jueves, 26 de enero de 2012

Tres Juanes en un solo Juan

Querido Mark Twain:
Tú fuiste uno de los autores preferidos de mi adolescencia. Todavía recuerdo las divertidas Aventuras de Tom Sawyer, que son, por lo demás, tus propias aventuras de infancia, mi querido Twain. He contado cientos de veces algunas de tus ocu­rrencias, por ejemplo, aquella sobre el valor de los libros. Es un valor inestimable—le respondiste tú a una pequeña que te había preguntado—, pero en formas distintas. Un libro encuadernado en piel es excelente para afilar la navaja de afeitar; un libro pequeño, conciso como saben escribirlo los fran­ceses--sirve estupendamente para sostener la pata más corta de una mesita; un libro grueso como un diccionario, es un magnífico proyectil para lanzár­selo a los gatos; y, finalmente, un atlas de hojas grandes tiene el papel más adecuado para ajustar las ventanas.
Mis alumnos se entusiasmaban cuando yo les de­cía: Ahora os voy a contar otra de Mark Twain. Temo, en cambio, que mis diocesanos se escanda­licen: « ¡Un obispo que cita a Mark Twain! » Quizá fuera necesario explicarles primero que, así como hay muchas clases de libros, hay también muchas clases de obispos. Algunos, en efecto, parecen águi­las que planean con documentos magistrales de alto nivel; otros son como ruiseñores que cantan mara­villosamente las alabanzas del Señor; otros, por el contrario, son pobres gorriones que, en la última rama del árbol eclesial, no hacen más que piar, tratando de decir algún que otro pensamiento sobre temas vastísimos.
Yo, querido Twain, pertenezco a esta última ca­tegoría. Por esto me armo de valor y cuento que una vez tú observaste: «El hombre es más com­plejo de lo que parece; todo hombre adulto encie­rra en sí no uno, sino tres hombres distintos». ¿Cómo es eso?», te preguntaron. Y tú contestas­te: «Mirad a un Juan cualquiera. En él se da el primer Juan, es decir, el hombre que él cree ser; hay también un segundo Juan, lo que de él piensan los otros; y, finalmente, existe un tercer Juan, lo que él es en realidad».
¡Cuánta verdad, Twain, se encierra en tu humo­rada! He aquí, por ejemplo, el primer Juan. Cuando nos traen la fotografía del grupo en que hemos posado, ¿cuál es la cara simpática y atractiva que vamos a buscar? Duele decirlo, pero es la nuestra. Porque nosotros nos queremos desmesuradamente y nos preferimos a los demás. Por querernos tanto sucede que nos sentimos inclinados a exagerar nues­tros méritos, a suavizar nuestras culpas, a usar con el prójimo medidas distintas de las que nos aplica­mos a nosotros mismos. ¿Méritos exagerados? Los describe tu colega Trilussa:

La babosa de la Vanagloria
que se arrastraba sobre un obelisco,
miró la baba y dijo: ahora sé
que dejaré mi impronta en la historia.


Así somos, querido Twain. ¡Incluso un poco de baba, si es nuestra y por ser nuestra, nos hace ga­llear y alzar la cabeza!
¿Defectos atenuados? «Bebo un vaso alguna que otra vez», dice él. Los otros, en cambio, afirman que es una especie de esponja, una garganta siem­pre seca, un auténtico devoto de Santa Bibiana, con el codo siempre empinado. Ella dice: «Soy un poco nerviosilla, y a veces me impresiono». ¡Menuda im­presión! La gente comenta que es gruñona, agre­siva y vengativa, un carácter imposible, una arpía.
En Homero, los dioses se pasean por el mundo envueltos en una nubecilla que les oculta a los ojos de todos; nosotros tenemos una nube que nos ocul­ta a nuestros propios ojos.
Francisco de Sales, obispo como yo y humorista como tú, escribía: «Acusamos al prójimo por cosas leves, y nos excusamos a nosotros mismos en cosas importantes. Queremos vender a precios elevadísi­mos y comprar, en cambio, en magníficas condicio­nes. Queremos que se haga justicia en la casa de los demás, pero que se use misericordia en la nuestra. Queremos que se interpreten bien nuestras pala­bras, y somos quisquillosos con las de los demás. Si alguno de nuestros subordinados no usa con nos­otros de buenas maneras, interpretamos mal cual­quier cosa que haga; por el contrario, si alguno nos resulta simpático, lo excusamos, haga lo que haga. Exigimos nuestros derechos con rigor, y, en cambio, pretendemos que los otros sean discretos al exigir los suyos... Lo que hacemos por los demás nos pa­rece siempre demasiado, y lo que los otros hacen por nosotros nos parece cosa de nada».
Sobre el primer Juan es ya suficiente. Vayamos al segundo Juan. Aquí, querido Twain, me parece que las situaciones son dos: Juan desea que la gen­te le estime y se aflige si la gente le ignora o des­precia. No hay nada de malo en esto; procure tan sólo no exagerar en uno u otro sentido. « ¡Ay de vosotros—ha dicho el Señor—que ambicionáis los primeros puestos en las sinagogas y los saludos en las plazas..., que realizáis todas vuestras obras para ser vistos». Hoy diríamos... que escaláis los pues­tos y los títulos a fuerza de codazos, de concesio­nes, de abdicaciones, que perdéis la cabeza por apa­recer en los periódicos. Pero ¿por qué e ¡Ay de vosotros! ?» Cuando en 1938 Hitler pasó por Florencia, la ciudad fue cu­bierta de cruces gamadas y de inscripciones encomiásticas. Bargellini dijo a Dalla Costa: «¿Ve esto; eminencia? ¿Ve esto?» «No tenga miedo, respon­dió el cardenal, la suerte está ya predicha en el sal­mo 37: 'Vi al inicuo enorgullecerse y crecer como árbol frondoso. Pasé de nuevo, y ya no estaba; lo busqué, y no se le pudo encontrar'».
A veces el « ¡ay! » no significa castigo divino, sino solamente ridículo humano. Puede que a al­guien le ocurra lo que al asno que se cubrió con la piel de un león y todos decían: « ¡Qué león! » Hombres y bestias huían. Pero sopló el viento, la piel se levantó, y todo el mundo pudo ver que se trataba de un asno. Y entonces corrieron furiosos y molieron a la bestia a bastonazos.
Ya lo decía Shaw: « ¡Qué cómica resulta la ver­dad! » Y en verdad es para reír cuando se sabe qué poca cosa hay bajo ciertos títulos y ciertas celebri­dades.
¿Y si sucede lo contrario? ¿Si la gente piensa mal de lo que en realidad está bien? Aquí vienen en nuestra ayuda otras palabras de Cristo: «Vino Juan, que ni comía ni bebía, y dijeron: Tiene el de­monio dentro. Ha venido el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: Este es un comilón y un bebedor, amigo de publicanos y pecadores». Ni si­quiera Cristo logró contentar a todos. No nos deses­peremos si tampoco lo conseguimos nosotros.
El tercer Juan era cocinero. Esto no lo cuentas tú, Twain, sino Tolstoi. A la entrada de la cocina estaban echados los perros. Juan mató un ternero y echó las vísceras al patio. Los perros las cogieron, se las comieron y dijeron: «Es un buen coci­nero, guisa muy bien». Poco tiempo después Juan pelaba los guisantes y las cebollas, y arrojó las mon­daduras al patio. Los perros se arrojaron sobre ellas, pero torciendo el hocico hacia el otro lado dijeron: «El cocinero se ha echado a perder, ya no vale nada». Sin embargo, Juan no se conmovió lo más mínimo por este juicio y dijo: «Es el amo quien tiene que comer y apreciar mis comidas, no los perros. Me basta con ser apreciado por mi amo».
¡Bravo también por Tolstoi! Pero yo me pre­gunto: ¿Qué gustos tiene el Señor? ¿Qué es lo que le agrada de nosotros? Un día, mientras predicaba, alguien le dijo: «Tu madre y tus hermanos están ahí afuera, y quieren hablar contigo». El extendió la mano hacia sus discípulos y respondió: «He aquí a mi madre y a mis hermanos. En verdad que todo aquel que cumple la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, es mi hermano, mi hermana y mi madre».
He aquí quien le agrada: el que hace la volun­tad del Señor. Le agrada la oración, pero le des­agrada mucho que las oraciones sean un pretexto para rehuir las fatigas de las buenas obras. «¿Por qué me llamáis Señor, Señor, y no hacéis lo que os digo?» ¡Hacer lo que él dice!
Esto puede dar lugar a una conclusión morali­zante. Tú—humorista—no la habrías sacado. He de sacarla yo, que soy obispo y que aconsejo a mis fieles: si alguna vez pensáis en los tres Juanes, los tres Jaimes, o las tres Franciscas que están en cada uno de nosotros, mirad sobre todo al tercero: ¡aquello que agrada a Dios!


Mark Twain (pseudónimo de Samuel Langhorne Clemens), escritor estadounidense (1853-1910). Tipógrafo, piloto mercante en el Misisipí, periodista, se hizo intér­prete con sus libros del mito de la nueva frontera. Sus obras principales son: Las Aventuras de Tom Sawyer y Las Aventuras de Huckleberry Finn, ricos en ritmo y hu­morismo.
Juan Pablo I, antes el Patriarca de Venecia Alberto Luciani, en Ilustrísimos señores, año Mayo 1971

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