamburgo plenos poderes para organizar las Iglesias que estaban surgiendo en Escandinavia. Envió el pallium a Bruno, arzobispo de Colonia, hermano de Otón I, significando de este modo la autoridad que se le otorgaba. Confirmó el proyecto del rey que quería convertir el monasterio de San Mauricio, en Magdeburgo, fundado el 937, en sede metropolitana para los países eslavos: un amplio espacio dentro del cual se autorizaba a Otón a erigir nuevas sedes episcopales. En aquellos momentos ni la protección a monasterios ni la investidura laica parecían inconvenientes; antes bien resultaban ventajosos para el avance de la reforma que estaba consiguiendo un renacer de la vida cristiana.
Otón, rey de Italia.
Hugo, rey de Italia, mostraba síntomas de creciente debilidad. Había una vacante en el título imperial, pero no deseaba Alberico que se restableciera. Los nobles enemigos de Hugo, que se agrupaban en torno al marqués Berenguer de Ivrea, acudieron a Otón I despertando su atención hacia la península y, en definitiva, hacia el Imperio; pero pasaron bastantes años sin que el monarca alemán, absorto en los problemas de reforma y expansión de la cristiandad, prestara atención. El año 947 murió Hugo, dejando su herencia a Lotarío, que falleció a su vez el 950. Entonces Berenguer de Ivrea concibió un proyecto distinto: casar a Adelaida, viuda de Lotario, con su propio hijo Adalberto, proclamar a ambos reyes de Italia y, eventualmente, lograr una coronación imperial. Pero Adelaida rechazó el plan, fue encerrada en prisión y objeto de malos tratos para convencerla. El 20 de agosto del 951 la dama huyó y, atríncherándose en el castillo de Canosa, pidió a Otón que acudiera a recoger su mano y su corona. Rápidamente las tropas alemanas quebraron la resislencia de Berenguer y Otón pudo coronarse rey de Italia el 23 de septiembre del 951. Desde Pavía, insinuó Agapito la conveniencia de restaurar el título de emperador. Alberico, que sentía acercarse el fin de su existencia, comprendía que el Imperio era el fin de aquello por lo que tanto luchara, un principado soberano y autocéfalo en Roma. Poco antes de morir (31 de agosto del 954) llamó al papa y a los clérigos de su entorno y les hizo jurar que, cuando se produjera la vacante en el solio, elegirían a su propio hijo, Octaviano; de este modo la Sede Apostólica y el principado se unirían, garantizando la independencia. Una solución con ventajas políticas, sin duda, y con desastrosas consecuencias para la Iglesia.

Juan XII (16 diciembre 955 - 14 mayo 964)
La elección.
El juramento fue cumplido y el clero eligió a este bastardo, Oclaviano, que contaba 17 años. Era laico y ostentaba ya la magistratura de patricio de Roma. Fue ordenado a toda prisa. Las fuentes historiográficas, todas pro alemanas, insisten en presentarle como un licencioso gozador de la vida en el sentido más vulgar de la palabra y completamente ajeno a las preocupaciones espirituales. Carecía, en consecuencia, de las condiciones necesarias para una empresa de tanta envergadura como era la de afirmarse en esa posición tan singular de papa y príncipe soberano. Los historiadores, sin embargo, deben mostrarse cautos ante las exageraciones que la propaganda favorable a Otón I fabricaría en los años siguientes. Liutprando, uno de los colaboradores del emperador, incluye en su Antopodosis relatos extendidos a todo el siglo del pontificado, que deben reputarse falsos. Algunos visitantes ilustres como Oskitel, arzobispo de York, o san Dunstan, de Canterbury, están lejos de compartir las negruras del cronista alemán. Por ejemplo, es un hecho comprobado que Juan XII mostró el mismo interés que su padre por la reforma monástica y que aplicó este interés concretamente a las abadías de Farfa y de Subiaco.
Coronación imperial.
Las obligaciones políticas que como príncipe le correspondían, acabaron por desbordarle. Volvían las amenazas militares desde el sur, por los duques de Capua y Benevento, y desde el norte, donde Berenguer de Ivrea, que seguía titulándose rey de Italia, pudo apoderarse de Spoleto el año 959. Puesta a prueba, la capacidad militar de Roma reveló su deficiencia; en tales circunstancias Juan XII envió sus legados a Otón I, solicitando su ayuda y ofreciéndole la coronación como emperador, restaurando la situación existente en época de Luis II. Otón prometió a estos legados proteger la persona del papa y su patrimonio temporal, no ejercer funciones de juez salvo en su presencia, y no hacer nada que pudiera perjudicar al pueblo romano (960). En la primavera del 961 un gran ejército alemán llegaba a Pavía, restableciendo el orden a su paso, alcanzando Roma en enero del año siguiente. Aquí, el 2 de febrero del 962, en una aparatosa ceremonia, tuvo lugar la coronación: el Imperio era declarado «santo» como la Iglesia misma. El papa y los principales romanos juraron fidelidad a Otón y rechazo absoluto a Berenguer. Sus contemporáneos no se percataron enteramente de la importancia del paso que se había dado. P. van der Baar (Die Kirchliche Lehre der Translatio Imperii Romani, Roma, 1956) recomienda poner atención, sin embargo, a lo que dijeron los tratadistas del tiempo: se trataba de una translatio Imperii a los alemanes, lo cual significaba al mismo tiempo, como señala Peicy Schramm Kaiser, Rom und Renovatio, Darmstadt, 1957), una «renovación». En la práctica, el acto del 2 de febrero del 962 no fue simplemente una reanudación de la línea seguida desde Carlomagno a Hugo de Arles; extrayendo las últimas consecuencias de las Falsas Decretales, se llega a una nueva definición de la autoridad en sus dos dimensiones: la espiritual del papa, que es por esencia universal, y la que corresponde al emperador, de carácter temporal, y colocada a la cabeza de la sociedad cristiana. No es que Francia, España o Inglaterra se sometieran de alguna manera a su poder: en cuanto a éste, Otón y sus sucesores seguían siendo reyes de Romanos, de Italia, de Germania y de Borgoña, nada más. Pero siendo el primero entre los soberanos de la tierra, el papa --y sólo el papa-- le confería en una ceremonia que tiene rasgos de consagración sacerdotal, un carácter «sacro» que daba a sus disposiciones jurídicas un alcance universal. Sólo el emperador podrá en adelante promulgar esas leyes fundamentales que se llaman Constituciones. l imperio --señala J. Orlandis (El pontificado romano en la historia, Madrid, 1966) siguiendo en este punto a G. A. Bezzola, Das ottonische Kaisertum in der franzosischen Geschichtssechreibung des 10. und beginnenden 11. Jahrhunderts, Graz, 1956)--no coincidía con la cristiandad y, sin embargo, otorgaba a los reyes de Alemania, Italia y las fronteras del este, una especie de cumbre en la estricta jerarquía de los soberanos. Esto daba lugar a que se estableciese cierta confusión, ya que siendo definida la cristiandad como un «cuerpo místico» de Cristo, la paridad en la cumbre de emperador y papa provocaban también en el primero la fuerte tentación de presentarse como cabeza de la cristiandad entera en el orden temporal.
Deposición.
Así apareció muy pronto. En el sínodo romano que siguió a la ceremonia de la coronación, Otón reconvino a Juan XII a fin de que enmendase su línea de conducta, acomodándola a la conveniente a una persona religiosa; se otorgaron al mismo tiempo a la Iglesia alemana grandes poderes en relación con todos los países del este. El 13 de febrero de esc mismo año, renovando la Constitución romana del 824 --siempre punto de partida-- el emperador confirmó las donaciones de Pipino y Carlomagno, ampliándolas hasta que abarcasen aproximadamente los dos tercios de la península italiana en sentido estricto. Sin embargo, Otón retenía lo que entonces se llamaba soberanía eminente sobre este territorio, que de este modo parecía un dominio señorial como eran los grandes ducados alemanes. Meses más tarde, a este privilegiuottonianum se añadiría una cláusula según la cual las elecciones pontificias necesitaban el plácet imperial: ningún electo sería consagrado antes de recibirlo y de que prestara en consecuencia juramento de fidelidad. Juan XII comprendió el alcance de la revolución: ahora el papa, cuya universal autoridad espiritual nadie discutía, estaba reducido, en cuanto príncipe, al nivel de uno de los grandes magnates del Imperio. Apenas hubo abandonado Otón la ciudad, para combatir los focos de rebeldía que aún se detectaban, y ya el papa estaba contactando con Berenguer y, superando antiguos recelos, abría al hijo de éste, Adalberto, las puertas de Roma: alegaba que el emperador no había cumplido el juramento que hiciera ante sus legados. Por su parte, Otón acusó a Juan XII de haberle traicionado negociando con los rebeldes y con los enemigos de la cristiandad. En noviembre del 963 estaba de regreso en Roma, haciendo huir al papa, que buscó refugio en Tívoli con todos los tesoros que en el último momento pudo reunir. Un sínodo, presidido por el emperador, se reunió en San Pedro. Fue enviada al papa la orden para que compareciera; no obedeció y fue depuesto (4 de diciembre del 963). Entonces los clérigos reunidos solicitaron de Otón que designara al nuevo pontífice.

León VIII (4 diciembre 963 - 1 marzo 965)
Otón designó al proscrinarius, esto es, el jefe de los notarios de la cancillería pontificia, un laico de buena fama llamado León. Tuvo que recibir todas las órdenes antes de ser consagrado de acuerdo con un ritual nuevo, personalmente revisado por el emperador. Se habían establecido serios precedentes, entre ellos el de someter a juicio y deponer a un papa, algo que ningún canon con- sentía. La elección era sustituida por la designación directa. El pueblo de Roma consideró esto como un atropello a la legitimidad y a sus derechos y el 3 de enero del 964 se lanzó a una revuelta que los alemanes ahogaron en sangre. León VIII intentaría la pacificación por otras vías, aunque sin éxito. De este modo, cuando las tropas imperiales, todavía en enero del 964, abandonaron Roma, Juan XII pudo regresar de Tívoli y convocar un sínodo en San Pedro (26 febrero del 964) para juzgar a León, ahora refugiado en la corte de Otón, bajo tres acusaciones: usurpación, ilegitimidad en sus ordenaciones y traición a su obispo. Todas las actas de su pontificado se declararon nulas. Pero apenas transcurridos tres meses, murió Juan XII (14 de mayo 964). Los romanos procedieron a una nueva elección, la de Benedicto V, para quien solicitaron el plácet imperial. La respuesta de Otón consistió en volver a Roma, que fue tomada el 23 de junio de ese año, y restablecer a León VIII. Nada sabemos de la política de este papa durante los pocos meses que todavía reinó.

Benedicto V (22 mayo - 23 junio 964)
La superposición de pontificados constituye un problema para los historiadores que, incapaces de llegar a una conclusión jurídica indudable, optan por situar a los tres, Juan, León y Benedicto, entre los legítimos sucesores de san Pedro. Benedicto V, romano de origen y de nacimiento, es descrito como una persona piadosa, ejemplar y culta, como demuestra el calificativo de grammaticus con el que se le conoce. Parece que no tomó parte en los disturbios del 963 y 964, de modo que su elección puede interpretarse como un deseo de presentar al emperador un hombre sin sospecha. Cuando Otón bloqueó la ciudad, privándola de alimentos, los romanos decidieron entregarlo. Fue llevado ante el sínodo para ser juzgado. Otón se conformó con rebajarle al nivel de diácono y con enviarle a Hamburgo bajo la custodia del obispo Adaldag. Allí murió el 4 de julio del 966 siendo su vida ejemplar. Otón III dispondría el año 988 que sus restos fuesen trasladados a Roma.

viernes, 27 de enero de 2012

Bunbury, grande

Hubo concierto en la Fonteta de s. Luis el dia 25
y fue total la adrenalina del publico incondicional.
Este vivo en Zaragoza va dedicado para disfrute de Jose,
de los 3 que tengo aquí aprendiendo qué es eso de guitarrear
de una niña y su papi en complicidad y de los fans y su total lealtad.





jueves, 26 de enero de 2012

Tres Juanes en un solo Juan

Querido Mark Twain:
Tú fuiste uno de los autores preferidos de mi adolescencia. Todavía recuerdo las divertidas Aventuras de Tom Sawyer, que son, por lo demás, tus propias aventuras de infancia, mi querido Twain. He contado cientos de veces algunas de tus ocu­rrencias, por ejemplo, aquella sobre el valor de los libros. Es un valor inestimable—le respondiste tú a una pequeña que te había preguntado—, pero en formas distintas. Un libro encuadernado en piel es excelente para afilar la navaja de afeitar; un libro pequeño, conciso como saben escribirlo los fran­ceses--sirve estupendamente para sostener la pata más corta de una mesita; un libro grueso como un diccionario, es un magnífico proyectil para lanzár­selo a los gatos; y, finalmente, un atlas de hojas grandes tiene el papel más adecuado para ajustar las ventanas.
Mis alumnos se entusiasmaban cuando yo les de­cía: Ahora os voy a contar otra de Mark Twain. Temo, en cambio, que mis diocesanos se escanda­licen: « ¡Un obispo que cita a Mark Twain! » Quizá fuera necesario explicarles primero que, así como hay muchas clases de libros, hay también muchas clases de obispos. Algunos, en efecto, parecen águi­las que planean con documentos magistrales de alto nivel; otros son como ruiseñores que cantan mara­villosamente las alabanzas del Señor; otros, por el contrario, son pobres gorriones que, en la última rama del árbol eclesial, no hacen más que piar, tratando de decir algún que otro pensamiento sobre temas vastísimos.
Yo, querido Twain, pertenezco a esta última ca­tegoría. Por esto me armo de valor y cuento que una vez tú observaste: «El hombre es más com­plejo de lo que parece; todo hombre adulto encie­rra en sí no uno, sino tres hombres distintos». ¿Cómo es eso?», te preguntaron. Y tú contestas­te: «Mirad a un Juan cualquiera. En él se da el primer Juan, es decir, el hombre que él cree ser; hay también un segundo Juan, lo que de él piensan los otros; y, finalmente, existe un tercer Juan, lo que él es en realidad».
¡Cuánta verdad, Twain, se encierra en tu humo­rada! He aquí, por ejemplo, el primer Juan. Cuando nos traen la fotografía del grupo en que hemos posado, ¿cuál es la cara simpática y atractiva que vamos a buscar? Duele decirlo, pero es la nuestra. Porque nosotros nos queremos desmesuradamente y nos preferimos a los demás. Por querernos tanto sucede que nos sentimos inclinados a exagerar nues­tros méritos, a suavizar nuestras culpas, a usar con el prójimo medidas distintas de las que nos aplica­mos a nosotros mismos. ¿Méritos exagerados? Los describe tu colega Trilussa:

La babosa de la Vanagloria
que se arrastraba sobre un obelisco,
miró la baba y dijo: ahora sé
que dejaré mi impronta en la historia.


Así somos, querido Twain. ¡Incluso un poco de baba, si es nuestra y por ser nuestra, nos hace ga­llear y alzar la cabeza!
¿Defectos atenuados? «Bebo un vaso alguna que otra vez», dice él. Los otros, en cambio, afirman que es una especie de esponja, una garganta siem­pre seca, un auténtico devoto de Santa Bibiana, con el codo siempre empinado. Ella dice: «Soy un poco nerviosilla, y a veces me impresiono». ¡Menuda im­presión! La gente comenta que es gruñona, agre­siva y vengativa, un carácter imposible, una arpía.
En Homero, los dioses se pasean por el mundo envueltos en una nubecilla que les oculta a los ojos de todos; nosotros tenemos una nube que nos ocul­ta a nuestros propios ojos.
Francisco de Sales, obispo como yo y humorista como tú, escribía: «Acusamos al prójimo por cosas leves, y nos excusamos a nosotros mismos en cosas importantes. Queremos vender a precios elevadísi­mos y comprar, en cambio, en magníficas condicio­nes. Queremos que se haga justicia en la casa de los demás, pero que se use misericordia en la nuestra. Queremos que se interpreten bien nuestras pala­bras, y somos quisquillosos con las de los demás. Si alguno de nuestros subordinados no usa con nos­otros de buenas maneras, interpretamos mal cual­quier cosa que haga; por el contrario, si alguno nos resulta simpático, lo excusamos, haga lo que haga. Exigimos nuestros derechos con rigor, y, en cambio, pretendemos que los otros sean discretos al exigir los suyos... Lo que hacemos por los demás nos pa­rece siempre demasiado, y lo que los otros hacen por nosotros nos parece cosa de nada».
Sobre el primer Juan es ya suficiente. Vayamos al segundo Juan. Aquí, querido Twain, me parece que las situaciones son dos: Juan desea que la gen­te le estime y se aflige si la gente le ignora o des­precia. No hay nada de malo en esto; procure tan sólo no exagerar en uno u otro sentido. « ¡Ay de vosotros—ha dicho el Señor—que ambicionáis los primeros puestos en las sinagogas y los saludos en las plazas..., que realizáis todas vuestras obras para ser vistos». Hoy diríamos... que escaláis los pues­tos y los títulos a fuerza de codazos, de concesio­nes, de abdicaciones, que perdéis la cabeza por apa­recer en los periódicos. Pero ¿por qué e ¡Ay de vosotros! ?» Cuando en 1938 Hitler pasó por Florencia, la ciudad fue cu­bierta de cruces gamadas y de inscripciones encomiásticas. Bargellini dijo a Dalla Costa: «¿Ve esto; eminencia? ¿Ve esto?» «No tenga miedo, respon­dió el cardenal, la suerte está ya predicha en el sal­mo 37: 'Vi al inicuo enorgullecerse y crecer como árbol frondoso. Pasé de nuevo, y ya no estaba; lo busqué, y no se le pudo encontrar'».
A veces el « ¡ay! » no significa castigo divino, sino solamente ridículo humano. Puede que a al­guien le ocurra lo que al asno que se cubrió con la piel de un león y todos decían: « ¡Qué león! » Hombres y bestias huían. Pero sopló el viento, la piel se levantó, y todo el mundo pudo ver que se trataba de un asno. Y entonces corrieron furiosos y molieron a la bestia a bastonazos.
Ya lo decía Shaw: « ¡Qué cómica resulta la ver­dad! » Y en verdad es para reír cuando se sabe qué poca cosa hay bajo ciertos títulos y ciertas celebri­dades.
¿Y si sucede lo contrario? ¿Si la gente piensa mal de lo que en realidad está bien? Aquí vienen en nuestra ayuda otras palabras de Cristo: «Vino Juan, que ni comía ni bebía, y dijeron: Tiene el de­monio dentro. Ha venido el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: Este es un comilón y un bebedor, amigo de publicanos y pecadores». Ni si­quiera Cristo logró contentar a todos. No nos deses­peremos si tampoco lo conseguimos nosotros.
El tercer Juan era cocinero. Esto no lo cuentas tú, Twain, sino Tolstoi. A la entrada de la cocina estaban echados los perros. Juan mató un ternero y echó las vísceras al patio. Los perros las cogieron, se las comieron y dijeron: «Es un buen coci­nero, guisa muy bien». Poco tiempo después Juan pelaba los guisantes y las cebollas, y arrojó las mon­daduras al patio. Los perros se arrojaron sobre ellas, pero torciendo el hocico hacia el otro lado dijeron: «El cocinero se ha echado a perder, ya no vale nada». Sin embargo, Juan no se conmovió lo más mínimo por este juicio y dijo: «Es el amo quien tiene que comer y apreciar mis comidas, no los perros. Me basta con ser apreciado por mi amo».
¡Bravo también por Tolstoi! Pero yo me pre­gunto: ¿Qué gustos tiene el Señor? ¿Qué es lo que le agrada de nosotros? Un día, mientras predicaba, alguien le dijo: «Tu madre y tus hermanos están ahí afuera, y quieren hablar contigo». El extendió la mano hacia sus discípulos y respondió: «He aquí a mi madre y a mis hermanos. En verdad que todo aquel que cumple la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, es mi hermano, mi hermana y mi madre».
He aquí quien le agrada: el que hace la volun­tad del Señor. Le agrada la oración, pero le des­agrada mucho que las oraciones sean un pretexto para rehuir las fatigas de las buenas obras. «¿Por qué me llamáis Señor, Señor, y no hacéis lo que os digo?» ¡Hacer lo que él dice!
Esto puede dar lugar a una conclusión morali­zante. Tú—humorista—no la habrías sacado. He de sacarla yo, que soy obispo y que aconsejo a mis fieles: si alguna vez pensáis en los tres Juanes, los tres Jaimes, o las tres Franciscas que están en cada uno de nosotros, mirad sobre todo al tercero: ¡aquello que agrada a Dios!


Mark Twain (pseudónimo de Samuel Langhorne Clemens), escritor estadounidense (1853-1910). Tipógrafo, piloto mercante en el Misisipí, periodista, se hizo intér­prete con sus libros del mito de la nueva frontera. Sus obras principales son: Las Aventuras de Tom Sawyer y Las Aventuras de Huckleberry Finn, ricos en ritmo y hu­morismo.
Juan Pablo I, antes el Patriarca de Venecia Alberto Luciani, en Ilustrísimos señores, año Mayo 1971

miércoles, 25 de enero de 2012

Los papas -7

Eugenio II (junio 824 - agosto 827)
Firmeza del papa.
La nobleza romana se unió al partido imperial en un esfuerzo para evitar que el clero hiciese triunfar su candidato. Los últimos meses del pontificado de Pascual habían sido muy duros. Wala, consejero de Luis y luego de Lotario, que estaba en Roma a la sazón, consiguió negociar una especie de arreglo mediante el cual se logró el reconocimiento de Esteban, arcipreste de Santa Sabina. El electo no se limitó a comunicar a Luis el Piadoso su levación, como estaba acordado: le juró fidelidad, reconociendo de este modo la soberanía del emperador. Su nombramiento fue, en general, bien acogido porque se esperaba de este modo conseguir más paz interna. Así fue, pero a costa de que el papa fuese solamente instrumento de la política imperial.
La «Constitutio romana».
Finalizaba el verano del 824 cuando Lotario apareció nuevamente en Roma proclamando su intención de restaurar el orden en la ciudad y establecer nuevas leyes que impidiesen las divisiones y tumultos. Eugenio II se plegó a estos proyectos y la consecuencia fue la llamada Constitutio romana del 11 de noviembre del mencionado año, que establecía un fuer- te control del Imperio sobre el Patrimonium Petri. Los capítulos más salientes determinaban:
-- Todas las personas declaradas bajo protección imperial o pontificia gozarían en adelante de inmunidad.
-- Se establecía el principio jurídico de los germanos de la personalidad de las leyes, de modo que cada uno sería juzgado por la ley romana, franca o lombarda, según su nación.
-- La administración de Roma y de los demás dominios pontificios se encomendaba a dos missi, uno imperial, el otro papal, los cuales elevarían cada año un informe al emperador.
-- Suprimiendo el canon establecido en el sínodo del 769, se decretaba que en las elecciones pontificias tomaría parte el pueblo junto con el clero.
-- Por último, que antes de que pudiera ser consagrado, el papa tendría que prestar juramento de fidelidad al emperador. En definitiva, la Constitutio venía a demostrar que al emperador, y no al papa, correspondía la autoridad soberana. La crisis a que el Imperio estaba siendo abocado, precisamente por derechos sucesorios, evitaría que se obtuviesen de ella los resultados que Lotario esperaba. Eugenio comenzó mostrando bastante independencia en dos asuntos: la reforma, que parecía tan necesaria, y la iconoclastia. En noviembre del 826 un sínodo reunido en Letrán, que aceptó desde luego la nueva forma propuesta para las elecciones y también la legislación franca referida a las Iglesias propias, promulgó numerosos cánones acerca de la simonía, deberes de los obispos, monaquismo, educación clerical, indisolubilidad del matrimonio, etc., que se hicieron extensivos a todas las Iglesias de Occidente sin consulta previa al emperador. En el mes de noviembre del 824 había pasado por Roma una embajada del emperador Miguel II (813-829) y del patriarca Teodoro, que intentaba negociar una fórmula que permitiese suavizar las aristas que despertara la iconoclastia. Eugenio advirtió que la doctrina formulada en el segundo Concilio de Nicea (787) era la única aceptable. Y no cedió ni ante una embajada de Luis el Piadoso ni ante los requerimientos de una comisión de teólogos, reunida en París el 825, contando con permiso del papa, que había llegado a conclusiones excesivamente críticas respecto al culto de las imágenes. Eugenio, que mantenía contacto estrecho con Teodoro de Studion y con los monjes iconódulos refugiados en Roma, proyectaba el envío conjunto de una embajada imperial y pontificia a Constantinopla, cuando falleció.

Valentín (agosto - septiembre 827)
Hijo de Leoncio de Vialata, miembro de la nobleza senatorial romana, había hecho carrera bajo Pascual I, siendo archidiácono. En su elección unánime tomaron parte los laicos, de acuerdo con la Constitución del 824. Según el Líber Pontificalis no reinó más que cuarenta días. No hay ninguna noticia acerca de su gobierno.

Gregorio IV (29 marzo 828 - 25 enero 844)
Elección.
Cardenal presbítero del título de San Marcos y miembro de la aristocracia romana, fue elegido por presiones de esta misma nobleza y de acuerdo con la Constitutio del 824, a finales del año 827, aunque no sería consagrado hasta el 29 de marzo siguiente, después de obtener el reconocimiento del representante imperial y hacerse el intercambio de juramentos. La jurisdicción imperial se hizo efectiva: a principios del 829 sería rechazada la apelación presentada por la sede romana contra el privilegio de Lotario a la abadía de Farfa, eximiéndola del tributo que pagaba a Roma.
Se rompe el Imperio.
El 832 los tres hijos mayores de Luis el Piadoso, Lotario, Pipino y Luis, protestando de que se hubiese alterado la Ordinatio Imperii del 817 a fin de dar parte en la herencia a Carlos el Calvo (832-887), nacido de un segundo matrimonio del emperador, se sublevaron contra su padre. Lotario ordenó a Gregorio IV que le acompañara en su viaje a Francia; el papa aceptó porque se trataba de una coyuntura que podía dejar establecida nuevamente su autoridad, pero un gran número de obispos, agrupados en torno al viejo emperador, le reprocharon que apareciese como incorporado a un bando rebelde y llegaron a amenazarle con romper la comunión con Roma. La respuesta del papa fue fría y contundente: a él, en virtud de la supremacía otorgada por Dios sobre la cristiandad, correspondía la custodia de la paz y, por ende, la mediación entre las partes en discordia. Cuando en el verano del 833 los dos ejércitos se enfrentaron en Rotfeld, cerca de Colmar, Gregorio intervino mediando entre un campo y otro. Descubrió entonces que había sido utilizado malévolamente por Lotario para encubrir una maniobra que tendía a impulsar a los nobles a que cambiasen de bando a fin de obligar a Luis el Piadoso a una completa capitulación. Los eclesiásticos llamaron a Rotfeld, Lügenfeld, esto es «campo de la mentira». Profundamente amargado, Gregorio regresó a Roma, mientras en su ausencia una asamblea de Compiegne (octubre del 833) decidía la deposición del emperador y el ingreso de Carlos en un monasterio. Apenas unos meses más tarde, en marzo del 834, nobles y obispos conseguirían la restauración de Luis el Piadoso: inmediatamente estableció contacto con Gregorio anunciándole su intención de peregrinar a Roma. Lotario consiguió impedir el viaje de una embajada pontificia, pero no evitó que una carta de Gregorio llegara a manos de Luis, restableciendo con ello la dignidad del papa. La muerte del emperador, el 840, desencadenó una guerra civil en la que ya no fue posible al papa interponer su mediación. Aunque el título imperial siguiera siendo único, el Imperio se dividió, iniciándose con ello una época de profunda crisis en la que la Iglesia y el pontificado serían víctimas. De inmediato se acusaron las consecuencias desfavorables sobre dos empeños del pontífice: el 831 había recibido en Roma a san Anscario, obispo de Hamburgo, a quien entregó el pallium y que venía a exponer los grandes planes de evangelización de escandinavos y eslavos; Amalario de Metz trabajaba en Roma para unificar textos litúrgicos que debían ser reconocidos como obligatorios. La expansión religiosa y la edificación de la unidad se vieron gravemente comprometidas. Peligro sarraceno. Una gran ofensiva musulmana se desencadenaba en el centro del Mediterráneo, precisamente en el momento en que los cristianos lograban en España una resonante victoria en Simancas (939) que les aseguraba el dominio de la meseta. El año 827 los sarracenos desembarcaron en Mazzara (Sicilia) y en los siguientes se apoderaron de Agrigcnto, Enna, Palermo y Mesilla (cS43). La resistencia de las milicias bizantinas fue muy fuerte, pero sin éxito. Nápoles y Amalfi se segregaron, convirtiéndose en repúblicas independientes. Nápoles, amenazada por el duque de Benevento, pidió auxilio a los árabes, repitiendo el tremendo error de los vítizanos en España. Los musulmanes desembarcaron en la península, tomaron Brindisi (838), Tárento (839) y Bari (811), desentendiéndose pronto de sus aliados. Venecia pudo impedir la entrada do los invasores por el Adriático, pero no que se hiciesen dueños del mar de Sicilia y del Tirreno. Unidades sarracenas alcanzaban con su razzias Spoleto, quemando y saqueando casas y campos a su paso. Roma se encontraba, pues, al alcance de los musulmanes. Gregorio ordenó construir en Ostia un bastión para evilar los desembarcos: fue llamado Gregorópolis.

Sergio II (enero 844 - 27 enero 847)
La división del Imperio privaba a Europa de una fuerza capaz de protegerla: vikingos en el norte, sarracenos en el Mediterráneo y pronto magyares en elosle, colocaban a la cristiandad en una posición sumamente difícil. Ahora Romoslaba en el mismo frente de batalla. Reinaba el pánico. Al producirse la muerte de Gregorio la población alborotada aclamó a un diácono llamado Juan, se apoderó de Lelrán, e intentó entronizarle allí. La nobleza, reunida en San Martín, eligió a uno de los suyos, Sergio, arcipreste de Roma en el pontificado anterior. La rebelión fue aplastada aunque el propio Sergio intervino para evitar la muerle de Juan. Anciano y enfermo de gota, el nuevo papa fue consagrado sin esperar la confirmación imperial. Tanto las normas de costumbre como la Constitutio del 824 habían sido quebrantadas. Por encargo de Lotario, su hijo Luis II (844-875), que gobernaba desde Pavía el antiguo reino lombardo, marchó a Roma llevando un considerable ejército; junto a él se hallaba uno de los principales consejeros del emperador, Drogo, obispo de Metz; sus tropas, que trataban a las comarcas que atravesaban como país conquistado, causaron grandes daños. Sergio supo calmar los ánimos porque no quedaba otra esperanza que la ayuda de los carlovingios. Un sínodo de veinte obispos italianos se encargó de examinar la elección; aunque fue confirmado, Sergio tuvo que prestar, con los ciudadanos de Roma, el juramento de fidelidad al emperador, prometiendo que en adelante no se procedería a la elección de papa sin orden previa de aquél y sin que estuviesen presentes sus missi. Drogo fue nombrado vicario con jurisdicción sobre todos los obispos al otro lado de los Alpes. Sin embargo, Sergio no cedió en las cuestiones fundamentales, como la rehabilitación de los obispos Ebbo de Reims y Bartolomé de Narbona, que habían tenido parte en la deposición de Luis el Piadoso, pues sólo al papa corresponde «hacer» y, por tanto, «deshacer» emperadores. Viejo y enfermo, Sergio era consciente de los peligros que amenazaban a Roma. Provocó el descontento de la población por sus esfuerzos para allegar dinero; en este punto su hermano Benedicto, a quien consagró obispo, se hizo responsable de numerosos pecados de simonía, con terrible daño para la moral. Fue inevitable que, en la conciencia de muchos, el ataque de los sarracenos en agosto del 846 fuese un castigo divino por la inmoralidad desatada. Ese año había fracasado un intento musulmán sobre la bahía de Nápoles, pero la flota, que conducía a 10.000 hombres según cronistas contemporáneos, desembarcó entre Porto y Ostia. La guarnición de Gregorópolis huyó y la milicia romana se refugió tras las murallas que databan de tiempos de Aureliano. Las basílicas de San Pedro y San Pablo fueron saqueadas. Ante el anuncio de que las fuerzas de Cesáreo de Nápoles y del rey Luis II convergían sobre Roma, los invasores se retiraron. Su flota fue, además, destruida por una tormenta. La muerte súbita de Sergio II se produjo a las pocas semanas de esta catástrofe.

León IV, san (10 abril 847 - 17 julio 855)
Un papa restaurador.
El mismo día de la muerte de Sergio II, en medio de las ruinas y desolación causadas por el golpe musulmán, fue elegido este benedictino de estirpe lombarda, aunque nacido en Roma, hijo de Rodoaldo, a quien Sergio II nombrara cardenal del título de los Cuatro Santos Coronados. Como tardara en llegar la confirmación imperial, se hizo consagrar el 10 de abril, alegando que el tiempo no permitía dilaciones. Era el hombre enérgico que se necesitaba en aquella ocasión. Garantizó que, pese a esta circunstancia, se mantenía la legalidad de la Constitutio. Luis II estaba llevando a cabo entonces la reconquista de Benevento, aplacando las discordias entre pretendientes y creando dos pequeños principados, Salerno y Benevento, destinados a servir de barbacana en la defensa contra los sarracenos. El nombre de León se nos conserva hoy en la «ciudad leonina». Fue, en principio, un recinto fortificado que, por encargo de Lotario y con apoyo económico de éste, se estableció en torno a San Pedro para defensa de esta basílica. El año 849 los musulmanes reaparecieron y contra ellos se unieron las flotas de Nápoles, Amalfi y Gaeta: de este modo logró el papa obtener una victoria decisiva en Ostia. A continuación fortificó Porto con refugiados corsos y re- construyó Centumcellae (la actual Civitavecchia) en un lugar dotado de mejores condiciones de defensa. Pudo disponer de años de verdadera tregua. Lotario estaba lejos. Pidió a León que coronara emperador a su hijo Luis II, y el papa accedió. A partir de entonces las relaciones con el Imperio se hicieron exclusivamente a través de este príncipe. Tales relaciones no fueron siempre pacíficas: la lejanía del emperador y las difíciles circunstancias de un Imperio atomizado y amenazado permitían al papa librarse de una tutela que resultaba ya molesta. Tres agentes imperiales que habían asesinado a un legado papal fueron ejecutados en Roma. Luis II sospechaba, con razón, que en la curia se conspiraba contra su autoridad. En relación con Constantinopla también mostró León la firme autoridad: reprochó al patriarca Ignacio que hubiera depuesto al obispo de Siracusa sin consultarle y dispuso que ambas partes, el despojado y el designado, comparecieran en Roma para que se produjera el juicio arbitral. Sus trabajos de restauración aprovecharon muchos otros edificios de Roma. La basílica de San Clemente conserva su retrato. Los años 850 y 853 se celebraron sínodos que pretendían reemprender la obra de reforma que Eugenio II ya comenzara. Fueron importantes las relaciones con los obispos de Inglaterra, a los cuales se remitió el año 849 una instrucción que era una exhaustiva respuesta a las preguntas que aquéllos formularan. Ethelwulfo de Wessex (839- 858) envió a Roma a uno de sus hijos, Alfredo, que quería ser monje, y León IV le distinguió con el nombramiento de cónsul honorario. Se trata del futuro Alfredo el Grande, y una curiosa leyenda afirma que el papa predijo que sería rey.
Las Falsas Decretales.
Importante, por las inesperadas consecuencias que se derivaron, fue el enfrentamiento con Hincmaro, obispo de Reims, a quien los obispos de Francia acusaban de exceso en su calidad de metropolitano. Lolario insistió en que se le nombrara vicario y se enviara el pallium, pero León se negó, remitiéndolo en cambio al obispo de Autun. Hincmaro, en un sínodo celebrado en Soissons, había declarado nulos todos los actos de su antecesor, Ebbo, y el papa revocó el sínodo con todas sus consecuencias. En relación con esta querella aparecen las Falsas Decretales o colección de cánones atribuidas a san Isidoro. Ya Paul Fournier (Étude sur les Fausses Decretales, Lovaina, 1907) había apuntado que esta curiosa colección fue redactada entre los años 846 y 852, en Le Mans, o entre los clérigos que se oponían a Hincmaro. Pero apuntaba m;ís lejos y de ahí sus extraordinarias consecuencias. Por vez primera se denunciaban los peligros de la feudalización. En el sínodo de Epernay (junio del 846) se suscitó la grave cuestión de que los señores feudales estaban sometiendo a la Iglesia, dentro de sus dominios, a la ley del vasallaje, que se estaba generalizando. Al advertir los clérigos la falta de una legitimación adecuada decidieron fabricar una mezclando invención y realidad: Gastón Le Bras precisa los años 847 y 852 como lapso de reacción, ya que en la segunda de dichas fechas el Pseudo Isidoro empieza a ser mencionado. Para Horts Führmann (Einflusse und Verbreitung der pseudoisidorischen Fálschungen von ihrem Auftauchen bis in die neuere Zeit, Stuttgart, 1972), el objetivo perseguido era: a) proteger a los clérigos y su patrimonio de los poderes feudales en crecimiento; b) hacer de la sede episcopal la célula esencial de la organización eclesiástica, poniéndola a cubierto de los abusos de los metropolitanos; y c) afirmar el primado del papa, ya que en él se apoyaba el poder de los obispos.

Benedicto III (29 septiembre 855 - 17 abril 858)
La papisa Juana.
Una curiosa leyenda sitúa entre León IV y Benedicto III el fantástico episodio de la papisa Juana. Vivía en Roma un diácono muy apreciado por su cara de ángel y su profundo saber. Nacido en Ingelheim, cerca de Maguncia, aunque de padres anglosajones, había estudiado en Atenas antes de llegar a la capital de la cristiandad; tal era el origen de su conocimiento del griego y de los saberes orientales. Elegido papa con el nombre de Juan, trabajó infatigablemente, permaneciendo hasta altas horas de la noche con su principal colaborador, Sergio. Pero en una ocasión en que presidía una procesión le acometieron los dolores del parto y se descubrió que se trataba de una mujer. La justicia la condenó a morir arrastrada por un caballo. La más antigua noticia de esta curiosa superchería aparece en la Chronica universalis Mettensis, escrita hacia el año 1250 y atribuida al dominico Juan de Mailly. La repite hacia 1265 la Chronica de Erfurt, aunque sitúa el episodio tras la muerte de Sergio III, el año 914. Martin de Troppau añadiría que, durante mucho tiempo, los papas, en sus procesiones, evitarían pasar por el lugar donde había tenido lugar el parto y la muerte. La leyenda alcanzó tanta amplitud que en el siglo xv se hizo figurar un busto de la papisa en la colección de la catedral de Siena.
Pontificado conflictivo.
No existe posibilidad cronológica de insertar la leyenda entre León y Benedicto III porque ambos se sucedieron sin solución de continuidad. A los pocos días de la muerte de aquél fue elegido Benedicto, que era cardenal-presbítero de San Calixto. No fue una elección indiscutida, pues el clero mostraba su preferencia por el cardenal del título de San Marcos, Adriano, que se negó a aceptar. El partido imperial tenía su propio candidato en el bibliotecario Anastasio que, tras su cese y excomunión decretados por León IV, había buscado refugio en la corte de Luis II. Los imperiales, aprovechando que aún no se había dado el plácet previo a la consagración, se apoderaron de Letrán y encerraron en prisión a Benedicto. Roma vivió un auténtico clima de guerra civil hasta que Anastasio y sus favorecedores se convencieron de que no iba a triunfar; con los musulmanes instalados en Bari no convenía al emperador tal ruptura. Se llegó a un acuerdo: Anastasio pudo retirarse como abad de un monasterio aceptando la consagración de Benedicto, que tuvo lugar el 29 de septiembre del mismo año. La muerte de Lotario y la necesidad de establecer una regulación sucesoria entre sus hijos Lotario II, de quien procede el término Lotaringia (Lorena), Luis II de Italia y Carlos de Provenza (855-863), permitieron al papa afirmarse. Guiado por los consejos de quien sería su sucesor, Nicolás, mostró energía frente a los desarreglos de los carlovingios: amenazó a Huberto, hermano de la emperatriz Teutberga de Lorena, con la excomunión, si no detenía sus pretensiones de señor feudal sobre los monasterios; exigió que Ingeltruda, esposa del conde Bos, que había buscado con su amante refugio en aquella misma corte, fuera devuelta a su marido. La Iglesia tropezaba con el menosprecio de las normas matrimoniales. A instancias de Hincmaro de Reims accedió a confirmar las actas del Concilio de Soissons, pero haciendo la salvedad de que únicamente en el caso de que los informes por él recibidos fuesen correctos. Ante Bizancio no dejó de invocar la primacía romana, y cuando el patriarca Ignacio comunicó la deposición de Gregorio de Siracusa y de otros obispos, advirtió que los depuestos podían acudir a Roma para que fuese rectamente juzgada la causa.

Nicolás I, san (24 abril 858 - 13 noviembre 867)
Un gran papa.
Nacido en Roma hacia el año 820, Nicolás era hijo de un alto oficial de nombre Teodoro, y durante los tres últimos pontificados había ocupado una posición sumamente influyente. Fue elegido después de que el cardenal Adriano rechazara por segunda vez el nombramiento, y con la aprobación de Luis II que se había apresurado a acudir a Roma al conocer la muerte de Benedicto. Hombre de formidable energía, una de sus primeras y sorprendentes decisiones consistió en llamar a la corte a Anastasio que, durante muy corto tiempo, jugara el papel de antipapa. Es cierto que, como destaca E. Perels (Papst Nikolaus I und Anasthasius Bibliotekarius, Berlín, 1920), se trataba de un hombre de cualidades extraordinarias, conocedor del griego, precisamente por su estrecha relación con la colonia helénica existente en Roma en aquellos tiempos. Consejero de Nicolás, especialmente para cuestiones bizantinas, el apellido con que se le conoce responde al oficio que se le confió mucho más larde por Adriano II. Nicolás completaba su energía con una gran altura moral: defensor de la dignidad humana, negaba que pudiera aplicarse la tortura, ni siquiera a ladrones o bandidos manifiestos; coincidía con las Falsas Decretales en la concepción de una estructura jerárquica para la Iglesia; y, en su correspondencia con los reyes, trataba de hacerles distinguir entre la legitimidad de origen que corresponde al nacimiento y la de ejercicio que se identifica con la justicia. Sentía verdadera obsesión por esa justicia, enfrentándose con cuantos se oponían a ella o a los principios de la moral, sin preocuparse por las consecuencias. Nicolás I es uno de los grandes papas en la historia de la Iglesia. Vicario de Cristo, representante de Dios en la tierra, tenía el convencimiento de que le asistía autoridad completa sobre toda la Iglesia, siendo los patriarcas y metropolitanos engranajes para la comunicación con los obispos, y los sínodos instrumentos para la corrección de cualquier deficiencia o desviación en materia de fe o de costumbres. Negaba a los poderes laicos derechos a intervenir en cuestiones religiosas; pero él se sentía llamado a ejercer la vigilancia sobre la moralidad del emperador, los reyes y sus mandatarios. El 861 excomulgó al arzobispo de Rávena, Juan, porque oprimía a los sufragáneos y se adueñaba del patrimonio que pertenecía al pontífice. El prelado huyó a Pavía buscando la protección de Luis II, y éste le aconsejó que se sometiera. Juzgado en Roma por un sínodo, alcanzó la absolución después de jurar que iría a Roma cada dos años y no ordenaría a ningún obispo sufragáneo sin la autorización pontificia.
Conflicto con los carlovingios.
Hincmaro, mencionado con anterioridad, era un sabio y eminente obispo de Reims que, en su calidad de metropolitano, aspiraba a ejercer un dominio completo sobre las demás sedes de Francia. La deposición de su antecesor, Ebbo, había sido debida a motivos estrictamente políticos, relacionados con las luchas entre los hijos de Luis el Piadoso (sínodo de Thionville, 835); restaurado el 840 por influencia del emperador Lotario y vuelto a deponer el 843, había tomado una serie de decisiones en el tiempo en ue ocupó la sede; entre ellas, ordenaciones presbiterales. Fueron todos estos actos los que el mencionado sínodo de Soissons (853) declaró nulos. Para Hincmaro este sínodo, cuyas actas confirmara Benedicto III sub conditione, era la piedra de toque de su legitimidad. Ahora uno de aquellos presbíteros ordenados por Ebbo, Wulfado, consejero de Carlos el Calvo, a quien éste quería promover obispo de Bourges, apeló al papa. Nicolás I explicó a Hincmaro cuál era la alternativa: o restituía por su propia autoridad a los presbíteros ordenados por Ebbo, o consentía que éstos apelaran al papa (primavera del 860). Un sínodo, de nuevo en Soissons (agosto del 860), rechazó la idea de un nuevo proceso y recomendó que el papa concediera por sí mismo la gracia. Ambas partes buscaban apoyo argumental en las Falsas Decretales. Sin esperar a una decisión definitiva, Wulfado fue obispo. A esta cuestión se mezcló, sobre la marcha, otra. Hincmaro excomulgó al obispo Rotado de Soissons, por desobediencia, encerrándole en un monasterio (861-862). En ambos casos Nicolás hizo valer la autoridad suprema que como a primado le correspondía: ordenó llevar las causas a Roma. El 24 de diciembre del 864 fueron devueltas a Rotado las insignias episcopales; dos años después se declaraba legítimos a todos los sacerdotes ordenados por Ebbo. En el sínodo de Troyes (25 de octubre del 867) los obispos aplaudieron esta decisión, dando por liquidado el episodio --era una victoria que obtenían sobre sus metropolitanos—y solicitaron del papa que, a falta de la legislación pertinente, él fijara mediante decretos los poderes y facultades que correspondían a los arzobispos. Por primera vez, durante esta contienda se hizo desde Roma referencia expresa a las Falsas Decretales: se ha supuesto que fueron llevadas a Roma por Rotado, des- de Soissons, en apoyo de su causa. Uno de los cometidos que desde la Sede Apostólica se reclamaba era la vigilancia del orden moral, que abarcaba también a los reyes en cuanto miembros de la Iglesia. Lotario II había contraído matrimonio con Teutberga por razones políticas relacionadas con la Alta Saboya; de ella no tuvo descendencia, pero de su amante Waldrada habían nacido dos hijos, Hugo y Gisela. Deshacer el primer matrimonio para legitimar a estos hijos era importante para la pervivencia del conjunto de dominios que iban de los Alpes al mar del Norte y que estaban siendo llamados con el nombre de Lotaringia. Teutberga fue acusada de haber cometido incesto con su hermano Huberto antes de la boda. Ella acudió a un juicio de Dios en que, sin que ningún Lohengrin tuviera que aparecer, probó su inocencia (858). Pero más tarde, y sometida a malos tratos, confesó su culpa: los arzobispos Gunther de Colonia y Tietgaudo de Tréveris admitieron esta confesión (860), y el año 862 un sínodo admitió el segundo matrimonio del rey. Teutberga consiguió huir refugiándose en la corte de Carlos el Calvo --personalmente interesado en que no hubiera descendencia legítima de su sobrino-- y apeló a Roma. Un largo escrito de Hincmaro de Reims acompañaba esta apelación: la reina era inocente y, de todas formas, su culpabilidad no permitía un segundo matrimonio. El año 862 Nicolás I despachó dos legados, los obispos Rodoaldo de Porto y Juan de Cervia, con el encargo de presidir un sínodo en Metz: en él debían debatirse dos asuntos: el del matrimonio de Teutberga y el de Godescalco, un teólogo condenado por defender la predestinación, cuya causa había sido elevada a Roma. La muerte de Carlos de Provenza retrasó la prevista reunión del concilio: sus hermanos se repartieron la herencia, asunto nada fácil. Así que las sesiones no pudieron comenzar hasta el mes de junio del 863. La sentencia contra Godescalco, por herejía, fue confirmada; el acusado murió poco tiempo después. Pero en cuanto al otro caso, los legados aceptaron la opinión del sínodo respecto a la nulidad del matrimonio de Teutberga y la autorización a Lotario II para contraer nuevas nupcias. Gunther de Colonia y Tietgaudo de Tréveris fueron los encargados de llevar a Roma las actas sinodales. Con plena serenidad, Nicolás reunió en Letrán una asamblea de clérigos y obispos, haciendo comparecer ante ella a los dos embajadores del sínodo: entonces las actas del sínodo quedaron anuladas y los dos obispos depuestos. Gunther y Tietgaudo acudieron a Luis II en busca de amparo, pero él se limitó a recomendarles que se sometiesen al papa. También Lorario II se sometió: recibió a Teutberga como su esposa y puso a Waldrada en poder de los legados pontificios. Durante el viaje, sin embargo, la dama huyó, volviendo a reunirse con su amante. Fue una gran oportunidad: que aprovecharon Carlos el Calvo y Luis el Germánico: reunidos en Metz.; (mayo del 867) acordaron que, ante la perspectiva de la falta de sucesión, se repartirían los dominios de Lotario II cuando se produjera su muerte, sin tener en cuenta a Luis II. Ante esta perspectiva, Lotario anunció su propósito de peegrinar a Roma, donde la influencia de su hermano era muy grande, con la esperanza de alcanzar alguna especie de reconciliación en el papa. La muerte de Nicolás I frustró este propósito, pero es indudable que el papa, en la cuestión del matrimonio, no hacía concesiones: el sacramento es intangible. Toda la política en relación con Bizancio se encuentra dentro de las mismas coordenadas: la Sede Apostólica es primera y suprema autoridad, aunque estaba dispuesta a reconocer a Constantinopla el segundo puesto. Las relaciones con el patriarca Ignacio (797-877), hijo de Miguel I Rangabé (811-813) y consejero de la emperatriz regente Teodosia, eran buenas. Dos facciones se le oponían: una clerical, dirigida por Gregorio Asbesta, un metropolitano de Siracusa, refugiado en Bizancio tras la invasión de Sicilia por los musulmanes, y la otra palatina, dirigida por Bardas, tío del emperador, a quien Ignacio negaba la comunión porque vivía en relación incestuosa con su nuera, Eudoxia. Cuando Miguel III (842-867) alcanzó la mayoría de edad, ambos partidos se pusieron de acuerdo para enviar a Teodosia a un monasterio y deponer a Ignacio, que fue acusado de alta traición. Para sustituirle escogieron a un laico, Focio (820? - 895), maestro brillante, famoso y de buena familia, a quien Asbesta inmediatamente confirió las órdenes. Focio envió a Nicolás I sus cartas sinodales, redactadas en forma muy correcta, en las cuales se daba a entender que Ignacio había renunciado a su cargo para poder recluirse en un monasterio. El papa respondió por medio de dos legados con instrucciones para enterarse de lo sucedido. Ellos se dejaron ganar por los honores tributados --resultaba especialmente significativa la aclamación al primado de Roma-- y presidieron el sínodo (abril del 861) en que se confirmó a Focio. Una vez más, aunque inútilmente, los romanos reclamaron la jurisdicción del Iliricum. En el intervalo, Nicolás I había recibido noticias de partidarios de Ignacio que le daban una versión distinta y más correcta del proceso. Al mismo tiempo tenía informaciones acerca de la penetración misional que, al margen de la autoridad pontificia, se estaba produciendo en Bulgaria y Moravia. Un sínodo celebrado en Letrán en agosto del 863 anuló las actuaciones de los legados en Constantinopla, reconoció a Ignacio como legítimo patriarca y rechazó a Focio no por ser laico, sino por haber ocupado una sede que no estaba vacante. Bardas se encolerizó, amenazando al papa con la ruptura de relaciones. El jefe de los búlgaros, que acabaría titulándose tsar (cesar) y había sido bautizado por sacerdotes griegos que le enviaron Focio y Miguel, mudando su nombre de Boris por el del propio emperador (864), aspiraba a conseguir para la Iglesia de su reino alguna clase de autocefalia, reclamando una sede metropolitana, cosa que ni Focio ni Miguel estaban dispuestos a conceder. Entonces Boris se dirigió a Nicolás I, que envió dos legados para que respondiesen a las cuestiones pastorales y litúrgicas planteadas por el rey, al que explicaron el propósito romano de que, como en otras partes, hubiera también en su reino una sede metropolitana. Boris quiso que uno de estos legados, Formoso, fuera nombrado para dicha sede. Nicolás rechazó la demanda, alegando uno de los cánones vigentes que prohibía a quien ya era obispo posesionarse de otra sede. De cualquier modo, Bulgaria entraba en la obediencia de Roma.
La misión eslava.
En una obra ya clásica y fundamental, F. Dvornik (Les légendes de Constantin et de Methode, vues de Byzance, Praga, 1933) ha conseguido desenmarañar estas difíciles cuestiones. Por el tiempo en que Boris (852- 889) contactaba con Roma, un príncipe eslavo, Rostislav de Moravia, se había dirigido a Bizancio solicitando misioneros que instruyeran a su pueblo en la fe. Fueron designados dos hermanos, Cirilo y Metodio, oriundos de Tesalónica, pero que hablaban el eslavo y que en el 860 realizaron con gran éxito una misión cerca de los khazaros de Crimea. Fue durante este viaje cuando Cirilo encontró una traducción de los Evangelios al ruso, que le sirvió de base para emprender su propia versión de la Biblia. Para expresar los sonidos de las lenguas eslavas tuvo necesidad de adaptar los signos gráficos del alfabeto griego: así nació la escritura que aún se llama cirílica. El año 867 Nicolás I llamó a ambos hermanos a Roma, para que rindiesen cuenta de su trabajo y recibir nuevas instrucciones, y ellos obedecieron. Nicolás no pudo conocerles personalmente, ya que falleció antes de que llegaran a la Ciudad Eterna. En ambos casos se trataba de una victoria romana: los eslavos se preparaban para entrar en el cristianismo a través de la obediencia a la Sede Apostólica. Las relaciones entre Roma y Bizancio se endurecieron. Sin embargo, Nicolás I no quería una ruptura: el 28 de septiembre del 865 escribió nuevamente a Miguel III y a Focio, proponiendo negociaciones en torno a los acuerdos tomados en el sínodo laterano del 863. Fue Focio quien optó por la guerra. Encontró que en las respuestas llevadas por Formoso a los búlgaros había un grave desprecio hacia las costumbres litúrgicas orientales y lanzó graves acusaciones en una carta en que denunciaba a la Iglesia de Occidente por desviaciones en la conducta, imposición del celibato a los clérigos e introducir en la doctrina la doble procedencia del Espíritu Santo (cuestión del Filioque). Subyacía en todo este asunto la preocupación política por la presencia latina en Bulgaria y oravia. En el verano del 867, un concilio presidido por Focio en Constantinopla declaró depuesto y excomulgado a Nicolás I, bajo acusación de herejía. El emperador llegó a proponer a Luis II, que había buscado la estrecha alianza con Bizancio para defenderse de los musulmanes, que tomara la iniciativa de expulsar a Nicolás de Roma. El papa se dirigió a Hincmaro de Reims, buscando una especie de movilización en su favor de los obispos occidentales. Fue entonces, en el calor de la discordia, cuando se escribieron dos primeros libros en que se abordaban los supuestos errores doctrinales de los griegos: la carta de Odón de Beauvais y el tratado Adversas graecos de Eneas de París.