domingo, 30 de abril de 2017

FÁBULA DEL PASTOR, DEL LOBO Y DE LOS PERROS GUARDIANES

El equívoco —el terrible equívoco— en la actitud de la Iglesia frente a lo que se llamó “Nacionalismo” es muy simple de entender. Se lo encuentra explicado en una fábula: la del Pastor que mató al perro guardián, creyendo matar al lobo. Si lo creyó sinceramente o no, no lo cuenta la fábula, que se limita a relatar el hecho objetivo: el Pastor actuó en el supuesto de que el perro guardián era el lobo, y lo mató. Mejor dicho, contribuyó a matarlo (porque el Pastor no usa armas de violencia). Contribuyó a que el lobo, el verdadero lobo, lo matara. El perro guardián se llamaba genéricamente “Fascismo”: genéricamente, porque en realidad eran varios. Algunos más cercanos y conocidos del Pastor, por eso el Pastor no es enteramente disculpable del equívoco. El equívoco, en estos últimos casos, fue lisa y llanamente traición. Pero otros perros guardianes eran más reacios, más huraños a la voz del Pastor. ¿Desconfiaban quizás de él? En todo caso, el Pastor no los llamaba, no los acogía, ni intentaba atraerlos a la Casa. Y se habían hecho semi-salvajes. Uno de ellos, el más huraño, vagaba por los bosques del Este, enardecido en la lucha. Era carnicero, pero sólo buscaba lobos para matar, y decía alimentarse de ellos. No podía haber equívocos, tampoco, a su respecto. Propalaba su odio al lobo, y sólo mataba lobos. ¿Por qué el Pastor no se acogió tras su defensa, si de todos modos mantenía alejado al lobo del rebaño? Muy simple, no confiaba en su triunfo, preveía el triunfo de los lobos. Y entonces empezó a negociar con los lobos, les dio una “media palabra”. Y claro, como el perro guardián se había hecho cerril, desconfiando de la palabra del Pastor, éste pudo decir sin falsedad manifiesta: “ése no es de los nuestros”. El perro guardián cerril, el que peleaba en la frontera del Este, cayó. Cayó y fue despedazado. Pero no fue enterrado. Se mostraron sus despojos, sus fauces de luchador, su pelo hirsuto. Y los lobos comenzaron a avanzar sobre el rebaño, vestidos ahora con piel de oveja, y llevando en alto los despojos del guardián cerril. Todavía había perros guardianes que vigilaban fuera de los límites del redil. Pero a cada gruñido de cualquiera de los perros guardianes que quedaban con vida, y que guardaban aún el olfato para distinguir al lobo bajo la piel de oveja, agitando los despojos del perro cerril, propalaban los lobos: “éste es el lobo, y todo aquel que se parezca a él es lobo”. Y el Pastor —como todo aquel que, habiendo traicionado una vez, sigue traicionando— hacía coro a las voces de los lobos. Y añadía: “todo el que parezca oveja, es oveja”. Y uno a uno, en una sucesión que coincidía con su parecido decreciente al guardián cerril, fueron cayendo los guardianes. Y simultáneamente con la caída progresiva de los guardianes, cada vez menos parecidos al primer traicionado —y por eso también, menos carniceros, menos aptos para la lucha— los lobos iban descubriéndose de la piel embaucadora. Cada vez parecían menos verdaderas ovejas, cada vez se manifestaba mejor su naturaleza de lobos. Pero el Pastor —como aquel que, habiendo traicionado una vez, ya sigue traicionando— gritaba con más fuerza: “¡Todo aquél que se parezca a aquel primero, por poco que sea, es lobo; y todo aquel que parezca oveja, por poco que sea, es oveja”. Y debilitando así las defensas de los guardianes, ayudó al Pastor a eliminar a los que eran defensas del rebaño. Y el rebaño está hoy amontonado en una esquina del redil, adonde ya ha entrado el Lobo, y se arremolina desorientado, acoquinado, espantado ante la mirada del Lobo, que ahora se muestra impúdicamente. Y se prepara para el asalto y la carnicería, para el destrozo de las almas. ¡Ay del rebaño! ¡Ay, Pastor, a quien se pidió amor a las ovejas! ¿Volverás a apacentar? Oye, al menos hoy, a tu Maestro, y “una vez convertido, confirma a tus hermanos”: denuncia al Enemigo. Agustín Eck

sábado, 29 de abril de 2017

MENSAJE DE PÍO XII A ESPAÑA CON MOTIVO DE LA VICTORIA

Con inmenso gozo Nos dirigimos a vosotros, hijos queridísimos de la católica España, para expresaros nuestra paternal congratulación por el don de la paz y de la victoria con que Dios se ha dignado coronar el heroísmo cristiano de vuestra fe y caridad, probadas en tantos y tan generosos sufrimientos. Anhelante y confiado esperaba nuestro predecesor, de santa memoria, esta paz providencial, fruto, sin duda, de aquella fecunda bendición que, en los albores mismos de la contienda, enviaba “a cuantos se habían propuesto la difícil y peligrosa tarea de defender y restaurar los derechos y el honor de Dios y de la religión”. Y Nos no dudamos de que esta paz ha de ser la misma que Él mismo entonces auguraba, “anuncio de un porvenir de tranquilidad en el orden y de honor en la prosperidad”. Los designios de la Providencia, amadísimos hijos, se han vuelto a manifestar, una vez más, sobre la heroica España. La nación elegida por Dios como principal instrumento de evangelización del nuevo mundo y como baluarte inexpugnable de la fe católica, acaba de dar a los prosélitos del ateísmo materialista de nuestro siglo la prueba más excelsa de que por encima de todo están los valores eternos de la religión y del espíritu. La propaganda tenaz y los esfuerzos constantes de los enemigos de Jesucristo parece que han querido hacer de España un experimento supremo de las fuerzas disolventes que tienen a su disposición repartidas por todo el mundo. Y aunque es verdad que el Omnipotente no ha permitido, por ahora, que lograran su intento, pero ha tolerado al menos algunos de sus terribles efectos, para que el mundo viera cómo la persecución religiosa, minando las bases mismas de la justicia y de la caridad, que son el amor de Dios y el respeto a su santa ley, puede arrastrar a la sociedad moderna a los abismos no sospechados de inicua destrucción y apasionada discordia. Persuadido de esta verdad, el sano pueblo español, con las dos notas características de su nobilísimo espíritu, que son la generosidad y la franqueza, se alzó en defensa de los ideales de fe y civilización cristianas, profundamente arraigados en el suelo fecundo de España, y ayudado de Dios, “que no abandona a los que esperan de Él”, supo resistir el empuje de los que, engañados con los que creían un ideal humanitario de exaltación del humilde, en realidad no luchaban sino en provecho del ateísmo. Este primordial significado de vuestra victoria Nos hace concebir las más halagüeñas esperanzas de que Dios, en su misericordia, se dignará conducir a España pro el seguro camino de su tradicional y católica grandeza, la cual ha de ser el norte que oriente a todos los españoles amantes de su religión y de su Patria en el esfuerzo de organizar la vida de la nación en perfecta consonancia con su nobilísima historia de fe, piedad y civilización católica. Por esto exhortamos a los gobernantes y a los pastores de la católica España que iluminen la mente de los engañados mostrándoles con amor las raíces del materialismo y del laicismo, de donde han procedido sus errores y desdichas y de donde podrían retoñar nuevamente. Proponedles los principios de justicia individual y social, sin los cuales la paz y prosperidad de las naciones, por poderosas que sean, no pueden subsistir. Y son los que se contienen en el Santo Evangelio y en la doctrina de la Iglesia. No dudamos que así habrá de ser, y la garantía de nuestra firme esperanza son los nobilísimos y cristianos sentimientos de que han dado pruebas inequívocas el Jefe del Estado y tantos caballeros, sus fieles colaboradores, con la legal protección que han dispensado a los supremos intereses religiosos y sociales, conforme a las enseñanzas de la Sede Apostólica. La misma esperanza se funda, además, en el celo iluminado y abnegación de vuestros Obispos y sacerdotes, acrisolados por el dolor, y también en la fe, piedad y espíritu de sacrificio de que en horas terribles han dado heroica prueba las clases todas de la sociedad española. Y ahora, ante el recuerdo de las ruinas acumuladas en la guerra civil más sangrienta que recuerda la historia de los tiempos modernos, Nos, con piadoso impulso, inclinamos, ante todo, nuestra frente a la santa memoria de los Obispos, sacerdotes, religiosos de uno y otro sexo y fieles de todas edades y condiciones que, en tan elevado número, han sellado con sangre su fe en Jesucristo y su amor a la religión católica. Maiorem hac dilectionem nemo habet. No hay mayor prueba de amor. Reconocemos también nuestro deber de gratitud hacia todos aquellos que han sabido sacrificarse hasta el heroísmo en defensa de los derechos inalienables de Dios y de la religión, ya sea en los campos de batalla, ya también consagrados a los sublimes oficios de caridad cristiana en cárceles y hospitales… ¡Ea, pues, queridísimos hijos! Ya que el arco iris de la paz ha vuelto a resplandecer en el cielo de España, unámonos todos de corazón en un himno ferviente de acción de gracias al Dios de la paz y en una plegaria de perdón y misericordia para todos los que murieron, y a fin de que esta paz sea fecunda y duradera, con todo el fervor de nuestro corazón os exhortamos a “mantener la unión del espíritu en el vínculo de la paz”. Así, unidos y obedientes a vuestro venerable Episcopado, dedicaos con gozo y sin demora a la obra urgente de reconstrucción que Dios y la Patria esperan de vosotros. En prenda de las copiosas gracias que os obtendrán la Virgen Inmaculada y el Apóstol Santiago, Patronos de España, y de todas las que os merecieron los grandes santos españoles, hacemos descender sobre vosotros, nuestros queridos hijos de la católica España, sobre el Jefe del Estado y su ilustre Gobierno, sobre el celante Episcopado y su abnegado clero, sobre los heroicos combatientes y sobre todos los fieles, nuestra bendición apostólica. Abril de 1939

viernes, 28 de abril de 2017

LA LIMOSNA


¿Qué podremos imaginarnos más consolador para un cristiano que tuvo la desgracia de pecar, que el hallar un medio tan fácil de satisfacer a la justicia de Dios por sus pecados? Jesucristo, nuestro Divino Salvador, sólo piensa en nuestra felicidad, y no ha despreciado ningún medio para proporcionárnosla. Por la limosna podemos fácilmente rescatarnos de la esclavitud de los pecados y atraer sobre nosotros y sobre todas nuestras cosas las más abundantes bendiciones del cielo; mejor dicho, por la limosna podemos librarnos de caer en las penas eternas. ¡Cuán bueno es un Dios que con tan poca cosa se contenta!
De haberlo querido Dios, todos seríamos iguales. Mas no fue así, pues previó que, por nuestra soberbia, nos habríamos resistido a someternos unos a otros. Por esto puso en el mundo ricos y pobres, para que unos a otros nos ayudáramos a salvar nuestras almas. Los pobres se salvarán sufriendo con paciencia su pobreza y pidiendo con resignación el auxilio de los ricos. Los ricos, por su parte, hallarán modo de satisfacer por sus pecados, teniendo compasión de los pobres y aliviándolos en lo posible.

Ya ven, pues, cómo de esta manera todos nos podemos salvar. Si es un deber de los pobres sufrir pacientemente la indigencia e implorar con humildad el socorro de los ricos, es también un deber indispensable de los ricos dar limosna a los pobres, sus hermanos, en la medida de sus posibilidades, ya que de tal cumplimiento depende su salvación. Pero será muy aborrecible a los ojos de Dios aquel que ve sufrir a su hermano, y, pudiendo aliviarlo, no lo hiciera.

Para animarlos a dar limosna, siempre que sus posibilidades lo permitan, y a darla con pura intención solamente por Dios, voy ahora a mostrarles cuán poderosa es la limosna ante Dios para alcanzar cuanto deseamos, cómo la limosna libra, a los que la hacen, del temor del juicio final, y cuán ingratos somos al mostrarnos ásperos para con los pobres, ya que, al despreciarlos, es al mismo Jesucristo a quien menospreciamos.


Bajo cualquier aspecto que consideremos la limosna, ella es de un valor tan grande que resulta imposible que comprendamos todo su mérito; solamente el día del Juicio Final llegaremos a conocer todo su valor. Si quieren saber la razón de esto, aquí la tienen: podemos decir que la limosna sobrepuja a todas las demás buenas acciones, porque una persona caritativa posee ordinariamente todas las demás virtudes.
Leemos en la Sagrada Escritura que el Señor dijo al profeta Isaías: “Vete a decir a mi pueblo que me han irritado tanto sus crímenes que no estoy dispuesto a soportarlos por más tiempo: voy a castigarlos perdiéndolos para siempre jamás”. Se presentó el profeta en medio de aquel pueblo reunido en asamblea, y dijo: “Escucha, pueblo ingrato y rebelde, he aquí lo que dice el Señor tu Dios: Tus crímenes han excitado de tal manera mi furor contra tus hijos, que mis manos están llenas de rayos para aplastarlos y perderlos para siempre. Ya ven, les dice Isaías, que se hallan sin saber a dónde recurrir; en vano elevarán al Señor vuestras oraciones, pues Él se tapará los oídos para no escucharlas; en vano llorarán, en vano ayunarán, en vano cubrirán de ceniza vuestras cabezas, pues Él no volverá a vosotros sus ojos; si los mira, será en todo caso para destruirlos. Sin embargo, en medio de tantos males como los afligen, oigan de mis labios un consejo: seguirlo, será de gran eficacia para ablandar el corazón del Señor, de tal suerte que podrán en alguna manera forzarlo a ser misericordioso con ustedes. Vean lo que deben hacer: den una parte de sus bienes a sus hermanos indigentes; den pan al que tiene hambre, vestido al que está desnudo, y verán cómo súbitamente va a cambiarse la sentencia pronunciada contra ustedes”.
En efecto, en cuanto hubieron comenzado a poner en práctica lo que el profeta les aconsejara, el Señor llamó a Isaías, y le dijo: “Profeta, ve a decir a los de mi pueblo, que me han vencido, que la caridad ejercida con sus hermanos ha sido más potente que mi cólera. Diles que los perdono y que les prometo mi amistad”.

Oh, hermosa virtud de la caridad, ¿eres poderosa hasta para doblegar la justicia de Dios? Mas ¡ay! ¡cuán desconocida eres por la mayor parte de los cristianos de nuestros días! Y ello, ¿a qué se debe? Proviene de que estamos demasiado aferrados a la tierra, solamente pensamos en la tierra, como si sólo viviésemos para este mundo y hubiésemos perdido de vista, y no los apreciásemos en lo que valen, los bienes del cielo.
 Vemos también que los Santos la estimaron hasta tal punto la caridad para con los demás, que tuvieron por imposible salvarse sin ella.
En primer término les diré que Jesucristo, que en todo quiso servirnos de modelo, la practicó hasta lo sumo. Si abandonó la diestra de su Padre para bajar a la tierra, si nació en la más humilde pobreza, si vivió en medio del sufrimiento y murió en el colmo del dolor, fue porque a ello lo llevó la caridad para con nosotros. Viéndonos totalmente perdidos, su caridad le condujo a realizar todo cuanto realizó, a fin de salvarnos del abismo de males eternos en que nos precipitara el pecado. Durante el tiempo que moró en la tierra, vemos su corazón tan abrasado de caridad, que, al hallarse en presencia de enfermos, muertos, débiles o necesitados, no podía pasar sin aliviarlos o socorrerlos.

Y aún iba más lejos: movido por su inclinación hacia los desgraciados, llegaba hasta el punto de realizar en su provecho grandes milagros. Un día, al ver que los que lo seguían para oír sus predicaciones estaban sin alimentos, con cinco panes y algunos peces alimentó, hasta saciarlos, a cuatro mil hombres sin contar a los niños y a las mujeres; otro día alimentó cinco mil. No se detuvo aún allí. Para mostrarles cuánto se interesaba por sus necesidades, se dirigió a sus apóstoles, diciendo con el mayor afecto y ternura: “Tengo compasión de ese pueblo que tantas muestras de adhesión me manifiesta; no puedo resistir más: voy a obrar un milagro para socorrerlos. Temo que, si los despido sin darles de comer, van a morir de hambre por el camino. Hagan que se sienten; distribuyan estas pocas provisiones; mi poder suplirá a su insuficiencia” (San Mateo, XVI, 32-38). Quedó tan contento con poderlos aliviar, que llegó a olvidarse de sí mismo (…)
Leemos en la Sagrada Escritura que Tobías, santo varón que había sido desterrado de su tierra por causa de la cautividad de Siria, ponía el colmo de su gozo en practicar la caridad para con los desgraciados. Cuando creyó llegado el fin de su vida, llamó a su hijo junto al lecho de muerte: “Hijo mío, le dijo, creo que dentro de poco el Señor va a llevarme de este mundo. Antes de morir tengo que recomendarte una cosa de gran importancia. Prométeme, hijo mío, que la observarás. Da limosna todos los días de tu vida; no desvíes jamás tu vista de los pobres. Haz limosna según la medida de tus posibilidades. Si tienes mucho, da mucho, si tienes poco, da poco, pero pon siempre el corazón en tus dádivas y da además con alegría. Con ello acumularás grandes tesoros para el día del Señor. No olvides jamás que la limosna borra nuestros pecados y preserva de caer en otros muchos. El Señor ha prometido que un alma caritativa no caerá en las tinieblas del infierno, donde no hay ya lugar para la misericordia. No, hijo mío, no desprecies jamás a los pobres, ni tengas tratos con los que los menosprecian, pues el Señor te perdería. La casa, le dijo, del que da limosna, pone sus cimientos sobre la dura piedra que no se derrumbará nunca, mientras que la del que se resiste a dar limosnas será una casa que caerá por la debilidad de sus cimientos”; con lo cual nos quiere manifestar que una casa caritativa jamás será pobre: por el contrario, que aquellos que son duros para con los indigentes, perecerán junto con sus bienes.

Sermón del Santo Cura de Ars

jueves, 27 de abril de 2017

EL PADRE PÍO, HIJO DE SAN FRANCISCO

Se ha escrito mucho sobre el Santo Padre Pío, y sobre todo sobre el carácter extraordinario de su ministerio sacerdotal, ya sea en el confesionario, en el altar, o en su apostolado con las almas. Pero pocos, al parecer, han tratado más especialmente sobre su vida religiosa y franciscana. Sin embargo, ella es su vocación esencial, y como el fundamento de su eminente santidad: en efecto, el religioso, por su profesión debe tender a una vida más perfecta, según el camino de los consejos evangélicos. Por eso, aunque el estado religioso hoy en día está poco valorizado, tratemos de conocer mejor al Santo Padre Pío como hijo de San Francisco, según varios datos extraídos de sus diversas biografías. La vocación franciscana del Padre se dibujó desde antes de su nacimiento, cuando su madre, que era terciaria franciscana, lo encomendó durante su embarazo al Santo de Asís. En su época era una costumbre muy difundida en Italia que una madre joven, que deseara un parto feliz, se confiara a la protección del Seráfico Patriarca. Para eso, llevaba su medalla al cuello, rezaba cada día un Padrenuestro, un Avemaría con invocación al Santo, y le prometía darle al niño para la primera o la segunda orden, con el nombre de Francisco o Francisca. Nuestro futuro Santo, entonces, fue bautizado con el nombre de Francisco y —azar o providencia— en una iglesia dedicada a Nuestra Señora de los Ángeles, como la capilla de la Porciúncula, la “cuna” de la orden franciscana. Desde la edad de cinco años —según el testimonio del Padre Agostino, su confesor— mientras apenas se estaba despertando su razón, se consagró totalmente y para siempre a Dios, más de diez años antes de su ingreso en religión. Enseguida se distinguió de los demás niños de su edad por su gran piedad, llevando aún a su abuela a la iglesia desde el primer sonido de las campanas. Habría de ser un monaguillo ejemplar, ayudando desde temprano la Misa de cada día, y haciéndose notar entre otros niños por su devoción y su porte. También desde temprano, ofrecía numerosos sacrificios a Jesús, y practicó una severa ascesis: su madre testimoniaría más tarde que “prefería dormir sobre la tierra, con una piedra por almohada”. Ella también lo sorprendió flagelándose duramente con una cadena de hierro, “acto que repetía a menudo”. Tenía más o menos ocho años cuando le preguntó por qué se golpeaba así; Francisco le contestó: “Debo golpearme como los judíos han golpeado a Jesús y han hecho sangrar su espalda”. Estos hechos confirman bien lo que el Padre Pío confesaría años más tarde: que había “sentido fuertemente desde la más tierna infancia la vocación al estado religioso”. Su madre sintió la primera intuición acerca de esta vocación, cuando un día le confió a “Razzio”, su esposo: “Yo seré feliz si llega a ser sacerdote o solamente hermano”. El día del 55º aniversario de su profesión religiosa, el Padre Pío lo contaría en el comedor: “En estos días, hace mucho tiempo, mi madre me dijo: «He soñado con San Francisco; me dijo que debo llevarte al convento de los monjes, porque debo hacerte franciscano»”. En 1898 Francisco tenía once años, y en una aparición, Jesús le reveló su futuro religioso: santificarse y santificar a los demás. En la misma época, mientras que en los campos se realizaba la cosecha, un hermano lego capuchino, Fray Camilo se presentó en la casa para mendigar víveres en provecho del convento de Morcone. Esta visita providencial impresionó fuertemente al joven Francisco, que declaró, cuando regresó su padre: “Quiero ser monje”. Éste le preguntó si quería irse con los franciscanos de Paduli, el pueblo vecino. “No, contestó el chico, quiero hacerme monje con barba”. La gracia no suprime la naturaleza… Luego de recabar informaciones, Francisco no pudo entrar en el convento enseguida, no porque le faltase barba, sino porque había que tener por lo menos quince años, y conocimientos escolares suficientes si se aspiraba al sacerdocio. Grazio Forgione iba entonces a tener que emigrar a América para poder pagarle a su hijo los cursos particulares dispensados por un preceptor de pueblo, conocedor del idioma latino. Cuando Francisco alcanzó la edad y el nivel escolar requeridos para la admisión al noviciado, el demonio, sintiendo en él un terrible adversario, se desencadenó para impedir la realización de su proyecto. No solamente por unos terribles combates interiores, que el Padre Pío más tarde calificaría como “martirio” al terrible recuerdo, sino también por medio de calumnias escandalosas de su profesor, que provocarían hasta una encuesta por parte de los capuchinos. En este ambiente tenebroso que marcó sus últimos días en el siglo, fue sin embargo reconfortado por tres revelaciones divinas que lo esclarecieron también sobre su futuro estado de vida: primero la visión de un inmenso campo de batalla donde, entre dos campos adversos, un hombre de una encandiladora belleza lo comprometía a ir a combatir contra un gigante cuya frente tocaba las nubes, asegurándole la victoria. Luego, dos días antes de su partida, una segunda visión, esta vez intelectual, le hizo comprender que iba a entrar en la milicia de Cristo para combatir a Satanás. No tenía nada que temer, mostrándose valiente y confiado en Jesús. Finalmente, durante la última noche bajo el techo familiar, una aparición de la Santísima Virgen y de Nuestro Señor, que le impuso la mano sobre la cabeza para fortalecerlo. Aquellas dos primeras visiones hicieron pensar enseguida en la revelación que tuvo San Francisco antes de su conversión, donde el Señor lo invitaba a combatir como caballero. Lo que Tomás de Celano, su primer biógrafo, había afirmado del Santo fundador, se le aplicaba perfectamente a nuestro beato: “Esta visión de las armas al comienzo de su carrera es verdaderamente admirable: una toma de armas era perfectamente indicada para el caballero que, como un nuevo David, debía atacar al hombre fuertemente y bien armado”. Varios años más tarde, el Padre Pío habría de recordar esta escena ante sus compañeros: “La vida religiosa es una lucha, un combate sin tregua. Nosotros, que estamos en primera línea, contra un enemigo armado hasta los dientes, debemos enfrentarlo con todas nuestras fuerzas”. El 6 de enero de 1903, en pleno invierno, Francisco se fue a tomar el tren para entrar al convento de Morcone, distante a más o menos treinta kilómetros de Pietralcina. En la estación, la separación con su madre fue patética. Después de haberle entregado un rosario y dado su bendición, le tomó las manos, diciendo: “¡Hijo mío, se me desgarra el corazón, pero no pienses en el dolor de tu madre. San Francisco te llama; bueno, sigue tu vocación y que el Señor haga de ti un santo!” Más tarde, el Padre Pío dejaría escapar esta confidencia: “Para decir la verdad, nunca he sido tentado contra la vocación durante mi vida religiosa, pero o a veces, cuando los ataques del demonio se hacían demasiado vivos, la escena emocionante del adiós a la Mamma me volvían al espíritu y retomaba el ánimo”. Un año más tarde, después de la ceremonia de profesión, ella lo abrazó nuevamente, diciéndole: “Hijo mío, ahora sí, eres enteramente hijo de San Francisco; que él te bendiga”. Ese adolescente no tenía todavía los dieciséis años cuando tocó a las puertas del convento del noviciado. Por arriba de la puerta de la clausura, vio un cartel: “O la penitencia, o el infierno”. Más lejos, sobre una bóveda del corredor: “Silencio”. Y por fin, en el umbral de su celda: “Ha muerto y su vida está escondida con Dios en Jesucristo” (Colosenses, III, 3). Enseguida pasó su examen sobre las materias generales, y también el de latín. Habiendo rendido todo satisfactoriamente, entró en el retiro para prepararse para recibir el hábito capuchino, el 22 de enero. Con el hábito, llevó un nuevo nombre: Fray Pío. ¿Lo había elegido él, o se lo habrán impuesto? Los biógrafos divergen, pero la segunda solución es la más probable, según la costumbre de la Orden. En todo caso, si abandonaba el nombre de Francisco, no es sino para imitar mejor a su Santo Patrono. En efecto, como lo afirmará más tarde Pío XI a los capuchinos: “Lo que es el carácter de su orden, es una imitación estrictísima de su Padre San Francisco”. Contentémonos entonces con relatar, entre los hechos más sobresalientes de su vida religiosa, aquellos que denotan en forma más particular a un verdadero y perfecto discípulo de San Francisco en el Padre Pío. Y en primer lugar, su profunda devoción a la pasión de nuestro buen Salvador. En efecto, al testimonio de San Buenaventura, “el camino seguido por San Francisco no es otro que un ardiente amor de Jesús crucificado”. Fue meditando ante un crucifijo que el Poverello recibió su misión del Señor, y fue así que el Padre Pío recibió sus estigmas. Aquellos que se han codeado con el Padre Pío en el noviciado, y luego en el escolasticado, recuerdan que debían extender un pañuelo en tierra ante él, para esponjar las lágrimas que le venían durante la meditación consagrada a la pasión. Fue un digno imitador del Seráfico Padre, quien lloraba tanto sobre Jesús crucificado, que terminó casi ciego y fue dispensado de leer el Breviario. Lo mismo le ocurrió también al Padre Pío en el año 1912, de manera que tuvo que conmutársele la recitación del Breviario por la del rosario hasta su curación. Para San Francisco, Jesús humillado no era menos adorable bajo las Sagradas Especies que sobre la cruz. Todas sus biografías subrayan su devoción excepcional al Santísimo Sacramento. Aún ciertos protestantes, como Sabatier o Boehmer, lo confiesan: “la Eucaristía era el alma de su piedad” y en sus exhortaciones era “el tema favorito del Santo”. Aquí el beato Padre Pío de Pietralcina de nuevo se revelaba como un ardiente émulo del Serafín de Asís: “Lo que me inspira el mayor amor es el pensamiento de Jesús en el Santísimo, y mi corazón se siente atraído por una fuerza superior antes de unirse a él, por la mañana, en la comunión. Siento un hambre y una sed tales antes de recibirla, que falta poco para que no muera de inanición”. No se puede tildar de exagerada a esta última frase: cuando era estudiante en Venefro, estuvo tan enfermo que permaneció veintiún días sin poder tragar nada, salvo la Sagrada Hostia. Y sus dirigidos recuerdan cómo los exhortaba a recibir frecuentemente la comunión. San Francisco profesaba una gran veneración por la regla de la Orden que afirmaba haber recibido del Señor mismo, junto con la misión de hacerla observar al pie de la letra, sin glosas. Para él, “la regla es el libro de la vida, el seguro de la salvación, la médula del Evangelio, el camino de la perfección, la llave del cielo…” Por lo tanto, comprometía “a todos los hermanos, en nombre del Señor, a aprender el texto y el sentido de todo lo que está escrito en esta regla para la salvación de nuestra alma, y a ponérselo frecuentemente en la memoria”. Fray Pío, siempre dócil a la voz del Santo fundador, no leyó casi ninguna otra cosa durante todo su año de noviciado, más que la regla y las Constituciones de la Orden, de las cuales San Pío V había formulado este elogio: “He aquí Constituciones inspiradas evidentemente por el Espíritu Santo. Quien las observe fielmente puede ser puesto en el número de los Santos”. El Padre Tommaso, maestro de novicios, confesaría no haber encontrado nunca en Fray Pío un defecto sobre esta observancia, y hasta el fin de su vida, no solamente no pidió jamás dispensa alguna, sino que también permaneció fidelísimo hasta a las menores prácticas, como la de inclinar la cabeza al oír pronunciar los nombres de Jesús, María y San Francisco. La virtud de obediencia es maestra de toda la vida religiosa. San Francisco la consideraba con espíritu de fe: “un sujeto no debe considerar el hombre que hay en su superior, sino a Aquel por el amor de quien eligió obedecer”. Los capuchinos se encuentran invitados a cumplir esta virtud por sus Constituciones, las cuales los exhortan a tener hacia sus superiores la obediencia y el respeto “que merece su calidad de representantes de San Francisco o más bien de Cristo nuestro Dios”. El Padre Pío observaba a sus superiores con esa mirada de fe: “su voz, para mí, es la de Dios, a quien quiero tenerle confianza hasta mi muerte”. Y esto era lo que le inculcaba a los demás: “Obedezcan prontamente. No miren ni la edad, ni el mérito de la persona. Para lograrlo, imagínense que obedecen a Nuestro Señor”. Tal era el puro espíritu de San Francisco, quien había declarado: “Estoy listo para obedecer con la misma prisa a un novicio de una hora que se me diera por guardián, que al fraile más anciano y más experimentado”. ¿Qué decir con respecto al Poverello y a su Dama Pobreza? Para él, lo superfluo era sinónimo de robo: “Nunca quise recibir todo de lo cual tenía necesidad, por temor de que los demás pobres fuesen privados de su parte”. El Padre Pío había retenido perfectamente esta lección. Había fundado la “Casa”, la casa para el alivio del sufrimiento, para que en ella se cuide de los pobres; y la había querido grande, hermosa, construida con materiales de último modelo y además con mármol… Sin embargo, un año antes de morir, mientras se veía impotente y estaba agobiado por las enfermedades, uno de sus hijos espirituales —en connivencia con el Padre guardián— hizo instalar en su celda un aire acondicionado para aliviarlo de los ardores de la canícula. Cuando vio el aparato, la primera pregunta del Padre fue: “¿Cuánto costó?” Se le contestó: “Quinientas mil liras”. Entonces perdió la paz del alma, protestando ante todos aquellos que lo visitaban: “¿Qué diría San Francisco? ¿Qué diría San Francisco?” Jamás consintió en utilizar el aparato, sino como mesa para apoyar objetos. Como el Poverello, quería esa pobreza no solamente para sí mismo, sino también para su Orden, quejándose en ocasión de un gasto hecho por la Provincia, por ser “sin duda contrario a nuestra sencillez y a nuestra pobreza seráfica”. Tampoco le gustaba la nueva iglesia conventual, no conforme al espíritu del Santo fundador y a las Constituciones capuchinas, que prescriben “que no se busque hacerlas grandes y espaciosas”. “Bienaventurados los pobres…” (San Lucas, VI, 20). La pobreza amada, es ya la beatitud. La paz de aquel que no tiene nada que lo retenga aquí abajo, y que está contento con todo. El Seráfico Padre llamaba a la tristeza “el mal babiloniano”, y su alegría pasó a ser legendaria. Hizo de ello un precepto para sus primeros discípulos: “que los hermanos tengan cuidado de no adoptar un aire sombrío, una tristeza hipócrita, sino que se muestren alegres en el Señor, amables, de buena gana, como conviene”. En el plano humano, la alegría del futuro Santo Padre Pío es desconcertante, visto el gran sufrimiento que sentía a cada instante. Su sufrimiento físico eran los estigmas, las sucesivas enfermedades, fiebres de más de 40º. Su sufrimiento moral eran las noches del espíritu, las tentaciones obsesivas, los temores lancinantes, la preocupación por las almas, las persecuciones, etc… Los sufrimientos fueron adicionándose y multiplicándose entre sí, sin tregua. Tratemos de tener espiritualmente presente todo esto, escuchando ahora a sus compañeros: — “El Padre Pío era siempre alegre y chistoso”. — “Siempre era alegre, y cuando contaba una historia, era tan jovial que uno no se cansaba nunca de escucharlo”. — “Siempre afable, en conversación con sus hermanos sobre todo. Era vivo, y a veces animador, contando muchos chistes”, llegando aún hasta la broma. Que se lea la lección Fray Francisco y Fray León sobre “la alegría perfecta” y se juzgará si, allí de nuevo, el Padre Pío no fue su digno hijo. Otra nota franciscana que brilló particularmente en el Padre, aún cuando no se manifestaba ante los ojos de todos, fue su gran frugalidad, en la escuela del Poverello. Este último se abstenía de los alimentos cocidos y acumulaba las cuaresmas en el año. Al final de una de esas cuaresmas, no había comido nada, y rompió el ayuno por humildad, para no igualar al Divino Maestro. Un día de Pascua, mientras los frailes habían preparado una mesa mejor servida, salió a mendigar y volvió a comer sentándose en el suelo… En cuanto al Padre Pío, hacía cuaresma todo el año, “aún en la Navidad y en la Pascua”. Para todo el mundo era fiesta, pero para él siempre había ayuno y oración. Solamente comía al mediodía, tomando apenas un vaso de agua por la mañana y por la tarde. Sus médicos nos han contado su régimen habitual: un plato de verdura, un pedazo de fruta. Jamás carne ni pan. Más o menos 250 calorías cotidianas, incapaces de compensar la sangre que perdía cada día por los estigmas, sin hablar de su labor extenuante en el confesionario. Todavía se podrían revelar numerosos otros rasgos de conformidad entre el Padre Pío y su Seráfico modelo, y si se dice del sacerdote que es un “alter Christus” —lo que es tanto más verdadero para el Padre Pío— se puede decir también que en cuanto religioso y capuchino, fue un “alter Franciscus”. Su apego al ideal religioso franciscano se manifiesta desde el comienzo hasta el fin de su vida, y, por contraste, más particularmente durante sus primeros años de vida sacerdotal que tuvo que pasar fuera del convento, “en exilio” en su país nativo. En diciembre del año 1911, después de un corto ensayo de vuelta a la vida de comunidad en el convento de Venafro, el Padre —sufriendo— tuvo una aparición de San Francisco, anunciándole que debía volver nuevamente a Pietralcina, la cual le arrancó dolorosas quejas: “Oh, seráfico Padre mío, ¿me expulsas de tu Orden?… ¿No soy más tu hijo?… ¡Te me apareces ahora para decirme que vuelva a esta tierra de exilio!” Las quejas continuaban repitiéndose en las cartas dirigidas a sus superiores: “Mi posición fuera del claustro ensombrece toda mi vida (…) el más grande de los sacrificios que he hecho al Señor, ¿no es poder vivir en el convento?” En efecto, el convento para él era “el lugar seguro, el asilo de paz”. Por eso, cuando las autoridades superiores de la Orden estaban pensando en secularizarlo definitivamente, él rezaba con todas las fuerzas de su ser para que aquella prueba intolerable no le fuese impuesta. “¡Qué humillación es para mí, Padre mío, el verme separado de la Orden seráfica! Se trata de un inmenso dolor que me aplasta (…) todas las lágrimas que he derramado me han hecho también sufrir mucho, y he sido obligado a meterme en la cama, en donde me encuentro todavía”. Gracias a Dios, y también a sus superiores inmediatos, aquello no tuvo lugar, y sacó de todo eso un amor aún más grande por su vocación capuchina: “Y ¿dónde pudiera servirte mejor, oh Señor, sino en el claustro y bajo el estandarte del Poverello de Asís? (…) Que el Buen Jesús me otorgue la gracia de poder ser un hijo menos indigno de San Francisco; que pueda yo servir de ejemplo para mis compañeros, de manera que el celo aumente siempre más en mí para ser un perfecto capuchino”. El Padre Pío sufría mucho ante la evolución, o más bien, ante la revolución que veía que se estaba operando bajo sus ojos, tanto en el campo social como en el religioso. En octubre de 1967 le confió a su sobrina: “Dentro de dos años no estaré más, porque habré muerto. Muchas cosas cambiarán”. Cambios que reprobaba: “seamos los imitadores de nuestros padres, que nos han precedido en el buen camino y nos llevaremos bien”. Todo esto le hacía decir al Padre Clement: “Lo que entristecía al Padre Pío al final de su existencia era el abandono, por parte de varios capuchinos, de las tradiciones ancestrales, pero sobre todo la fuerte disminución de las vocaciones de la Orden”. Más que parafrasearla, dejemos aquí que el Padre Alberto Ghinato nos cuente una sabrosa anécdota: “El amor que tenía por el hábito —tanto, que le era pesado quitárselo, aunque fuese tan sólo por poco tiempo y por necesidad— era tan proverbial, que un compañero quiso hacerle una broma… posconciliar: se presentó durante la recreación con un metro de costurera en la mano. “— ¿Qué vas a hacer con ese metro? “— Debo tomar medidas. “— ¿A quién? “— A usted. “— ¿A mí? ¿Y por qué? ¿Quiere hacerme un hábito? “— No, no. Debo tomar medidas para un pantalón, porque nunca se sabe. ¿Está al tanto? El Capítulo General se está desarrollando en este momento, y es posible que nos obliguen a vestirnos de civil. Es mejor estar preparado… “— ¿Has perdido la cabeza? He vivido y moriré con este hábito bendito, ¿has entendido? “Quince días más tarde, moría enfundado en ese hábito”. Si hubo una evolución que encontró en él a un reaccionario encarnizado, tal fue el liberalismo de las costumbres: anticoncepción, aborto, concubinato… pecados con que lo torturaban en el confesionario. “Cuando te has casado, es Dios quien decide cuántos hijos debe darte”. Había bendecido el casamiento de una pareja, retomando la palabra de Dios a nuestros primeros padres: “Creced y multiplicaos”. Y aquella pareja tuvo dieciséis hijos. Se mostraba sin piedad para las mundanas, y había hecho fijar un cartel en la puerta de la iglesia con un aviso prohibiendo el ingreso para las mujeres en pantalones, sin velo o con vestidos demasiado cortos. Antes de que la moda femenina hubiera llegado hasta la imposición de la minifalda, el Padre ya expulsaba del confesionario, con palabras encendidas, a las penitentes cuyas polleras no alcanzaban a taparles las rodillas: “Verás como arderá tu carne desnuda”. Más de una vez cerró la portezuela ante unos labios pintados. A sus hijas espirituales les exigía particularmente un porte decente: “El Señor condena estas modas impúdicas y escandalosas que llevan a la ruina a las almas… No deben seguirlas bajo ningún pretexto…” San Francisco de Asís había instituido la Tercera Orden para todos aquellos que querían santificarse en el mundo sin sacrificar al mundo. El Padre Pío hubiera querido que todos sus hijos espirituales adoptasen tal regla de vida: “Deseo tanto que entren en la Tercera Orden y que se hagan parte de la familia franciscana. Ahí podrán sacar el espíritu evangélico del Seráfico Padre San Francisco y vivirlo. El ardiente deseo de mi corazón es que todos mis hijos espirituales pertenezcan a una de nuestras fraternidades seculares; entonces me siento vuestro verdadero padre y vuestro verdadero hermano”. Allí sí que podrían imitar bien a Jesucristo, en pos de San Francisco: “Que jamás se aleje de vuestro espíritu la figura del Seráfico Padre San Francisco, que tan bien supo reproducir en él las virtudes de Dios hecho hombre”. Para él, el terciario también debía ser un apóstol: “No te canses de propagar la Tercera Orden y de procurar, por este medio, a todo el mundo, la verdadera vida. Haz conocer a todos a San Francisco y a su verdadero espíritu. Grande será entonces el mérito que les estará reservado Arriba”. Hasta su muerte, el Padre Pío no dejó de agregar así a la Orden franciscana a una élite de primer valor, que ejerció en el mundo una influencia insospechable (varios de los terciarios eran antiguos masones convertidos). Como epílogo, y lamentando no poder disertar sobre las demás virtudes religiosas del Padre Pío de Pietralcina —como por ejemplo, sobre su oración ininterrumpida, acerca de su profundo recogimiento o de su caridad fraterna— necesariamente debemos subrayar su extraordinario espíritu de sacrificio, que es como el alma de su vida religiosa y sacerdotal. En efecto, los Doctores de la Iglesia, desde San Agustín hasta San Alfonso María de Ligorio, se ponen de acuerdo para ver en el estado religioso un holocausto, a imagen de este sacrificio del Antiguo Testamento donde la víctima era totalmente consumida por Dios. Aquí, la persona consagrada a Dios Nuestro Señor no se reserva más nada de todos sus poderes temporales, corporales y espirituales, por los tres votos de religión, que la clavan definitivamente a la cruz con su Redentor, “acabando así en ella lo que falta a la Pasión de Cristo para su cuerpo, que es la Iglesia” (Colosenses, I, 24). El Padre Pío estaba plenamente consciente de eso: lo atestiguan las palabras que él mismo había escrito sobre su estampita del jubileo monástico: “Cincuenta años de vida religiosa, cincuenta años clavado sobre la cruz, cincuenta años de fuego devorador, por Ti, Señor, y por aquellos que has redimido”. Sin embargo, el Padre Pío estaba tanto más destinado a una vida de víctima, cuanto que se hallaba revestido del carácter sacerdotal, que lo asemejaba a Nuestro Señor Jesucristo, sacerdote y víctima de su propio sacrificio. Por eso, también había escrito, esta vez sobre su estampita de ordenación sacerdotal, una oración con la cual le pedía al Señor que hiciera de él no solamente un “sacerdote santo”, sino además una “víctima perfecta”. La Santísima Virgen María, Madre de la Divina Víctima y Corredentora, también habría de asistirlo en ese largo via crucis: “Jesús y su Madre bienamada me animan, sin dejar de repetirme que la víctima, para llamarse tal, debe derramar su sangre”. Este via crucis era, a la vez, doloroso y alegre: “No pido en absoluto tener una cruz más ligera, puesto que me es suave sufrir con Jesús; mirando la cruz sobre sus espaldas, me siento cada vez más fortalecido, y exulto con una santa alegría”. Y, por fin, ese grito proveniente de su corazón: “Oh, qué hermosa cosa es ser víctima de amor”. Fray Juan (del Convento San Francisco de Morgon, Francia)

miércoles, 26 de abril de 2017

SOMOS MUCHO Y NO SOMOS NADA: LA HUMILDAD DEL SANTO CURA DE ARS



“¿Qué quieren ustedes?, lo escuchó el Reverendo Raymond, yo no tuve estudios; mosén Balley (hablaba del párroco de Ecully, que lo preparó para entrar al seminario) se esforzó, durante cinco o seis años, en enseñarme algo. Pero perdió su latín y no pudo meterme nada en mi torpe cabeza”.

Siempre fue consciente de sus limitaciones, pero también fue siempre consciente de su misión: debía ser roca, apoyo sólido, sacerdote, párroco, instrumento de Dios para la conversión. La conclusión le resultaba evidente: yo no soy nada, son indigno; Dios quiere lo que quiere, me ha hecho sacerdote suyo; por lo tanto, tengo que unirme a Dios por la oración, en la Santa Misa, en la cruz y en los sufrimientos, para que sea Dios quien haga todo lo que quiere hacer a través de mí.

Esta humildad no la perdió nunca. Cuando los peregrinos llevaban dibujos con su retrato, con humor decía: “Efectivamente soy yo; fíjate qué aire de bruto tengo”. Cuando los peregrinos fueron muchos, hizo construir una capilla dedicada a Santa Filomena, y los envió a la Santa para que le pidiesen lo que quisieran, y a ella le atribuía los dones especiales que recibían: quería esconderse y se parapetaba en esta Santa.

Humanamente hablando, ser párroco de una aldea de 230 habitantes no parece ser gran cosa. Pero, ante la humilde mirada sobrenatural, aquello se trataba de una gran responsabilidad: ser sacerdote…, “tener que dar cuenta de una parroquia ante Dios…, es muy duro”, repetía con frecuencia.

Porque era humilde era osado, atrevido, soñador: “Dios lo hará todo si estoy unido a Él. Va en directo a hacer lo que es bueno hacer; no se conforma con lo lógico, con lo «posible»: Dios puede hacer lo imposible”. Así vivió.


LO QUE DIJO E HIZO

“La humildad es el gran medio para amar a Dios. Es nuestro orgullo lo que nos impide ser santos. No se concibe que una criaturita como nosotros se pueda enorgullecer de algo. Un puñado de tierra del tamaño de una nuez: en eso nos convertirmos tras la muerte. No hay motivos para estar orgullosos”. Por eso consideraba que cuando nos humillan nos hacen un favor: “Los que nos humillan son nuestros amigos, y no los que nos alaban”.

El Santo Cura de Ars se creía muy ignorante: “¡Qué queréis que os diga, solía repetir, yo no tengo estudios!” Y, exagerando de lo lindo, añadía: “Cuando estoy con los demás sacerdotes, soy el Bardin (era éste un idiota de aquella comarca). En todas las familias, hay un hijo más torpe que sus hermanos y hermanas; pues bien, entre nosotros yo soy este hijo”. Esta desconfianza excesiva en sus propias luces lo hubiera paralizado y, quizás, anulado del todo. Pero él no se apoyaba en sus cualidades, ni hacía lo que hizo por afirmarse a sí mismo, para demostrar a los demás de lo que era capaz. Era el amor de Dios y del prójimo lo que lo llevaban a su acción, lo que lo obligaba a actuar.


¡Cuánto tiempo solemos dedicar todos a disimular nuestras limitaciones! El Cura de Ars se mostraba tal cual era. No quería que lo siguiesen a él, sino al Buen Dios, a Jesucristo. Por eso, ¿qué más le daba parecer torpe? Tampoco quería que se formasen un alto concepto de su persona. Así, algunas veces, cuando iban a escucharlo, buscaba la manera de mostrar su torpeza, temeroso de que no se tuviese de su persona una opinión demasiado favorable. “En el confesionario, decía la baronesa de Belvey, hablaba correctamente el francés (yo tuve ocasión de experimentarlo); mientras que en las explicaciones del Catecismo, dejaba escapar algunas faltas, sobre todo cuando entre el auditorio había personas de consideración”.

Le gustaba contar esta historia: “El diablo se apareció un día a San Mauricio y le dijo:
— Todo lo que tú haces, lo hago también yo. Tú ayunas, y yo no como nunca; tú velas, y yo jamás duermo.
— Una cosa hago yo que tú no puedes hacer, le contestó San Mauricio.
— ¿Y cuál es?
— ¡Humillarme!”
Y añadía: “La humildad es en las virtudes lo que la cadena en los rosarios: quitad la cadena, y todos los granos caen; quitad la humildad, y todas las virtudes desaparecen”.

“La humildad es como una balanza; cuanto más nos abajamos de un lado, más subimos del otro”.

“Una persona orgullosa piensa que todo lo que hace está bien hecho; quiere dominar sobre todos, siempre cree que tiene razón; ella cree que su opinión es mejor que la de los demás. Por el contrario, cuando a una persona humilde y santa se le pide su opinión, la da siempre con serenidad, después de haber escuchado la de los demás. Tenga razón o no, no replicará nada. San Luis Gonzaga, cuando era escolar y le reprochaban algo, no buscaba nunca excusa; decía lo que pensaba, y no se preocupaba de lo que pensaban los otros. Si se equivocaba, se equivocaba; si tenía razón, decía: «Otras muchas veces me he equivocado»”.

Muchos orgullos y vanidades tienen su raíz en fijarse mucho en el cuerpo, en lo que se tiene, en las apariencias… y olvidar el alma. Por eso a San Juan María Vianney le gustaba contraponer cuerpo y alma, lo poco que es el cuerpo en comparación con el alma: “Somos mucho y no somos nada. No hay nada más grande que el hombre, y nada más pequeño que él. No hay nada más grande que mirarse el alma, nada más pequeño que mirarse el cuerpo. Uno se ocupa de su cuerpo como si eso sólo fuera lo único a cuidar, cuando en realidad es algo que en ocasiones hemos de menospreciar”. El alma es para siempre; el cuerpo pasa enseguida: “Estamos en la tierra sólo para un instante. Parece que nos movemos y caminamos a grandes pasos hacia la eternidad, como el vapor”.

Empleaba la parábola de la cesta para hacer ver lo absurdo, inútil e infructuoso de la vida del que cree ser algo: “El orgulloso se parece a aquel hombre que pretendía sacar agua del pozo en una cesta”.

“Señor Cura, cuando se sabe tan poca teología como usted, no se debe uno sentar en el confesionario”. Estas palabras las leyó en una carta dirigida a él. El pobre Cura de Ars, tal vez para desahogar su preocupación, fue a confiar su pena a un feligrés que le era particularmente querido: el viejo señor Mandy, el antiguo alcalde de Ars.
— Esta carta —le contestó— viene sin duda de una persona grosera. No hay, pues, que darle importancia.
— ¡Ah, no, es de una persona instruida! Y acabó por confesar que la había escrito un sacerdote. Y añadió: Pero no me daría ninguna pena, si estuviese seguro de que Dios no ha sido ofendido por mi ignorancia.
Después se dirigió a su habitación, tomó su pluma, él que casi nunca escribía, y abrió su corazón al joven sacerdote con esta sencilla respuesta:
“Mi querido y venerado compañero: ¡Cuántos motivos tengo para amarlo! Sólo usted me ha conocido bien. Puesto que es tan bueno que se digna interesarse por mi pobre alma, ayúdeme a conseguir la gracia que pido desde hace tiempo, a fin de que sea relevado de mi cargo, del que no soy digno a causa de mi ignorancia, y pueda retirarme a un rincón para llorar allí mi pobre vida. ¡Cuánta penitencia he de hacer, cuántas cosas he de expiar, cuántas lágrimas he de derramar!”

José Pedro Manglano
(tomado de su libro “Orar con el cura de Ars”)

martes, 25 de abril de 2017

La Iglesia de Hechos

... es consciente de ser depositaria de las promesas hechas a Israel y que, por tanto, vive su condición de Pueblo de Dios en comunión con la religión de los padres. ... es igualmente fiel a Jesús y que, a imitación suya y en continuidad con él, frecuenta el Templo y celebra la fracción del pan, pero que al mismo tiempo comienza a distinguirse del judaísmo a través de unos valores nuevos y una práctica religiosa propia. ... es fiel al anuncio evangélico, a la enseñanza apostólica y a la catequesis. ... es fiel al amor fraterno solidario y activo a través de obras concretas de caridad en favor de los más pobres. ... es fiel a la celebración de la fracción del pan, a la Eucaristía, que es su centro y la fuente vital de su existencia. ... es fiel a la oración como espacio vital de alabanza y gratitud, de confianza y comunión. ... vive la pobreza como condición de solidaridad y caridad hacia los más pobres. ... vive en el gozo constante que brota de su fe en el Resucitado, disfrutando al mismo tiempo de la estima de todo el pueblo. ... vive abierta a Israel y al mundo entero, que fue punto de referencia para las iglesias del tiempo de Lucas y que lo será para la iglesia de todos los tiempos.

lunes, 24 de abril de 2017

PARA RECORDAR

“Cuando las disposiciones arbitrarias del poder legislativo o del poder ejecutivo promulgan u ordenan algo contrario a la ley divina o a la ley natural, la dignidad del cristianismo, las obligaciones de la profesión cristiana y el mandato del Apóstol enseñan que hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”. León XIII, “Quod apostolici muneris”, 1878

domingo, 23 de abril de 2017

VIGILIA PASCUAL 2017

En este domingo segundo de Pascua, de la Divina Misericordia, las neófitas "in albis" y la Comunidad cristiana -pequeña- de madre del redentor, alaba al Señor y le da gracias recordando el gran DON del Bautismo que nos hizo HIJOS Y HEREDEROS DEL CIELO

sábado, 22 de abril de 2017

ORACIÓN DEL PADRE PÍO DESPUÉS DE SU MISA

— recomendada para después de comulgar — Quédate conmigo, Señor, porque es necesario tenerte presente para no olvidarte. Tú sabes con qué facilidad te abandono. Quédate conmigo, Señor, porque soy débil y tengo necesidad de tu fortaleza para no caer tantas veces. Quédate conmigo, Señor, porque Tú eres mi vida y sin Ti disminuye mi fervor. Quédate conmigo, Señor, porque Tú eres mi vida y sin Ti quedo en tinieblas. Quédate conmigo, Señor, para mostrarme tu voluntad. Quédate, Señor, conmigo, para que oiga tu voz y la siga. Quédate, Señor, conmigo, porque deseo amarte mucho y estar en tu compañía. Quédate conmigo, Señor, si quieres que te sea fiel. Quédate conmigo, Señor, porque aunque mi alma sea tan pobre, desea ser para Ti un lugar de descanso, un nido de amor… Quédate, Jesús, conmigo, porque se hace tarde y el día declina… Esto es, se acerca la muerte, el juicio, la eternidad… Quédate conmigo; necesito redoblar mis fuerzas a fin de no desfallecer en el camino y para esto tengo necesidad de Ti. Se hace tarde y viene la muerte. Me inquietan las tinieblas, las tentaciones, las arideces, las cruces, las penas… ¡Cuánta necesidad tengo de Ti! Haz que te conozca, como tus discípulos, al partir el pan. Esto es: que la unión eucarística sea la luz que disipe las tinieblas, la fuerza que me sostenga y la única alegría de mi corazón. Quédate, Señor, conmigo, porque cuando llegue la muerte quiero estar unido a Ti, si no realmente por la Santa Comunión, sí al menos por la gracia y el amor. ¡Quédate, Jesús, conmigo! No te pido la divina consolación, porque no la merezco, pero el don de tu santísima presencia… ¡eso sí, te lo pido! ¡Quédate, Señor, conmigo! A Ti solo busco; tu amor, tu gracia, tu voluntad, tu corazón, tu espíritu, porque te amo y no quiero otra recompensa que amar. Quiero un amor ferviente y profundo. Quiero amarte con todo mi corazón, aquí en la tierra, para seguir amándote con perfección por toda la eternidad. Así sea.

viernes, 21 de abril de 2017

el castigo mas terrible

Porque nosotros, pastores y sacerdotes, dice San Gregorio Magno, seremos condenados delante de Dios como “asesinos de todas las almas que van todos los días a la muerte eterna por nuestro silencio y nuestra negligencia”. “Nada hay, dice este mismo Santo, que tanto ultraje a Dios (y por consiguiente que más provoque su ira y atraiga más maldiciones sobre los pastores y sobre el rebaño, sobre los sacerdotes y sobre el pueblo) como los ejemplos de una vida depravada dados por quienes él ha establecido para la corrección de los demás; cuando pecamos, debiendo reprimir pecados”, cuando no tenemos cuidado alguno de la salvación de las almas; cuando no nos cuidamos más que de satisfacer nuestras inclinaciones; cuando todas nuestras aflicciones se terminan en las cosas de la tierra; cuando nos alimentamos con avidez de la vana estima de los hombres, haciendo servir a nuestra ambición un ministerio de bendición; cuando abandonamos los quehaceres de Dios para vacar a los del mundo; y cuando ocupando un lugar de santidad, nos ocupamos en acciones terrenas y profanas. Cuando Dios permite que esto suceda, es prueba muy cierta de que está encolerizado contra su pueblo, siendo éste el más espantoso rigor que puede ejercer sobre él en este mundo. Por esto, dice incesantemente a todos los cristianos: Convertíos a Mí… y os daré pastores según mi corazón. En lo cual se deja ver bien claro que el desarreglo de la vida de los pastores es un castigo de los pecados del pueblo.
   
San Juan Eudes

jueves, 20 de abril de 2017

LOS HEREJES, FALSOS PROFETAS


    
LOS VESTIDOS DE OVEJAS

¿Cuales son los vestidos de ovejas? La apariencia de una religión simulada. Las limosnas simuladas son un vestido y no obra de ovejas. La oración simulada es un vestido y no obra de ovejas. El ayuno simulado es un vestido y no obra de ovejas.
   
Y todas las demás apariencias de virtud con las cuales se visten los lobos rapaces. No hay nada que acabe de tal manera con el bien como el simulado, porque el mal manifiesto se evita y se precave uno de el como de un mal; en cambio, el mal disimulado bajo la capa de bien no es precavido hasta que no se conoce, sino que se recibe como un bien y, al unirse con el bien verdadero, acaba por destruirlo.
   
PELIGRO Y UTILIDAD DE LA HEREJÍA
  
En esta forma, los siervos del diablo corrompen tristemente a la cristiandad simulándose cristianos, y sobre ellos avisa el Señor a sus discípulos, y más todavía a nosotros, diciendo: Guardaos de las falsos profetas, porque es una gran virtud de los hombres conocer el mal, y una firme defensa de la salud saber que es lo que deben huir.
  
La herejía es un peligro y representa también una gran utilidad. Es peligrosa porque seduce y hace perecer a muchos; es útil porque los fieles son probados y separados de los infieles gracias a ella. Los que murmuran del peligro de la prueba, necesario es que murmuren del premio de la misma.
  
En ningún asunto puede merecerse el descanso si no ha precedido el trabajo, y mucho más en los espirituales, en donde, si no hay tentación, no hay prueba.
  
Guardaos de los falsos profetas, conviene a saber, en primer lugar de los falsos cristianos, porque nada ha ocasionado la perdición de más cristianos como el creer que lo son todos los que lo dicen.
  
FE Y CEREMONIAS SEMEJANTES
  
Quizás me digas: ¿Como puede afirmar que no es cristiano ése a quien veo confesar a Cristo, que tiene su altar, que ofrece el sacrificio del pan y del vino, que bautiza, que lee las Sagradas Escrituras y conserva el orden sacerdotal?
  
Óyeme, varón prudente; si no confesara a Cristo, se vería claramente que era un gentil, y si te dejases engañar, serías un tonto; ahora bien, si te dejas engañar por el que confiesa a Cristo, pero no como Cristo lo ha mandado, se deberá a tu negligencia. El que cae en un hoyo disimulado es un negligente, por no mirar con esmero; el que cae en un hoyo abierto no es descuidado, sino un loco. Y en cuanto a lo que me has dicho de la semejanza de los oficios divinos, escucha bien: ¿acaso llamarás hombre a los monos porque tienen miembros de apariencia humana y nos imitan? Pues lo mismo ocurre con los herejes, que imitan los misterios de la Iglesia, pero no pertenecen a ella.
  
Por eso el Señor no dijo “mirad”, sino “guardaos”. Mirar es sencillamente ver; guardarse quiere decir considerar precavidamente… Guardaos, para entender que no se debe mirar solamente la apariencia corporal, sino vigilar atentamente, porque, si se mira por afuera, no los podréis conocer, ya que llevan la apariencia de la cristiandad.
   
EL CRITERIO DE LAS BUENAS OBRAS
  
Siendo hombres falibles, ¿como podréis descubrir la mentira disfrazada con el velo de la verdad? En primer término, habéis de utilizar las obras buenas, pues si ejecutáramos las de la justicia, no seriamos engañados por ningún error y los descubriríamos todos. La misma causa que evita el error ayuda a descubrir los ajenos, y así como los pecados oscurecen los sentidos del pecador para que no vea la mentira y caiga en ella, de igual forma, cuando obramos el bien, la misma luz de la justicia abre nuestros ojos de la verdad.
  
Comprobad cómo, desde el primer momento en que se sembró entre los hombres el error en la fe, no fue el engaño diabólico el que hizo a los hombres malos, sino los hombres malos los que se hicieron a sí mismos el error diabólico.
  
Si el equivocarse hiciese malos a los hombres, habría que culpar a Dios, que nos hizo seducibles por el error; pero, en nuestro caso, la culpa es del hombre, que elige voluntariamente la mentira, puesto que el error no podría prevalecer entre los hombres si antes no hubiese existido el pecado. Primeramente, el hombre es cegado por sus muchos pecados, y entonces el diablo puede seducirlo y de tal forma hacerlo caer en la muerte. Así como la noche no llega mientras continúa brillando el sol, y recién se apodera del mundo cuando éste se acerca a su ocaso, de la misma manera, mientras brilla en el hombre la luz de la justicia, las tinieblas del error no pueden conquistarlo. Vigilemos, pues, viviendo en la práctica del bien, porque no es el error quien engendra el pecado, sino el pecado al error. Como lo dice la Sabiduría, la impiedad arrastra al hombre al error (Proverbios, 13, 6).
  
LOS HEREJES NO SON TRIUNFO DEL DEMONIO, SINO PERMISIÓN DE DIOS  
                          

Si Cristo no hubiese conseguido llenar al mundo con su fe, habríamos creído que el diablo era más poderoso; pero ahora, que vemos nacer las herejías entre los creyentes, aparece claro que éstas no son un triunfo del demonio, sino una permisión de Dios. ¿Y por qué nos avisa contra ellas como si no quisiera que existiesen? Porque permite la tentación y no desea tener siervos que no sean discretos. Mas, como no quiere dejarlos perecer como ignorantes, les avisa. Deja llegar la tentación para que no sean coronados a la vez malos y buenos; avisa para que los buenos no perezcan con los malos.
  
LOS DOCTORES DE LA IGLESIA SON LOS ÚNICOS MAESTROS
  
Llamamos ovejas propiamente a los cristianos, y vestidos de ovejas, a la apariencia de cristiandad.
    
¿Ves, pues, cómo Cristo se refiere a los herejes? Son, desde luego, mucho más peligrosos que aquellos judíos expulsados y señalados por los apóstoles. Porque éstos vagaban errantes fuera de las reuniones cristianas, y, en cambio, estos otros, como si fueran cristianos, levantan sus iglesias.
  
¿Qué digo? Suplantan libre y paladinamente a los jefes de la Iglesia y se multiplican de tal forma, que no parece sino que somos los cristianos los que vagamos fuera.
  
EL PECADO DE HEREJÍA Y LOS PECADOS DE DEBILIDAD   
                                  
Y para que el hereje no se escude diciendo que Cristo se refiere a los doctores verdaderos, que, aunque cristianos, son pecadores, queda explicar que el cristiano que peca es un cristiano falso. Sin embargo, el Señor, para que entiendas que, en lugar de referirse a ellos, alude a los herejes, no se limita a decir: Que vienen a vosotros con vestiduras de ovejas, sino que añade: Mas por dentro son lobos rapaces.
   
Los doctores cristianos, si fueran pecadores, merecen el nombre de siervos de la carne, porque son vencidos por ella; pero no se proponen perder a los cristianos, por lo cual no se les llama lobos rapaces. Estos lobos rapaces son aquellos de quienes dice el Apóstol (Hechos, 20, 29-30): Yo sé que después de mi partida vendrán a vosotros lobos rapaces, que no perdonarán al rebaño, y que de entre vosotros mismos se levantarán hombres que enseñen doctrinas perversas para arrastrar a los discípulos en su seguimiento.   

Óyeme, pues, tú, que te crees sabio porque has sido enseñado por los herejes y te juzgas cristiano porque has sido bautizado por ellos; mira cómo llama Cristo a los doctores herejes: devoradores. Si te han enseñado los herejes, te han robado, no te han enseñado, no te han apacentado. Propio es de lobos devorar y no salvar.
   
San Juan Crisóstomo
  

miércoles, 19 de abril de 2017

Modelo de gobernante





Hijo amadísimo, lo primero que quiero enseñarte es que ames al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con todas tus fuerzas; sin ello no hay salvación posible.

Hijo, debes guardarte de todo aquello que sabes que desagrada a Dios, esto es, de todo pecado mortal, de tal manera que has de estar dispuesto a sufrir toda clase de martirios antes que cometer un pecado mortal.

Ten piedad para con los pobres, desgraciados y afligidos, y ayúdalos y consuélalos según tus posibilidades. Da gracias a Dios por todos sus beneficios, y así te harás digno de recibir otros mayores.

Para con tus súbditos, obra con toda rectitud y justicia, sin desviarte a la derecha ni a la izquierda; ponte siempre más del lado del pobre que del rico, hasta que averigües de qué lado está la razón.

Pon la mayor diligencia en que todos tus súbditos vivan en paz y con justicia, sobre todo las personas eclesiásticas y religiosas.

Sé devoto y obediente a nuestra madre, la Iglesia romana, y al sumo pontífice, nuestro padre espiritual. Esfuérzate en alejar de tu territorio toda clase de pecado, principalmente la blasfemia y la herejía.

Hijo amadísimo, llegado al final, te doy toda la bendición que un padre amante puede dar a su hijo; que la Santísima Trinidad y todos los santos te guarden de todo mal. Y que el Señor te dé la gracia de cumplir su voluntad, de tal manera que reciba de ti servicio y honor, y así, después de esta vida, los dos lleguemos a verlo, amarlo y alabarlo sin fin. Amén.
SAN LUIS, REY
(Fragmentos del testamento espiritual a su hijo)

martes, 18 de abril de 2017

¿CÓMO PUEDE CONCEBIRSE UNA NATURALEZA ÚNICA POSEÍDA POR TRES PERSONAS?

Respondemos: 1. No debemos creer que la mente humana pueda comprender y explicar la divinidad, porque lo finito no puede agotar lo infinito, y es claro —para el que admite a Dios— que en Él tiene que haber misterios para nuestra razón, la contradicción y el absurdo no pueden existir ni en Dios ni en los seres; pero el misterio, o sea la oscuridad, es demasiado evidente que existe para nuestra pequeña inteligencia. Dios es el Ser Infinito por esencia; y nosotros, cuando hablamos de Dios o expresamos los misterios de su vida íntima, disgregamos necesariamente lo que en Él se halla unido y formulamos varias proposiciones, como por ejemplo: “En Dios hay una sola naturaleza. En Dios hay tres Personas. El Padre engendra al Hijo. Del Padre y del Hijo procede el Espíritu Santo”. “A este propósito —escribe el Cardenal Newman— así como nosotros no estamos en condiciones de abarcar con una sola mirada todas las estrellas del firmamento, sino que para ello tenemos que volvernos ora a oriente, ora a occidente, de nuevo a oriente, mirando primero una constelación y después otra, y perdiendo de vista a una y otra para mirar a una tercera; así, cuando fijamos la mirada en el cielo de Dios, en su esencia, conocemos una u otra verdad en particular acerca de Él, pero no podemos captar, con un solo acto de nuestro espíritu, la síntesis de esas verdades de una realidad única. Aun más. Si dividimos un rayo de luz en la multiplicidad de colores de que se compone, cada uno de estos colores es ciertamente bello y agrada; pero si se trata de unirlos, quizás no se logre sino producir un blanco grisáceo. La luz pura e invisible sólo es vista por los afortunados habitantes del cielo; acá abajo no tenemos más que simples reflejos, como la que atraviesa un medio traslúcido”. 2. Aun sin tener la necia pretensión de comprender y explicar la Trinidad, podemos, no obstante, tener una pálida idea de la única naturaleza, poseída por el Padre, por el Hijo y por el Espíritu Santo, de manera que las tres Divinas Personas sean distintas, pero no separadas entre sí, y, aun siendo Dios cada una de ellas, no sean tres dioses, sino un solo Dios. Desde San Agustín hasta Santo Tomás, desde Lacordaire a Monsabré, todos han buscado un reflejo de la Trinidad en el alma humana, ya que fuimos creados a imagen y semejanza de Dios. Dios —así discurren los teólogos— es un Espíritu. De donde, su primer acto es el pensamiento. Pero, a diferencia del pensamiento de los seres finitos, que es múltiple, accidental, imperfecto y que por lo mismo nace y muere a cada instante, en Dios —cuya actividad es infinita y perfecta— el espíritu engendra en un instante un Pensamiento igual a Él mismo, que lo representa todo entero sin que necesite un segundo pensamiento, puesto que el primero ya ha agotado el abismo de las cosas cognoscibles, equivale a decir, el abismo de lo infinito. “Este pensamiento único y absoluto, primero y último nacido del espíritu de Dios —continúa Lacordaire— permanece eternamente en su presencia como una representación exacta de sí mismo, o, para usar del lenguaje de los Libros Santos, como su imagen, el esplendor de su gloria y la figura de su substancia. Él es su Palabra, su Verbo interior, como nuestro pensamiento es nuestra palabra y nuestro verbo, pero es, a diferencia del nuestro, el Verbo perfecto y dice todo a Dios en una sola Palabra, lo dice siempre sin repetirse nunca, como San Juan lo había oído en el cielo, al comenzar de esta manera su evangelio sublime: «En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios». Y como en el hombre es distinto el pensamiento del espíritu, sin que estén separados, así en Dios es distinto el pensamiento, sin estar separado del Espíritu Divino que lo engendra. El Verbo es consubstancial al Padre, de acuerdo a la expresión del Concilio de Nicea, que no es más que la enérgica expresión de la verdad”. He ahí al Padre y al Hijo en la Naturaleza Divina; he ahí el significado de las palabras: “el Hijo es engendrado por el Padre”, es su Pensamiento eterno, substancial. He ahí la unidad en la distinción, y la distinción en la unidad. He ahí las dos primeras Personas. Mas esto no basta. Tampoco en nosotros la generación del pensamiento es el término en que se detiene nuestra vida espiritual. Cuando hemos pensado, se produce en nosotros un segundo acto: el Amor, que nos arrastra, nos empuja hacia el objeto conocido; y en nosotros el amor, aun siendo distinto del espíritu y del pensamiento, procede, sin embargo, de entrambos y forma una sola cosa con ellos. Es lo que acontece en Dios. De las relaciones entre Dios y su Pensamiento eterno resulta el Amor, con el cual se aman las dos primeras Personas y este Amor infinito, perfecto, substancial entre el Padre y el Hijo, se llama el Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, es distinto de Ellos, y sin embargo, es un solo Dios con Ellos. Las personas en Dios no son otra cosa que las relaciones subsistentes mutuas entre Dios, su Pensamiento y su Amor (no comunes a dos Personas, como la espiración propia del Padre y del Hijo respecto al Espíritu Santo). Por consiguiente, no sólo el Padre, sino también el Hijo es Dios, porque el Pensamiento de Dios se identifica con Dios; lo mismo debe decirse del Espíritu Santo, porque el Amor eterno de Dios es Dios mismo; y, sin embargo, no son tres dioses, sino un solo Dios. Se entiende, por lo demás, que el Padre que engendra, no es el Hijo engendrado, ni el Espíritu Santo que procede del Padre y del Hijo, como de único principio; engendrar, ser engendrado y proceder por vía de amor, son tres propiedades diferentes y no confundibles. Pero —dejando aparte estas propiedades y relaciones— todo es común a las tres Personas: la Naturaleza Divina y, por consiguiente, la inteligencia, la voluntad, la potencia, la majestad y las operaciones al exterior de su vida íntima, tanto en el mundo de la materia, como en el mundo del alma. Sólo por apropiación se atribuyen al Padre las obras de la potencia, al Hijo las de la sabiduría y al Espíritu Santo las obras de la santificación; esto es, solamente para recordar más fácilmente las propiedades personales del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, para honrar de ese modo y adorar a las tres Divinas Personas. Monseñor F. Olgiati (tomado de su libro “El Silabario del Cristianismo”)

lunes, 17 de abril de 2017

profesion de fe

Creo, Señor, pero afirma mi fe; espero en Ti, pero asegura mi esperanza; Te amo, pero inflama mi amor; me arrepiento, pero aumenta mi arrepentimiento. Te adoro como primer principio; Te deseo como mi fin último; Te alabo como mi bienhechor perpetuo; Te invoco como mi defensor propicio. Dirígeme con tu sabiduría, conténme con tu justicia, consuélame con tu clemencia, protégeme con tu poder. Te ofrezco, Dios mío, mis pensamientos para pensar en Ti, mis palabras para hablar de Ti, mis obras para actuar según Tu voluntad, mis sufrimientos para padecerlos por Ti. Quiero lo que Tú quieres, porque Tú lo quieres, como Tú lo quieres, y en tanto Tú lo quieras. No me inficione la soberbia, no me altere la adulación, no me engañe el mundo, no me atrape en sus redes el demonio. Concédeme la gracia de depurar la memoria, de refrenar la lengua, de recoger la vista, y mortificar los sentidos. Te ruego, Señor, ilumina mi entendimiento, inflama mi voluntad, purifica mi corazón, santifica mi alma. Que llore las iniquidades pasadas, rechace las tentaciones futuras, corrija las inclinaciones viciosas, cultive las virtudes necesarias. Concédeme, oh buen Dios, amor a Ti, odio a mí, celo del prójimo, desprecio del mundo. Que procure obedecer a los superiores, asistir a mis inferiores, favorecer a mis amigos, perdonar a mis enemigos. Que venza la sensualidad con la mortificación, la avaricia con la generosidad, la ira con la mansedumbre, la tibieza con la devoción. Hazme prudente en las determinaciones, constante en los peligros, paciente en las adversidades, humilde en la prosperidad. Haz, Señor, que sea en la oración fervoroso, en las comidas sobrio, en mis deberes diligente, en los propósitos constante. Que me aplique a alcanzar la inocencia interior, la modestia exterior, una conversación edificante, una conducta regular. Que me esfuerce por someter mi naturaleza, secundar a la gracia, observar Tu ley y merecer la salvación. Dame a conocer cuán frágil es lo terreno, cuán grande lo celestial y divino, cuán breve lo temporal, cuán perdurable lo eterno. Haz que me prepare para la muerte, que tema el juicio, que evite el infierno y que obtenga el paraíso. Por Cristo Nuestro Señor. Amén.

domingo, 16 de abril de 2017

PETICIONES DE SAN JUAN CRISÓSTOMO


      
     

Las doce oraciones para cada día
     
            
01. Oh Señor, no me prives de tu bendición celestial.
    
02. Oh Señor, líbrame del tormento eterno.
    
03. Oh Señor, si yo pequé por pensamientos, palabras o acciones, perdóname.
    
04. Oh Señor, líbrame de toda ignorancia, de la mezquindad del alma y de la dureza del corazón.
    
05. Oh Señor, líbrame de toda tentación.
    
06. Oh Señor, ilumina mi corazón oscurecido por los deseos del maligno.
    
07. Oh Señor, siendo yo un ser humano, soy pecador; siendo Tú el Señor Dios, perdóname en Tu Amor, pues Vos sabéis que mi alma es débil.
    
08. Oh Señor, envía tu gracia en mi auxilio, para que yo pueda glorificar tu Santo Nombre.
    
09. Oh Señor Jesucristo, inscríbeme a mí tu siervo fiel en el Libro de la Vida y concédeme un buen fin.
    
10. Oh Señor mi Dios, aunque no he hecho nada bueno delante de Ti, sin embargo concédeme, de acuerdo con tu gracia, que pueda comentar a hacerlo.
    
11. Oh Señor, rocía mi corazón con tu gracia.
    
12. Oh Señor del Cielo y de la tierra, acuérdate de mí, tu siervo pecador, impuro y frío del corazón, en tu Reino.
   
     

Las doce oraciones para cada noche
    
           

13. Oh Señor, acepta mi arrepentimiento.
        
14. Oh Señor, no me abandones.
     
15. Oh Señor, sálvame de la tentación.
       
16. Oh Señor, concédeme pensamientos puros.
       
17. Oh Señor, concédeme las lágrimas del arrepentimiento, el recuerdo de la muerte y compunción.
       
18. Oh Señor, concédeme la humildad, la caridad y la obediencia.
     
19. Oh Señor, concédeme la confesión de los pecados.
      
20. Oh Señor, concédeme la tolerancia, la magnanimidad y la dulzura.
      
21. Oh Señor, sitúa en mí la fuente de todas las bendiciones: el temor de Ti en mi corazón.
      
22. Oh Señor, concede que pueda amarte con todo mi corazón y toda mi alma, y que pueda obedecer siempre tu voluntad.
     
23. Oh Señor, defiéndeme de ciertas personas y también de los demonios, de las pasiones y de todos los errores.
      
24. Oh Señor, sabes que haces de acuerdo con tu voluntad, sea cumplida también en mí, pecador, porque bendito eres por los siglos de los siglos. Amén.

sábado, 15 de abril de 2017

LA LEY NUEVA, PERFECCIÓN DE LA ANTIGUA

Dice Jesús: “No penséis que he venido a abrogar la ley y los profetas” (Mt. 5, 7). ¿Por qué dice tal cosa? Aquellas gentes andaban muy apegadas a su ley y, por otra parte, acusaban al Señor de serle contrario y de no observar el sábado. Por eso, cuando se trata de algo que parece contrariarla, andaba con sumo cuidado, apelando, para justificarse, unas veces a su dignidad personal, v.gr.: Mi Padre sigue obrando todavía, y por eso obro Yo también; o a ejemplos humildes, como el de aquel que socorre en sábado a una caballería en peligro, y otras, como en este caso, a demostrar que no hace sino perfeccionar la ley.
Vino a cumplir con los profetas y con la ley. Con los profetas, verificando sus predicciones. Con la ley, de tres maneras. La primera, siendo un cumplidor exacto de sus preceptos. La segunda, consiguiendo para nosotros los fines que la ley intentaba y no conseguía, a saber, hacernos justos, cosa que aquélla deseaba y no podía. La tercera es perfeccionándola, porque el precepto de no irritarse no abroga, sino que perfecciona el de no matar. Y así ocurre con todos ellos.“Yo os digo que, si vuestra justicia no supera a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de loa cielos”: Llama aquí justicia a toda la virtud… Y advierte la ventaja de la ley de gracia, porque a los discípulos, todavía tiernos, los quiere mejores que los maestros de la ley antigua, pues no hablaba aquí precisamente de los escribas y fariseos prevaricadores, sino de los observantes, ya que, de no ser tales, no hubiera dicho de ellos que tenían justicia ni hubiese comparado la justicia que no existía con la justicia real y verdadera. Y he aquí cómo da importancia a la ley antigua comparándola con la nueva, pues en ello hace ver que le es próxima: no tacha la ley antigua, quiere que logre más extensión…Por todas partes es claro que, si Cristo no imponía la ley antigua, no era porque fuese mala, sino porque era tiempo de otros mandamientos mayores. Ya, pues, que los premios son mayores y mayor la virtud de parte del Espíritu Santo, con razón exige también mayores combates. Porque no es ya lo que se promete una tierra que mana leche y miel ni vejez dichosa, sino el cielo y los bienes celestiales, la adopción de hijos, y la hermandad con el Unigénito, y la comunidad de la herencia, la gloria, el reino y todos aquellos premios infinitos. Y que también gozamos de mayores auxilios, como dice San Pablo en Romanos 8,1-2.Para que esto sea más claro, Jesús se pone en la misma línea que el Padre, que fue quien dictara el Decálogo. Los profetas hablaban y decían: “Esto dice el Señor”. Jesús habla en nombre propio.
El que se “irrita, sin razón contra su hermano, será reo de juicio” (Mt. 5, 22). Jesús no quitó del todo la ira; en primer lugar, porque no es posible que uno, mientras no deje de ser hombre, se libre de las pasiones; en segundo lugar, porque esta pasión es útil si sabemos usar de ella convenientemente. Miremos cuántos bienes obró la ira que en otro tiempo mostró Pablo a los corintios…¿Cuál es el tiempo conveniente de la ira? Cuando no nos vengamos a nosotros mismos, sino que reprimimos a otros petulantes y convertimos a los desidiosos. ¿Cuál es el tiempo importuno? Cuando nos vengamos a nosotros mismos. Así lo afirmaba San Pablo: “No os toméis la justicia por vosotros mismos, amadísimos, antes dad lugar a la ira” (Rom. 12, 19). Cuando luchamos por causa del dinero. Y así, también prohibió esto, diciendo: “¿Por qué no preferís sufrir la injusticia? ¿Por qué no ser despojados?” (I Cor. 6, 7). Porque, así como esta ira es superflua, así aquélla es necesaria y provechosa. Pero los más obran al revés, enfureciéndose como fieras cuando son agraviados, y siendo relajados y muelles cuando ven ultrajado al prójimo, cosas ambas contrarias a las leyes evangélicas. No está, pues, la culpa en airarse, sino en airarse inoportunamente. Por lo cual decía también el profeta: “Irritaos y no pequéis” (Sal. 4, 5).“Y el que le dijere «loco», será reo de la gehenna del fuego” (Mt. 5, 22). A muchos parece grave y pesado este precepto, si ha de entenderse que por una sola palabra hemos de sufrir tan gran castigo; algunos dicen que esto se dijo por exageración…¿Por qué parece pesado el precepto? La mayor parte de los castigos y pecados se originan en las palabras: por ellas se dicen blasfemias; por ellas el renegar de Dios, las calumnias, los ultrajes, los perjurios, los falsos testimonios y los mismos homicidios. No veamos, por tanto, que es meramente una palabra, sino más bien a si acarrea o no mucho peligro. En tiempo de enemistad, cuando se enciende la ira y se inflama el ánimo, aun lo más íntimo parece grande, y lo no muy injurioso, pesado. A menudo estas pequeñeces han producido asesinatos y derribado ciudades enteras. Porque, así como, cuando hay amistad, aun lo molesto se reputa leve, así, cuando hay enemistad, aun lo pequeño parece intolerable, y, aunque se haya dicho con sencillez, se juzga dicho con perversa intención. Para cortar de antemano con esto, Cristo condenó a juicio al que se irrita sin motivo, y por esto dijo: “el que se irrita será reo de juicio, y al que dice «raca», será reo ante el sanhedrín”. Todavía no es bastante, pues se trata de castigos de esta vida; por eso, al que llamara “loco” a su prójimo, le amenazó con el fuego del infierno… También San Pablo excluyó del Reino de los Cielos no sólo a los adúlteros y los afeminados, sino también a los maledicientes.Grande es el cuidado que tiene de la caridad. En efecto, ella es, más que ninguna otra virtud, la madre de todos los bienes, el distintivo de los discípulos y el compendio de todas nuestras cosas. Justamente, pues, arranca las raíces y cierra las fuentes de la enemistad, que la corrompen. No creamos exagerado lo que dice, antes consideremos los males que corrigen estas leyes: nada desea Dios en tanto grado como que estemos unidos y en armonía. Por eso, ya por sí mismo, ya por sus discípulos, tanto del Nuevo como del Antiguo Testamento, exaltó así este mandato, y es terrible vengador de los que lo desprecian. Nada hay que induzca más al mal como suprimir la caridad. Por eso decía: “Por exceso de la maldad, se enfriará la caridad de muchos” (Mt. 24, 12).No para solamente en lo dicho, sino que aún añade más para demostrar la importancia de esta virtud: así, después de amenazar con el sanhedrín, con el juicio y con el infierno, agrega otras palabras en consonancia con las primeras: “Si vas a presentar una ofrenda en el altar y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra tí, deja tu ofrenda ante el altar, ve primero a reconciliarte con tu hermano y luego vuelve a presentar tu ofrenda”. ¡Oh bondad! ¡Oh benignidad superior a toda ponderación! No hace caso del honor propio, sino del amor del prójimo, y da con ello a entender que ni aun las primeras amenazas procedían de enemistad ni deseo de castigo, sino de intensa caridad. ¿Puede haber palabras de mayor mansedumbre? Interrúmpase, dice, mi adoración para que permanezca tu caridad, porque también es sacrificio la reconciliación con el hermano. No dijo: Después de haber presentado tu ofrenda ni antes de presentarla, sino que, estando ya la ofrenda delante y comenzado el sacrificio, le envía a reconciliarse con el hermano; y no es terminado el sacrificio ni antes de ofrecerlo, sino teniéndolo ya presente, cuando le manda correr a la reconciliación.¿Cuál es el motivo por el que ordena obrar de este modo? Dos son los que nos da a entender y pretende: el primero, mostrarnos que estima mucho la caridad, la tiene por el mayor sacrificio y sin ella no recibe los otros; el segundo, establecer la necesidad ineludible de la reconciliación. Aquel a quien se manda no ofrecer el sacrificio sin haberse primero reconciliado, ya que no sea por la caridad con el prójimo, al menos por no dejar el sacrificio imperfecto, se verá estimulado a correr hacia su hermano ofendido y deshacer la enemistad. Por este motivo habló aquí con tanta ponderación, para al mismo tiempo atemorizarlo y excitarlo. Habiendo dicho: Deja tu ofrenda, no se detuvo, sino que añadió delante del altar, moviéndolo a horror sagrado aun por la consideración del lugar mismo. Y ve; no dijo simplemente ve, sino que añadió primero, y luego vuelve a presentar tu ofrenda. Con esto declaró que los que están mutuamente enemistados no son aptos para la misma sagrada mesa… Así, pues, cuando ofrezcas una oración estando enemistado, es mejor que la dejes y corras a reconciliarte con tu hermano, y entonces podrás ofrecerla.Por esto, por unirnos a todos, se hicieron todas las cosas; por esto Dios se hizo hombre y obró todas aquellas maravillas. Aquí envía al ofensor en busca del ofendido; mas en la oración envía al ofendido en busca del ofensor y los reconcilia. Allí dice: Perdonad a los hombres sus deudas… Si haces las paces con él, añade, por la caridad que con él guardas, también a mí me tendrás propicio, y podrás confiadamente ofrecer tu don. Mas, si todavía te inflama la ira, considera que aun Yo mismo mando de buen grado que se abandonen mis cosas para que ustedes se amiguen. Sírvate esto de consuelo en la ira. No dijo: Cuando hubieres sido gravemente injuriado, entonces reconcíliate, sino cualquier cosa que tuviere contra ti. Y no añadió: Bien sea con justicia o bien sin ella, sino simplemente: Si tuviere algo contra ti.Porque, aun cuando sea con justicia, ni aun así conviene fomentar la enemistad, pues también Jesucristo estaba con toda justicia irritado contra nosotros, y, sin embargo, se entregó a la muerte y no tomó en cuenta nuestros pecados.

San Juan Crisóstomo