sábado, 31 de diciembre de 2011

APOCALIPSIS - 3

El último remezón

«Cuando se terminen los mil años –prosigue el texto revelado–, será Satanás soltado de su prisión y saldrá a seducir a las naciones de los cuatro extremos de la tierra, a Gog y a Magog, y a reunirlos para la guerra, numerosos como la arena del mar» (Ap 20, 7-8).
No sabemos por qué tendrá que ser soltado de nuevo Satanás, comenta Castellani. Algunos opinan que aunque el demonio haya sido ligado, y por ende las tentaciones graves se encuentren amenguadas, el hombre no estará inmune de entibiarse. Es cierto que las manifestaciones frecuentes de Cristo y de sus santos fomentarán singularmente las virtudes, pero con todo, el hombre es veleidoso, y no hay cosa que a la larga no le infunda desgano. La paz, la tranquilidad y la abundancia de aquel tiempo podrán suscitar incuria o desidia, de modo que las pasiones se vuelvan a encender y se multipliquen las faltas, tornándose raras las apariciones de los santos. Será preciso trillar de nuevo el campo de las almas. El esplendor anterior, inficionado por la tibieza, requerirá una última purificación.
¿Quiénes son Gog y Magog? Hay que recordar acá los capítulos 38 y 39 de Ezequiel, de índole apocalíptica, donde se describe un terrible combate contra el príncipe Gog, rey de Magog, su ulterior derrota, y la consiguiente glorificación de Israel. Al parecer, el profeta alude a los infieles de los últimos tiempos, los cuales, como dice el Apocalipsis, «cercaron el campamento de los santos y de la Ciudad Amada» (Ap 20, 9). La Ciudad Amada es Jerusalén, donde vive la Israel convertida, reunida de entre todas las naciones, y habitando en paz la Tierra Santa.
Sigue diciendo el Apocalipsis: «Pero bajó fuego del cielo y los devoró. Y el Diablo, su seductor, fue arrojado al lago de fuego y azufre, donde están también la Bestia y el Falso Profeta, y serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos» (Ap 20, 9-10). Esto recuerda el texto de Ezequiel, a que acabamos de aludir (cf. 38, 22). La Ciudad Santa no será, pues, ocupada, ni el Reino de los Santos destruido, aunque peligre por un momento.
Los milenistas defienden porfiadamente, observa Castellani, que la derrota del Anticristo y la del ejército Gog-Magog son dos cosas distintas, inasimilables. Se apoyan para ello en el texto mismo de San Juan: en el primer caso, la guerra era dirigida por la Bestia y el Falso Profeta, en el segundo, por el Demonio; allá fueron vencidos por el Verbo de Dios, el caballero del blanco corcel, que bajó con sus santos desde las nubes, acá son devorados por el fuego del cielo, sin que Cristo se mencione para nada; allá no se habla de campamentos ni de ciudades, acá es asediada la Ciudad Santa; allá los judíos se convierten, acá aparecen ya convertidos, viviendo juntos y serenamente en su tierra. Trátase, por consiguiente, de dos guerras diferentes, la del Anticristo, antes de comenzar el Milenio, y la de Gog y Magog, a su término.
¿Quiénes son concretamente los que se rebelaron? Según algunos, grupos diversos de disconformes y recalcitrantes, que habrían resistido el Señorío de Cristo durante el Milenio en distintos rincones de la tierra, como de hecho sucedió en Europa durante la Cristiandad medieval, cuando había enclaves de paganos pertinaces. Serán ellos quienes integren el ejército rebelde de Gog y Magog.
Tras el relato de la derrota de estos últimos, el Apocalipsis describe la resurrección final y el juicio postrero: «Vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie delante del trono; fueron abiertos unos libros, y luego se abrió otro libro, que es el de la vida; y los muertos fueron juzgados según lo escrito en los libros, conforme a sus obras... El que no se halló inscrito en el libro de la vida fue arrojado al lago de fuego» (Ap 20, 12.15). El Juicio postrero es el umbral de la vida eterna. Dicha vida no implicará la destrucción del Reino de Cristo sino su compleción, de modo que resulta equitativo decir que el Reino Milenario será imperecedero, según se afirma en el Credo: «Cuyo Reino no tendrá fin».
Culmina San Juan su visión: «Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar no existe ya. Y vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo» (Ap 21, 1-2).
Se habla, ante todo, de «un cielo nuevo y una tierra nueva». Nuestra tierra y nuestro cielo, después de haber sido purgados por la llama, se mostrarán transfigurados, como nuevos. Porque también este mundo debe ser restaurado; no solamente las almas individuales, sino también los cuerpos, la naturaleza, las plantas, los animales, los astros, todo debe ser purificado plenamente de las consecuencias del Pecado, que no son otras que el Dolor y la Muerte. Y para llegar a ello, bien valió la pena haber pasado por una gran Angostura.
Asimismo el vidente habla de «la nueva Jerusalén», que desciende de lo alto. Los exégetas no coinciden en la interpretación de lo que significa esta ciudad esplendorosa. Según el P. Castellani, hay dos Jerusalenes, la celestial y la terrena. La Jerusalén celestial es la actual asamblea de los santos, o sea, lo que llamamos el Cielo. Pero esta Jerusalén celeste no es la que ve bajar ahora el Profeta. No es la esposa de Dios, sino la novia del Cordero, que desciende del cielo a la tierra en el resplandor de las piedras preciosas y el fulgor del jaspe. Trátase de una ciudad amurallada y medida, con doce puertas y doce pilares, en forma de cubo perfecto. La luz que la ilumina no es otra que el Cordero. Un río de agua viva la surca, y en medio de la plaza, a uno y otro lado del río, hay árboles de Vida, cuyas hojas son medicinales (cf. Ap 21, 9 - 22, 2).
Así la describe el Profeta. Y la promete para los últimos tiempos, para después de la Segunda Venida. Bien observa Castellani que la historia de la humanidad se enmarca entre dos ciudades, descritas respectivamente en el primero y en el último libro de las Escrituras. La ciudad inicial es Babel, ciudad de confusión, que los hombres prometeicos se propusieron edificar pelagianamente con sus propios músculos, y la segunda es la Nueva Jerusalén, ciudad de la gracia, que desciende de lo alto. El Anticristo pretendió usurpar el ideal de unidad del género humano mediante la instauración perversa de su Imperio Universal. Todo en vano, ya que sólo Cristo es el Señor de la Historia, y el verdadero principio de cohesión del Universo. Por eso Juan describe a la Nueva Jerusalén como una Ciudad, símbolo de la unidad social del hombre restaurado.
Ciérrase el Apocalipsis con el Cielo Eterno, o sea el Mundo de la Visión Beatífica.

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