miércoles, 31 de agosto de 2011

COMO PROCEDEN LOS ANTI-XTIANOS

Demoledora crónica sobre lo que sucedió en realidad en Sol entre indignados y peregrinos, por Fernando Lázaro, periodista de investigación de «El Mundo», describe cómo y por culpa de quién empezaron los incidentes.
Por su evidente interés y su carácter de testimonio directo, reproducimos a continuación la crónica del periodista Fernando Lázaro en el diario El Mundo, publicada el jueves 18 de agosto, sobre lo que sucedió en la Puerta del Sol entre indignados y peregrinos. A quienes todavía intentan "repartir" culpas no les vendrá mal leer estas líneas.

Cacería contra el peregrino en Sol
«Cuando tengo que ocuparme de informar sobre manifestaciones acudo con mucha antelación para empaparme del ambiente. El miércoles no fue una excepción. Cogí el Metro. Y vi un Metro tomado por jóvenes, muy jóvenes. Y vi un ambiente festivo, desde Cibeles hasta Sol. Madrid era peregrino y multicolor. Pasé por el kilómetro 0 y vi una plaza repleta de peregrinos-turistas. Y me acerqué hasta Tirso de Molina, lugar de donde arrancaba la manifestación laica, anti Papa y, por lo que se vio, anti peregrinos.
Inicialmente el despliegue policial era discreto, quizá demasiado. Apenas una veintena de agentes de las Unidades de Intervención Policial acompañaba a la cabecera de la manifestación. Y, como era de esperar, el punto caliente fue Sol, con la llegada de los manifestantes al cruce con la calle Carretas. La Policía había abierto un pasillo de anchura suficiente para que la manifestación atravesara la zona. Fue allí donde los más radicales de la manifestación y los peregrinos cruzaron gritos:"Pederastas", "nazis" e "hijos de puta" era contestado por los pocos jóvenes que había en la zona con gritos a favor del Papa. Que nadie me lo cuenta, que yo estaba allí.
»La Policía puso un leve cordón de separación en esa esquina, pero poco más. Y los manifestantes iban ganando metros. Su intención era clara. Los más radicales querían tomar la plaza. "Esta es nuestra plaza" y gritos de "fuera, fuera; menos rezar y más follar". El tono fue adquiriendo un aire amenazador tremendo. Las caras de los radicales estaban completamente desencajadas, fuera de sí. Había a quien la vena del cuello ya no se le podía agrandar más. Llevo más de 20 años haciendo información sobre seguridad y terrorismo, pero hacía muchos años que no veía tanta inyección de sangre en ojos de manifestantes. No eran todos, ni mucho menos, pero algunos daban miedo. Muchos estaban fuera de sí. "Os vamos a quemar como en el 36", gritaban a los jóvenes de la JMJ. Que nadie me lo cuenta, que yo estaba allí.
»En el esquinazo de la polémica no habría más de un centenar de peregrinos. No era para nada una contramanifestación. No ocupaban la zona por la que tenía que atravesar la marcha laica. Esos peregrinos eran extranjeros. Allí había italianos, belgas, australianos, franceses, italianos, egipcios... Y algún español, sobre todo voluntarios. La media de edad, menos de 18 años. Que nadie me lo cuenta, que estaba allí y lo vi en primera persona.
»El Ministerio del Interior ya estaba avisado de que era una zona de riesgo, que no era recomendable autorizar esa marcha y menos por ese recorrido. Los informes apuntaban a que podía haber una importante infiltración de radicales en la manifestación de laicos.
Porque, eso sí, el grupo de radicales, violentos, que se comportaron como energúmenos, no superaría el millar en una marcha que congregó a varios miles de asistentes. La visceralidad de los ataques de esos radicales fue intensa. Poco a poco fueron tomando la Puerta del Sol. Bordearon el cordón policial por derecha y por izquierda. La siguiente maniobra, ante la inicial pasividad de los agentes, fue rodear a los pequeños grupos de peregrinos y, mediante empujones, gritos, insultos y patadas, sacarlos de la plaza. También tuve que sufrir esos empujones y patadas. Peregrinos, periodistas... qué más les daba, la plaza tenía que ser suya. Sobrábamos los demás. Que nadie me lo cuenta, que yo estaba allí.
»Primero actuaron contra un grupo de apenas media docena de australianos. Después les tocó a los franceses. Los italianos no se quedaron al margen. A los egipcios también les tocó.
»Algunos peregrinos, veteranos, hacían frente a los insultos de los autodefinidos como indignados, que buscaban el cuerpo a cuerpo. Y así, al grito de "ésta es nuestra plaza", los radicales que participaron en la manifestación ocuparon de nuevo la Puerta del Sol. Durante estas maniobras de desalojo de peregrinos la pasividad policial fue total. No pude evitarlo. Ya al cuarto incidente de acoso, hostigamiento y empujones contra peregrinos me acerqué a los policías, que permanecían en los alrededores del edificio de la Comunidad de Madrid, para advertir de que la situación estaba tomando un sesgo extremadamente peligroso. Silencio. Que nadie me lo cuenta, que yo estaba allí.
»Una vez expulsados de la plaza, los radicales dirigieron sus esfuerzos a controlar el Metro. Por allí salían decenas de jóvenes peregrinos que se dirigían a cenar. No menos de 500 personas se concentraron en la puerta del suburbano. Allí se montó la mundial. Este grupo, de nuevo incontrolado, comenzó a arremeter contra todos los peregrinos. Insultos, coacciones (ya sabéis, eso de gritarte a la cara a menos de 15 centímetros), escupitajos... La escena era dantesca. Auténticos cafres lanzando gritos y amenazas a los jóvenes (por cierto, la mayoría mujeres) que salían del Metro.
»Vi mucho pánico en los ojos de los peregrinos y vi a muchas, digo bien, a muchas que al ver el espectáculo rompieron a llorar de puro miedo. Aún tardó la Policía en llegar a la zona. Abrió un pasillo para que los peregrinos salieran de Sol. Los radicales eran los dueños del kilómetro 0. Se envalentonaron más y arremetieron contra la Policía. Y un radical con numerosos antecedentes dio el pistoletazo de salida a los incidentes.
Una botella contra los agentes y la Policía cargó. Antes, las mochilas naranjas, los crucifijos y hasta los alzacuellos eran una "provocación" para esos radicales. "Es que nos están provocando", "es que están rezando", se justificaba uno de los empujadores profesionales. Y se me ocurrió preguntar por qué les provocaban. "Porque están aquí, porque existen, porque les vamos a prender fuego otra vez, como en el 36". Madrid era hasta ahora una ciudad donde cabían todos los pensamientos. En Sol, eso se acabó.»

* * * * * * *

«El “enemigo” se encuentra por todas partes y en medio de todos. Sabe ser violento y taimado. En estos últimos siglos ha intentado llevar a cabo la disgregación intelectual, moral, social de la unidad del organismo misterioso de Cristo. Ha querido la naturaleza sin la gracia; la razón sin la fe; la libertad sin la autoridad; a veces, la autoridad sin la libertad. Es un “enemigo” que cada vez se ha hecho más concreto, con una despreocupación que deja atónitos todavía: Cristo, sí; Iglesia, no. Después: Dios, sí; Cristo, no. Finalmente el grito impío: Dios ha muerto; más aún, Dios no ha existido jamás. Y he aquí la tentativa de edificar la estructura del mundo sobre fundamentos que Nos no dudamos en señalar como los principales responsables de la amenaza que gravita sobre la humanidad: una economía sin Dios, un derecho sin Dios, una política sin Dios. El “enemigo” se ha preparado y se prepara para que Cristo sea un extraño en la universidad, en la escuela, en la familia, en la administración de la justicia, en la actividad legislativa, en la inteligencia entre los pueblos, allí donde se determina la paz o la guerra»
Pío XII, Discurso en el XXX Aniversario de la Acción Católica Italiana, 12-10-1952.

UNA DEMOCRACIA MÁS UNIVERSAL QUE LA IGLESIA CATÓLICA (UNA DE LAS LOCURAS MODERNISTAS, DE POSTRE)
Pero más extrañas todavía, tremendas y dolorosas a la vez, son la audacia y la ligereza de espíritu de los hombres que se llaman católicos, que sueñan con volver a fundar la sociedad en tales condiciones y con establecer sobre la tierra, por encima de la Iglesia católica, “el reino de la justicia y del amor”, con obreros venidos de todas partes, de todas las religiones o sin religión, con o sin creencias, con tal que olviden lo que los divide: sus convicciones filosóficas y religiosas, y que pongan en común lo que los une: un generoso idealismo y fuerzas morales tomadas “donde les sea posible” (…)
¿Qué van a producir? ¿Qué es lo que va a salir de esta colaboración? Una construcción puramente verbal y quimérica, en la que veremos reflejarse desordenadamente y en una confusión seductora las palabras de libertad, justicia, fraternidad y amor, igualdad y exaltación humana, todo basado sobre una dignidad humana mal entendida. Será una agitación tumultuosa, estéril para el fin pretendido y que aprovechará a los agitadores de las masas menos utopistas (…)
Nos tememos algo todavía peor. El resultado de esta promiscuidad en el trabajo, el beneficiario de esta acción social cosmopolita no puede ser otro que una democracia que no será ni católica, ni protestante, ni judía; una religión (…) más universal que la Iglesia católica, reuniendo a todos los hombres, convertidos, finalmente, en hermanos y camaradas en “el reino de Dios”. “No se trabaja para la Iglesia, se trabaja para la humanidad”.

Papa San Pío X. 25 de agosto de 1910. Extracto de su Encíclica “Notre charge apostolique”

martes, 30 de agosto de 2011

Naúfragos a la deriva - 3

Albert CAMUS
El doctor Rieux decidió redactar la narración que aquí termina, por no ser de los que se callan, para testimoniar en favor de los apestados, para dejar por lo menos un recuerdo de la injusticia y de la violencia que les había sido hecha y para decir simplemente algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio. «Si hay un pecado contra la vida, no es quizá tanto desesperar de ella como esperar otra vida. »

Los biógrafos del escritor francés Albert Camus (1913-1960), premio Nobel de Literatura en 1957, atribuyen su profunda incredulidad a una herida que nunca cicatrizó, producida en la adolescencia por el zarpazo del mal. Vivía en Argel, tenía quince o dieciséis años y paseaba con un amigo por la orilla del mar. Se encontraron con un revuelo de gente. En el suelo yacía el cadáver de un niño árabe, aplastado por un autobús. La madre daba alaridos y el padre sollozaba en silencio. Camus, después de unos momentos, señaló el cadáver, levantó la vista al cielo y dijo a su amigo: «Mira, el cielo no responde.»

A partir de entonces, cada vez que intente superar ese impacto, se levantará en él una ola de rebeldía. Le parecerá que toda solución religiosa tendrá que ser necesariamente una falacia, una forma de escamotear una tragedia que no debiera haberse producido nunca. Desde ese suceso, entre Camus y Dios habrá demasiados carros atollados en el camino. El escritor da la espalda a Dios y se abraza a la religión de la dicha: «Todo mi reino es de este mundo», dirá. Y también: «He deseado ser dichoso como si no tuviera otra cosa que hacer. »

Pero Camus sufre en sus carnes el golpe brutal de la enfermedad grave. Dos brotes de tuberculosis truncan su carrera universitaria y oscurecen el horizonte azul de un joven que reconoce su pasión hedonista por el sol, el mar y otros placeres naturales. El absurdo se instala en una vida que sólo quería cantar. Y es entonces cuando hace decir a Calígula esa verdad tan sencilla, tan profunda y tan dura: «los hombres mueren y no son felices».

Para Camus, la felicidad será la asignatura siempre pendiente en el currículo de la humanidad. Una vida abocada a la muerte convierte la existencia humana en un sinsentido y hace de cada hombre un absurdo. Contra ese destino escribirá El mito de Sísifo, donde su solución voluntarista se resume en una línea: «es preciso imaginarse a Sísifo dichoso». Y la dicha de su Sísifo, que bien puede ser Mersault, el protagonista de El extranjero, es la autosugestión de creerse dichoso. La víspera de su ejecución, después de rechazar al capellán de la prisión porque «ninguna de sus certezas valía un cabello de mujer», se queda dormido. Después se despierta «con estrellas en el rostro»...

Como si esta gran cólera me hubiera purgado del mal, vaciado de esperanza, ante esa noche cargada de signos y de estrellas, me abrí a la tierna indiferencia del mundo. Al experimentarlo tan parecido a mí, tan fraternal en fin, sentí que había sido dichoso, y que lo era todavía.

La novela La peste es un nuevo intento de posibilitar la vida dichosa en un mundo sumergido en el caos y abocado a la muerte. En sentido estricto, es la crónica minuciosa y terrible de una epidemia que se abate sobre Orán. En sentido simbólico, es Francia bajo la ocupación de la Alemania nazi, y también una reflexión sobre las diversas caras del mal. Más que una novela, La peste es la radiografía de la generación que ha vivido la segunda guerra mundial. Camus ya no habla de su sufrimiento individual, sino de esa inmensa ola de dolor que sumergió al mundo a partir de 1939. En sus páginas finales, nos recuerda que las guerras, las enfermedades, el sufrimiento de los inocentes, la maldad del hombre hacia el hombre... sólo conocen treguas inciertas, tras las cuales reanudarán su ciclo de pesadilla. Éstas son sus palabras:

Escuchando los gritos de alegría que subían de la ciudad, Rieux recordaba que esta alegría estaba siempre amenazada. Porque sabía lo que esta multitud alegre ignoraba, aunque puede leerse en los libros: que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenas de años dormido en los muebles y en la ropa, que espera pacientemente en las habitaciones, en los sótanos, en los baúles, en los pañuelos y en los papeles, y que quizá llegaría un día en que, para desgracia y enseñanza de los hombres, la peste despertaría otra vez a sus ratas y las enviaría a morir en una ciudad dichosa.

Cómo encontrar sentido a una vida que sólo tiene la muerte como telón de fondo es el reto que Camus asumirá en La peste. Y ese sentido va a ser la solidaridad y la honradez que llevan a varios de sus personajes a quedarse libremente en Orán, a no dar la espalda a los infectados y a unir sus esfuerzos contra la epidemia. Una solidaridad y una honradez sin raíces religiosas. El doctor Rieux, como Iván Karamazov, rechaza una creación en que los inocentes son torturados. En La peste, el cielo sigue sin responder a Camus, y el novelista no parece dispuesto a dar facilidades: «Yo no parto del principio de que la verdad cristiana sea ilusoria. Nunca he entrado en ella, eso es todo.» Aquí, sin duda, Pascal hubiera insinuado a su compatriota que, para el que no quiere abrir los ojos, toda la luz del sol es poca. Pero Camus se reafirma en su naturalismo sin Dios: Bajo el sol de la mañana una gran dicha se balancea en el espacio. Muy pobres son los que tienen necesidad de mitos.

Camus llama mitos a las ideologías que han engañado al hombre moderno en nombre de conceptos como raza, partido o Estado. Tarrou, uno de los personajes de La peste, se entera un día de que, en el partido al que se ha afiliado, se miente, se encarcela y se fusila en nombre de un ideal futuro. Un día asiste a una ejecución por fusilamiento: el horror del espectáculo le obsesiona, del mismo modo que obsesionó a Dostoievski. Tarrou abandona entonces el partido comunista, que para Camus representa a todos los partidos que, en nombre de una ideología, encarcelan y matan. Ponía Camus, como ejemplo de amistad verdadera, la de un hombre cuyo amigo había sido encarcelado y todas las noches se acostaba en el suelo de su habitación para no gozar de una comodidad arrebatada a aquel a quien amaba.

Añadía el novelista que la gran cuestión para los hombres que sufrimos es la misma: ¿Quién se acostará en el suelo por nosotros? Para un espectador neutral que conozca el cristianismo, esta pregunta recibe la respuesta más completa en la muerte de Cristo y en el ejemplo de su vida. Él es el buen samaritano que nos advierte contra la indiferencia ante el dolor ajeno, que nos anima a pararnos junto al que sufre y no pasar de largo. Así se puede entender que parte del sentido del sufrimiento quizá consista en ser despertador de un amor compasivo y desinteresado hacia el prójimo sufriente. Y estos sentimientos, que encontramos en La peste sin referencia religiosa, se reafirman al escuchar el agradecimiento de Cristo porque «estuve enfermo y en la cárcel y vinisteis a verme». La reflexión sobre estas breves palabras determinó la conversión de Francesco Carnelutti, un célebre penalista italiano. De forma implícita, su testimonio es quizá la respuesta adecuada a la gran pregunta de Camus: Ante mis ojos pasaron asesinos, violadores, parricidas, ladrones, y toda esa humanidad desconcertante, reducida con frecuencia a la condición animal. Y vi que el Dios de los cristianos se identificaba con ellos, sin excepciones ni exclusiones. No se identificaba sólo con la aristocracia de los presos políticos, o con los condenados injustamente, sino con el delincuente común. Entonces comprendí que ninguna fantasía religiosa podía haber inventado un Dios así. Sólo el propio Creador de esa humanidad oscura y desesperada podía haberse identificado con ella.



Auguste COMTE
La estatua de la Humanidad tendrá por pedestal el altar de Dios.

El positivismo
El siglo XX hereda del XIX tres poderosas concepciones ateas de la vida: el positivismo, el comunismo y el irracionalismo. En el origen de esta triple herencia, encontramos, respectivamente, a Comte, Feuerbach y Nietzsche. Auguste Comte (1798-1857) nació en Montpellier en una familia modesta, católica y monárquica. Estudió en la famosa Escuela Politécnica de París y se formó en la lectura de los en- ciclopedistas franceses y los empiristas ingleses. Al referirse a su fortísima y precoz vocación reformadora, escribirá:
Después de cumplir los catorce años, experimenté la necesidad fundamental de una regeneración universal, política y filosófica al mismo tiempo, bajo el impulso activo de la saludable crisis revolucionaria cuya fase principal había precedido a mi nacimiento. Comte, hijo legítimo de la Ilustración, estaba convencido de que la razón humana - la diosa Razón- es capaz de conocer a fondo todos los ámbitos de la realidad –el científico, el filosófico, el teológico, el artístico...-, sin que nada, absolutamente nada, quede fuera de su tupida red conceptual. Si algo parece escapar a esa malla, no será por mucho tiempo, pues el mito del progreso nos asegura que pronto apuraremos la copa de la sabiduría definitiva. Si algo, a pesar de todo, se resiste a ser comprendido, será tachado de irracional, de falso problema.
Educado en la tradición racionalista, Comte funda el positivismo, corriente de pensamiento que reduce el conocimiento humano al método científico experimental, declarando incognoscible la realidad inmaterial. El positivismo se atiene sólo a los «hechos positivos», entendiendo por tales los que pueden ser captados directamente por los sentidos y ser sometidos a verificación cuantitativa. Si es de justicia reconocer que supuso un importante avance para las ciencias empíricas y sociales, al mismo tiempo hay que achacarle una reducción arbitraria del conocimiento humano, porque, al descartar a priori toda realidad metafísica, queda atrapado en su propio materialismo.
La Ilustración y el positivismo entienden que el ser humano ha vivido prisionero de creencias irracionales y de supersticiones sostenidas por la autoridad y la costumbre. Pero ha llegado la hora de la Razón, y ella se encargará de luchar contra la ignorancia y dirigir nuestros destinos. Comte supuso que la humanidad atraviesa en su historia tres etapas sucesivas: la religiosa, la metafísica y la científica o positiva, que se corresponden con la infancia, la juventud y la madurez humanas. El hombre primitivo ignora todo, teme todo y cree que las fuerzas de la naturaleza son dioses y espíritus superiores. Con el tiempo, la razón va depurando esta explicación politeísta hasta llegar a un solo Dios, concebido como supremo principio metafísico. Pero la evolución constante de la razón acaba por descubrir que la metafísica es irreal e innecesaria, pues para explicar totalmente el universo sobra Dios y basta el conocimiento científico basado en la observación de los hechos y en la deducción matemática. El misterio desaparece y se convierte en problema, en algo que se resolverá cuando poseamos todos los datos. En esta progresión, el estadio positivo será el definitivo. En él, la ciencia lo explicará todo y sustituirá para siempre a los ídolos religiosos y a los mitos metafísicos.
Esta ley de los tres estadios -religioso, metafísico y científico o positivo- es muy sencilla de entender, pero no explica por qué los europeos de los siglos góticos sintieron al mismo tiempo una atracción irresistible por la metafísica y la religión. Si la ciencia, a su vez, entierra la religión y la metafísica, ¿qué decir cuando científicos como Pascal, Newton, Copérnico o Heisenberg se declaran íntimamente metafísicos y religiosos? Comte quiso acabar con la filosofía y con la religión, y consiguió que las tesis positivistas fueran para muchos intelectuales los dogmas de una nueva religión laica. Así, científicos y humanistas creyeron ciegamente los postulados más dudosos y las conclusiones más ingenuas. En nombre de la ciencia triunfó demasiadas veces la credulidad. Asombra, por ejemplo, que hombres como Pío Baroja llegaran a sostener ideas como las que pone en boca de uno de sus personajes: «¿No era científicamente un poco absurdo el furor que le entraba muchas veces al ver las injusticias del pueblo? ¿No estaba también determinado {...} que su cerebro tuviera una irritación que le hiciera protestar contra aquel estado de cosas violentamente?»
Lo cierto es que el positivismo dominó gran parte de la cultura europea durante un siglo. Fueron los años en los que la revolución industrial y científica llevaron a pensar, con entusiasmo general, que el progreso humano y social, además de constituir la verdadera y única fuente de la felicidad, era imposible de detener.
Flotaba en el ambiente un optimismo general, surgido de la certidumbre de avanzar hacia un bienestar generalizado en una sociedad pacífica y rebosante de solidaridad entre los hombres. Pero el positivismo pasa por alto lo que Dostoievski denominaba la mitad superior del ser humano: el complejo mundo de la interioridad personal. Y aspira a la objetividad, cuando la objetividad tampoco es toda la verdad. «La versión integral de la realidad no es, como tantas veces se supone, el puro objeto, sino esa complejísima trama de lo objetivo y lo subjetivo que constituye la existencia», dirá Ernesto Sábato. Existen múltiples ejemplos. Tú mismo, lector o lectora de esta página, puedes pesar 70 kilos, pero tú no eres 70 kilos. Y mides 180 centímetros, pero no eres 180 centímetros. Las dos medidas son exactas, pero tú eres mucho más que una suma exacta de centímetros y kilos. Tus dimensiones más genuinas no son cuantificables: no se pueden determinar numéricamente tus responsabilidades, tu libertad real, tu capacidad de amar, tu antipatía hacia tal persona o tus ganas de ser feliz. Con esto quiero decir que el éxito de la ciencia, y también su límite, consiste en su capacidad de cuantificar, pero los aspectos cuantificables de la realidad no son toda ella.
Por consiguiente, no parece legítima la pretensión positivista de considerar como único objeto de conocimiento lo que se puede medir, contar, verificar y expresar numéricamente. El prestigio de la ciencia llena nuestro tiempo, pero, al tomarla como único conocimiento posible, «se observa que no colma la vida del hombre, pues no habla de valores, de sentido, de metas y fines, de todo cuanto el ser humano requiere en su vida diaria auténtica. El mundo de la objetividad científica es un mundo cerrado e inhóspito» (López Quintás). Más allá de la ciencia, en cambio, encontramos la cara más interesante del ser humano, esa «mitad superior», en expresión de Dostoievski, donde aparecen aspectos tan poco cuantificables como los sentimientos: no se pueden pesar, pero nada pesa más en la vida. Se ha dicho que lo más importante en la vida es los amigos, pero la amistad no es asunto científico.

La religión positivista
En La filosofía de Agusto Comte, escribe Levy-Bruhl: «La historia de la humanidad puede ser representada, en cierto sentido, como una evolución que va de la religión primitiva (fetichismo) a la religión definitiva (positivismo).» Hablar de religión positivista sonará siempre a metáfora. Sin embargo, por increíble que pueda parecer, Comte diviniza su propio método y se declara fundador y Sumo Pontífice de esa nueva religión: Estoy persuadido de que, antes de 1860, predicaré el positivismo en Notre-Dame como la única religión real y completa.
El propósito de regenerar la sociedad asume en Comte la forma de una religión en la que se sustituye el amor a Dios por el amor a la Humanidad: el Ser que engloba y trasciende a todos los individuos. A imitación del universalismo católico, Comte crea su propio sistema eclesiástico y lo dota de dogmas filosóficos y científicos, ochenta fiestas, nueve sacramentos y sacerdocio. Habrá un bautismo laico y los días estarán consagrados a cada una de las siete ciencias. Los institutos científicos serán los nuevos templos laicos, habrá un Papa positivista, los jóvenes obedecerán a los ancianos y estará prohibido el divorcio.
Comte no simpatiza con el ateísmo a secas, pues le parece una postura negativa y pobre, que deja insatisfechas en el corazón del hombre las necesidades a las que Dios había respondido. En cambio, la nueva religión positivista orienta nuestros sentimientos y pensamientos hacia la Humanidad, «el único y verdadero gran Ser, del cual somos conscientemente miembros necesarios». De esta manera, «la Humanidad sustituye definitivamente a Dios». Y un día, convertida la catedral de Notre-Dame en el gran Templo occidental, «la estatua de la Humanidad tendrá por pedestal el altar de Dios». El positivismo es esencialmente una «religión de la Humanidad». Comte no dudaba en oponer a los «esclavos de Dios» a los «servidores de la Humanidad». Y «en nombre del pasado y del porvenir» invitaba a éstos, únicos capaces de «organizar la verdadera Providencia», a apartar para siempre a aquellos «perturbadores y reaccionarios». En su personal propuesta política, Comte excluía de los puestos directores de su ciudad, «por ser reaccionarios y perturbadores», a «católicos, protestantes y deístas»; en una palabra, «a todos los diversos esclavos de Dios».
En el peculiar calendario de la religión positivista, Comte ha previsto que se dé culto, según los meses y los días, a grandes bienhechores de la Humanidad: científicos, políticos, filósofos, militares y fundadores religiosos. Entre estos últimos, encontramos a Confucio, Moisés y Mahoma, pero no aparece Jesucristo. El fundador de la religión de la Humanidad declara que «mirará siempre como una obligación sagrada la justa glorificación de sus predecesores», pero ignora sistemáticamente al más importante. Cuando necesita nombrarlo, utiliza una perífrasis y no disimula su hostilidad: «Este personaje», que no fue más que un «aventurero religioso», no ha aportado nada a la humanidad, y era «esencialmente un charlatán», un «falso fundador, cuya larga apoteosis suscitará en el futuro un irrevocable silencio».
Si el cristianismo mira al cielo, la religión positivista mira a la tierra, y en ese sentido la política es el todo de esta religión. Lo mismo que Platón quiere que los filósofos gobiernen la polis, Comte aspira a que los positivistas gobiernen los Estados: Apoderaos de la sociedad, pues os pertenece, no según derecho, sino por un deber evidente, basado en vuestra exclusiva aptitud para dirigirlo bien, ya como consejeros especulativos, ya como dirigentes activos. No hace falta disimular que los servidores de la Humanidad vienen a sustituir a los servidores de Dios en todos los aspectos de los asuntos públicos, porque han sido incapaces de interesarse bastante por ellos y comprenderlos realmente.

lunes, 29 de agosto de 2011

Náufragos a la deriva - 2

Jorge Luis BORGES

Nadie rebaje a lágrima o reproche Esta declaración de la maestría de Dios, que con magnífica ironía Me dio a la vez los libros y la noche. ¿El hombre? Un ser que sufre, que ama, que va a morir y que lo sabe. Náufrago a la deriva del deseo de felicidad, zarandeado sin remedio -como se lamenta Hamlet- por los mil naturales conflictos que constituyen la herencia de la carne.

Jorge Luis Borges (1898-1986), el más célebre de los escritores argentinos, ciego desde la mitad de su vida, resume la grandeza, la miseria y el enigma de la condición humana en tres versos magníficos:
Para mí soy un ansia y un arcano,
una isla de magia y de temores,
como lo son tal vez todos los hombres.


«Una isla de magia y de temores. » Incomparable expresión que condensa ese constante deseo humano de plenitud, más o menos latente o despierto, pero siempre presente. Y también la desazón de lo que no se alcanza o nunca se logra plenamen- te, porque nos toparemos con la muerte inevitable, pues todos somos «una sombra
que la Sombra amenaza». Por eso: Un hombre solo en una tarde hueca deja correr sin fin esta imposible nostalgia, cuya meta es una sombra.

¿Y después de la muerte? Borges no tiene respuesta para tal pregunta. Es un interrogante que se contesta con otro interrogante: ¿Dónde estarán?, pregunta la elegía de quienes ya no son, como si hubiera una región en que el Ayer pudiera ser el Hoy, el Aún y el Todavía. Como si el que ayer estuvo vivo viviera aún, alentase entre los vivos todavía.

Borges no niega ni afirma la existencia después de la muerte. Caben para él ambas posibilidades, pues «nadie sabe de qué mañana el mármol puede ser la llave». Pero su corazón le pide plenitud:
¿Qué arco habrá arrojado esta saeta
que soy? ¿Qué cumbre puede ser la meta?


Para su padre muerto, la plenitud que Borges desea es el cielo concebido por Platón: Los arquetipos últimos que el griego soñó y que me explicabas. ¿Tenemos argumentos para esperar un más allá feliz? Borges tiene a Platón y a Sócrates: Qué no daría yo por la memoria De haber oído a Sócrates Que, en la tarde de la cicuta, Examinó serenamente el problema de la inmortalidad, Alternando los mitos y las razones Mientras la muerte azul iba subiendo Desde los pies ya fríos.
¿Tienen Platón y Sócrates la última palabra? En Otro poema de los dones, escribe Borges:
Gracias quiero dar al divino
Laberinto de los efectos y de las causas
Por el último día de Sócrates,
Por las palabras que en un crepúsculo se dijeron
de una cruz a otra cruz.


Se alude a la conversación de Jesucristo con el buen ladrón, ambos crucificados en el Calvario. Pero también está presente el Dios panteísta de Heráclito y los estoicos, concebido como suprema Razón inmanente al mundo: un Logos o «divino laberinto de los efectos y de las causas», pues parece razonable que: Algo, que ciertamente no se nombra Con la palabra «azar» rige estas cosas.
En otros versos muy diferentes, el Dios de Borges es trascendente, como el Autor y Espectador calderoniano de El gran teatro del mundo. Y sostiene la existencia de lo creado en todo momento, como afirma el pensamiento cristiano. Así lo expresa el poeta:
Si el Eterno Espectador dejara de soñarnos
un solo instante, nos fulminaría,
blanco y brusco relámpago, Su olvido.


El Dios de Borges puede ser, según hemos visto, la Razón universal de los estoicos y de los deístas ilustrados; y también la Causa inteligente vislumbrada por Sócrates, Platón y Aristóteles, que «rige estas cosas» que llamamos universo. Más radical que la Causa inteligente es la Causa que origina y sustenta la misma existencia del mundo. Esta radicalidad es propia del Dios bíblico, al que Borges alude explícitamente con «las palabras que en un crepúsculo se dijeron / de una cruz a otra cruz». Pero este Dios que explica todo lo que existe, todo lo que vemos y somos, es para Borges un Dios que literalmente brilla por su ausencia. Hasta el punto de que su presencia es su ausencia, su ausencia su presencia, y ambas resultan obsesivas:
¿En qué hondonada esconderé mi alma para que no vea tu ausencia
que como un sol terrible, sin ocaso, brilla definitiva y despiadada?
Tu ausencia me rodea como la cuerda a la garganta, el mar al que se hunde.

domingo, 28 de agosto de 2011

las bicis son para...

video impresionante y espectacular...
dedicado a quien baja al cauce del rio
solo,con amigos o con toda la familia
ohttp://www.youtube.com/watch_popup?v=Cj6ho1-G6tw&vq=medium

sábado, 27 de agosto de 2011

Naúfragos a la deriva -1

NAUFRAGOS A LA DERIVA

DIOS Y LOS NÁUFRAGOS (de José Ramón Ayllón) es un ensayo sobre el sentido de la vida, referido precisamente a su clave divina. Como autor, me he limitado a seleccionar y dejar hablar a un conjunto de reconocidos intelectuales -novelistas, poetas, periodistas, filósofos-, en su mayoría del siglo xx.
Si todos somos náufragos arrojados al océano de la existencia, pienso que cualquier lector podrá verse reflejado en estos hombres y mujeres que han experimentado vivamente el drama de esa contradictoria criatura que ama, que sufre, que va a morir y que lo sabe.
La primera parte del libro, «Náufragos a la deriva», está dedicada a quienes han negado que Dios pueda existir o ser conocido. Esa negación les sitúa, respectivamente, entre los ateos y los agnósticos, y en ambos casos suele estar provocada por el naufragio en el mal. En este sentido, estas páginas son también un intento de explicar el misterioso y escandaloso protagonismo del mal en el mundo, de buscar un sentido al sufrimiento humano.
«Dios a la vista» (que saldrá más adelante) es la segunda parte de este ensayo. Después de los ateos y los agnósticos, cedo la palabra a los creyentes, en cuya selección son mayoría los conversos al cristianismo: personas que en busca de íntima coherencia han dado a sus vidas un giro profundo, con frecuencia a contrapelo. Ello confiere a sus testimonios, además de una sólida base argumental, un entrañable sello de autenticidad.

Vicente ALEIXANDRE
Una tarde me habló Aleixandre de su naufragio existencial. Fue en su casa de la calle Velintonia, recién rebautizada como calle de Vicente Aleixandre, porque, al ilustre vecino, ya le habían concedido el premio Nobel por sus versos. Fue una tarde intensamente azul, de un mes intensamente mayo, allá por 1983. Él era enfermo vitalicio y capitán de los poetas de la Generación del 27, conquistadores de un segundo Siglo de Oro para las letras españolas. Yo, profesor novato con media docena de alumnos que bebían las palabras del anfitrión.
Góngora, Lope, Quevedo, Lorca, Guillén, Salinas, Dámaso, Alberti... De todos hablamos un poco. Más de los pasados, por esa natural elegancia que invita a no juzgar a los vivos.
-¿Su poeta preferido?
-Uno para cada época y uno para todas las épocas: san Juan de la Cruz.
-¿Por qué Juan de Yepes?
-Por haber logrado eternizar la palabra poética.
Preguntábamos con libertad, y el poeta respondía con soltura, complacido por aquel público joven que se sentaba literalmente a sus pies. Alguien quiso saber si Aleixandre compartía visión cristiana de la vida con sus poetas predilectos. Y don Vicente aparcó un momento la sonrisa para explicarnos que le gustaría tener esa misma fe compacta y sin fisuras, y que por ello lamentaba su condición de náufrago en un mar de dudas.
Murió un año más tarde. Y la prensa recogió el agradecimiento de su hermana al sacerdote que acudió a la última llamada del poeta. Desde entonces, siempre que pienso en Aleixandre y en nuestro encuentro de aquella tarde de primavera, me vienen a la cabeza unas palabras entrañables que tiempo atrás le había dedicado
su amigo Dámaso: Largos años hace, Vicente, que esperas -como todos- tu viaje. No tengas miedo: tú no has de sentir el choque de la bestia fría, que te derribe. Barco sobre el ancla, te bastará un pequeño impulso para empezar la gran navegación.



Dámaso ALONSO
Dime, di que me buscas.
Tengo miedo de ser náufrago solitario,
miedo de que me ignores
como al náufrago ignoran los vientos que le baten,
las nebulosas últimas, que, sin ver, le contemplan.


Dámaso Alonso (1898-1990) es el altavoz y crítico más autorizado de la Generación del 27, la de él. Y también el filólogo español del siglo xx con más prestigio internacional. En sus versos, de enorme fuerza expresiva, aparece como un agnóstico abrumado por su propia duda. Y ese agnosticismo se alimenta del dolor humano, del silencio de Dios y de un consiguiente e insoportable sentimiento de soledad:
¿Por qué nos huyes, Dios, por qué nos huyes?
Desde la entraña se elevó mi grito,
y no me respondías. Soledad
absoluta. Solo. Solo.
Hombre,cárabo de tu angustia,
agüero de tus días estériles,
¿qué aúllas, can, qué gimes?
¿Se te ha perdido el amo?
No: se ha muerto.


Ya Nietzsche nos adelantó que la muerte de Dios trastornaría a los hombres más que cualquier cataclismo cósmico. ¿Qué decir del dolor? Los europeos que han vivido dos guerras mundiales, los españoles que han sufrido en sus carnes una guerra civil han llegado a pensar, como Papini, que el mundo es un infierno iluminado por la condescendencia del sol. Así resume Dámaso esa trágica experiencia:Habíamos pasado por dos hechos de colectiva vesania, que habían quemado muchos años de nuestra vida, uno español y otro universal, y por las consecuencias de ambos. Yo escribí Hijos de la ira lleno de asco ante la estéril injusticia del mundo y la total desilusión de ser hombre.

El siglo xx con frecuencia ha visto a Dios como responsable último del mal en el mundo, al menos por no evitarlo. Esa imputación es quizá el mayor argumento contra el Dios bueno y providente de la tradición cristiana. Dámaso, sin embargo, atribuye la injusticia humana al propio ser humano:Yo quiero ver qué brazos ahogan la justicia de Dios, qué bocas retuercen su verdad.
Si el poeta parece tener claro que Dios es justo, lo que no tiene claro es su
existencia. ¿Estará Dios detrás de su silencio? Dámaso necesita la existencia de
Dios para fundamentar su sed de eternidad:
Te pedí muchas veces que existieras.
Hoy te pido otra vez que existas [...}
. Mi amor te ama: ¡qué existas!
Te lo pido con toda tu inmensa intensidad.
Deseo esto de Ti: que el alma quede eterna
cuando se muere el cuerpo.


Con acento quevedesco, Dámaso escribe que hemos nacido para arder, para arder siempre... Muchos pensadores han visto en el deseo de inmortalidad una llamada de Dios en el corazón humano. Si la naturaleza no trabaja en vano y despierta la sed porque existe el agua para calmarla, tal vez la sed del corazón esté prevista por el Dios que puede aplacarla con una eternidad feliz...
Dije que muere el alma cuando el cuerpo se muere.
Ahora, al fin, reconozco que no hay nada
que afirme mis ideas negativas.
Pero yo era ignorante, tenía sueño, no sabía
que la muerte es el único pórtico de tu inmortalidad.


Dios es un tema central de la filosofía y de la religión. Dámaso va más lejos y, en una de sus tesis más conocidas, afirma que toda poesía se mide inevitablemente con Dios:Toda poesía es religiosa. Buscará unas veces a Dios en la Belleza. Llegará a lo mínimo, a las delicias más sutiles, hasta el juego, acaso. Se volverá otras veces, con íntimo desgarrón, hacia el centro humeante del misterio, llegará quizá a la blasfemia. No importa. Si trata de reflejar el mundo, imita la creadora actividad. Cuando lo canta con humilde asombro, bendice la mano del Padre. Si se revuelve, iracunda, reconoce la opresión de la poderosa presencia. Si se vierte hacia las grandes incógnitas que fustigan el corazón del hombre, a la gran puerta llama. Así va la poesía de todos los tiempos a la busca de Dios.
En el funeral del poeta, junto a su tumba, su esposa recitó dos versos de Hijos de la ira:
Virgen María, madre, dormir quiero en tus brazos hasta que en Dios despierte.

viernes, 26 de agosto de 2011

Ejercicios con Larrañaga

El conocido franciscano P. Ignacio Larrañaga te los ofrece… Puedes hacerlo pero a poquitos, lo mismo que los pajaritos cuando beben… Está todo en seis sesiones, seis oraciones, seis encuentros, seis mañanas que animaran el dia entero, 6 ejercicios que alegraran la vida
1. Aqui laintro o apertura pare el encuentro y experiencia de Dios; para el discipulado de la oración...

2. Para la oración de esta mañana: el salmo 63

3. Poniendo siempre la vida a la luz de Dios, examinando mis experiencias en la verdad

4. La fe, la vida en la gracia…

5. De botón un ejemplo: gente que vivió las maravillas de Dios

6. Salmo 27…

jueves, 25 de agosto de 2011

Los confesionarios blancos

Raúl los ha visto en una fotografía y piensa en una bandada de gaviotas blancas a punto de emprender el vuelo. O quizá en garzas reales con las alas desplegadas secándose al sol.
―¿Qué son? ―pregunta al fin a su hijo―.
―Confesonarios.
―¿Todavía existen esas cosas?
―Claro…
Raúl recuerda entonces el viejo confesonario de su parroquia. Estaba escondido en un rincón oscuro al fondo del templo. Tenía seis años cuando se asomó por primera vez a la misteriosa ventanilla y miró a los ojos a un fraile agustino. Quizá se llamaba el padre Fidel, pero no está seguro. Era muy anciano y se acurrucaba allí dentro para leer un libro negro, viejo y ajado como las maderas del aquella especie de ataúd tenebroso. Raúl dijo “hola”, tragó saliva, se puso colorado y sin más preámbulos comenzó.
―Tengo siete pecados…
―¿Siete?
―Sí, los he contado.
Al final sólo dijo seis. A Raúl le daba mucha vergüenza contar que había estado curioseando en los cajones de la chica de servicio que trabajaba en su casa. Menos mal que el confesor no se dio cuenta de que faltaba un pecado.
Raúl ya no recuerda más. Tampoco lo que le aconsejó el sacerdote; pero, cuando hizo la Primera Comunión vestido de blanco, pensó que estaba cometiendo otro pecado gordísimo por callarse algo tan grave, e imaginó que el demonio se lo llevaría muy pronto al infierno.
Han pasado más de cincuenta años. Desde aquel día no ha vuelto a confesarse. Suele decir que odia la confesión porque tuvo una mala experiencia con un cura que le riñó. Él sabe que no es verdad. Otra mentira más para salir del paso.
Al fin va al Retiro. Allí está su hijo pequeño que trabaja como voluntario en la JMJ.
―¿Cómo va la cosecha? ―le pregunta―.
―No va mal. ¿Vas a confesarte tú también?
―Yo no creo en esas cosas. Yo me confieso con Dios sin intermediarios.
El hijo de Raúl, que por cierto se llama Rubén, le mira con cara de guasa:
―Yo también me confieso con Dios. Y Dios me dice siempre que pase por la garita. ¿A ti qué te dice?
Raúl hace un gesto con la mano como alejando un insecto y se sienta en un banco “para ver el espectáculo”.
Raúl comprueba que las confesiones son breves; que los chavales se ríen y los sacerdotes también. Una chiquilla de diecisiete o dieciocho años se le acerca y le deja una especie de folleto para hacer examen de conciencia. Raúl lo abre, pero no consigue leer una sola línea. Levanta la cabeza. En el primer confesonario hay un sacerdote muy joven que acaba de despedir a un penitente. El cura le mira y le invita a acercarse.
Raúl se sienta a su lado y, por un momento, tiene la impresión de que se encuentra dentro de un velero blanco navegando por aguas tranquilas; quizá por el lago del Retiro. Se lo dice al sacerdote y éste se ríe.
―Éste es un viaje mucho más bonito. Ya lo verás. ¿Cuándo te confesaste la última vez?
―Bueno; yo no venía a confesarme, pero es que el confesonario es tan blanco… Hace cincuenta y dos años… Además me callé un pecado que me parecía gordísimo, y ahora me da más vergüenza contarlo. Imagínese, iba a hacer la Primera Comunión.
Rubén, que ha contemplado la escena desde lejos, ve que su padre y el sacerdote hablan y hablan durante varios minutos y que al final, después de la absolución, se funden en un abrazo.
Raúl da gracias a Dios por el calor insoportable que hace en Madrid. El sudor le sirve para disimular las lágrimas.
Antes de alejarse, saca una foto del confesonario que acaba de visitar.
Dos días más tarde me enseña la foto, que está como fondo de pantalla en su Iphone y me cuenta la historia en presencia de su hijo.
―Si quiere, escríbala ―me dice―; pero, por favor, cambie el nombre y los detalles.
Amén

miércoles, 24 de agosto de 2011

este cura

Cine españó...

martes, 23 de agosto de 2011

Crescencio y Pedro J... y la J(MJ)

RETRATO DE CRESCENCIO… Y TODOS SUS IGUALES
Las misas, rosarios, novenas y devociones de toda clase que su pía madre le obligaba a padecer diariamente provocaron en él una violenta reacción contraria: de forma que devino en descreído, y su animadversión hacia lo eclesiástico, en general, y la clerecía, en particular, dejó en mantillas los conocidos odios de su padre, el notario.
Cuando arañaba los quince años había madurado su carácter, cuyos rasgos fundamentales mantendría a lo largo de su vida. Era introvertido, poco hablador, pejiguero y con tales reacciones de violencia que bien podría llamársele rajabroqueles. Su cultura resultaba más bien escasa, pues llevaba malamente el bachillerato, estudiado en casa y con profesores particulares, ya que sus padres continuaban celando su salud y estimaron peligroso enviarle al instituto, ni siquiera a un colegio privado, donde podía exponerse a los más fatídicos contagios. Como tampoco le atraían las lecturas, aunque fuesen las novelas de Salgari o de Julio Verne, tan celebradas por otros a su edad, sus conocimientos resultaban mínimos. Solamente le apasionaban dos cosas: el cine y los toros. (…)
En definitiva, y como se habrá deducido fácilmente, Crescencio era un joven cargante, mal criado, de cortos saberes y, pese a ello, notoria suficiencia. Y absolutamente inútil. Por lo que no puede extrañar que a la hora de elegir preferencias políticas, se hiciese socialista.

Fernando Vizcaíno Casas (tomado de su libro “Otoño caliente”, ed. Planeta, 1990)



No soy fan de Pedro J. Ramírez. Tampoco tengo nada contra él. No me gusta alimentar fobias ni adhesiones incondicionales en el ámbito periodístico, político o literario. Reconozco que casi nunca leo sus interminables artículos dominicales, simple y llanamente porque me agotan.
Hoy, sin embargo reproduzco el que publicó anteayer en “El Mundo”. Lo he encontrado en el blog del profesor Ortigosa y, por una vez, recomiendo su lectura.
No, Pedro José no es un Padre de la Iglesia y sigue aferrado a sus antiguas obsesiones, pero algo muy bueno le está ocurriendo a este viejo librepensador, que, al menos, piensa por libre.

DOMINGO 21 DE AGOSTO DE 2011
Han pasado más de siete años pero aún debo de guardar, fosilizada en algún sitio, la mueca de estupor que se me dibujó en el rostro cuando la primera vez que me invitó a La Moncloa, justo antes de sentarnos a cenar, Zapatero me hizo la última pregunta que podía esperar escuchar en aquel sitio: «¿Oye, tú crees en Dios?».
No sé cómo hubieran reaccionado ustedes. Mi primera tentación fue darle un corte en clave ácida, rígida o irónica. Pero mientras dudaba entre el «¿y a ti qué te importa?», el «eso forma parte de mi intimidad» o el «no hablaré si no es en presencia de mi abogado», él aprovechó mis dos segundos de sorpresa para contextualizar su interrogante: «Es que yo no creo… ¿sabes?».
Aún me dejó más estupefacto. La estancia aneja a la sala del Consejo de Ministros, habilitada por entonces como comedor de invitados, se había transformado de repente en una habitación de colegio mayor en la que, con una guitarra en el rincón, un póster del Che o cualquier otro icono pop y un cenicero repleto de colillas, las confidencias y debates no giraban sobre peripecias amorosas, académicas o deportivas sino nada menos que sobre la existencia de Dios.
Claro que, bien pensado, aquello podía parecer frívolo pero no era banal en absoluto. De hecho estaba ante el primer jefe de gobierno de la democracia que, emulando a Azaña, se declaraba cabalmente ateo ante un interlocutor que no podía dejar de tomar nota para, permítaseme el sarcasmo, terminar dando fe de ello.
Por eso, confianza por confianza, me sentí obligado a entrar al trapo, aunque pareciera que lo hacía con una evasiva: «Si no tuviera más remedio que responder a esa pregunta, te diría que no lo sé». Probablemente, el que yo diera esa sensación de nadar entre dos aguas terminó de darle alas y fue entonces cuando me explicó que la hoja de ruta de su «democracia bonita» incluía ayudar a la sociedad española a «liberarse» de la dependencia de la Iglesia católica, fruto de tantos años de «atraso».
Desde ese momento tuve muy claro que para Zapatero no podía haber ni progreso ni modernización sin beligerancia laica y que uno de los raseros por los que iba a medir su propia satisfacción política iba a ser el nivel de confrontación con la jerarquía católica. Cuando algo después me explicó que para él hubiera sido aceptable utilizar la expresión «unión conyugal» en lugar de la de «matrimonio» para regular los derechos civiles de los homosexuales, «pero el problema es que Zerolo no quiere», me di cuenta de que, en su obsesión por restringir un poder fáctico, estaba cayendo en manos de otro. Es decir, que combatía lo que él veía como dogmas y supersticiones de una Iglesia desde el código rígido de otra a cuya prelatura añadiría pronto a feministas y ecologistas.
No faltarán quienes vean tanta inmadurez en mi respuesta como en su pregunta, pero durante estos días en los que con motivo de la visita del Papa muchos colegas se han declarado creyentes, agnósticos o ateos en estas u otras páginas también puede tener algún valor que alguien diga que pertenece al segmento del «no sabe, pero sí contesta».
Puesto que para los bautizados en la Iglesia católica creer en Dios significa creer en la Santísima Trinidad, en la concepción de la Virgen María por obra y gracia del Espíritu Santo, en la transubstanciación del Verbo, en la resurrección de Cristo, en su ascensión a los cielos, en la vida eterna, en los goces del Paraíso y en las calderas del Infierno -tengo entendido que últimamente nos han perdonado lo del Purgatorio- debo confesar que no se me ocurre cómo nada de eso haya podido llegar a suceder de forma material. Pero si a continuación alguien me cataloga, en consecuencia y en pura lógica, como no creyente, algo se revuelve en mí pues considero que se me está expropiando de un derecho que me pertenece, de una parte del legado emocional y cultural que me transmitieron mis padres.
Suele decirse que la fe es una gracia del cielo pero esa misma circunstancia la vuelve imposible de valorar por parte de quienes no la tienen o tenemos. No vean, pues, en esta reflexión ningún tipo de ansiedad o sensación de merma. Tan sólo la serena constatación de que muchos agnósticos e incluso ateos se han vuelto creyentes y, por difícil que parezca, eso puede terminar sucediéndole a cualquiera. Tal vez sea una actitud egoísta e incluso arrogante, pero admito, como lo hice al despedir con admiración a Juan Pablo II, aquel gran Papa carismático que «nos cubría las espaldas», que si escucho siempre con interés y respeto al pensador profundo que hay en Benedicto XVI es «por si acaso» tiene razón.
O, para ser más exactos, porque hay una parte de lo que dice -todo lo relacionado con la dignidad de la persona y de la vida humanas- que resulta muy certero y razonable, al margen de cuáles sean las convicciones religiosas de cada cual. Incluso si no fuera verdad ninguno de los hechos extraordinarios descritos en el Catecismo y en el Credo, el aporte a la convivencia y la civilización humanas de una organización que difunde el amor, predica la paz y atiende a los más necesitados continuaría siendo tan digno de encomio como impagable.
No se puede negar que en esta Jornada Mundial de la Juventud que culminará hoy, las calles de Madrid se han llenado de idealismo, de generosidad contagiosa y energía positiva. El «siempre alegres para hacer felices a los demás» que pregonaban Escrivá de Balaguer y el padre Urteaga se ha plasmado a escala multitudinaria y, a pesar de las ofensas y provocaciones de la marcha anticlerical del miércoles, no hemos visto gestos agresivos, no hemos escuchado insultos, gritos o consignas contra nadie; sólo reivindicaciones positivas de una forma de entender la vida más exigente con uno mismo que con los otros.
A pesar de haber estudiado en la Universidad de Navarra y, a diferencia de algunos colegas que ahora ejercen de lobos feroces, nunca fui del Opus -ni se me pasó por la cabeza, era metafísicamente imposible- y todavía sigo mirando a amigos y conocidos que sí lo son como una especie de bichos raros. Pero mi perplejidad se cimienta -y esto es extensivo a todos los activistas católicos- en la percepción de que la mayoría de ellos desarrollan mejor sus capacidades intelectuales y transmiten más a menudo buenas vibraciones que la media de los mortales. No es casual que se resalte como contradictorio el que un hombre de religiosidad acreditada resulte ser un malvado.
Si me fijo en el otro plato de la balanza no tengo duda de que hay áreas claves para el desarrollo y bienestar social en las que el magisterio de la Iglesia cumple hoy un papel claramente reaccionario. Sobre todo en lo relativo a la sexualidad, la contracepción y la bioética. De hecho sólo una minoría de los propios católicos practicantes aplican a su vida diaria esas estrictas normas que te obligan hasta a apartar la vista de cualquier manzana reluciente.
Pero esto sería un problema si viviéramos en un Estado confesional, no digamos en una teocracia, en el que los principios religiosos impregnaran las normas positivas. En la España actual la Iglesia a lo más que puede llegar, cuando se pone antipática, es a amenazarte con las penas del infierno, y al no creyente eso debería darle igual. «Tant se val si és pecat», cantaba el mejor Serrat hace ya más de 40 años. ¿A qué viene entonces que la práctica del sacramento de la confesión irrite tanto a quien se burla del propio concepto de pecado?
No discuto que en el pasado la intransigencia religiosa ha podido arruinarle la vida a mucha gente, pero tras el viaje pendular que hemos vivido en el último medio siglo, la Iglesia cumple hoy en España un saludable papel de contrapeso crítico frente a una legislación desequilibrada que desparrama derechos y omite deberes. A eso se refirió el Papa con su alusión a quienes «creyéndose dioses» pretenden «decidir quién es digno de vivir». Es el caso de la reforma del aborto que relega de manera injusta la protección del nasciturus,encomendada en su día por el Tribunal Constitucional al legislador, lo que hace ineludible su enmienda por un futuro gobierno del PP. No para asumir las tesis de la Iglesia sino para volver a ponderarlas de forma más ecuánime en un contexto de despenalización parcial.
En cambio, puesto que no pretendemos construir una sociedad cartesiana y es lógico que el pragmatismo impere en la acción política, nada me sorprendería que Rajoy no cambiara ni una coma en la Ley del Matrimonio Homosexual, habida cuenta su nula conflictividad práctica. La denominación de «unión conyugal» hubiera sido idónea en términos biológicos y jurídicos, pero no hay situación límite alguna que imponga ahora la marcha atrás.
El Roma locuta, causa finita ya no rige en la sociedad española. Pero precisamente por eso tiene más sentido escuchar con atención a una institución como la Iglesia que forma parte de la médula de nuestra historia y que encima se expresa a través de un portavoz tan articulado y profundo como ese cardenal Rouco que admira a Edith Stein y, muy en sintonía con el propio Ratzinger, cita a los más variados filósofos en sus homilías.
De hecho el tono intelectual que caracteriza el papado de Benedicto XVI no sólo supone una inyección de consistencia para la Iglesia sino que también implica el lanzamiento de un guante que el racionalismo laico no tiene más remedio que recoger. De ahí la puerilidad de quienes han centrado sus críticas contra la JMJ en la cesión de espacios públicos con sus correspondientes dispositivos de seguridad o en la rebaja del transporte público a los asistentes. Al margen de que ya me gustaría a mí tener cientos de miles de usuarios adicionales de un servicio sin coste marginal, aun pagando el 20% de la tarifa, esto sí que es tomar el rábano por las hojas.
«Lo que nadie pone en duda es que la religión interesa cada día menos», escribía el pasado domingo un sedicente teólogo sin darse cuenta de que tal proposición quedaba desmentida por su propia presencia, hay que suponer que remunerada, en la página 3 de un diario de difusión nacional. Ocurre lo contrario: cuanto más hondas son nuestras crisis mayor es la búsqueda de respuestas trascendentes, y la espectacular capacidad de convocatoria de la JMJ lo demuestra.
Sobre todo cuando quien la ha protagonizado no ha sido ni una estrella de rock ni un futbolista con crestas en el pelo sino un anciano de maneras suaves y sonrisa tímida que cuando fue promovido a la silla de Pedro arrastró hasta su escudo papal, junto a la concha del peregrino y al llamado moro de Freising -símbolo de la universalidad de la Iglesia-, la figura de aquel ursus horribilis que hace 13 siglos atacó a un virtuoso clérigo cuando acudía a Roma para ser ungido obispo.
Los más fieles a estas Cartas recordarán mi fascinación por el oso de San Corbiniano -remoto antecesor de Ratzinger en la diócesis de Baviera- cuando Benedicto XVI comenzó a citarlo en sus homilías. Para el Papa la transformación de aquella fiera corrupia que había devorado a la mula del santo en un dócil animal de carga es la imagen del poder de la gracia divina y el recordatorio permanente de que todos, empezando por él mismo, podemos ser llamados a tirar de un carro al que no esperábamos ser uncidos.
Lo que a mí me inspira el episodio es la capacidad de la civilización humana para transformar los antagonismos fatales en relaciones de colaboración en pos de objetivos compatibles. Nunca ha quedado claro qué es lo que el santo le dijo al oso cuando lo doblegó con su voz suave y firme, pero para mí que le habló de los confortables lechos de paja de ciertos establos de Roma. Por eso me alegro de que el mismo jefe de gobierno que hace siete años me dijo que no creía en Dios acudiera el viernes a la nunciatura a cumplimentar respetuosamente a su representante en la tierra después de una etapa de saludable rebaja de la tensión con la jerarquía católica. Y por eso me alegro, sobre todo, de que en la ciudad que también lo tiene incorporado a su escudo, el oso del Estado no sólo no haya devorado a los cientos de miles de peregrinos sino que haya contribuido a sujetar el madroño frondoso de la fe bajo el que se han cobijado.
Al oso lo que es del oso y a la JMJ lo que es de la JMJ, pero todos saldríamos ganando si esta colaboración volviera a ser la regla y no una excepción, dentro del paréntesis de un vibrante macroevento, bajo la canícula agosteña

lunes, 22 de agosto de 2011

las sandalias del pescador


Y el reaglo de este enlace donde encontrarás todos los discursos de Benedicto XVI y todos los vídeos de la JMJ:
http://www.hazteoir.org/noticia/40931-revive-jmj-album-recuerdo.
Además, el álbum de fotos de la sala de peregrinos de HazteOir.org en el Círculo de Bellas Artes de Madrid.
http://www.flickr.com/photos/hazteoir/sets/72157627366922731/show/

domingo, 21 de agosto de 2011

Cuatrovientos y voluntarios de la JMJ

HOMILIA DE LA MISA

Queridos jóvenes:
Con la celebración de la Eucaristía llegamos al momento culminante de esta Jornada Mundial de la Juventud. Al veros aquí, venidos en gran número de todas partes, mi corazón se llena de gozo pensando en el afecto especial con el que Jesús os mira. Sí, el Señor os quiere y os llama amigos suyos (cf. Jn 15,15). Él viene a vuestro encuentro y desea acompañaros en vuestro camino, para abriros las puertas de una vida plena, y haceros partícipes de su relación íntima con el Padre. Nosotros, por nuestra parte, conscientes de la grandeza de su amor, deseamos corresponder con toda generosidad a esta muestra de predilección con el propósito de compartir también con los demás la alegría que hemos recibido.

Ciertamente, son muchos en la actualidad los que se sienten atraídos por la figura de Cristo y desean conocerlo mejor.

Perciben que Él es la respuesta a muchas de sus inquietudes personales. Pero, ¿quién es Él realmente? ¿Cómo es posible que alguien que ha vivido sobre la tierra hace tantos años tenga algo que ver conmigo hoy?

En el evangelio que hemos escuchado (cf. Mt 16, 13-20), vemos representados como dos modos distintos de conocer a Cristo. El primero consistiría en un conocimiento externo, caracterizado por la opinión corriente. A la pregunta de Jesús:

«¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?», los discípulos responden: «Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas». Es decir, se considera a Cristo como un personaje religioso más de los ya conocidos. Después, dirigiéndose personalmente a los discípulos, Jesús les pregunta: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?».

Pedro responde con lo que es la primera confesión de fe: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo». La fe va más allá de los simples datos empíricos o históricos, y es capaz de captar el misterio de la persona de Cristo en su profundidad.

Pero la fe no es fruto del esfuerzo humano, de su razón, sino que es un don de Dios: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos». Tiene su origen en la iniciativa de Dios, que nos desvela su intimidad y nos invita a participar de su misma vida divina. La fe no proporciona solo alguna información sobre la identidad de Cristo, sino que supone una relación personal con Él, la adhesión de toda la persona, con su inteligencia, voluntad y sentimientos, a la manifestación que Dios hace de sí mismo. Así, la pregunta de Jesús: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?», en el fondo está impulsando a los discípulos a tomar una decisión personal en relación a Él. Fe y seguimiento de Cristo están estrechamente relacionados. Y, puesto que supone seguir al Maestro, la fe tiene que consolidarse y crecer, hacerse más profunda y madura, a medida que se intensifica y fortalece la relación con Jesús, la intimidad con Él. También Pedro y los demás apóstoles tuvieron que avanzar por este camino, hasta que el encuentro con el Señor resucitado les abrió los ojos a una fe plena.

Queridos jóvenes, también hoy Cristo se dirige a vosotros con la misma pregunta que hizo a los apóstoles: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Respondedle con generosidad y valentía, como corresponde a un corazón joven como el vuestro. Decidle: Jesús, yo sé que Tú eres el Hijo de Dios que has dado tu vida por mí. Quiero seguirte con fidelidad y dejarme guiar por tu palabra. Tú me conoces y me amas. Yo me fío de ti y pongo mi vida entera en tus manos. Quiero que seas la fuerza que me sostenga, la alegría que nunca me abandone.

En su respuesta a la confesión de Pedro, Jesús habla de la Iglesia: «Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». ¿Qué significa esto? Jesús construye la Iglesia sobre la roca de la fe de Pedro, que confiesa la divinidad de Cristo. Sí, la Iglesia no es una simple institución humana, como otra cualquiera, sino que está estrechamente unida a Dios. El mismo Cristo se refiere a ella como «su» Iglesia. No se puede separar a Cristo de la Iglesia, como no se puede separar la cabeza del cuerpo (cf. 1Co 12,12). La Iglesia no vive de sí misma, sino del Señor. Él está presente en medio de ella, y le da vida, alimento y fortaleza.

Queridos jóvenes, permitidme que, como Sucesor de Pedro, os invite a fortalecer esta fe que se nos ha transmitido desde los Apóstoles, a poner a Cristo, el Hijo de Dios, en el centro de vuestra vida. Pero permitidme también que os recuerde que seguir a Jesús en la fe es caminar con Él en la comunión de la Iglesia. No se puede seguir a Jesús en solitario. Quien cede a la tentación de ir «por su cuenta» o de vivir la fe según la mentalidad individualista, que predomina en la sociedad, corre el riesgo de no encontrar nunca a Jesucristo, o de acabar siguiendo una imagen falsa de Él.

Tener fe es apoyarse en la fe de tus hermanos, y que tu fe sirva igualmente de apoyo para la de otros. Os pido, queridos amigos, que améis a la Iglesia, que os ha engendrado en la fe, que os ha ayudado a conocer mejor a Cristo, que os ha hecho descubrir la belleza de su amor. Para el crecimiento de vuestra amistad con Cristo es fundamental reconocer la importancia de vuestra gozosa inserción en las parroquias, comunidades y movimientos, así como la participación en la Eucaristía de cada domingo, la recepción frecuente del sacramento del perdón, y el cultivo de la oración y meditación de la Palabra de Dios.

De esta amistad con Jesús nacerá también el impulso que lleva a dar testimonio de la fe en los más diversos ambientes, incluso allí donde hay rechazo o indiferencia. No se puede encontrar a Cristo y no darlo a conocer a los demás.

Por tanto, no os guardéis a Cristo para vosotros mismos. Comunicad a los demás la alegría de vuestra fe. El mundo necesita el testimonio de vuestra fe, necesita ciertamente a Dios. Pienso que vuestra presencia aquí, jóvenes venidos de los cinco continentes, es una maravillosa prueba de la fecundidad del mandato de Cristo a la Iglesia: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16,15). También a vosotros os incumbe la extraordinaria tarea de ser discípulos y misioneros de Cristo en otras tierras y países donde hay multitud de jóvenes que aspiran a cosas más grandes y, vislumbrando en sus corazones la posibilidad de valores más auténticos, no se dejan seducir por las falsas promesas de un estilo de vida sin Dios.

Queridos jóvenes, rezo por vosotros con todo el afecto de mi corazón. Os encomiendo a la Virgen María, para que ella os acompañe siempre con su intercesión maternal y os enseñe la fidelidad a la Palabra de Dios. Os pido también que recéis por el Papa, para que, como Sucesor de Pedro, pueda seguir confirmando a sus hermanos en la fe. Que todos en la Iglesia, pastores y fieles, nos acerquemos cada día más al Señor, para que crezcamos en santidad de vida y demos así un testimonio eficaz de que Jesucristo es verdaderamente el Hijo de Dios, el Salvador de todos los hombres y la fuente viva de su esperanza. Amén


Y aqui va el anuncio de la proxima JMJ


y porque se lo han currado...

em PAPAdos...

Temperaturas de 40 grados por la tarde...

La cruz de la JMJ y el icono de la Virgen...

llega la cruz al aeródromo de Cuatro Vientos

la llegada del Papa...

Empiezan los elementos... vuela el solideo del Papa

"Gracias por vuestra alegría y resistencia"















Homilía en la Vigilia de cuatro Vientos. Sábado 20 de agosto de 2011
[Discurso preparado por el Papa, que en la tradición pontificia se considera como pronunciado]
Debido a la tormenta que irrumpió en el aeródromo de Cuatro Vientos en Madrid, el Santo Padre no pudo pronunciar el discurso íntegro. Aquí reproducimos el texto entregado por la Oficina de Prensa de la Santa Sede.

Queridos amigos:
Os saludo a todos, pero en particular a los jóvenes que me han formulado sus preguntas, y les agradezco la sinceridad con que han planteado sus inquietudes, que expresan en cierto modo el anhelo de todos vosotros por alcanzar algo grande en la vida, algo que os dé plenitud y felicidad.

Pero, ¿cómo puede un joven ser fiel a la fe cristiana y seguir aspirando a grandes ideales en la sociedad actual? En el evangelio que hemos escuchado, Jesús nos da una respuesta a esta importante cuestión: «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor» (Jn 15, 9).

Sí, queridos amigos, Dios nos ama. Ésta es la gran verdad de nuestra vida y que da sentido a todo lo demás. No somos fruto de la casualidad o la irracionalidad, sino que en el origen de nuestra existencia hay un proyecto de amor de Dios. Permanecer en su amor significa entonces vivir arraigados en la fe, porque la fe no es la simple aceptación de unas verdades abstractas, sino una relación íntima con Cristo que nos lleva a abrir nuestro corazón a este misterio de amor y a vivir como personas que se saben amadas por Dios.

Si permanecéis en el amor de Cristo, arraigados en la fe, encontraréis, aun en medio de contrariedades y sufrimientos, la raíz del gozo y la alegría. La fe no se opone a vuestros ideales más altos, al contrario, los exalta y perfecciona. Queridos jóvenes, no os conforméis con menos que la Verdad y el Amor, no os conforméis con menos que Cristo.

Precisamente ahora, en que la cultura relativista dominante renuncia y desprecia la búsqueda de la verdad, que es la aspiración más alta del espíritu humano, debemos proponer con coraje y humildad el valor universal de Cristo, como salvador de todos los hombres y fuente de esperanza para nuestra vida. Él, que tomó sobre sí nuestras aflicciones, conoce bien el misterio del dolor humano y muestra su presencia amorosa en todos los que sufren. Estos, a su vez, unidos a la pasión de Cristo, participan muy de cerca en su obra de redención. Además, nuestra atención desinteresada a los enfermos y postergados, siempre será un testimonio humilde y callado del rostro compasivo de Dios.

Queridos amigos, que ninguna adversidad os paralice. No tengáis miedo al mundo, ni al futuro, ni a vuestra debilidad. El Señor os ha otorgado vivir en este momento de la historia, para que gracias a vuestra fe siga resonando su Nombre en toda la tierra.

En esta vigilia de oración, os invito a pedir a Dios que os ayude a descubrir vuestra vocación en la sociedad y en la Iglesia y a perseverar en ella con alegría y fidelidad. Vale la pena acoger en nuestro interior la llamada de Cristo y seguir con valentía y generosidad el camino que él nos proponga.

A muchos, el Señor los llama al matrimonio, en el que un hombre y una mujer, formando una sola carne (cf. Gn 2, 24), se realizan en una profunda vida de comunión. Es un horizonte luminoso y exigente a la vez. Un proyecto de amor verdadero que se renueva y ahonda cada día compartiendo alegrías y dificultades, y que se caracteriza por una entrega de la totalidad de la persona. Por eso, reconocer la belleza y bondad del matrimonio, significa ser conscientes de que solo un ámbito de fidelidad e indisolubilidad, así como de apertura al don divino de la vida, es el adecuado a la grandeza y dignidad del amor matrimonial.

A otros, en cambio, Cristo los llama a seguirlo más de cerca en el sacerdocio o en la vida consagrada. Qué hermoso es saber que Jesús te busca, se fija en ti y con su voz inconfundible te dice también a ti: «¡Sígueme!» (cf. Mc 2,14).

Queridos jóvenes, para descubrir y seguir fielmente la forma de vida a la que el Señor os llame a cada uno, es indispensable permanecer en su amor como amigos. Y, ¿cómo se mantiene la amistad si no es con el trato frecuente, la conversación, el estar juntos y el compartir ilusiones o pesares? Santa Teresa de Jesús decía que la oración es «tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (cf. Libro de la vida, 8).

Os invito, pues, a permanecer ahora en la adoración a Cristo, realmente presente en la Eucaristía. A dialogar con Él, a poner ante Él vuestras preguntas y a escucharlo. Queridos amigos, yo rezo por vosotros con toda el alma. Os suplico que recéis también por mí. Pidámosle al Señor en esta noche que, atraídos por la belleza de su amor, vivamos siempre fielmente como discípulos suyos. Amén.

Saludo en francés
[Traducción española: Queridos jóvenes de lengua francesa, estad orgullosos por haber recibido el don de la fe, que iluminará vuestra vida en todo momento. Apoyaos en la fe de aquellos que están cerca de vosotros, en la fe de la Iglesia. Gracias a la fe estamos cimentados en Cristo. Encontraros con otros para profundizar en ella, participad en la Eucaristía, misterio de la fe por excelencia. Solamente Cristo puede responder a vuestras aspiraciones. Dejaros conquistar por Dios para que vuestra presencia dé a la Iglesia un impulso nuevo.]

Saludo en inglés
[Traducción española: Queridos jóvenes, en estos momentos de silencio delante del Santísimo Sacramento, elevemos nuestras mentes y corazones a Jesucristo, el Señor de nuestras vidas y del futuro. Que Él derrame su Espíritu sobre nosotros y sobre toda la Iglesia, para que seamos promotores de libertad, reconciliación y paz en todo el mundo.]

Saludo en alemán
[Traducción española: Queridos jóvenes de lengua alemana. En el fondo, lo que nuestro corazón desea es lo bueno y bello de la vida. No permitáis que vuestros deseos y anhelos caigan en el vacío, antes bien haced que cobren fuerza en Cristo. Él es el cimiento firme, el punto de referencia seguro para una vida plena.]

Saludo en italiano
[Traducción española: Me dirijo ahora a los jóvenes de lengua italiana. Queridos amigos, esta Vigilia quedará como una experiencia inolvidable en vuestra vida. Conservad la llama que Dios ha encendido en vuestros corazones en esta noche: procurad que no se apague, alimentadla cada día, compartidla con vuestros coetáneos que viven en la oscuridad y buscan una luz para su camino. Gracias. Adiós. Hasta mañana.]

Saludo en portugués
[Traducción española: Mis queridos amigos, os invito a todos a establecer un diálogo personal con Cristo, exponiéndole las propias dudas y sobre todo escuchándolo. El Señor está aquí y os llama. Jóvenes amigos, vale la pena escuchar en nuestro interior la Palabra de Jesús y caminar siguiendo sus pasos. Pedid al Señor que os ayude a descubrir vuestra vocación en la vida y en la Iglesia, y a perseverar en ella con alegría y fidelidad, sabiendo que Él nunca os abandonará ni os traicionará. Él está con nosotros hasta el fin del mundo.]

Saludo en polaco
[Traducción italiana: Queridos amigos procedentes de Polonia. Esta vigilia de oración está colmada de la presencia de Cristo. Seguros de su amor, acercaos a Él con la llama de vuestra fe. Él os colmará de su vida. Edificad vuestra vida sobre Cristo y su Evangelio. Os bendigo de corazón.]


EL FINAL DE LA HOMILIA
El Papa Benedicto XVI, tras la tormenta de agua y viento sobre las nueve y media de la noche de este sábado 20 de agosto, se ha dirigido al millón de jóvenes asistentes a la vigilia de la JMJ 2011 Madrid con dos intervenciones improvisadas.
―Gracias, gracias ―ha dicho en primer lugar por vuestra alegría, por vuestra resistencia, por vuestra fuerza. Vuestra fuerza es mayor que la lluvia”.
Y al final de la vigilia, sobre las diez y media de la noche, ha concluido:
―Hemos vivido una aventura juntos. Firmes en la fe de Cristo, habéis resistido la lluvia. Gracias por el sacrificio que estáis haciendo y que ofreceréis al Señor. Os doy la gracias. Buenas noches. Qué descanséis. Hasta mañana. Habéis dado un ejemplo maravilloso. Con Cristo, podréis siempre superar las dificultades de la vida. Gracias. Buenas noches”.

sábado, 20 de agosto de 2011

discapacitados y cuidadores


Discurso que el Papa dirigió hoy a los jóvenes discapacitados y a sus cuidadores de la Fundación “Instituto San José” de Madrid.

Queridos jóvenes, familiares y voluntarios aquí presentes.
Gracias de corazón por el amable saludo y la cordial acogida que me habéis dispensado.

Esta noche, antes de la vigilia de oración con los jóvenes de todo el mundo que han venido a Madrid para participar en esta Jornada Mundial de la Juventud, tenemos ocasión de pasar algunos momentos juntos y así poder manifestaros la cercanía y el aprecio del Papa por cada uno de vosotros, por vuestras familias y por todas las personas que os acompañan y cuidan en esta Fundación del Instituto San José.

La juventud, lo hemos recordado otras veces, es la edad en la que la vida se desvela a la persona con toda la riqueza y plenitud de sus potencialidades, impulsando la búsqueda de metas más altas que den sentido a la misma. Por eso, cuando el dolor aparece en el horizonte de una vida joven, quedamos desconcertados y quizá nos preguntemos: ¿Puede seguir siendo grande la vida cuando irrumpe en ella el sufrimiento? A este respecto, en mi encíclica sobre la esperanza cristiana, decía: "La grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre (…). Una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana" (Spe salvi, 38).

Estas palabras reflejan una larga tradición de humanidad que brota del ofrecimiento que Cristo hace de sí mismo en la Cruz por nosotros y por nuestra redención. Jesús y, siguiendo sus huellas, su Madre Dolorosa y los santos son los testigos que nos enseñan a vivir el drama del sufrimiento para nuestro bien y la salvación del mundo.

Estos testigos nos hablan, ante todo, de la dignidad de cada vida humana, creada a imagen de Dios. Ninguna aflicción es capaz de borrar esta impronta divina grabada en lo más profundo del hombre. Y no solo: desde que el Hijo de Dios quiso abrazar libremente el dolor y la muerte, la imagen de Dios se nos ofrece también en el rostro de quien padece. Esta especial predilección del Señor por el que sufre nos lleva a mirar al otro con ojos limpios, para darle, además de las cosas externas que precisa, la mirada de amor que necesita. Pero esto únicamente es posible realizarlo como fruto de un encuentro personal con Cristo. De ello sois muy conscientes vosotros, religiosos, familiares, profesionales de la salud y voluntarios que vivís y trabajáis cotidianamente con estos jóvenes. Vuestra vida y dedicación proclaman la grandeza a la que está llamado el hombre: compadecerse y acompañar por amor a quien sufre, como ha hecho Dios mismo. Y en vuestra hermosa labor resuenan también las palabras evangélicas: "Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis" (Mt 25, 40).

Por otro lado, vosotros sois también testigos del bien inmenso que constituye la vida de estos jóvenes para quien está a su lado y para la humanidad entera. De manera misteriosa pero muy real, su presencia suscita en nuestros corazones, frecuentemente endurecidos, una ternura que nos abre a la salvación. Ciertamente, la vida de estos jóvenes cambia el corazón de los hombres y, por ello, estamos agradecidos al Señor por haberlos conocido.

Queridos amigos, nuestra sociedad, en la que demasiado a menudo se pone en duda la dignidad inestimable de la vida, de cada vida, os necesita: vosotros contribuís decididamente a edificar la civilización del amor. Más aún, sois protagonistas de esta civilización. Y como hijos de la Iglesia ofrecéis al Señor vuestras vidas, con sus penas y sus alegrías, colaborando con Él y entrando "a formar parte de algún modo del tesoro de compasión que necesita el género humano" (Spe salvi, 40).

Con afecto entrañable, y por intercesión de San José, de San Juan de Dios y de San Benito Menni, os encomiendo de todo corazón a Dios nuestro Señor: que Él sea vuestra fuerza y vuestro premio. De su amor sea signo la Bendición Apostólica que os imparto a vosotros y a todos vuestros familiares y amigos.

el Papa en la Almudena

La llegada...

Misa con los seminaristas en la catedral de la almudena

aqui el video completo...

Discurso del Papa a los seminaristas

Amigos todos:
Me alegra profundamente celebrar la Santa Misa con todos vosotros, que aspiráis a ser sacerdotes de Cristo para el servicio de la Iglesia y de los hombres, y agradezco las amables palabras de saludo con que me habéis acogido.
Esta Santa Iglesia Catedral de Santa María La Real de la Almudena es hoy como un inmenso cenáculo donde el Señor celebra con deseo ardiente su Pascua con quienes un día anheláis presidir en su nombre los misterios de la salvación. Al veros, compruebo de nuevo cómo Cristo sigue llamando a jóvenes discípulos para hacerlos apóstoles suyos, permaneciendo así viva la misión de la Iglesia y la oferta del evangelio al mundo. Como seminaristas, estáis en camino hacia una meta santa: ser prolongadores de la misión que Cristo recibió del Padre. Llamados por Él, habéis seguido su voz y atraídos por su mirada amorosa avanzáis hacia el ministerio sagrado. Poned vuestros ojos en Él, que por su encarnación es el revelador supremo de Dios al mundo y por su resurrección es el cumplidor fiel de su promesa. Dadle gracias por esta muestra de predilección que tiene con cada uno de vosotros.
La primera lectura que hemos escuchado nos muestra a Cristo como el nuevo y definitivo sacerdote, que hizo de su existencia una ofrenda total. La antífona del salmo se le puede aplicar perfectamente, cuando, al entrar en el mundo, dirigiéndose a su Padre, dijo: “Aquí estoy para hacer tu voluntad” (cf. Sal 39, 8-9). En todo buscaba agradarle: al hablar y al actuar, recorriendo los caminos o acogiendo a los pecadores. Su vivir fue un servicio y su desvivirse una intercesión perenne, poniéndose en nombre de todos ante el Padre como Primogénito de muchos hermanos. El autor de la carta a los Hebreos afirma que con esa entrega perfeccionó para siempre a los que estábamos llamados a compartir su filiación (cf. Heb 10,14).
La Eucaristía, de cuya institución nos habla el evangelio proclamado (cf. Lc22,14-20), es la expresión real de esa entrega incondicional de Jesús por todos, también por los que le traicionaban. Entrega de su cuerpo y sangre para la vida de los hombres y para el perdón de sus pecados. La sangre, signo de la vida, nos fue dada por Dios como alianza, a fin de que podamos poner la fuerza de su vida, allí donde reina la muerte a causa de nuestro pecado, y así destruirlo. El cuerpo desgarrado y la sangre vertida de Cristo, es decir su libertad entregada, se han convertido por los signos eucarísticos en la nueva fuente de la libertad redimida de los hombres. En Él tenemos la promesa de una redención definitiva y la esperanza cierta de los bienes futuros. Por Cristo sabemos que no somos caminantes hacia el abismo, hacia el silencio de la nada o de la muerte, sino viajeros hacia una tierra de promisión, hacia Él que es nuestra meta y también nuestro principio.
Queridos amigos, os preparáis para ser apóstoles con Cristo y como Cristo, para ser compañeros de viaje y servidores de los hombres. ¿Cómo vivir estos años de preparación? Ante todo, deben ser años de silencio interior, de permanente oración, de constante estudio y de inserción paulatina en las acciones y estructuras pastorales de la Iglesia.
Iglesia que es comunidad e institución, familia y misión, creación de Cristo por su Santo Espíritu y a la vez resultado de quienes la conformamos con nuestra santidad y con nuestros pecados. Así lo ha querido Dios, que no tiene reparo en hacer de pobres y pecadores sus amigos e instrumentos para la redención del género humano. La santidad de la Iglesia es ante todo la santidad objetiva de la misma persona de Cristo, de su evangelio y de sus sacramentos, la santidad de aquella fuerza de lo alto que la anima e impulsa. Nosotros debemos ser santos para no crear una contradicción entre el signo que somos y la realidad que queremos significar.
Meditad bien este misterio de la Iglesia, viviendo los años de vuestra formación con profunda alegría, en actitud de docilidad, de lucidez y de radical fidelidad evangélica, así como en amorosa relación con el tiempo y las personas en medio de las que vivís. Nadie elige el contexto ni a los destinatarios de su misión. Cada época tiene sus problemas, pero Dios da en cada tiempo la gracia oportuna para asumirlos y superarlos con amor y realismo. Por eso, en cualquier circunstancia en la que se halle, y por dura que esta sea, el sacerdote ha de fructificar en toda clase de obras buenas, guardando para ello siempre vivas en su interior las palabras del día de su Ordenación, aquellas con las que se le exhortaba a configurar su vida con el misterio de la cruz del Señor.
Configurarse con Cristo comporta, queridos seminaristas, identificarse cada vez más con Aquel que se ha hecho por nosotros siervo, sacerdote y víctima. Configurarse con Él es, en realidad, la tarea en la que el sacerdote ha de gastar toda su vida. Ya sabemos que nos sobrepasa y no lograremos cumplirla plenamente, pero, como dice san Pablo, corremos hacia la meta esperando alcanzarla (cf. Flp 3,12-14).
Pero Cristo, Sumo Sacerdote, es también el Buen Pastor, que cuida de sus ovejas hasta dar la vida por ellas (cf. Jn 10,11). Para imitar también en esto al Señor, vuestro corazón ha de ir madurando en el Seminario, estando totalmente a disposición del Maestro. Esta disponibilidad, que es don del Espíritu Santo, es la que inspira la decisión de vivir el celibato por el Reino de los cielos, el desprendimiento de los bienes de la tierra, la austeridad de vida y la obediencia sincera y sin disimulo.
Pedidle, pues, a Él, que os conceda imitarlo en su caridad hasta el extremo para con todos, sin rehuir a los alejados y pecadores, de forma que, con vuestra ayuda, se conviertan y vuelvan al buen camino. Pedidle que os enseñe a estar muy cerca de los enfermos y de los pobres, con sencillez y generosidad. Afrontad este reto sin complejos ni mediocridad, antes bien como una bella forma de realizar la vida humana en gratuidad y en servicio, siendo testigos de Dios hecho hombre, mensajeros de la altísima dignidad de la persona humana y, por consiguiente, sus defensores incondicionales. Apoyados en su amor, no os dejéis intimidar por un entorno en el que se pretende excluir a Dios y en el que el poder, el tener o el placer a menudo son los principales criterios por los que se rige la existencia. Puede que os menosprecien, como se suele hacer con quienes evocan metas más altas o desenmascaran los ídolos ante los que hoy muchos se postran. Será entonces cuando una vida hondamente enraizada en Cristo se muestre realmente como una novedad y atraiga con fuerza a quienes de veras buscan a Dios, la verdad y la justicia.
Alentados por vuestros formadores, abrid vuestra alma a la luz del Señor para ver si este camino, que requiere valentía y autenticidad, es el vuestro, avanzando hacia el sacerdocio solamente si estáis firmemente persuadidos de que Dios os llama a ser sus ministros y plenamente decididos a ejercerlo obedeciendo las disposiciones de la Iglesia.
Con esa confianza, aprended de Aquel que se definió a sí mismo como manso y humilde de corazón, despojándoos para ello de todo deseo mundano, de manera que no os busquéis a vosotros mismos, sino que con vuestro comportamiento edifiquéis a vuestros hermanos, como hizo el santo patrono del clero secular español, san Juan de Ávila. Animados por su ejemplo, mirad, sobre todo, a la Virgen María, Madre de los sacerdotes. Ella sabrá forjar vuestra alma según el modelo de Cristo, su divino Hijo, y os enseñará siempre a custodiar los bienes que Él adquirió en el Calvario para la salvación del mundo. Amén

Al concluir la Misa celebrada esta mañana en la Catedral de la Almudena en Madrid (España), el Papa Benedicto XVI anunció su intención de declarar doctor de la Iglesia a San Juan de Ávila, cuya proclamación oficial se realizará en el Vaticano en una fecha aún por definir.El Santo Padre ―o el Concilio Ecuménico― otorga tradicionalmente a ciertos santos el título de “Doctores” para reconocerlos como eminentes maestros de la fe para los fieles de todos los tiempos.
De los ocho Doctores originales, cuatro eran Padres del Occidente: San Gregorio Magno, San Ambrosio, San Agustín y San Jerónimo (proclamados Doctores en el 1298) y cuatro eran del Oriente: (1568): San Atanasio, San Juan Crisóstomo, San Basilio Magno y San Gregorio Nacianceno. En la actualidad hay 33 Doctores, entre ellos tres mujeres (Santa Teresa de Jesús, Santa Catalina de Siena y Santa Teresa de Lisieux)


Queridos hermanos:
Con gran gozo, quiero anunciar ahora al pueblo de Dios, en este marco de la Santa Iglesia Catedral de Santa María La Real de la Almudena, que, acogiendo los deseos del Señor Presidente de la Conferencia Episcopal Española, Eminentísimo Cardenal Antonio María Rouco Varela, Arzobispo de Madrid, de los demás Hermanos en el Episcopado de España, así como de un gran número de Arzobispos y Obispos de otras partes del mundo, y de muchos fieles, declararé próximamente a San Juan de Ávila, presbítero, Doctor de la Iglesia universal.
Al hacer pública esta noticia aquí, deseo que la palabra y el ejemplo de este eximio Pastor ilumine a los sacerdotes y a aquellos que se preparan con ilusión para recibir un día la Sagrada Ordenación.

Invito a todos a que vuelvan la mirada hacia él, y encomiendo a su intercesión a los Obispos de España y de todo el mundo, así como a los presbíteros y seminaristas, para que perseverando en la misma fe de la que él fue maestro, modelen su corazón según los sentimientos de Jesucristo, el Buen Pastor, a quien sea la gloria y el honor por los siglos de los siglos. Amén