sábado, 31 de diciembre de 2011

Los vicios de la impuerza

por San Alfonso María de Ligorio

Primer Punto. El engaño de aquellos que dicen que los pecados contra la pureza no son un gran mal
El incasto dice por tanto que los pecados contra la pureza no son sino un mal menor. Al igual que "... La puerca vuelve a revolcarse en el lodo" (2 Pedro 2:22), ellos se encuentran inmersos en su propia suciedad (inmundicia), por lo que no ven la maldad de sus acciones, y por lo tanto, no sienten ni aborrecer el mal olor de sus impurezas, que produce asco y horror en todos los demás. ¿Puede usted, que dicen que el vicio de la impureza no es más que un pequeño mal - yo le pregunto puede negar que es un pecado mortal? Si lo niegas, eres un hereje, porque como dice San Pablo, "no erréis: ni los fornicarios, ni los idólatras, ni adúlteros, ni los afeminados, ni los sodomitas (que se echan con varones), ni ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los calumniadores , ni los estafadores, poseerán el Reino de Dios "- 1 Corintios 6: 9.10. Es un pecado mortal, no puede ser un pequeño mal. Es más pecaminoso que el robo o la detracción, o la violación del ayuno. Entonces, ¿cómo puedes decir que no es un gran mal? Tal vez es el pecado mortal que a usted le parece ser un mal menor? ¿Es un mal menor despreciar la gracia de Dios, darle la espalda a él, y perder su amistad, por un bestial placer transitorio?
Santo Tomás enseña que ese es un pecado mortal, porque es un insulto a hacia Dios infinito, que contiene cierta infinidad de malicia. "Un pecado cometido contra Dios, que tiene una cierta infinitud , a causa de la infinita Majestad Divina" - Santo Tomás ¿Es pecado mortal un mal menor? Se trata de un mal tan grande, que si todos los ángeles y todos los santos, los apóstoles, mártires, e incluso la Madre de Dios, que ofrecieran todos sus méritos para expiar un solo pecado mortal, la oblación no sería suficiente. No, porque esa reparación o satisfacción sea finita; sino que la deuda contraída por el pecado mortal es infinita, a causa de la majestad infinita de Dios, que ha sido ofendido. Dios detesta enormemente a los pecados contra la pureza más allá sin medida. Si una mujer encuentra su plato sucio, se asquea, y no puede comer. ¿Ahora, que repugnancia e indignación debe tener Dios, que es la pureza misma, he aquí las asquerosas impurezas por las cuales su ley es violada? Él ama la pureza con un amor infinito, y en consecuencia Él detesta infinitamente la sensualidad que el hombre lascivo y voluptuoso llama un mal menor. Hasta los demonios que tenían un alto rango en el cielo antes de su caída, desprecian a tentar a los hombres a los pecados de la carne.
Santo Tomás dice que Lucifer, que se supone haber sido el Diablo que tentó a Jesús en el desierto, lo tentó a cometer otros pecados, pero despreciado a tentarlo para atentar contra la castidad. ¿Es este pecado un mal menor? ¿Es entonces un mal menor el ver a un hombre dotado de un alma racional, y enriquecido con tantas gracias divinas , atreverse por medio de los pecado de impureza, a rebajarse al nivel de una bestia? "La fornicación y el placer", dice San Jerónimo, "pervierten el entendimiento, y los hombres se convierten en bestias". En el voluptuoso (lujurioso) e incasto, se verifican literalmente, las palabras de David: "Y el hombre cuando se encontraba en honor al no entender, se compara con las bestias sin sentido, y se ha hecho como ellas" - Salmo 48:13 (Salmo 49:12). San Jerónimo dice que no hay nada más vil y degradante, que dejarse vencer por la carne. "Nihil Vilius quam vinci una carne". ¿Es un mal menor olvidar a Dios y desterrarlo del alma, por ir tras darle al cuerpo una satisfacción vil, de la cual, cuando se ha terminado, te da vergüenza?. De esto, el Señor se queja por medio del profeta Ezequiel: "Por tanto, así dice el Señor Omnipotente: «Puesto que te has olvidado de mí y me has vuelto la espalda, tendrás que sufrir las consecuencias de tu lujuria y de tus fornicaciones.» - Ezequiel 23:35. Santo Tomás dice que por todos los vicios, pero sobre todo por el vicio de la impureza, los hombres se retiran bien lejos de Dios. "Por luxuriam maxime recedit a Deo".
Por otra parte, los pecados de impureza, debido a su gran número, son un mal inmenso. Un blasfemo no siempre blasfema, pero sólo cuando está borracho, o es provocado a encolerizarse. El asesino, cuyo comercio es asesinar a otros , no en la mayoría comete más de ocho o diez homicidios. Sin embargo, el incasto es culpable de un torrente incesante de pecados, por los pensamientos, por las palabras, por las miradas, por las complacencias, y tocando, de modo que, cuando van a la confesión, les resulta imposible saber el número de los pecados que han cometidos contra la pureza. Incluso en su sueño, el Diablo representa para ellos objetos obscenos, que al despertar, pueden deleitarse con ellos, y porque se hacen los esclavos del enemigo, obedecen y dan consentimiento a sus sugerencias, porque es fácil de adquirir un hábito de este pecado. Para los demás pecados, como la blasfemia, la maledicencia, y el asesinato, los hombres no son propensos, pero a este vicio, que la naturaleza les inclina. Por lo tanto, dice Santo Tomás, que no hay ningún pecador tan dispuesto a ofender a Dios, como lo es el devoto de la lujuria , en cada ocasión que se le ocurre. "Nullus ad Dei contemptum promptior". El pecado de impureza trae consigo el pecado de difamación, de robo, odio y la jactancia de sus asquerosas abominaciones. Además, normalmente implica la malicia del escándalo. Otros pecados, como la blasfemia, el perjurio y el asesinato, despiertar horror en los que son testigos, pero este pecado excita a otros, que son carnales, para cometerlos, o por lo menos, para cometerlos con menos horror.
"Totum hominem", dice san Cipriano, «agit in triumphum libidinis". Por la lujuria el Diablo triunfa sobre el hombre entero, sobre su cuerpo y sobre su alma; en su memoria, llenándola con el recuerdo de los placeres impuros, con el fin de hacerle tomar la complacencia en ellos; sobre su intelecto, para hacerlo desear ocasiones de cometer pecado; sobre la voluntad, haciendo que ame sus impurezas, como su fin último, y como si no existiera Dios. »Yo había convenido con mis ojos no mirar con lujuria a ninguna mujer.
Porque ¿qué galardón me daría Dios desde arriba? - Job 31:1-2. Job tuvo miedo de mirar a una virgen, porque sabía que si él accedía a un mal pensamiento, Dios no tendría parte en él. Según San Gregorio, de la impureza surge la ceguera del entendimiento, la destrucción, el odio hacia Dios, y se pierde la esperanza de la vida eterna. San Agustín dice que a pesar de que el incasto (lascivo) puede envejecer, el vicio de la impureza no envejece en él. Por lo tanto, Santo Tomás dice que no hay pecado en el que el Diablo se deleita tanto como en este pecado; porque no hay otro pecado en el cual la naturaleza se aferra con tanta tenacidad. Al vicio de la impureza se adhiere tan firmemente el apetito por los placeres carnales que se convierte en insaciable. Ahora vayan y digan que el pecado de la impureza solamente es un pequeño mal. A la hora de la muerte tu no dirás
eso, todos los pecados de ese tipo entonces le mostrarán a usted un monstruo del infierno. Mucho menos, dirá usted eso ante el Juicio-en el Trono de Jesucristo, quien te dirá lo que el Apóstol ya te ha dicho, "Ningún fornicario, o inmundo (quien comete inmoralidades sexuales, o hace cosas impuras) no puede tener parte en el reino de Cristo y de Dios". - Efesios 5:5. El hombre que ha vivido como un animal, no merece sentarse con los ángeles.
Mis queridos Hermanos , vamos a seguir orando para que Dios nos libre de este vicio, y si no lo hacemos, perderemos nuestras almas. El pecado de impureza trae consigo la ceguera y la obstinación. Todos los vicios produce el oscurecimiento del entendimiento, pero en la impureza se produce en mayor grado que el resto de los pecado. "La Fornicación, el vino y la embriaguez, quitan el entendimiento" - Oseas 4:11. El Vino nos priva de entendimiento y la razón; lo mismo ocurre con la impureza. Por lo tanto, Santo Tomás dice que el hombre que se entrega a los placeres impuros, no vive de acuerdo a la razón. "In nullo procedit secundum judicium rationis". ¿Ahora si los incastos se ven privados de luz, y ya no ve el mal que ellos hacen, cómo puede ellos aborrecerlo, para enmendar sus vidas? El profeta Oseas dice que ese que es cegado por su propio lodo, ni siquiera piensan en volver a Dios, porque sus impurezas le arrebata todo conocimiento de Dios. "No pondrán sus pensamientos en volverse á su Dios, porque espíritu de fornicación está en medio de ellos, y no conocen al Señor" - Oseas 5:4. Por lo tanto, San Lorenzo Justiniano escribe, que este pecado hace que los hombres se olviden de Dios. "Los placeres de la carne inducen al olvido de Dios". Y San Juan Damasceno enseña, que "el hombre carnal no puede mirar a la luz de la verdad". Así, el lascivo y voluptuoso ya no entienden lo que significa la gracia de Dios, el juicio, el infierno y la eternidad. "El fuego ha caído sobre ellos, y no verán el sol" - Salmo 57:9.(Salmo 58:8). Algunos de
estos malhechores ciegos van tan lejos como para decir, que la fornicación no es en sí misma pecaminosa. Dicen, que no estaba prohibido en la ley antigua, y en apoyo a esta doctrina execrable, aducen las palabras del Señor a Oseas: "Ve, toma para ti una mujer de las fornicaciones, y ten hijos con ella; así ellos serán hijos de (una mujer) de fornicación (de una prostituta) " - Oseas 1:2. En respuesta digo que Dios no permitió que Oseas fornicara, sino que tomara por esposa a una mujer que había sido culpable de fornicación, y los hijos de este matrimonio fueron llamados hijos de la fornicación, porque la madre había sido culpable de ese delito. Esto es, según San Jerónimo, el significado de las palabras del Señor a Oseas. "Idcirco", dice el Santo Doctor, "fornicationis appellandi sunt filii, quod sunt de meretrice generati". Pero la fornicación ha sido prohibida siempre, bajo pena de pecado mortal, en el Antiguo Testamento, así como en la nueva ley. San Pablo dice: "ningún fornicario, o inmundo tiene herencia en el reino de Cristo y de Dios..." - Efesios 5:5. He aquí la impiedad a la cual la ceguera de tales pecadores los lleva! De esta ceguera surge, que, a pesar de que vaya a los sacramentos, sus confesiones son nulas por falta de verdadera contrición; porque ¿cómo es posible que tengan verdadero dolor, cuando no reconocen ni aborrecer sus pecados?
El vicio de la impureza lleva consigo también la obstinación. Para vencer las tentaciones, especialmente contra la castidad, la oración continua es necesaria. "Velad y orad para que no entréis en tentación; el espíritu está dispuesto, pero la carne es débil." - Marcos 14:38. ¿Pero cómo los impúdicos , que siempre están tratando de caer en la tentación, rogarán a Dios librarlos de la tentación? Pues como San Agustín confesó de sí mismo, incluso se abstienen de la oración, por el temor de ser escuchados y curado de la enfermedad, que desean continuar. "Tuve miedo", dijo el Santo ", que pronto escucharía y curaría el pecado de la concupiscencia, que deseaba ser saciado, en lugar de extinguirse". San Pedro llama a este vicio, un pecado incesante. "Tienen los ojos llenos de adulterio y nunca cesan de pecar" - 2Pedro 2:14. La Impureza se llama el pecado sin cesar a causa de la obstinación que lo induce. Algunas personas adictas a este vicio, dice: Yo siempre confieso el pecado. Tanto peor, porque, ya que siempre reincide en el pecado, estas confesiones sirven para hacerlo perseverar en el pecado. El temor al castigo es disminuido diciendo: Yo siempre confieso el pecado. Si considera que este pecado sin duda merece el infierno, seguramente no diría: yo no voy a renunciar a el, no me importa si estoy condenado. Pero el Diablo le engaña. Dice, comete este pecado, para que después lo confieses. Sin embargo, para hacer una buena confesión de sus pecados, debe tener verdadero contrición del corazón, y el firme propósito de no pecar más. ¿Dónde están esa contrición y este firme propósito de enmienda, cuando siempre se vuelve al vómito? Si hubiera tenido estas disposiciones, y hubiera recibido la gracia santificante en sus confesiones, no debería tener una recaída, o por lo menos debió abstenerse de recaer durante un tiempo considerable . Usted siempre ha vuelto a caer en el pecado en ocho o diez días, y quizás en menos tiempo, después de la confesión. ¿Qué signo es esto? Es una señal de que estaban siempre en enemistad con Dios. Si un hombre enfermo vomita inmediatamente el medicamento que toma, es una señal de que su enfermedad es incurable.
San Jerónimo dice, que el vicio de la impureza, cuando es habitual, cesará cuando echan al infeliz empedernido que complace en él, en el fuego del infierno "¡Oh, fuego infernal, la lujuria, cuyo combustible es la gula, cuyas
chispas son breves conversaciones, cuyo fin es el infierno". El libidinoso viene a ser como el buitre que espera a ser asesinado por el cazador, en vez de abandonar la podredumbre de los cadáveres en los que se alimenta. Esto es lo que sucedió a una mujer joven, quien, después de haber vivido en el hábito del pecado con un joven, cayó enferma, y que parecía estar convertida. A la hora de la muerte, ella pidió permiso de su confesor para nviar buscar al joven, con el fin de exhortarlo a cambiar su vida en vista de su muerte. El confesor muy imprudentemente dio el permiso, y le enseñó lo que debía decirle a su cómplice en el pecado. Pero escuchen lo que pasó. Tan pronto como lo vio, se olvidó de su promesa hecha al confesor y la exhortación que iba a dar al joven. ¿Y qué hizo? Ella se enderezó, se sentó en la cama, estiró los brazos hacia él, y le dijo: Amigo, yo siempre te he amado, y hasta ahora, al final de mi vida, Te amo, veo que por tu culpa iré al infierno, pero no me importa, yo estoy dispuesta, por el amor tuyo a ser condenada. Después de estas palabras, cayó de espaldas sobre la cama y expiró. Estos hechos están relacionados por el Padre Segneri. ¡Oh! lo difícil que es para una persona que ha contraído el hábito de este vicio, enmendar su vida y volver con sinceridad a Dios! lo difícil que es para esta persona que no pongan fin a este hábito que le lleva al infierno, como la mujer joven desafortunada de quien acabo de hablar.

Punto segundo La ilusión de los que dicen: que Dios se apiada de este pecado
Los devotos de la lujuria dicen que Dios se apiada de este pecado, pero ese no es el lenguaje de Santo Tomás de Villanueva. El dice que en las Sagradas Escrituras no leemos de ningún otro pecado tan severamente castigado como el pecado de la impureza. " Luxuriae facinus prae aliis punitum legimus" - Sermón 4. Encontramos en la Escritura, que por el castigo de este pecado, un diluvio de fuego descendió del cielo en cuatro ciudades, y en un instante, no sólo destruyó los habitantes, sino incluso las mismas piedras. "Entonces el Señor hizo que cayera del cielo una lluvia de fuego y azufre sobre Sodoma y Gomorra. Así destruyó a esas ciudades y a todos sus habitantes, junto con toda la llanura y la vegetación del suelo." - Génesis 19 :24-25. San Pedro Damián cuenta que un hombre y una mujer que había pecado contra la pureza, fueron encontrados quemados y negro como un carbón. Salviano escribe que fue por el pecado de impureza que Dios envió el castigo a la Tierra con el diluvio universal, causado porque la lluvia continuó durante cuarenta días y cuarenta noches. En este diluvio, las aguas subieron quince codos por encima de las cimas de las montañas más altas; y sólo ocho personas, junto con Noé se salvaron en el arca. El resto de los habitantes de la Tierra, que eran más numerosos entonces que en la actualidad, fueron castigados con la muerte como castigo de los vicios de la impureza. Note las palabras del Señor al hablar de este castigo que infligió a ese pecado. "Mi Espíritu no permanecerá en el hombre para siempre, porque ciertamente él es carne" - Génesis 6:3. "Eso es", dice Liranus, "demasiado profundamente involucrado en los pecados carnales". El Señor añadió: "Porque me arrepiento de haberlo hecho" - Génesis 6:7. La indignación de Dios no es como la nuestra, que nubla la mente, y nos conduce a excesos; su ira es un juicio perfectamente justo y tranquilo, por el cual Dios castiga y repara de desordenes del pecado. Sin embargo, para hacernos comprender la intensidad de su odio por el pecado de la impureza, Él se representa a sí mismo como apesadumbrado por haber creado al hombre, que tan gravemente lo ofendió por este vicio. Nosotros vemos hoy en día un castigo temporal más severo infligido en esto, que en cualquier otro pecado. Ve a los hospitales, y escucha los gritos de tantos jóvenes, que, en castigo de sus impurezas, están obligados a someterse a los más severos tratamientos y a las operaciones más dolorosas, y que, si se escapan de la muerte, están según la amenaza divina, débiles y sujetos a los dolores más insoportables para el resto de sus vidas. "Por eso yo, el Señor, digo: Puesto que te has olvidado de mí y me has vuelto la espalda, tendrás que sufrir el castigo de tu libertinaje y de tus fornicaciones." Ezequiel 23:35
San Remigio, escribe, que exceptuado a niños , el número de adultos que se salvan, son unos pocos, a causa de los pecados de la carne. "Exceptis parvulis ex adultis propter vitiam carnis pauci salvantur". Conforme con esta doctrina, que fue revelado a un alma santa, así como el orgullo ha llenado el infierno con los demonios, así la impureza lo llena de los hombres. San Isidro da esta razón. Él dice que no hay vicio que tanto esclaviza a los hombres al Diablo como la impureza. "Magis per luxuriam, humanum genus subditur diabolo, quam per aliquod aliud" - San Isidro. Por lo tanto, dice san Agustín, que con respecto a este pecado, la lucha es común, y rara la victoria. Por lo tanto, es a causa de este pecado, que el infierno se llena de almas. Todo lo que he dicho sobre este tema, se ha dicho, no para que algunos de los presentes, que ha sido adicto al vicio de la impureza, puedan ser llevado a la desesperación, sino para que esas personas puedan ser curadas. Vamos a continuación, a concluir con los remedios. Hay dos grandes remedios, la oración y la huida de las ocasiones peligrosas. La oración, dice san Gregorio de Nisa, es la salvaguarda de la castidad. "Oratio pudicitiae praesidium et tutamen est". Y antes de él, Salomón, hablando de sí mismo, dijo lo mismo. "... Y como sabía que no podría de otra manera ser continente, a menos que Dios lo diera , me fui al Señor, y le supliqué" - 8:21 Sabiduría. Por lo tanto, es imposible para nosotros vencer a este vicio sin la ayuda de Dios. Por consiguiente, tan pronto como una tentación contra la castidad se presenta, el remedio es a su vez tornarse inmediatamente a Dios por ayuda, y repetir varias veces los nombres más sagrados de Jesús y María, que tienen una virtud especial para desterrar los malos pensamientos de ese tipo. He dicho inmediatamente, sin escuchar, o comenzar a discutir con la tentación. Cuando se produce un mal pensamiento en la mente, es necesario librarse de inmediato, como si fuera una chispa que vuela lejos del fuego, y al instante invocar la ayuda de Jesús y María.
En cuanto a la huida de las ocasiones peligrosas, San Felipe Neri decía, los que temen pecar - es decir, los que huyen de las ocasiones de pecar obtienen la victoria. Por lo tanto, debe, en primer lugar, mantener un istema de retención en los ojos, y debe abstenerse de mirar a con malicia . De lo contrario, dice Santo Tomás, que apenas se puede evitar este pecado. Por lo tanto, Job dijo: "Hice un pacto con mis ojos, que yo no quería ni aun mirar con lujuria a una doncella" - 31:1 Job. Tenía miedo de mirar a una doncella porque de las miradas, es fácil pasar a los deseos y los deseos a los actos. San Francisco de Sales decía por ejemplo que para mirar a una mujer no hace tanto mal, como mirarla por segunda vez. Si el Diablo no ha obtenido una victoria de la primera vez, va a ganar por segunda vez. Y si es necesario abstenerse de mirar con malicia, es mucho más necesario evitar una conversación vana . "No te demores entre las mujeres" - 42:12 Eclesiástico. Debemos estar persuadidos de que, para evitar las ocasiones de este pecado, no hay precaución que puede ser demasiado grande. Por lo tanto, debemos estar siempre temerosos, y atentos de ellos. "El sabio teme al SEÑOR y se aparta del mal, pero el necio es arrogante y se pasa de confiado" - Proverbios 14:16. Los sabios son precavidos y evitan el peligro; los necios, son insolentes y confiados en sí mismos que caen.

APOCALIPSIS - 3

El último remezón

«Cuando se terminen los mil años –prosigue el texto revelado–, será Satanás soltado de su prisión y saldrá a seducir a las naciones de los cuatro extremos de la tierra, a Gog y a Magog, y a reunirlos para la guerra, numerosos como la arena del mar» (Ap 20, 7-8).
No sabemos por qué tendrá que ser soltado de nuevo Satanás, comenta Castellani. Algunos opinan que aunque el demonio haya sido ligado, y por ende las tentaciones graves se encuentren amenguadas, el hombre no estará inmune de entibiarse. Es cierto que las manifestaciones frecuentes de Cristo y de sus santos fomentarán singularmente las virtudes, pero con todo, el hombre es veleidoso, y no hay cosa que a la larga no le infunda desgano. La paz, la tranquilidad y la abundancia de aquel tiempo podrán suscitar incuria o desidia, de modo que las pasiones se vuelvan a encender y se multipliquen las faltas, tornándose raras las apariciones de los santos. Será preciso trillar de nuevo el campo de las almas. El esplendor anterior, inficionado por la tibieza, requerirá una última purificación.
¿Quiénes son Gog y Magog? Hay que recordar acá los capítulos 38 y 39 de Ezequiel, de índole apocalíptica, donde se describe un terrible combate contra el príncipe Gog, rey de Magog, su ulterior derrota, y la consiguiente glorificación de Israel. Al parecer, el profeta alude a los infieles de los últimos tiempos, los cuales, como dice el Apocalipsis, «cercaron el campamento de los santos y de la Ciudad Amada» (Ap 20, 9). La Ciudad Amada es Jerusalén, donde vive la Israel convertida, reunida de entre todas las naciones, y habitando en paz la Tierra Santa.
Sigue diciendo el Apocalipsis: «Pero bajó fuego del cielo y los devoró. Y el Diablo, su seductor, fue arrojado al lago de fuego y azufre, donde están también la Bestia y el Falso Profeta, y serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos» (Ap 20, 9-10). Esto recuerda el texto de Ezequiel, a que acabamos de aludir (cf. 38, 22). La Ciudad Santa no será, pues, ocupada, ni el Reino de los Santos destruido, aunque peligre por un momento.
Los milenistas defienden porfiadamente, observa Castellani, que la derrota del Anticristo y la del ejército Gog-Magog son dos cosas distintas, inasimilables. Se apoyan para ello en el texto mismo de San Juan: en el primer caso, la guerra era dirigida por la Bestia y el Falso Profeta, en el segundo, por el Demonio; allá fueron vencidos por el Verbo de Dios, el caballero del blanco corcel, que bajó con sus santos desde las nubes, acá son devorados por el fuego del cielo, sin que Cristo se mencione para nada; allá no se habla de campamentos ni de ciudades, acá es asediada la Ciudad Santa; allá los judíos se convierten, acá aparecen ya convertidos, viviendo juntos y serenamente en su tierra. Trátase, por consiguiente, de dos guerras diferentes, la del Anticristo, antes de comenzar el Milenio, y la de Gog y Magog, a su término.
¿Quiénes son concretamente los que se rebelaron? Según algunos, grupos diversos de disconformes y recalcitrantes, que habrían resistido el Señorío de Cristo durante el Milenio en distintos rincones de la tierra, como de hecho sucedió en Europa durante la Cristiandad medieval, cuando había enclaves de paganos pertinaces. Serán ellos quienes integren el ejército rebelde de Gog y Magog.
Tras el relato de la derrota de estos últimos, el Apocalipsis describe la resurrección final y el juicio postrero: «Vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie delante del trono; fueron abiertos unos libros, y luego se abrió otro libro, que es el de la vida; y los muertos fueron juzgados según lo escrito en los libros, conforme a sus obras... El que no se halló inscrito en el libro de la vida fue arrojado al lago de fuego» (Ap 20, 12.15). El Juicio postrero es el umbral de la vida eterna. Dicha vida no implicará la destrucción del Reino de Cristo sino su compleción, de modo que resulta equitativo decir que el Reino Milenario será imperecedero, según se afirma en el Credo: «Cuyo Reino no tendrá fin».
Culmina San Juan su visión: «Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar no existe ya. Y vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo» (Ap 21, 1-2).
Se habla, ante todo, de «un cielo nuevo y una tierra nueva». Nuestra tierra y nuestro cielo, después de haber sido purgados por la llama, se mostrarán transfigurados, como nuevos. Porque también este mundo debe ser restaurado; no solamente las almas individuales, sino también los cuerpos, la naturaleza, las plantas, los animales, los astros, todo debe ser purificado plenamente de las consecuencias del Pecado, que no son otras que el Dolor y la Muerte. Y para llegar a ello, bien valió la pena haber pasado por una gran Angostura.
Asimismo el vidente habla de «la nueva Jerusalén», que desciende de lo alto. Los exégetas no coinciden en la interpretación de lo que significa esta ciudad esplendorosa. Según el P. Castellani, hay dos Jerusalenes, la celestial y la terrena. La Jerusalén celestial es la actual asamblea de los santos, o sea, lo que llamamos el Cielo. Pero esta Jerusalén celeste no es la que ve bajar ahora el Profeta. No es la esposa de Dios, sino la novia del Cordero, que desciende del cielo a la tierra en el resplandor de las piedras preciosas y el fulgor del jaspe. Trátase de una ciudad amurallada y medida, con doce puertas y doce pilares, en forma de cubo perfecto. La luz que la ilumina no es otra que el Cordero. Un río de agua viva la surca, y en medio de la plaza, a uno y otro lado del río, hay árboles de Vida, cuyas hojas son medicinales (cf. Ap 21, 9 - 22, 2).
Así la describe el Profeta. Y la promete para los últimos tiempos, para después de la Segunda Venida. Bien observa Castellani que la historia de la humanidad se enmarca entre dos ciudades, descritas respectivamente en el primero y en el último libro de las Escrituras. La ciudad inicial es Babel, ciudad de confusión, que los hombres prometeicos se propusieron edificar pelagianamente con sus propios músculos, y la segunda es la Nueva Jerusalén, ciudad de la gracia, que desciende de lo alto. El Anticristo pretendió usurpar el ideal de unidad del género humano mediante la instauración perversa de su Imperio Universal. Todo en vano, ya que sólo Cristo es el Señor de la Historia, y el verdadero principio de cohesión del Universo. Por eso Juan describe a la Nueva Jerusalén como una Ciudad, símbolo de la unidad social del hombre restaurado.
Ciérrase el Apocalipsis con el Cielo Eterno, o sea el Mundo de la Visión Beatífica.

viernes, 30 de diciembre de 2011

Medios de Perseverancia

— Astucias de que se vale el demonio para engańar a la juventud

El primer lazo que suele tender el demonio a vuestra alma para perderla es la falsa idea que os sugiere de que no podréis continuar mucho tiempo por la difícil senda de la virtud y alejados de todos los placeres durante cuarenta, cincuenta, se­senta o más ańos que os promete de vida.
A esta sugestión del enemigo infernal contestad: “żQuién me asegura que llegaré a esa edad? Mi vida está en manos de Dios, y puede ser que hoy mismo sea el último día de mi existencia. ˇCuántos de la misma edad que yo estaban ayer sanos, alegres y contentos, y hoy los llevan al sepulcro!”.
Y aun cuando debiésemos trabajar aquí algunos ańos en el servicio del Seńor, żno se nos recompensará centuplicadamente con una eternidad de dicha y de gloria en el paraíso?
Por otra parte, vemos que los que viven en gracia de Dios están siempre alegres y conservan hasta en sus aflicciones la paz y la serenidad del corazón; sucediendo lodo lo contrario a los que se abandonan a los placeres, pues viven sin sosiego y se esfuerzan por encontrar la paz en sus pasatiempos, sin conseguirla nunca, siendo cada día más desgraciados: Non est pax impiis, dice el Seńor: “No hay paz para los malos”.
Quizá alguno de vosotros alegue: “Somos jóvenes; si pen­samos en la eternidad y en el infierno, nos entristeceremos, concluyendo por trastornársenos la cabeza”. No niego que el pensamiento de una eternidad dichosa o desgraciada y de un suplicio que no concluirá jamás es un pensamiento capaz de poner miedo y espanto a cualquiera; pero decidme: si os tras­torna la cabeza sólo pensar en el infierno, żqué será caer en él? Mejor es pensarlo ahora para no caer más tarde; porque es evidente que si lo meditamos a menudo, pondremos por obra los medios para evitarlo. Observad, además, que si el pensa­miento del infierno es aterrador, también nos colma de con­suelo la esperanza del paraíso, en donde se gozan todos los bienes. Por eso, los santos, pensando seriamente en la eter­nidad de las penas, vivían muy alegres y con la firme confianza de que Dios les ayudaría a evitarlas, dándoles la recom­pensa eterna que tiene preparada a sus fieles servidores.
Valor, pues, queridos míos; haced la prueba de servir al Seńor, y ya veréis qué dulce y qué suave es su servicio y cuan dichoso se encontrará vuestro corazón en esta vida y en la eternidad.
San Juan Bosco, El Joven Cristiano Instruido

UNA HISTORIA VERDADERA. Alvin Straight viudo, 73 años, con enfisema, mal una cadera y lleno de achaques. En 1994 vivía en Laurens (Iowa) con su hija Rose, aquejada de problemas de lenguaje… Tras un tiempo en el hospital, recibe la noticia de que su hermano Lyle había sufrido un derrame y podía quedarle poco tiempo de vida. Alvin y Lyle llevaban diez años sin hablarse: un silencio que Alvin atribuía al orgullo y a la bebida. El anciano quería hacer las paces con su hermano antes de que fuera demasiado tarde. Pero Lyle vivía en Wisconsin, a cientos de kilómetros y Alvin no tenía mucho dinero, ni carnet de conducir. Pero poseía un tractorcito cortacésped, con el que puso rumbo a Wisconsin. Por el camino conoció a mucha gente diferente y se empeñó en seguir adelante, a pesar de tener que enfrentarse a numerosos problemas médicos y mecánicos.

APOCALIPSIS - 2

LA VICTORIA DE CRISTO Y EL MILENIO

Mientras tanto, sobre la tierra, el Anticristo tiene los días contados. El Apocalipsis nos describe la victoria de Cristo y la instauración de su Reino. He aquí la sucesión de los hechos.

1. El Caballero del Blanco Corcel
En el clímax de la persecución, en el ápice mismo de la Gran Apostasía y la tribulación más espantosa de la historia, cuando los fieles estén casi por desfallecer, según las palabras del mismo Cristo: «Cuando venga el Hijo del hombre, ¿acaso hallará fe sobre la tierra?» (Lc 18, 8), llegará inesperadamente el momento de la victoria, de la victoria no última sino penúltima, que cerrará el primer combate esjatológico.
«Entonces vi el cielo abierto, y había un caballo blanco; el que lo monta se llama «Fiel» y «Veraz»; y juzga, y combate con justicia» (Ap 19, 11). Es Cristo que viene para deponer a su Adversario. «Y los ejércitos del cielo –prosigue el texto–, vestidos de lino blanco puro, le seguían sobre caballos blancos» (ibid. 14). Ya lo había anunciado el profeta al decir: «Vendrá el Señor Dios mío y todos los santos con él» (Zac 14, 5), lo que San Judas refrendó en su epístola: «He aquí que viene el Señor, con miles de santos suyos» (1, 14).
Luego, leemos en el texto del Apocalipsis, el Ángel, de pie sobre el sol, «llamó a todas las aves que volaban por lo alto del cielo», invitándoles a comer «carne de reyes, carne de caballos y de sus jinetes» (Ap 19, 17-18). En su libro sobre las Parábolas, Castellani relaciona este texto con una extraña frase que se encuentra en el libro de Job: «Donde está el cuerpo se juntan las águilas» (38, 27). Varias interpretaciones se han dado de estas últimas palabras. Nuestro autor prefiere, siguiendo a San Beda, Santo Tomás y Maldonado, aplicarlas al mundo de los últimos días, cuerpo muerto y descompuesto, a pesar del tremendo poder político y militar que lo rige; ese mundo homogeneizado por obra del Anticristo, contra el cual se lanzarán repentinamente, con la subitaneidad de un relámpago, las potencias espirituales del Cosmos –los ángeles– para hacerlo pedazos. Si se trata de una predicción de dos acontecimientos sucesivos, typo y antitypo, veamos lo que acaece en ambos. En el primero, las «águilas», que serían las divisiones romanas, confluyeron de todas partes a Jerusalén, según lo relata Josefo, para ocupar cruentamente la capital de los judíos. En el segundo, el objetivo será la gran ciudad capitalista, imperial y sacrílega, sede de la Bestia. Cuando ese mundo apóstata esté hecho cadáver, desechada la fe cristiana que le dio siglos de vida y esplendor, entonces las águilas del Espíritu caerán de las alturas sobre él y sobre su Usurpador, precediendo al verdadero Señor del mundo, Nuestro Señor Jesucristo. Pero no adelantemos la trama.
Porque ante ese ataque en picada, escribe el hagiógrafo, «vi a la Bestia y a los reyes de la tierra con sus ejércitos reunidos para entablar combate contra el que iba montado en el corcel y contra sus ejércitos». La conclusión es gloriosa: «Apresada fue la Bestia, y con ella el Pseudoprofeta..., los dos fueron arrojados vivos al lago de fuego que arde con azufre» (Ap 19, 19-20). En cuanto a los demás, «fueron exterminados por la espada que sale de la boca del que monta el caballo, y todas las aves se hartaron de sus carnes» (ibid. vers. 21).

2. La Primera Resurrección
A continuación, el vidente observó a un Ángel, quizás el mismo Mikael, «que bajaba del cielo y tenía en su mano la llave del Abismo y aprehendió al Dragón, la antigua serpiente, que es el Diablo y Satanás, y lo encadenó por mil años» (Ap 20, 1-2). Hemos llegado a un tema espinoso, el del Milenio. Su tratamiento no es nada fácil. Antes de considerarlo como corresponde, será conveniente decir algo sobre lo que sigue en el texto sagrado.
Háblase allí de unos tronos donde «los que revivieron» (Ap 20, 4) se sentaron para juzgar. Trátase, al parecer, de una «primera resurrección» (ibid. 5), donde revivirán sólo algunos; el resto de los muertos no volverán a la vida hasta que se acaben los mil años.
¿Quiénes resucitarán primero? Según varios comentaristas, solamente los mártires, los apóstoles y algunos santos, conforme a lo escrito en el Apocalipsis, donde se lee que revivirán «los que fueron decapitados por el testimonio de Jesús, y todos los que no adoraron a la Bestia ni a su imagen, y no aceptaron la marca en su frente o en sus manos» (Ap 20, 4). Quizás sea precisamente por ello que recibirán este privilegio y galardón peculiar, ya que soportaron la lucha más terrible. No en vano decía San Agustín que «los mártires de los últimos tiempos serán los más grandes de todos, porque los primeros mártires lucharon contra los Emperadores, pero los últimos combatirán con Satanás mismo». Los que sostuvieron el peso más arduo de la lucha recibirán un premio que no será común a los otros muertos, y es el privilegio de poder sentarse en el trono para juzgar, que según el uso de la Escritura es sinónimo de regir y gobernar el mundo, juntamente con Cristo, a quien, por haberse humillado hasta la muerte, le fue dado el poder reinar sobre todo el mundo y juzgar a todos los hombres. En cambio los impíos e impenitentes, que caerán con el Anticristo, no resucitarán para acompañar al Señor en la victoria que seguirá a su Parusía. Es la cizaña reservada hasta la siega para ser luego quemada (cf. Mt 13, 30).
Otros autores interpretan que en esta primera reviviscencia resucitarán todos los justos. Para ello se apoyan también en textos de la Escritura, especialmente de San Pablo, por ejemplo aquél donde dice: «Del mismo modo que en Adán todos mueren, así también todos revivirán en Cristo; pero cada uno en su orden: Cristo, como primicia, el primero; luego los que son de Cristo en su Parusía; luego, el final, cuando entregue el Reino a Dios Padre, después de haber destruido todo Principado, Dominación y Potestad, pues es preciso que él reine hasta poner bajo sus pies todo enemigo. El último enemigo en ser destruido será la muerte» (1 Cor 15, 22-26). El orden de la resurrección sería, pues, el siguiente: primero, Cristo; después, «los que son de Cristo», o sea, todos los justos en el tiempo de su Retorno; por último, todos los hombres, cuando la misma Muerte sea destruida, y nadie más haya de morir. Tales exégetas añaden otro texto del Apóstol en su favor, donde se dice: «El Señor en persona, a la orden dada por la voz del Arcángel y por la trompeta de Dios, descenderá del cielo, y los muertos en Cristo resucitarán en primer lugar» (1 Tes 4, 16). Como «los muertos en Cristo» son todos los justos, por eso estiman que todos ellos resucitarán primero en la Parusía.
En cuanto a los que se negaron a prosternarse ante el Anticristo ni tampoco fueron por él asesinados, saldrán transfigurados al encuentro del Señor. Los que cedieron al Anticristo, recibiendo su marca en la frente o en la mano, no por complicidad sino por temor, que serán los más, una vez vencido el Anticristo harán penitencia, e integrarán la Iglesia de los viadores durante el Milenio, escribe Castellani.
Tras la ruina del Anticristo, dice el Apocalipsis que el Demonio será encadenado. El Ángel «lo arrojó al Abismo, lo encerró y puso encima los sellos, para que no seduzca más las naciones hasta que se cumplan los mil años» (Ap 20, 3). Sostienen los milenistas que Satanás ya no tendrá contacto con los hombres, lo que será una de las principales causas de felicidad en el Reino de Cristo.

3. El Milenio
Acabamos de aludir al Milenio y el Reino de Cristo «por mil años» (Ap 20, 3.6). Estos versículos han traído verdaderos dolores de cabeza. Por lo general, nadie sostiene que el número mil haya de entenderse de manera literal. Mil años significa un largo período de la historia.
a. El séptimo milenio
Es la cuestión del milenarismo, que Castellani prefiere llamar «milenismo», según lo denomina San Agustín; interpretación que, tomando el Milenio como reinado efectivo de Cristo, coloca esos mil años de que habla el Apocalipsis (cf. 20, 2-7) entre dos resurrecciones, la primera de las cuales, a que se refieren los versículos 4-6, se atribuye sólo a los justos, y la segunda y general, que se menciona en los versículos 12-13, se reserva para el juicio final.
Castellani se ha esmerado en demostrar, sobre todo en el libro La Iglesia patrística y la Parusía, que el milenismo fue propiciado por buena parte de los primeros Padres de la Iglesia. Así, por ejemplo, un Padre tan importante como San Ireneo sostuvo que el mundo duraría seis mil años desde Adán hasta la Segunda Venida de Cristo: «En cuantos días fue hecho el mundo, en otros tantos milenios será consumado. Por eso dice el Génesis: “Concluyéronse, pues, los cielos y la tierra y todo su mobiliario, y consumó Dios en el día sexto todas las obras suyas que había hecho, y descansó el día séptimo de todas las obras que hizo” (Gen 2, 1-2). Esto es a la vez narración de lo pasado y profecía de lo porvenir. Si, pues, “un día de Dios es como mil años” (Ps 89, 4), y en seis días consumó la creación, manifiesto es que en seis milenios consumará la historia» (Adv. hær. V, 28, 3). Pues bien, prosigue Ireneo, al fin del sexto milenio o al comienzo del séptimo, aparecerá el Anticristo, quien «recapitulará» todas las herejías: «Viniendo, pues, aquél y resumiendo toda apostasía en sí mismo transferirá a Jerusalén su Reino y se sentará en el templo de Dios, seduciendo a los que le adoraren “como si él fuese Cristo”... Y habiéndolo devastado todo este Contracristo, reinando en el mundo tres años y medio y sentándose en el templo solimitano, entonces vendrá el Señor de entre las nubes y en la gloria de su Padre; y al otro y a los que le obedecen arrojará al estanque ardiente; y llevará a los justos al Tiempo del Reino, es decir, del Descanso, al Séptimo Santificado Día»... (ibid. 25, 27, 30).
También San Agustín dividió la historia del mundo en siete períodos. El primero es el que va de Adán hasta Noé, el segundo de Noé hasta Abraham, el tercero de Abraham hasta David, el cuarto de David hasta la deportación a Babilonia, el quinto de la deportación a Babilonia hasta la llegada de Cristo nuestro Señor. Con la venida de Cristo comienza el sexto período, que es aquel en que estamos. Y así como el hombre fue hecho a imagen de Dios en el sexto día (cf. Gen 1, 26), de manera semejante en este tiempo, que es el sexto del gran ciclo histórico, nos regeneramos por el bautismo, recibiendo la semejanza de nuestro Modelador. Cuando pasare el sexto día, vendrá el descanso sabático para los santos y justos de Dios. Después del séptimo, iremos al reposo final, retornando al origen. «Pues así como pasados los siete días se llega al octavo que es a la vez el primero, así terminadas y cumplidas las siete edades de este ciclo fugitivo, volvemos a aquella felicidad inmortal de la cual decayó el hombre» (Sermo 259: PL 38, 1197).
b. Tipos de Milenismo
Abundemos un tanto en este asunto. Tres son los tipos de milenismo que ha conocido la historia, escribe Castellani.
Ante todo el milenismo craso o carnal, que designa una tendencia poco menos que novelesca de los primeros siglos, según la cual Cristo triunfaría en esta tierra de una manera temporal y mundana, con un cortejo de satisfacciones, revanchas y deleites groseros para los resucitados. Se la atribuye originalmente a Cerinto, contemporáneo de los Apóstoles, que nació en Egipto, de padres judíos. Imbuido en la filosofía alejandrina, abrazó el cristianismo, conservando al parecer elementos judaicos. Dicho personaje, cuya herejía recibió el nombre técnico de «quiliasmo», imaginó para los justos, después de la resurrección primera en esta tierra, una vida jubilosa por muchos siglos, retomando viejas costumbres del Antiguo Testamento, como la circuncisión imperada por la Ley de Moisés; de las colinas fluirían leche y miel, habría grandes banquetes y festichongas, entendiéndose a la letra lo que se encuentra en diversos lugares de la Escritura, y ello a modo de compensación por lo sufrido antes del milenio. Algo semejante sostuvieron los llamados «ebionitas», que si bien adherían al cristianismo, conservaban también la ley de Moisés; Cristo, al venir, restauraría el Templo y restablecería los sacrificios judaicos, siguiéndose mil años de delicias.
El segundo tipo de milenismo es el espiritual, que no promete a los justos resucitados ni bodas ni francachelas, ni nada de lo que ha perimido en la ley mosaica, entendiendo que lo que la Escritura, con tropos e imágenes orientales, promete de felicidad en la Nueva Jerusalén ha de entenderse simbólicamente. Será preciso atenerse a lo esencial: un Milenio ha sido preanunciado, dicho período aún no ha tenido lugar, en qué consiste a punto fijo no lo sabemos; cuando se dé, lo sabremos.
Durante el período patrístico, muchos herejes sostuvieron el milenismo craso. Dicho milenismo se hizo especialmente peligroso en el siglo IV, por lo que fue duramente atacado por San Jerónimo y por el mismo San Agustín. Éste había sido primero milenista, pero después, por influjo de San Jerónimo, que le advirtió de los riesgos muy reales entonces del quiliasmo, propuso una interpretación más benigna, orientada principalmente a impugnar los abusos del milenismo carnal. En cuanto al milenismo espiritual, fue defendido por casi todos los Padres de los primeros siglos, así como por varios destacados teólogos a lo largo de la historia.
La tercera clase de milenismo es el alegorista, cuyos fautores sostienen que el Milenio no es sino este tiempo en que vivimos, es decir, todo «el tiempo de la Iglesia», desde la Ascensión de Cristo hasta el fin del mundo. Según sus sostenedores, el capítulo 20 del Apocalipsis debe entenderse como una «alegoría» de la actual vida de la Iglesia, excepto tres versículos, del 7 al 10, que ésos sí se refieren literalmente al fin del mundo. De donde no hay «resurrección primera y segunda», como dice el texto, sino una sola, la terminal. Algunos intérpretes de esta escuela afirman que el Milenio ya pasó, correspondiendo al tiempo de la Cristiandad, que comenzó en Carlomagno y terminó en 1789; ahora, tras el Milenio, el demonio estaría desatado, como parece indicarlo la oración a San Miguel Arcángel que León XIII imperó se rezase al término de la Misa.
Pregúntase Castellani por qué será que se fue virando de una inteligencia literal-simbólica, como él la llama, a una inteligencia de tipo alegorizante, que es la que hoy prevalece mayoritariamente. Lo explica diciendo que durante la época de las persecuciones, los cristianos vivieron acorralados en el Imperio, sin ninguna salida a la vista. La Parusía significaba la victoria sobre la persecución, y por eso el Apocalipsis se volvió de actualidad. Tras la conversión de Constantino, la situación cambió sustancialmente. Las iglesias están llenas, exclamaba eufórico San Agustín, cuyo viraje interpretativo fue seguido por gran parte de la exégesis medieval, que poco pensó en la Parusía. Ocupados en edificar la Cristiandad, no tenían prisa en profetizar sobre su fin. Sin embargo también entonces se hubiera podido aplicar la clave typo-antitypo. El typo de las profecías mesiánicas era precisamente ese mundo nuevo que se estaba gestando, ese triunfo de Cristo, también temporal, lo que implicaba enseñar, edificar, ordenar, más que consolar. Pero dicho «typo» sólo habría alcanzado su inteligibilidad total si hubiese sido visto a la luz del Milenio, su «antitypo», lo que no sucedió.
Hoy los tiempos han cambiado y se han vuelto de nuevo duros, persecutorios y apocalípticos, por lo que se torna una vez más al tema olvidado. De donde concluye Castellani: «La exégesis del Apocalipsis tiene dos polos, que son el typo y el antitypo de la profecía. De la ocupación intensa en el antitypo, que es el Reino de Cristo después de su Segunda Venida, ella osciló fuertemente hacia el typo, que es el Reino después de la Primera Venida; reino espiritual, invisible y lleno de cizañas; para volver de nuevo a su objeto principal, el propio y más importante, que responde al sentido literal; sin el cual es vicioso el sentido moral y alegórico».
Nuestro autor no ignora todas las alergias que hoy suscita el tema del Milenio. Él lo cree plenamente coherente con la doctrina de la Iglesia. El milenismo espiritual no ha sido jamás condenado por la Iglesia, ni lo será nunca, sostiene, por la simple razón de que la Iglesia no podría condenar a la mayoría de los Santos Padres de los cinco primeros siglos, entre ellos a los más grandes.
Es cierto que hace varias décadas el Santo Oficio dio a conocer sobre este asunto dos decretos disciplinares para América del Sur, donde se prohibía la enseñanza del «milenarismo mitigado». En el primero de ellos, de 1941, se definía claramente en qué consiste dicho tipo de milenarismo, a saber, «el de los que enseñan que antes del juicio final, con previa o sin previa resurrección de justos, Cristo volvería a la tierra a reinar corporalmente». En 1944 apareció el segundo decreto, de índole aclaratoria, donde en vez de «corporalmente» se pone «visiblemente», ya que el primer adverbio resultaba inadecuado si se aplicaba a la época de la Iglesia en la tierra, donde Cristo está siempre «corporalmente» en el Santísimo Sacramento. Lo que está prohibido, sostiene Castellani, es enseñar «que Cristo reinará visiblemente desde un trono en Jerusalén sobre todas las naciones; presumiblemente con su Ministro de Agricultura, de Trabajo y Previsión y hasta de Guerra si se ofrece». Lo cual, obviamente, ningún Santo Padre o teólogo serio sostiene.
c. El Reino de Cristo
Cristo, pues, retornará del cielo, hará su Parusía, su Última Venida, en gloria y majestad. ¿Con qué fin? Para reinar y juzgar, juntamente con los suyos: «Luego vi unos tronos y se sentaron en ellos, y se les dio el poder de juzgar..., revivieron y reinaron con Cristo mil años» (Ap 20, 4). Dijimos hace poco que las palabras «reinar» y «juzgar» son casi sinónimos en la Escritura, dado que los reyes antiguos eran «los jueces» que «daban a cada uno lo suyo», en lo cual consiste esencialmente la virtud de la justicia. El Reino de Cristo es denominado con propiedad Juicio, dice Castellani, pues en su inicio acaecerá el juicio y castigo del Anticristo y de todos sus secuaces, así como se otorgará el premio de la resurrección primera a los mártires o a todos los justos en general. En este mismo sentido escribió San Pablo a Timoteo: «Te conjuro delante de Dios y de Jesucristo, que ha de venir a juzgar a vivos y muertos, por su Venida y por su Reino»... (2 Tim 4, 1), de donde se deduce que por su Advenimiento y por su Reino se llevará a cabo el Juicio de vivos y muertos. La Resurrección general y el Juicio Final no serán sino el acto conclusivo y consumante de dicho Reino. Por eso rectamente en el Credo se lo profesa a su término.
¿Cómo será el Reino milenario de Cristo? Sólo podemos barruntarlo. Sabemos de cierto que la Iglesia no cambiará sustancialmente, ni en su régimen, ni en su doctrina, ni en los sacramentos, si bien alcanzará en todo ello sublime perfección.
Será un Reino verdaderamente universal, cumpliéndose así las profecías veterotestamentarias: «A él se le dio el poder, la gloria y el reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le servirán» (Dan 7, 14); «le adorarán todos los reyes de la tierra, todas las naciones le servirán» (Ps 71, 11). Será un Reino de justicia y de paz (cf. Is 60, 18; 32, 17; Ps 71, 3). Será un Reino de prosperidad, consecuencia de la paz y la justicia (cf. Ez 34, 26-27; Os 2, 23-24; Am 9, 13). Será sobre todo un Reino de amor, en que Dios se mostrará especialmente afectuoso con los hombres (cf. Is 66, 12-13).
La sede del Reino será en aquellos días Jerusalén. En la Sagrada Escritura, y particularmente en los Evangelios, la «Ciudad del Gran Rey» es Jerusalén (cf. Mt 5, 35). Actualmente no lo es, por la infidelidad del pueblo elegido; pero quitada ésta, y si el Gran Rey o su representante deben reinar un día sobre la tierra, nada impide que se alleguen a su Ciudad propia, y ello tanto más cuanto en aquel tiempo la mejor y más ardorosa porción de sus súbditos serán los israelitas. Varios profetas parecen refrendar esta idea (cf. por ej. Jer 3, 17; Joel 4, 21; Is 49, 17 ss.; Is 54, 2-17). La Jerusalén futura será, pues, la sede del Reino de Cristo, y por tanto también de la Iglesia, renovada por su Segunda Venida.
Todos los milenistas suponen que habrá cierta comunicación entre los viadores y los santos, entre la tierra y el cielo, de donde se derivarán muchos bienes. ¿En qué forma será ello? Quizás el estilo del trato que había entre Cristo glorificado y sus apóstoles en los cuarenta días que precedieron a la Ascensión del Señor, esbozo de estado glorioso de los Mil años. Posiblemente Cristo, la Santísima Virgen y los santos se aparecerán a los hombres, o al menos a algunos de ellos, de manera más frecuente que ahora...
Cerremos este espinoso asunto del milenismo. En Su Majestad Dulcinea señala Castellani que el problema es si Cristo ha de volver a consumar su Reino antes del fin del mundo o juntamente con el fin del mundo. Si la Parusía, el Reino de Dios, el Juicio Final y el Fin del Mundo, son cosas simultáneas, es muy probable que antes de esa consumación alboree en la historia un gran triunfo de la Iglesia y un período de oro para el cristianismo, el último período, por cierto, donde se acaben de cumplir las profecías, sobre todo la de la conversión del Pueblo Judío y la unidad de todos en un Único Rebaño bajo un Solo Pastor. Dicho período no podrá ser largo, durando quizás el tiempo de una vida humana. Después volverán a desatarse las tremendas fuerzas demoníacas previas al Triunfo Final de Cristo.
Pero si Cristo ha de venir antes, a vencer al Anticristo, y a reinar por un tiempo en la tierra; es decir, si la Parusía y el Juicio Final no coinciden, sino que son dos sucesos separados, según lo sostienen los Padres más antiguos, entonces no hay que esperar aquel próximo triunfo temporal de la Iglesia. La persecución se irá haciendo cada vez más intensa, casi insoportable, debiendo ser abreviada por la Segunda Venida de Cristo, que inaugurará un largo período de gloria y de paz.
Como resulta obvio, nuestro autor se inclina decididamente por la segunda variante, si bien lo hace con modestia: «Nosotros realmente no sabemos si el milenarismo es dogmáticamente o apodícticamente verdadero; ni tampoco lo contrario. Sabemos que es por lo menos una hipótesis (digamos) científica que nos satisface más; y que no se combate con insultos y con espantajos, sino con razones... Podemos, si no enseñarlo en cualquiera de sus formas, al menos tenerlo en cuenta en su forma espiritual más sesuda como una interpretación posible, no condenada», y hasta recomendada, como dijo San Jerónimo, a pesar de ser antimilenista, «por innumerables santos y mártires de ambas Iglesias latina y griega».

jueves, 29 de diciembre de 2011

er mundor...

Envejecimiento, longevidad y población


8 millones


Bien comun y vida sostenible

Empresa y derechos humanos

Inversiones sociales responsables

APOCALIPSIS - 1

En estos días finales del año, recordar el libro con que se cierra la Biblia. Que sea verdadera consolacion la luz que se desprende de él... Para ayudarnos, Castellani y sus consideraciones.

EL APOCALIPSIS COMO DRAMA

Entremos ahora en el contenido mismo del Apocalipsis. El libro sagrado nos expone un drama impresionante, el de la secular lucha entre el bien y el mal, ahora llegada a su culminación, y por ende radicalizada. El P. Castellani lo escruta con toda la inteligencia y la inspiración del teólogo y del poeta que es a la vez.
Detengámonos con él en los principales personajes –los dramatis personæ–, que actúan, a veces bajo la forma de símbolos, en este drama teológico.
1. Cristo y el Dragón
En el telón de fondo aparecen los dos grandes protagonistas, por así decirlo. Ante todo Cristo, el Señor de la Historia. Porque no es otro que el Señor, el Kyrios, el Cordero, quien abre el libro sellado, manifestando así su dominio plenario sobre los acontecimientos históricos. Él es el Liturgo que preside en el cielo el majestuoso culto de los ancianos, los ángeles y los seres vivientes. Es también el Guerrero, montado sobre blanco corcel, con su túnica salpicada en la sangre de su martirio victorioso, que galopa seguido por los ejércitos de los cielos, también en caballos blancos, y en cuyo muslo está grabado su nombre: Rey de Reyes y Señor de Señores.
Frente a Cristo, el Dragón, el demonio, el abanderado de las fuerzas del mal. Aquel que al comienzo no trepidó en gritar Non serviam, encabeza ahora la rebelión decisiva y terminal, escoltado en la demanda por dos auxiliares: la Bestia del Mar, que será el dominador en el plano político (en la Escritura el mar simboliza el orden temporal) y la Bestia de la Tierra, que llevará a cabo la falsificación del cristianismo (la tierra es el símbolo de la religión); ambas Bestias en estrecha conexión y alianza.
Consideremos ahora los personajes subalternos.
2. La Primera Bestia
Y ante todo la Primera Bestia o Anticristo. Con cierto facilismo se creyó reconocer al Anticristo en los enemigos concretos de la Iglesia que se iban presentando a lo largo de la historia. El mismo Juan dio pie a ello cuando en su primera carta dijo que el Anticristo ya estaba en el mundo, así como que había ya en él muchos «anticristos» (cf. 1 Jn 2, 18), denunciando así la analogía entre los malvados de su tiempo, y el último y mayor enemigo venturo del Señor.
Los primeros señalados como tales fueron los emperadores romanos que desencadenaban persecuciones. Así algunos Padres vieron al Anticristo en la persona de Nerón o Diocleciano. No se equivocaban del todo al afirmar tal cosa. Pero recordemos lo que dijimos acerca de los sentidos literales, uno inmediato y otro mediato. El emperador pagano podía ser el «typo» del Anticristo. Pero su «antitypo» estaba aún por venir al fin de los tiempos.
De manera semejante, en el bajo Medio Evo se lo creyó encarnado en Mahoma, ya que el dominio tan extendido del imperio mahometano representó para la Cristiandad un peligro que no parecía ofrecer salida alguna. Esta idea cobra hoy nueva vigencia a raíz de la conjetura de algunos autores, principalmente Belloc, que afirman la posibilidad de que el Islam pueda renacer como Imperio Anticristiano, más poderoso y temible que antes.
Con el advenimiento del Protestantismo se produjo una extraña variación en la exégesis del Anticristo. Lutero aplicó la terrible etiqueta esjatológica al Papado. Sobre la base de que la Iglesia puede corromperse, y de hecho se corromperá en los últimos días, tesis muy delicada, y que debe entenderse con cautela en atención a la indefectibilidad que Cristo le ha prometido, Lutero, interpretando dicha tesis de manera herética, creyó ver en el Papa la Gran Ramera de que habla el Apocalipsis.
Castellani parece sostener una suerte de manifestación gradual del Anticristo. Las Siete Trompetas del Apocalipsis, que simbolizan siete grandes jalones heréticos en la historia de la Iglesia, aludirían a siete sucesivos Anticristos, en el sentido en que habla Juan en su epístola, precursores del Último, al cual preparan sin saberlo, acumulativamente. A medida que se aproximan al «Hombre de Pecado», las herejías van creciendo en fuerza y malignidad. La primera trompeta representaría el arrianismo; la segunda, el Islam; la tercera, el Cisma Griego; la cuarta, el Protestantismo. Aquí se produce una especie de paréntesis, que se puede advertir también en los otros Septenarios antes de la última terna; un águila vuela por lo alto del cielo y amenaza: «Ay, ay, ay de los habitantes de la tierra»... (Ap 8, 13). Es el aviso de que la catástrofe se avecina. La quinta trompeta sería la Revolución francesa, con su Enciclopedismo. La sexta, el enfrentamiento de los Continentes, la guerra como institución permanente. Y así llegamos a los umbrales del fin, de la época en que se atentará directamente contra el primer mandamiento, la época del odio formal a Dios, el pecado y herejía del Anticristo.
a. El Obstáculo y la aparición del Anticristo
Pero antes de la manifestación del Anticristo deberá ser quitado de en medio un misterioso Obstáculo, de que habla San Pablo: «El misterio de la iniquidad ya está actuando. Tan sólo que sea quitado de en medio el que ahora le retiene, entonces se manifestará el Impío» (2 Tes 2, 7-8). ¿A qué se refiere el Apóstol? Anteriormente había predicado con tanto vigor en Tesalónica sobre el Misterio de Iniquidad, anunciando su llegada como inminente, que los tesalonicenses pensaron que lo mejor era dejarse estar, ya que el Fin del Mundo se venía encima. Entonces Pablo les escribió diciéndoles que, según lo había predicho Cristo, no se sabía ni el día ni la hora precisa, dado que todavía estaba en pie El-Que-Ataja, el Katéjon, y por ende era necesario perseverar en la arduidad de la fe.
Castellani se detiene, y con razón, en este tema tan misterioso como apasionante. Hay algo que ataja o demora la aparición del Anticristo. San Pablo lo llama el katéjon, el obstáculo, que se concreta en el katéjos, es decir, un ser obstaculizante. Hasta que dicho katéjon no sea «quitado de en medio» no se manifestará el Hombre sin Ley. ¿Cuál es este enigmático Obstáculo? Algunos Padres de la Iglesia pensaron que el Katéjon (en neutro, lo obstaculizante) era el Imperio Romano ya cristianizado, que asentado sobre cuatro columnas, el ejército, la familia, la religión y la propiedad privada, impedía el estallido de la Iniquidad siempre al acecho; y el Katéjos (en masculino, el obstaculizante) era el Emperador. ¿Pero acaso no acabamos de decir que los antiguos consideraban el Imperio Romano como el habitat de la Bestia, dado que diez Emperadores consecutivos habían perseguido mortalmente a los cristianos? Así es, pero a partir de la conversión de Constantino, las cosas habían cambiado sustancialmente, y de este modo se podía ver en el Imperio, o en lo que de él restaba, la garantía del orden cristiano, como lo proclamó sin ambages el Papa San León Magno en el siglo V. Mucho más adelante, en el siglo XIII, Santo Tomás afirmaría algo semejante, creyendo ver en la Cristiandad medieval la continuación del Imperio Romano. De alguna manera ese Imperio, mal o bien, permaneció hasta hace poco. Para Castellani el Imperio Romano, bautizado en Constantino, restaurado en Carlomagno, triunfante en Carlos V, fue decapitado en 1806 por el sable de un soldado victorioso que encarnaba los principios de la Revolución francesa. Francisco I de Austria habría sido el último Emperador de los Romanos. Así pues, a su juicio, históricamente hablando, el Imperio murió a principios del siglo pasado. ¿No sería mejor decir que desapareció con la Primera Guerra Mundial, y la consiguiente caída de las tres últimas grandes monarquías cristianas, la de Austria, la de Alemania y la de Rusia? Pero ésta es una opinión nuestra, no de Castellani.
Sea lo que fuere, las migajas o lo que resta de ese Imperio habrían impedido hasta el presente la aparición formal del Anticristo, el cual, en su momento, restaurará dicho Imperio, pero a su modo, calcándolo en aquellas viejas estructuras. Será la Ciudad del Hombre de San Agustín, opuesta a la Ciudad de Dios, que hallará finalmente su concreción visible y política en la historia.
Algunos autores han pensado que el katéjon era la misma Iglesia, cuya presencia constituía el último obstáculo para la manifestación del Anticristo. Así opina San Justino, el primer comentador del Apocalipsis, según el cual «Ecclesia de medio fiet», la Iglesia será sacada de en medio. La interpretación es un tanto atrevida. Es claro que no se la puede entender como si se tratase de una extinción de la misma Iglesia sino de una grave decadencia de la misma. Su estructura temporal será arrasada; «fornicará con los reyes de la tierra» (Ap 17, 2), al menos una parte ostensible de ella, y la abominación de la desolación entrará en el lugar santo: «Cuando veáis la desolación abominable entrar adonde no debe, entonces ya es» (Mt 24, 15). También San Victorino aplicó el katéjon a la Iglesia –«la Iglesia será quitada», dice–, pero en el sentido de que volvería a la oscuridad, a las catacumbas, perdiendo todo influjo en el orden social.
En su novela Juan XXIII (XXIV) escribe Castellani que «Iglesia» se dice en tres sentidos: «Hay la Iglesia que es el proyecto de Dios y el ideal del hombre, y está comenzada en el cielo, la “Esposa”, a la cual San Pablo llama “sin mancha”, una; hay la Iglesia terrenal, donde están el trigo y la cizaña mezclados para siempre, pero se puede llamar «santa» por su unión con la de arriba por la gracia, dos; y hay la Iglesia que ve el mundo, “el Vaticano”, que trata con el mundo; que está quizá más unida con el mundo que otra cosa, y que desacredita al todo».
b. La figura del Anticristo
Dejemos el Obstáculo y vayamos ahora a la figura misma el Anticristo, según lo presenta el P. Castellani. ¿Quién será el que asuma ese terrible papel? Inicialmente los Padres consideraron que se trataba de una persona concreta e individual. A partir del Renacimiento surgió la idea de un Anticristo colectivo e impersonal. Ambas cosas son admisibles. Será, por cierto, una atmósfera, un espíritu que se respira en el ambiente, «espíritu de apostasía», según la descripción que de él formula San Juan (cf. 1 Jn 4, 3), un modo de ser que se vuelve corporativo, informando a una multitud de personas. Pero también será un individuo, porque San Pablo lo llama «el hombre impío», «el inicuo», «el hijo de la perdición», quien se levanta «contra todo lo que lleva el nombre de Dios», que llega incluso «a sentarse en el Santuario de Dios y proclamar que él mismo es Dios» (cf. 2 Tes 2, 3-4). Esto no parece poder aplicarse a un cuerpo colegiado de individuos, como podría ser la masonería o el filosofismo del siglo XVIII.
Las dos cosas son, pues, verdaderas, y perfectamente conciliables. Pareciera ser una ley de la historia que siempre un gran movimiento colectivo suscita un jefe que lo comanda, así como un gran dirigente político da forma y cohesión a la multitud que lo sigue. Ningún «espíritu» ambiental existe ni actúa sino encarnado. Todo gran movimiento histórico engendra un caudillo. Ambos se crean mutuamente, en causalidad recíproca.
El nombre de «Anticristo» lo inventó San Juan. San Pablo lo denominó «Ánomos», el sin ley (cf. 2 Tes 2, 8). Cristo lo llamó «el Otro» en aquel texto que ya hemos citado: «Porque yo vine en nombre de mi Padre y no me recibisteis; pero Otro vendrá en su propio nombre y a ése le recibiréis» (Jn 5, 43).
Dice el Apocalipsis que la cifra del Anticristo será 666 (cf. Ap 13, 18). En griego, la palabra «Bestia», que es el nombre que le da San Juan, se dice «theríon». Si esta palabra se vierte al hebreo, y se suman los números de cada letra según su lugar en el abecedario de dicha lengua, el resultado es 666.
¿De qué nacionalidad será el Anticristo? Dostoievski lo hace ruso, habiéndolo pintado con los rasgos de Stavroguin en su novela Demonios, que comentamos meses atrás. Benson lo imagina norteamericano, bajo el nombre de Felsenburgh, como lo vimos en su momento. Según algunos Padres y exégetas antiguos, será judío, para mejor emular a Cristo, su antítesis, que también lo fue. El cuerno pequeño que en la profecía de Daniel crece casi de golpe (cf. Dan 7, 8.20), podría ser el reino de Israel, comenzando el Anticristo por constituirse en Rey de los Judíos, quienes se le someterán con gozo, creyéndolo el Mesías esperado, hasta que los desengañe cruelmente, pues llegado a la cúspide, perseguirá a todas las religiones que no se le sometan de manera absoluta, «incluida la de sus padres» (cf. Dan 11, 37). Recordemos que algo semejante imaginaba Soloviev en su Breve relato sobre el Anticristo. Esta última adjudicación se ha visto coloreada en la leyenda popular, hasta llegarse a detalles nimios: sería de la tribu de Dan, hijo de una monja judía conversa y de un obispo, cuando no del demonio, directamente. No tendría ángel de la guarda. Nacería provisto de dientes y blasfemando. Adquiriría con rapidez fantástica todas las ciencias. Describen su corte, sus mujeres, sus maldades felinas, etc. Pero todo esto es leyenda y pura imaginación, que no debe ser tomado en serio.
En realidad el Anticristo no se presentará como un personaje siniestro, la perversidad encarnada. Será, por cierto, demoníaco, pero no aparecerá tal, sino que hará gala de humanitarismo y de humanismo; se fingirá virtuoso, aunque de hecho sea cruel, soberbio y mentiroso; anunciará quizás la restauración del Templo de Jerusalén, pero no será en beneficio de los judíos sino para entronizarse él y recibir allí honores divinos, quizás como Hijo del Hombre, como auténtico Mesías, como el fruto más perfecto de lo humano, soberbiamente divinizado. Porque el Anticristo no se contentará con negar que Cristo es Dios y Redentor, sino que se erigirá en su lugar, cual verdadero Salvador de la humanidad. Tratará incluso de parecerse a Cristo lo más posible. Será «el simio de Dios», el mono de Cristo. Encarnará la hipocresía sustancial de los fariseos del siglo I, que no sólo eran tenidos como santos, sino que ellos mismos se creían tales. Juntará presuntas «virtudes» y un inmenso orgullo.
c. El poder y la obra del Anticristo
La eclosión del Anticristo será fulgurante, si bien a partir de modestos orígenes. Juntando lo revelado por San Juan sobre la Bestia que salió del mar (cf. Ap 13, 1) con lo que Daniel nos relata de su sueño (cf. Dan 7), los antiguos escritores eclesiásticos entendieron que en la consumación del mundo, cuando el Orden Romano se encontrase destruido, habría diez reyes (o varios reyes, como interpreta San Agustín), a quienes la Escritura llama «los diez cuernos» (cuerno significa Poder), que provendrán, por cierto, del Imperio Romano, de su desmembramiento. El Anticristo será el undécimo rey, que al parecer emergerá históricamente como el superviviente de una lucha entre otros reyes. Un «cuerno pequeño», dice el profeta (cf. Dan 7, 8), o sea, un rey oscuro y plebeyo, que quizá crecerá de golpe, en medio de los demás y a la vez como al margen de ellos, porque es el undécimo, el apéndice, fuera del número perfecto. Vencerá a tres reyes (cf. Dan 7, 24), es decir, a los principales, o los más cercanos, y los otros se le someterán. Empezará como «reino pequeño», señala Daniel (cf. 7, 8), y después logrará el dominio sobre los restantes, convirtiéndose en «otro Reino», descomunal y distinto de los demás, cabeza de una confederación de naciones.
El Anticristo llevará a cabo una síntesis mundial de todos los adversarios del cristianismo, tanto en el Oriente como en el Occidente. En su libro sobre el Apocalipsis dice Castellani que logrará realizar una especie de contubernio entre el capitalismo y el comunismo. Ambos buscan lo mismo, el mismo Paraíso Terrenal por medio de la «técnica», en orden a la deificación del hombre. La ideología que los une es común: la de la inmanencia, el paraíso en la tierra, el hedonismo sin límite. «La sombría doctrina del «bolchevismo» –escribe– no será la última herejía, sino su etapa preparatoria y eufórica, «mesiánica». El bolchevismo se incorporará, será integrado en ella». Esta amalgama del Capitalismo y el Comunismo en una unidad englobante será justamente la hazaña del Anticristo. «Se arrodillarán ante él todos los habitantes de la tierra» (Ap 13, 8).
En su libro Los papeles de Benjamín Benavides añade Castellani una observación curiosa, y es la posible integración, en esta amalgama política, del mahometismo. Basándose en una afirmación que hizo el conde de Maistre, a saber, que «el protestantismo vuelto sociniano, no se diferencia ya fundamentalmente del mahometismo», nuestro autor sostiene que el Occidente se está musulmanizando, especialmente los Estados Unidos, cuyo pueblo, lejos de ser amoral o inmoral, tiene una religión, pero ella corresponde, rasgo a rasgo, al mensaje de Mahoma. Los dogmas son comunes: el capitalismo y la esclavitud de los muslimes; la poligamia y el divorcio; la guerra santa y la defensa de la democracia; la creencia común en un Dios inaccesible, lejano y desconocido; el rechazo de la Encarnación y, en general, del misterio; el naturalismo; la falta de «sacramentalismo»; el primado de la acción; el fatalismo y el culto determinista a la «Ciencia». Por lo demás, el mahometismo no carece de semejanzas con el comunismo: ambos buscan «edenizar» la tierra por la violencia. «Son tres líneas que pueden reunirse un día: –tienen un lado y los ángulos adyacentes iguales–, ¿qué digo?, tienen que encontrarse necesariamente, el día que les salga un padre, así como nacieron de una misma madre... –¿Qué madre? –La Sinagoga. Esas tres religiones son herejías judías».
Sea lo que fuere de tales hipótesis, lo importante es que el Misterio de Iniquidad, encamado en un cuerpo político dotado de inmensos poderes, se encarnará en aquel Hombre de satánica grandeza, plebeyo genial y perverso, de maldad refinada, a quien Satanás comunicará su poder y su acumulada furia. Bien ha escrito Donoso Cortés: «En el mundo antiguo la tiranía fue feroz y asoladora; y sin embargo, esa tiranía estaba limitada físicamente, porque los Estados eran pequeños y las relaciones universales imposibles de todo punto. Señores, las vías están preparadas para un tirano gigantesco, colosal, universal, inmenso... Ya no hay resistencias ni físicas, ni morales. Físicas, porque con los buques y las vías férreas no hay fronteras, con el teléfono no hay distancia... Y no hay resistencias morales, porque todos los ánimos están divididos y todos los particularismos están muertos». Recordemos aquel Felsenburgh de Benson, y su fulgurante acceso al trono del mundo. En torno a él se reunirán todos los que Castellani llama los «oneworlders», o sea «mundounistas», los que hoy sustentan el Nuevo Orden Mundial.
Una vez que haya tomado las riendas del poder en sus manos, el Anticristo se abocará a su obra, que a los ojos del mundo aparecerá como «benéfica». No en vano es el Cuarto Caballo del Apocalipsis, que reemplazará a los tres primeros: al Caballo Blanco, desde luego, que representa el Orden Romano, el Katéjon ; y luego al Rojo y al Negro, que simbolizan, respectivamente, la Guerra y la Carestía.
Acabará con la guerra, ante todo, cumpliendo el anhelo más profundo de la humanidad, que es la paz universal, una paz sacrílega y embustera, por cierto, la paz del mundo, estigmatizada por Cristo. Castellani opina que esta «concordia» mundial la logrará sobre todo a través del comercio. Porque el comercio moderno, escribe, tiene algo de satánico. El capitalismo se enriquece automáticamente, no expone nada; el oro engendra oro, como si fuese una cosa viva, y ello parece invención de Satanás. El comercio es hoy lo más importante en las relaciones internacionales; lo demás, naciones incluidas, parecieran ser epifenómenos, al decir de Marx.
El Anticristo solucionará igualmente los problemas económico-sociales, ofreciendo no sólo abundancia sino también igualdad, aunque sea la de un hormiguero. Corregirá así la plana a su Rival, consintiendo a las tres tentaciones que antaño Jesús se obstinara en rechazar: «Di que estas piedras se conviertan en pan», y dará de comer al mundo entero; «tírate del Templo abajo, para que todos te aplaudan», y adquirirá renombre universal por los medios de comunicación; «todos los reinos de la tierra son míos y te los daré si me adorares» (cf. Mt 4, 1-11), y los recibirá. Es lo que vio con tanta claridad Dostoievski en su «Leyenda del Gran Inquisidor». Las Tentaciones, rechazadas por Cristo, han quedado como suspendidas en el aire, hasta que, desaparecido el Katéjon, sean formalmente aceptadas por el Vicario del Dragón.
Tratará asimismo de destruir lo que queda de Cristiandad, pero aprovechando sus despojos. Los escombros del orden público, los restos de la tradición cultural, los mecanismos e instrumentos políticos y jurídicos supérstites, todo ello será utilizado en la construcción de la nueva Babel, la grande e impía confederación mundial. ¿Cómo, si no, podría levantarse en tan poco tiempo?
Perseguirá sobre todo duramente a la Iglesia y matará a los profetas, porque verá en ellos a quienes denuncian su superchería, los aguafiestas de la felicidad colectiva, los profetas de desgracias. Pero los sustituirá enseguida por profetas mercenarios, dispuestos a cantar la madurez de los tiempos, los encantos del viento de la historia, los mañanas venturosos. Fomentará con predilección el espíritu de inmanencia, en razón de lo cual aborrecerá especialmente a quienes pongan en guardia a la gente dándoles a conocer las profecías del Apocalipsis. Y, como es obvio, no querrá ni oír hablar de la Parusía.
Porque no hay que olvidar que la figura del Anticristo no es primordialmente política, sino teológica. Ello se hace evidente por las metas que la Escritura le atribuye: 1) negará que Jesús es el Salvador Dios (cf. 1 Jn 2, 22); 2) será recibido en lugar de Cristo por la humanidad (cf. Jn 5, 43); 3) se autodivinizará (cf. 2 Tes 2, 4); 4) suprimirá, combatirá o falsificará las otras religiones (cf. Dan 7, 25). Su proyecto es, pues, prevalentemente teológico. El Misterio de Iniquidad, que el Anticristo encarna, se resume en el odio a Dios y la adoración del hombre. Porque, paradojalmente, aquel cuya boca proferirá blasfemias contra todo lo divino (cf. Ap 13, 5-6), por otro lado pretenderá hacerse adorar como Dios (cf. 2 Tes 2, 4). Ello será lo más grave. Castellani advierte cómo los tiempos modernos le están haciendo la cama al Anticristo, propagando sin descanso la Idolatría del Hombre y de las obras de sus manos.
d. La sede del Anticristo
Un último aspecto relativo a la Primera Bestia es la cuestión de la sede y ámbito de su gobierno. Algo de ello nos lo deja traslucir el mismo Apocalipsis, cuando habla de aquella mujer siniestra, que llama la Gran Ramera (cf. Ap 17, 1). Con este nombre se designa a Babilonia, la Meretriz Magna. Es la Ciudad del Mundo, que el Apocalipsis muestra como dividida en tres partes (cf. Ap 16, 19). Castellani aventura que podrían ser Europa, Norteamérica y Rusia. Trátase de una Urbe concreta o un conjunto de urbes, que ha logrado conquistar el poder mundial: «La mujer que has visto es la Gran Ciudad, la que tiene la soberanía sobre todos los Reyes de la tierra» (Ap 17, 18).
San Juan dice que vio escrito en su frente la palabra «misterio» (cf. Ap 17, 5), y testifica el asombro que dicha visión le provocó. Lleva, sin duda, aquel nombre para indicar que corporiza el Misterio de Iniquidad. Es la ciudad moderna, desacralizada, laicista y socialdemócrata, que comenzando en el Humanismo, desembocó en el Protestantismo y el Enciclopedismo de los llamados «filósofos» del siglo XVIII, o sea en el naturalismo religioso, que se continúa a través de los actuales intentos de homogeneización internacional en la inmanencia. Babilonia es el marco ciudadano de la adoración idolátrica del hombre y el consiguiente odio a Dios, la sede de la Ciudad del Hombre que lucha contra la Ciudad de Dios.
La capital del Anticristo será un gran emporio económico, cabeza de un Imperio sacro falsificado, es decir, de un imperialismo. Babilonia se presenta en el Apocalipsis con los rasgos de una ciudad capitalista, marítima y corrompida. «Los mercaderes de toda la tierra se enriquecieron con su lujo desenfrenado», dice el texto sagrado (Ap 18, 3). San Juan nos la describe como una urbe tecnocrática, encandilante con el resplandor de sus luces, el oro y las joyas que la cubren, poblada de comerciantes. Al decir capitalista no se excluye el designio soviético, ya que el comunismo es un capitalismo de Estado, hijo dilecto del Capitalismo Tecnócrata Liberal, hijo putativo, si se quiere, ya que estamos entre rameras, pero hijo al cabo.
Mas lo principal de Babilonia, y lo que la hace especialmente ramera –y madre de rameras–, es su proyecto de carnalizar la religión, legalizando así los planes del Anticristo. Ciudad adúltera, la llama el Apocalipsis, expresión a que frecuentemente recurre la Escritura para designar el abandono del Esposo divino en favor de los amantes terrenos; amazona desprejuiciada: «Vi una mujer, cabalgando la Bestia color escarlata... se llama Babilonia la Grande, madre de las rameras y de las abominaciones de la tierra» (Ap 17, 3.5), con la que «fornicaron los reyes de la tierra y todas las naciones se embriagaron con el vino de su fornicación» (Ap 18, 3). Según el lenguaje escriturístico, especialmente de los profetas Isaías, Jeremías y Zacarías, «fornicar» significa «idolatrar», sustituir a Dios, el esposo de Israel, por un ídolo. «Fornicar con los reyes de la tierra» es poner a los poderes políticos en lugar del Dios vivo y trascendente; «embriagarse» es mostrarse satisfecho, petulante y glorioso. O, si se quiere, «fornicar» es poner la religión al servicio de la política del Anticristo, amalgamar el Reino y el Mundo, inmanentizar la fe y la doctrina.
Tal será la sede del Anticristo. ¿Durante cuánto tiempo reinará en ella? Casi todos los comentaristas le atribuyen a su gobierno una duración de tres años y medio. Así parece insinuarlo el profeta Daniel (cf. 7, 25), y lo confirma el Apocalipsis al decir que «se le dio poder de actuar durante cuarenta y dos meses» (Ap 13, 5; cf. también 11, 2).
A su término, la Gran Babilonia caerá de golpe, se desplomará estrepitosamente (cf. Ap 18, 2.9-24), suscitando el llanto de «los mercaderes de la tierra» (Ap 18, 11). Llorarán porque ya nadie negociará su mercancía, sus piedras preciosas.
3. La Segunda Bestia
Como ya lo hemos señalado en conferencias anteriores, junto al Anticristo, el Apocalipsis nos presenta otro personaje fundamental, un Pseudoprofeta. Es la Segunda Bestia, el brazo derecho del Anticristo en su fáustico intento. También él se parecerá a Cristo: «Hablaba como el Dragón, pero tenía dos cuernos como de cordero» (Ap 13, 11). Si la Primera Bestia salió del mar (cf. Ap 13, 1), ésta surge de la tierra firme (cf. Ap 13, 11), es decir, del ámbito religioso, y su propósito será que todo el mundo adore al Anticristo: «Hizo que toda la tierra y sus habitantes adoraran a la Primera Bestia» (Ap 13, 12).
El Apocalipsis lo presenta dotado de poderes taumatúrgicos, con capacidad para realizar «grandes portentos» (Ap 13, 13). No serán verdaderos milagros, pero tampoco meros juegos de prestidigitación. Delante de todos hará bajar fuego del cielo, seduciendo con sus prodigios a todos los hombres (cf. Ap 13, 13-14). Pregúntase Castellani si la Segunda Bestia será la Técnica actual, como aventura Claudel. O si tiene razón Pieper al afirmar que encarnará la propalación pública y sacerdotal de los proyectos del Anticristo, siendo algo así como el Primer Ministro del Emperador, a cargo de todo lo que se refiere a la Propaganda. Sabemos el poder que hoy tiene la propaganda para cretinizar a las masas.
A juicio de nuestro autor, la principal labor que llevará a cabo esta Segunda Bestia será la adulteración de la religión. Las Dos Bestias representarían así el poder político, la primera, y el instinto religioso del hombre, la segunda, vueltos ambos contra Dios. Lo afirma de manera terminante: «Cuando la estructura temporal de la Iglesia pierda la efusión del Espíritu y la religión adulterada se convierta en la Gran Ramera, entonces aparecerá el Hombre de Pecado y el Falso Profeta, un Rey del Universo que será a la vez como un Sumo Pontífice del Orbe, o bien tendrá a sus órdenes un falso Pontífice, llamado en las profecías el «Pseudoprofeta»». No que la Iglesia perderá la fe, pero sí se verá gravemente afectada. Todas las energías del demonio estarán concentradas en pervertir lo que es específicamente religioso. Al demonio no le interesará matar, sino «corromper, envenenar, falsificar».
Lo que Castellani expone en sus libros teológico-exegéticos, lo ha desarrollado también, y de manera insuperable, en sus novelas. Entre ellas, quisiéramos destacar Su Majestad Dulcinea, a nuestro juicio una de sus obras cumbres, donde, retomando la trama de la novela de Benson que hemos comentado anteriormente, imagina los sucesos del Apocalipsis, pero aplicándolos a nuestra patria. También allí reaparece la figura siniestra de Juliano Felsenburgh. Mas lo que allí se describe con pluma maestra –como sabemos, constituye uno de los temas recurrentes en el pensamiento de nuestro autor– es la corrupción en el interior de la Iglesia. A diferencia de los católicos fieles, una minoría cada vez más exigua, la mayor parte de los cristianos adhiere a la corriente política dominante, la política del Señor del Mundo, que no es otro que Felsenburgh, de cuyo Imperio somos una de las colonias. Digamos entre paréntesis que en esta materia del Gobierno Mundial, Castellani fue un verdadero profeta, llegando a predecir hasta el envío de tropas argentinas para operaciones ordenadas por el Poder que ejerce la hegemonía universal. Pues bien, en nuestra patria se va formando en ciertos lugares una Iglesia falsa, que bajo el nombre de Neocatolicismo, Movimiento Vital Católico o Vitalismo Cristiano, llega incluso a inficcionar ciertos espacios de poder de la Iglesia de Cristo y como señalara S. Pío X en su condena al Modernismo, socava las raíces mismas de la fe, y operando «desde dentro», confunde al pueblo cristiano, al mismo tiempo que acosa duramente a los católicos fieles, de modo semejante a como ocurrió en tiempos de Arrio o de otras grandes herejías.
Es la Iglesia de Monseñor Panchampla, obeso obispo a las órdenes del poder imperante, rodeado de su séquito de eclesiásticos serviles. En un acto público se concretó solemnemente la unión de la Iglesia y del Estado, del poder espiritual y temporal, «conciliados cordialmente por obra de la Razón y la Vida por primera vez en la historia de los pueblos», como clamó el Locutor oficial. Y así, la religión adulterada suplió públicamente a la de Cristo. Como la Iglesia decía «Extra Ecclesiam nulla salus», escribe Castellani, esta Contra-Iglesia o Pseudo-Iglesia predica: Fuera de la «democracia» no hay salvación. Trátase, como se ve, de una auténtica defección, o más propiamente, de una «herejía» o «nueva religión». Queda el lenguaje, pero vaciado de sentido; quedan los viejos ritos, pero falsificados. «El misterio de iniquidad, que consiste en la inversión monstruosa del movimiento adoratorio hacia el Creador en hacia la creatura se ha verificado del modo más completo posible, sin suprimir uno solo de los dogmas cristianos..., solamente con convertirlos en mitos, es decir, en símbolos de lo divino que es lo humano».
En la ficción de Castellani coexisten dos Papas, el verdadero, León XIV, que reside ocultamente en Jerusalén; y el falso, pero oficial, Cecilio I, con sede en Roma. Cuando años más tarde Cecilio I muere, es elegido para sucederlo el propio Juliano Felsenburgh, quien reúne así todos los poderes. Mas la Iglesia no ha muerto, ya que los católicos fieles tienen sus Patriarcas e Inspectores clandestinos, que a la muerte de León XIV eligen a Juan XXIV.
En fin, como puede verse, Su Majestad Dulcinea es una novela teológica acerca del fin de la historia. «Estos tiempos son muy buenos –dice su protagonista, el Cura Loco, que no es otro que el mismo Castellani–, porque son eficacísimos para hacernos renegar de lo que Cristo llamó “el mundo”». Dejemos, por el momento, la consideración de esta novela, local y universal a la vez.
Estima Castellani que el mundo se encuentra ya suficientemente ablandado y caldeado para recibir al Pseudoprofeta del Apocalipsis, al que desde hace tiempo está preanunciando la predicación de los «falsos profetas», contra los cuales tan insistentemente nos precavió Cristo (cf. Mt 24, 14.24), y cuya aparición es otra de las señales predichas: «Pseudoprofetas a bandadas».
Anteriormente hemos señalado que para nuestro autor las Siete Iglesias a las que se envían sendos mensajes (cf. Ap 1-3) son tipos simbólicos de siete épocas del devenir histórico de la Iglesia. Cuando el vidente se dirige a las primeras Iglesias las impele a purificarse, pero cuando llega a las postreras, Filadelfia y Laodicea, el «haz penitencia» se trueca súbitamente en «he aquí que vengo pronto» (Ap 3, 11), y después: «mira que estoy a la puerta y llamo» (Ap 3, 20). Quizás estemos en esos momentos terminales, en los tiempos que corresponden a la Iglesia de Laodicea, una Iglesia tibia, ni fría ni caliente, con barnices de cristianismo, con ropajes de fe católica, pero signada por el convencionalismo y la rutina. Una Iglesia a la que Dios amenaza con vomitar de su boca. No dice: «te vomitaré» sino «comenzaré a vomitarte» (Ap 3, 16), amenaza que, según Castellani, corresponde a la «gran apostasía» anunciada por Pablo y el mismo Cristo. Por suerte el vómito no se consumará. Los que resistan o hagan penitencia se salvarán. Será la época de la parábola de la cizaña. Cuando llega el tiempo de la siega es cuando la cizaña se parece más al trigo. Por eso Cristo, al ver el mundo futuro desde aquel montículo de Jerusalén desde donde se divisaba el Templo, profetizó la Gran Tribulación Final, así como la decadencia de la Iglesia en su fervor, e incluyó en la profecía parusíaca, como typo de ella, la caída de la Sinagoga y el Templo, sobre todo en razón del fariseísmo que corrompió a la Sinagoga y es el mayor mal de la Iglesia actual. De ahí las palabras que el vidente dirige a la Iglesia de Laodicea: «Porque tú dices: rico soy, me he enriquecido, nada me falta. Y no te das cuenta de que eres un mendigo, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo» (Ap 3, 17).
Tal será el papel especialmente encomendado al Pseudo-profeta. El Apocalipsis nos muestra el Templo profanado, no destruido. La religión se mantendrá, pero adulterada; sus dogmas, conservados en las palabras, serán vaciados de contenido y rellenados de sustancia idolátrica. También el Templo perdurará, porque no hay que destruir los templos sino la fe. El Templo servirá para que allí se siente el Anticristo, «haciéndose adorar como Dios» (2 Tes 2, 4). Es «la abominación de la desolación», como dijo Daniel (9, 27) y repitió Cristo (cf. Mt 24, 15). Al parecer, Daniel designaba con esa expresión un altar pagano que Antíoco Epifanes había erigido en el Templo de Jerusalén. Trátase de un hebraísmo que significa «la peor inmundicia», «la última basura». Los israelitas lo usaban para designar el sacrilegio supremo: los ídolos puestos en el templo de Dios. Pero Castellani se esmera por dejar en claro que la corrupción de la Iglesia no será total. A ello tenderá sin duda el intento del Pseudoprofeta. Logrará, sí, que el Atrio y las Naves sean conculcados. Pero el Tabernáculo o Sancta Sanctorum restará preservado.
¿Cómo se concretará esta adulteración del cristianismo? De la manera que antes hemos señalado, es decir, consintiendo la Iglesia, ella también –en su sector adúltero, se entiende–, a las tres tentaciones del desierto que en su momento Cristo supo rechazar. Una Iglesia abocada a lo temporal, polarizada en ello, en la adquisición de los bienes terrenos, en la distribución abundante de pan. He aquí la primera tentación. Una Iglesia en busca de renombre, que emplea sus poderes religiosos para alcanzar prestigio y ascendiente, que reemplaza la contemplación por la agitación burocrática. Tal la segunda tentación. Y la tercera: una Iglesia al servicio de los que son poderosos, buscando el reino en este mundo, con los medios más eficaces, que son hoy los satánicos. La acusación de Dostoievski da, ahora sí, en el blanco.
A este «naturalismo religioso» o «aloguismo», Castellani lo sintetiza así: «Es el ideal de la Añadidura antes que el Reino, o la Añadidura sin el Reino, o el Reino Milenario desde ya y sin Cristo, es decir, el cristianismo expurgado de la cruz de Cristo y de su Segunda Venida».
La parte corrupta de la Iglesia puesta al servicio del Anticristo. He ahí el gran logro de la Primera Bestia. El Pseudoprofeta será el que «actúe», es decir, «ritualice» el proyecto del Anticristo, el que lleve a cabo su «propaganda sacerdotal». El Apocalipsis resume su quehacer en tres iniciativas. Ante todo, organizará la veneración colectiva de la Primera Bestia, imponiendo la adoración idolátrica de su icono nefando, so pena de terribles persecuciones (cf. Ap 13, 12.14-15). En segundo lugar realizará increíbles prodigios en favor del Anticristo, haciendo llover fuego del cielo, si es necesario (cf. Ap 13, 13), y sobre todo haciendo hablar a la imagen de la Bestia (cf. Ap 13, 15). Hoy es ello factible, como dijimos, merced al apabullante progreso de la técnica. La Bestia podrá hablar un día, y a través de la televisión ser visto y oído por multitudes reunidas en plazas y templos, todo un universo exaltado. Y finalmente inventará una muerte y una resurrección amañada de la Bestia (cf. Ap 13, 3.12), para que emule la de su Adversario divino.
Dicho triunfo sólo será factible con la ayuda del sector adúltero de la Iglesia. Bien escribe Castellani: «El mundo quiere unirse y actualmente el mundo no se puede unir sino en una religión falsa. O bien las naciones se repliegan sobre sí mismas en nacionalismos hostiles, o bien se reúnen nefastamente con la pega de una religión nueva, un cristianismo falsificado; el cual naturalmente odiará de muerte al auténtico. Sólo la religión puede crear vínculos supranacionales». La unificación del mundo se realizará por el terror y por la mentira, por el terror político y por la mentira de la falsa religión, o de un cristianismo falsificado.
4. Las Tres Ranas
Ya tenemos varios de los personajes del drama: el Dragón, el Anticristo, el Pseudoprofeta. ¿No será, nos preguntamos, la nueva trinidad, el simiesco y satánico remedo de la Trinidad divina: el Dragón emulando al Padre, el Anticristo al Verbo, y el Pseudoprofeta al Espíritu Santo?
El Apocalipsis nos informa que los tres personajes son fecundos: «Y vi que de la boca del Dragón, de la boca de la Bestia y de la boca del Pseudoprofeta salían tres espíritus inmundos en forma de ranas. Son tres espíritus demoníacos, obradores de prodigios, y se encaminan donde los reyes de toda la tierra para convocarlos a la gran batalla... Los convocaron en el lugar llamado en hebreo Armagedón» (Ap 16, 13-14.16).
En estas Tres Ranas, eruptadas por el Dragón, el Anticristo y el Pseudoprofeta, Castellani cree ver el liberalismo, el comunismo y el modernismo, en cuya conjunción o alianza alcanza su plenitud el viejo naturalismo que, como lo señalamos, es en el fondo el gran proyecto del Anticristo. Tres herejías que parecen ranas porque son vocingleras, saltarinas, pantanosas y tartamudas, dice.
Muchos creen que el liberalismo está en las antípodas del comunismo. Nada más lejos de la realidad ya que, como lo demostró fehacientemente Dostoievski, el segundo, ese espíritu batracio que sale de la boca de la Bestia, es hijo del primero. Tanto el liberalismo como el marxismo tienen todas las características de una religión. Pero por si ello no quedara claro, el modernismo, que a los ojos de Castellani es el fondo común de aquellas dos ideologías contrarias, aunque no contradictorias, algún día las copulará estrechamente por obra del Pseudoprofeta. «El «cuá-cuá» del liberalismo es «libertad, libertad, libertad»; el «cuá-cuá» del comunismo es «justicia social»; el «cuá-cuá» del modernismo, de donde nacieron los otros y los reunirá un día, podríamos asignarle éste: «Paraíso en la tierra»; Dios es el Hombre; el hombre es Dios».
El Modernismo es la herejía suprema. Según decía Pío X, las engloba a todas, es como su encrucijada. Será la última herejía, porque en materia de falsificación del cristianismo no parece posible ir más allá. ¿Puédese imaginar acaso una idolatría más execrable, una apostasía más perfecta que la adoración del hombre en lugar de Dios, y eso bajo formas cristianas, manteniéndose incluso el armazón exterior de la Iglesia? En su novela Los papeles de Benjamín Benavides pone Castellani un ejemplo típico de dicha actitud de espíritu. Alude allí a un libro de los modernistas donde se habla con emoción de la Misa cantada: es un espectáculo imponente, se lee en el mismo, no hay que dejar esa egregia conquista del «patrimonio cultural» de la Humanidad, sino procurar que se conserve y perfeccione... podada, eso sí, de la pequeña superstición que ahora la informa, a saber, la presencia real de Cristo en el Sacramento. Con lo que la ceremonia, concluye Castellani, queda «vacía», o mejor, «queda vacía hasta que otro ocupe el lugar de Cristo en el Sacramento».
He aquí las tres herejías, que al decir de nuestro autor, «se van a unir por las colas –cosa admirable, dado que las ranas no tienen cola– contra lo que va quedando de la Iglesia de Cristo, un día que quizá no esté lejano».
5. El Pequeño Resto
En los tiempos del Anticristo, el señorío del demonio será tremendo, le hace decir Castellani al judío Benavides, y se desatará en todas las direcciones: en operaciones esotéricas y nefandas de magia y espiritismo; en el poder abrumador de la «ciencia moderna», que ya se ha vuelto capaz de arrojar fuego del cielo con la bomba atómica y hacer hablar a una imagen mediante la televisión combinada con la radio; en la tiranía implacable de la maquinaria política; en la crueldad de los hombres rebeldes y vueltos «fieras en la tierra»; en la seducción sutil de los falsos doctores que usarán el mismo cristianismo contra la cruz de Cristo, una parte del cristianismo contra otra, y a Jesús contra su Iglesia.
La opción por Cristo o por el Anticristo se hará universal e ineludible. La sola profesión de fe cristiana pondrá a los fieles en situación de martirio. El poder político más totalitario y universal que haya existido, revestido de religiosidad falsa, hostigará a los fieles, persiguiéndolos a sangre y fuego. La mayoría caducará, de modo que la apostasía cubrirá al mundo como un diluvio. Bien decía San Pablo que Cristo, sí, volvería, pero «primero tiene que venir la apostasía» (2 Tes 2, 3). Los que resistan serán poco numerosos, los contados 144.000 de que habla el texto sagrado (cf. Ap 7, 4), un pequeño resto, perdido en el océano de las multitudes apóstatas. Esos pocos «no podrán comprar ni vender» (Ap 13, 17; 14, 1), ni circular, ni dirigirse a los demás a través de los medios de comunicación, ahora en manos del poder político. Cualquier intento de emigración se tornará impensable, ya que el mundo entero será una inmensa cárcel, sin escape posible. Sólo quedará «refugiarse en el desierto» (cf. Ap 12, 14).
Los que permanecerán fieles serán los que «no se ensuciaron con mujeres» (Ap 14, 4), es decir, con la Mujer, la Ramera. Hombres límpidos, «en cuya boca no se encontró mentira» (Ap 14, 5), hombres lúcidos y valientes, verdaderos baluartes en medio de un huracán, acosados por la traición y el espionaje. En las novelas Su Majestad Dulcinea y Juan XXIII (XXIV), Castellani los imagina cual «guerreros de Cristo», nueva Caballería, al modo de las antiguas Órdenes religioso-militares; los «cristóbales», los llama, «la resurrección de Don Quijote». Sean «combatientes», sean «pacientes», poco les será concedido. Verán el Templo hollado por los impíos, verán cómo la jerarquía del Pseudoprofeta –mercenarios en vez de pastores– enseña una religión nueva. Para colmo, Dios guardará silencio y parecerá endurecer sus oídos a las súplicas de los héroes. Aparecerán como derrotados (cf. Ap 13, 7). Satanás y sus ministros les dirán con sorna: «¿Dónde está vuestro Dios?», y ellos callarán.
Porque lo exterior siempre es secundario. Lo más dramático serán los tormentos interiores que experimentarán los que se obstinen en su fidelidad. Se verán sometidos a noches oscuras interminables, a conflictos de conciencia desgarradores, que en muchos casos no se resolverán en esta vida. Habrá quienes deberán luchar, con sangre en el alma, durante años y años, sin resultado aparente, contra tentaciones supremas, sufriendo «el bofetón de Satanás» (2 Cor 12, 7), sin la ayuda de la gracia sensible; porque «el sol se oscurecerá, la luna se volverá color de sangre, y caerán las estrellas del cielo»... (Ap 6, 12-13). Nadie podría aguantar si Cristo no volviese pronto.
Los primeros mártires debieron luchar contra los emperadores, los últimos contra el mismo Satanás. Por eso serán mártires mayores. Ni siquiera serán reconocidos como mártires, agrega San Agustín, ya que se los condenará como delincuentes ante las multitudes, víctimas de la propaganda. La llamada «opinión pública» estará en favor de esta persecución.
Serán contados, decíamos, los que resistan. Porque las situaciones de heroísmo, sobre todo de heroísmo sobrehumano, son para pocos. El mismo Cristo dijo que cederían «si fuera posible, los mismos escogidos» (Mt 24, 24). Mas no es posible que caigan los escogidos. Un ángel ha comenzado a marcar sus frentes con el nombre del Cordero y de su Padre (cf. Ap 14, 1), y Dios ordena suspender los grandes castigos hasta que estén todos señalados, abreviando la persecución por amor de ellos.
«Su único apoyo serán las profecías –escribe Castellani–. El Evangelio Eterno (es decir, el Apocalipsis) habrá reemplazado a los Evangelios de la Espera y el Noviazgo; y todos los preceptos de la Ley de Dios se cifrarán en uno solo: mantener la fe ultrapaciente y esperanzada... Los fieles de los últimos tiempos sólo se salvarán por una caridad inmensa, una fe heroica y la esperanza firme en la próxima Segunda Venida».
Acompañarán en su resistencia a este pequeño resto dos personajes misteriosos, los llamados Dos Testigos (cf. Ap 11, 1 ss.). No se sabe de cierto quiénes serán. Para algunos, Enoc y Elías, para otros, Moisés y Elías. En el Apocalipsis aparecen como dos grandes y santos paladines, que defenderán a Cristo, y tendrán en sus manos poderes prodigiosos. El Anticristo «les hará la guerra, los vencerá y los matará» (Ap 11, 7). Sus cadáveres quedarán expuestos frente al Santo Sepulcro. Pero luego de tres días y medio el Señor los resucitará (cf. Ap 11, 11).
Hemos considerado ya varios de los personajes del drama apocalíptico: el Dragón, la Primera y la Segunda Bestia, los fieles heroicos y los dos testigos.
Compendiemos lo dicho hasta acá transcribiendo un texto donde Castellani nos ha dejado una especie de «retrato» del Anticristo, junto con una descripción de su modo de gobierno:
El Anticristo no será un demonio sino un hombre demoníaco, tendrá «ojos como de hombre» levantados con la plenitud de la ciencia humana y hará gala de humanidad y humanismo; aplastará a los santos y abatirá la Ley, tanto la de Cristo como la de Moisés; triunfará tres años y medio hasta ser muerto «sine manu», no por mano de hombre; hará imperar la abominación de la desolación, o sea, el sacrilegio máximo; será soberbio, mentiroso y cruel, aunque se fingirá virtuoso; fingirá quizá reedificar el templo de Jerusalén para ganarse a los judíos, pero para sí mismo lo edificará y para su ídolo Maozím ; idolatrará la fuerza bruta y el poder bélico, que eso significa Maozím, «fortalezas» o «munimentos»... pero él será ateo y pretenderá él mismo recibir honores divinos; en qué forma no lo sabemos: como hijo del hombre, como verdadero Mesías, como Encarnación perfecta y Flor de lo humano soberbiamente divinizado...
Fingirá quizá haber resucitado de entre los muertos; ¿usurpará fraudulenta la personalidad de un muerto ilustre? ¿O restaurará un Imperio antiguo ya muerto? Reducirá a la Iglesia a su extrema tribulación, al mismo tiempo que fomentará una falsa Iglesia. Matará a los profetas y tendrá de su parte una manga de profetoides, de vaticinadores y cantores del progresismo y de la euforia de la salud del hombre por el hombre, hierofantes que proclamarán la plenitud de los tiempos y una felicidad nefanda. Perseguirá sobre todo la interpretación y la predicación del Apokalypsis; y odiará con furor aun la mención de la Parusía. En su tiempo habrá verdaderos monstruos que ocuparán sedes y cátedras y pasarán por varones píos religiosos y aun santos porque el Hombre del Delito tolerará un cristianismo adulterado.
Abolirá de modo completo la Santa Misa y el culto público durante 42 meses, 1.260 días. Impondrá por la fuerza, por el control de un estado policíaco y por las más acerbas penas, un culto malvado, que implicará en sus actos apostasía y sacrilegio; y en ninguna región del mundo podrán escapar los hombres a la coacción de este culto. Tendrá por todas partes ejércitos potentes, disciplinados y crueles. Impondrá universalmente el reino de la iniquidad y de la mentira, el gobierno puramente exterior y tiránico, una libertad desenfrenada de placeres y diversiones, la explotación del hombre, y su propio modo de proceder hipócrita y sin misericordia. Habrá en su reinado una estrepitosa alegría falsa y exterior, cubriendo la más profunda desesperación...
La caridad heroica de algunos fieles, transformada en amistad hasta la muerte, sostendrá en el mundo los islotes de la fe; pero ella misma estará de continuo amenazada por la traición y el espionaje. Ser virtuoso será un castigo en sí mismo, y como una especie de suicidio...
6. La Mujer Coronada
En el capítulo 12 del Apocalipsis se habla de otra mujer: «Un signo magno apareció en el cielo. Una mujer vestida de sol y la luna debajo de sus pies. Y en su cabeza una corona de doce estrellas. Y gestaba en su vientre y clamaba con los dolores de parto y con el tormento de dar a luz» (12, 1-2). Los exégetas han aplicado este texto, algunos a la Santísima Virgen, otros a la Iglesia o a Israel. A la Santísima Virgen no parece cuadrarle del todo, al menos directamente, por lo de los «dolores de parto», de que careció, si bien no deja de ser legítimo aplicárselo figurativamente, como lo hace la liturgia y el arte cristiano.
¿Será aplicable a la Iglesia? Así lo han entendido algunos comentaristas según los cuales aquella mujer simboliza a la Iglesia de los últimos tiempos, cristianos y judíos convertidos, que tantas veces los Profetas representaron con los rasgos de una mujer, a la que se promete el perdón de su infidelidad, la purificación plenaria y el Desposorio final. Sin embargo, no parece convenirle plenamente, aunque sí por extensión.
Para otros, figura al Israel de Dios, «que da a luz un hijo varón» (Ap 12, 5). Así lo interpreta Castellani, en la inteligencia de que dicho texto se refiere a la conversión final de los judíos, preanunciada por San Pablo y los profetas. Cuando lleguen los tiempos postreros, los judíos, cuya sangre corre por las venas de María, y de cuya estirpe nació la Iglesia, van a concebir a Cristo por la fe –expresión usual en las Escrituras– y lo van a dar a luz con grandes dolores. En el Calvario le gritaron: «Si eres Hijo de Dios, baja de la Cruz y creeremos en ti» (Mt 27, 40.42), y allí Él les dirá: «Creed en mí y bajaré de la Cruz», escribe nuestro autor.
Por lo general, la tradición católica ha visto en la Parturienta a la Iglesia y a la Sinagoga a la vez, pues entre ellas hay continuidad a los ojos de Dios. Si San Juan vio acaso a María en ese extraño cuadro que nos traza, fue porque María resume a la Iglesia y a la Sinagoga, siendo como es la corona de ambas.
Recordemos que antes se nos habló de otra mujer, la Fornicaria, o Gran Ramera, que simbolizaba la Babilonia pecadora, o también la religión pervertida, entregada a los poderes temporales. Según Castellani, las dos mujeres del Apocalipsis, la Prostituta, que cabalga la Bestia roja, y la Parturienta, vestida del sol de la fe, pisando la luna del mundo, representan la religión en sus dos polos extremos, la religión corrompida y la religión fiel. Una prostituta no se distingue esencialmente de una mujer honesta. Sigue siendo mujer, no se vuelve bestia, si bien San Juan la describe montada sobre la Bestia. Las dos mujeres son hermanas, nacidas de una misma madre, la religión, o mejor, el instinto religioso, inerradicable en el ser humano. Representan las Dos Ciudades de San Agustín, en el paroxismo de su enfrentamiento teológico.
De manera concisa escribe nuestro autor: «El significado concreto y ya esjatológico de las Dos Mujeres es éste, según parece: la Mujer Celestial y Afligida es el Israel de Dios, Israel hecho Iglesia; y concretamente el Israel convertido en los últimos tiempos; la Mujer Ramera y Blasfema es la religión adulterada ya formulada en Pseudo Iglesia en los últimos tiempos, prostituida a los Poderes de este mundo y asentada sobre la formidable potencia política y tiránico imperio del Anticristo».
La mujer vestida de sol sería, pues, Israel, que finalmente entrará en la Iglesia. El proceso histórico fue según sigue. Al comienzo, los judíos rechazaron al Mesías. Pero dicho rechazo no dejó de ser providencial ya que, como escribe San Pablo, «la caída de los judíos trajo la salvación a los gentiles» (Rom 11, 11). Dios permitió la obcecación de los judíos para que el Evangelio, por ellos repudiado, fuera trasladado a los Gentiles. Así las naciones se convirtieron, estableciendo la Cristiandad. Al fin de los tiempos, tras la apostasía de las naciones, los judíos acabarán por convertirse, trayendo con dicha conversión inmensos bienes a todos. Por eso escribió San Pablo: «No quiero, hermanos, que ignoréis este misterio: el endurecimiento parcial que sobrevino a Israel durará hasta que entre la totalidad de los gentiles, y así, todo Israel será salvo, como dice la Escritura» (Rom 11, 25-26). Por lo que concluye el Apóstol: «Si su reprobación ha sido la reconciliación del mundo, ¿qué será su readmisión?» (Rom 11, 15).
En su libro sobre las Parábolas del Evangelio, Castellani relaciona con la imagen de la Parturienta lo que dijo Jesús en la Última Cena: «La mujer que da a luz, sufre porque le llegó la hora; pero cuando ha dado a luz un niño, ya ni se acuerda de su trance, porque nacido es un hombre para el mundo» (Jn 16, 21). A su juicio, las palabras del Señor se refieren de algún modo al retorno glorioso de Cristo. Desde el nacimiento carnal de Jesús –tal sería el hombre nacido para el mundo–, comienza la larga preñez de la Humanidad hacia el nacimiento del Cristo integral. El pueblo judío lo dará a luz con dolores de parto.
El «Signo Grande» se relacionaría, así, con los dos nacimientos de Cristo –typo y antitypo–, y principalmente con su segundo nacimiento integral en la totalidad de su Cuerpo, que acaecerá en los tiempos parusíacos. La Parturienta simbolizaría al Israel que dio a luz a Cristo dos veces; la primera por María Santísima; la otra, futura aún, por su anunciada conversión a Cristo. De este modo los judíos, a cuya raza perteneció María, van a concebir a Cristo de nuevo por la fe, y lo van a dar a luz, por la pública y dolorosa profesión de esa misma fe.
¿En qué momento se convertirán los judíos? Los Santos Padres tienen dos opiniones al respecto. Según algunos, ocurrirá antes de que aparezca el Anticristo. Otros, por el contrario, sostienen que los judíos serán los primeros adeptos del Anticristo, a quien reconocerán como al Mesías esperado, constituyendo su escolta y guardia de corps, según aquello que dijo el Señor: «Yo vine en nombre de mi Padre y no me recibisteis; pero Otro vendrá en su nombre y a ése lo recibiréis» (Jn 5, 43). Sólo a la vista de la Segunda Venida de Cristo, los judíos se convertirán. «Mirarán a quien traspasaron», preanunció el profeta Zacarías (12, 10).
Es sentencia frecuente de los Padres que dicha conversión se deberá principalmente a la predicación de Elías. El mismo Jesús dijo: «Ciertamente, Elías ha de venir a restaurarlo todo» (Mt 17, 11; cf. Mc 9, 11). Junto con Elías, volverá Enoc, el otro Testigo, posiblemente a predicar a los Gentiles.
Apoyándose en Billot, Castellani cree detectar en la actualidad ciertos indicios de una posible conversión de los judíos. Por ejemplo, la propagación del «sionismo», merced al cual los israelitas han recobrado el ardor cívico y las virtudes guerreras, de que el mundo los creía incapaces. Una lengua muerta ha sido resucitada, hecho único en el mundo; en la Universidad de Jerusalén se habla en la lengua sacra de la Biblia. Asimismo se produjo su retorno a Tierra Santa: el término de la dispersión de los judíos por el mundo, que no fue sino castigo de su infidelidad, puede ser también el preludio de su conversión. Hay profecías alusivas en Ez 37, 21; Am 9, 11-12; Bar 2, 34-35.
Sigamos con el texto del Apocalipsis. Cuando la Mujer estaba por dar a luz, un fiero Dragón rojo se detuvo delante de ella con la intención de devorar a su hijo; pero el «hijo varón» (Ap 12, 5), apenas nacido, fue llevado al Trono de Dios para regir a todas las naciones con el cetro mesiánico. El Dragón, lleno de furia, persiguió a la mujer, mas el Señor le dio dos alas como de águila, con que voló al desierto donde sería alimentada durante 1260 días (cf. Ap 12, 13-14). La soledad significa quizás el abandono y desprecio de los neófitos por parte de los judíos no convertidos y del ingente mundo apóstata que los rodea. Al fracasar en su intento, el Dragón «se fue a hacer guerra a los otros de su semilla» (Ap 12, 17). Pareciera suponerse que hay dos grupos de «hijos de la Mujer», los judíos convertidos, y nosotros, los cristianos de la gentilidad; los judíos neófitos y los cristianos viejos.
Del Dragón se dice que «con su cola arrastró la tercera parte de las estrellas del cielo y las precipitó sobre la tierra» (Ap 12, 4). Para explicar este texto recurre Castellani a un teólogo del siglo V, llamado Teodoreto, según el cual las estrellas del cielo que serán arrastradas a la tierra por el Dragón, representan «a los varones brillantes, príncipes no sólo políticos mas también eclesiásticos, doctores y religiosos», que en los tiempos finales perderán la fe, y se pondrán al servicio del Anticristo; apóstatas «inmanentes», los más peligrosos de todos.
A continuación, el texto sagrado describe un combate en las alturas: «Y prodújose una guerra en el cielo. Mikael y sus ángeles salieron a guerrear con el Dragón» (Ap 12, 7). He aquí otro personaje de este drama sagrado, una figura que si bien aparece fugazmente, no por ello su acción resulta menos contundente, la de Mikael, empeñado en lucha grandiosa con el Dragón y sus adláteres de la tierra. Se juntan aquí dos batallas, muy separadas en el tiempo. En la primera, que se desarrolla en las alturas, el Ángel arroja al Dragón del cielo a la tierra (cf. Ap 12, 9). Allí el demonio recobra el aliento e instaura su reino por medio del Anticristo. Entonces los que se arrodillen ante la Bestia gritarán: «¿Quién como la Bestia? ¿Y quién podrá luchar contra ella?» (Ap 13, 4). Grito siniestro, que se enfrenta con el grito de San Miguel. Como se sabe, Mikael significa «¿Quién como Dios?». Mikael es un nombre y un clamor. Son dos gritos que se confrontan: «¿Quién como la Bestia?» y «¿Quién como Dios?». Cuando la victoria del Anticristo y de su Pseudoprofeta parezca ineluctable, «en aquel tiempo se levantará [de nuevo] Mikael, Príncipe de nuestro pueblo», como profetizó Daniel (12, 1). La lucha en el cielo será doblada de una última lucha religiosa sobre la tierra.