Cuando miramos al cielo de noche, vemos numerosos puntos de luz que son las estrellas y, si además estamos en un punto alejado de la civilización en un ambiente seco como puede ser un desierto, el espectáculo resulta formidable. Ello a pesar de que nuestros ojos alcanzan un número extraordinariamente bajo en relación a los miles de millones de estrellas que sabemos existen en el universo y cuya luz llega tan tenue que nuestros ojos no son capaces de discernir.

Por ello, puede resultar sorprendente que sea precisamente a través de la luz, tomada en sentido amplio, como hemos podido comprender la mayor parte de lo que conocemos del universo.

La luz nos permite conocer algo más que la forma o el color de las estrellas

La luz visible es la radiación electromagnética que puede ser percibida por el ojo humano, que es sólo una pequeña parte de toda la gama de ondas luminosas que existen. Max Planck abrió el camino para descubrir la naturaleza cuántica de la materia estudiando la energía que emiten todos los cuerpos y determinó que la luz está formada por pequeñas partículas a las que llamamos «fotones». Pero también se determinó que los fotones, como todas las partículas, presentan también una naturaleza ondulatoria. Dependiendo de la energía que contienen los fotones clasificamos la radiación electromagnética, mediante una división arbitraria, como ondas de radio, las de menor energía, seguidas en orden creciente de su contenido energético, por microondas, infrarrojo, luz visible, ultravioleta, rayos X y rayos gamma, las más energéticas.

Hasta el siglo XIX la forma clásica de ejercer la astronomía consistía en utilizar el ojo y anotar en un cuaderno lo que se veía. Por ello, parece lógica la afirmación, en 1835, del filósofo francés Auguste Comte, en el sentido de que nadie sabría nunca de qué estaban hechas las estrellas. «Conocemos la posibilidad de determinar sus formas, sus distancias, sus tamaños y sus movimientos», escribió, «mientras que nunca sabríamos estudiar por ningún medio su composición química, ni su estructura mineralógica, y, más aún, la naturaleza de los seres organizados que pudieran vivir en su superficie.»[1]

Pero en 1859 Gustav Kirchhoff observó el espectro de la luz emitida por el gas de diferentes elementos químicos en estado incandescente y comprobó que cada elemento tiene su propio conjunto de líneas espectrales, lo que se ha dado en llamar la “huella dactilar” de cada elemento. Y concluyó que las líneas oscuras del espectro de la luz procedente del Sol estaban causadas por distintos elementos que absorbían longitudes de onda específicas, lo que puede entenderse como el primer indicio del conocimiento de la naturaleza de las estrellas. Dando un giro total al pensamiento de Comte, Warren de la Rue afirmó en 1861: “Si fuéramos al Sol, y trajéramos algunas porciones de él y las analizáramos en nuestros laboratorios, no podríamos examinarlas con más precisión de la que podemos hacerlo por este nuevo modo de análisis del espectro”[2]. Pero tuvo que transcurrir más de medio siglo hasta una aplicación efectiva de esta técnica, que llegó con la revolucionaria aportación de Cecilia Payne, quien desarrolló un procedimiento para cuantificar la presencia de los diferentes elementos en la luz proveniente de una estrella y pudo deducir que el Sol, a diferencia de la Tierra, está compuesto en su mayor parte de hidrógeno y helio. Reveló sus conclusiones en lo que, muchos años después, el astrónomo Otto Struve describió como «la tesis doctoral más brillante jamás escrita en astronomía»[3].

La luz emitida por todos los objetos del universo durante toda su historia: estrellas, agujeros negros, cuásares, galaxias… forma un difuso mar de fotones que impregna el espacio intergaláctico. El arte de la astronomía consiste en recoger, analizar e interpretar estos fotones a partir de cuatro propiedades: su longitud de onda, la intensidad con que los recibimos en la Tierra y la dirección en el espacio, así como la variación con el tiempo de estas tres magnitudes. Con ello hemos ido descifrando la historia y la evolución del cosmos.

Analizando todo el espectro

A partir de los años cuarenta del pasado siglo se han ido desarrollando herramientas y tecnologías que nos permiten “ver” en longitudes de onda diferentes a la luz visible, lo que ha permitido a la astronomía verificar e incrementar nuestro conocimiento del universo.

Los telescopios infrarrojos captan longitudes de onda un poco más largas que la luz roja y nos han permitido comprobar que planetas como Júpiter o estrellas frías brillan intensamente en el infrarrojo. Dado que la luz infrarroja puede atravesar las nubes de polvo del espacio, los telescopios infrarrojos pueden ver detrás del polvo que oscurece la visión de otros telescopios.

Las ondas un poco más largas que la luz infrarroja las llamamos microondas, que es el tipo de energía con el que funcionan los electrodomésticos que calientan la comida. Con telescopios de microondas hemos podido medir la temperatura de los fotones emitidos en el universo temprano a 3000 K y que, en la actualidad, después de los miles de millones de años transcurridos, se han enfriado hasta los 2,7 K, es decir 270 grados celsius negativos, que es la temperatura que tiene ahora, de forma uniforme, todo el universo. Dentro de esta uniformidad, los astrónomos pueden observar diminutas ondulaciones de estas mediciones de temperatura para determinar cuándo y dónde empezaron a formarse las primeras galaxias.

Precisamente, el descubrimiento de la existencia de estos fotones, de forma casual, en 1968, por dos ingenieros mientras intentaban calibrar una antena, constituyó la consagración definitiva de la teoría del Big Bang. Según este modelo, el universo temprano era caliente y opaco, como el interior de una estrella, ya que los fotones eran constantemente atrapados por los electrones libres. Pero cuando la temperatura descendió hasta los 3000 K los electrones pasaron a formar parte de los átomos y los fotones quedaron liberados. A partir de entonces, la luz pudo viajar libremente y estos fotones que impregnan el cosmos es lo que llamamos fondo cósmico de microondas.

Llamamos «ondas de radio» a los fotones con menos energía. Los instrumentos que empleamos para su detección son los radiotelescopios que aportan conocimientos muy interesantes. Las nubes frías de gas que se encuentran en el espacio interestelar emiten ondas de radio en distintas longitudes de onda. Como el hidrógeno es el elemento más abundante en el Universo y es común en las galaxias, los radioastrónomos utilizan su emisión característica para trazar la estructura de las galaxias. La radioastronomía también ha detectado muchos tipos nuevos de objetos, como los púlsares o los fenómenos en el entorno de los agujeros negros. También nos informan de muchas características de nuestro sistema solar como los gases que se arremolinan alrededor de Urano y Neptuno.

Desde el nacimiento de la radioastronomía existen proyectos de búsqueda de vida inteligente extraterrestre por medio de las ondas de radio, con la idea de que civilizaciones lejanas envíen señales similares utilizando el mismo espectro electromagnético que nosotros.

Los telescopios ultravioleta (UV) se centran en la luz cuyas longitudes de onda son un poco más cortas que la luz violeta del rango visible. Aportan mucho conocimiento sobre estrellas jóvenes que brillan con temperaturas superiores a nuestro sol, lo que nos permite aprender mucho sobre cómo se forman en el interior de las galaxias.

Los rayos X nos resultan familiares debido a su conocida utilización en medicina. Esto puede ayudarnos a interiorizar cómo cada gama de rayos del espectro contribuye a crear una imagen más completa de la realidad, de la misma forma que la observación del paciente mediante rayos X permite al médico completar su visión sobre el estado del enfermo. Los telescopios de rayos X resultan óptimos para la observación de objetos y fenómenos de muy alta energía, como agujeros negros y supernovas o choques de galaxias.

Por último, los rayos gamma son las longitudes de onda de mayor energía que existen. Los emiten las estrellas cuando explotan y de vez en cuando se reciben estallidos de este tipo de rayos procedentes de los lugares más recónditos del universo, fenómenos que todavía hoy son un misterio. El mayor estallido de rayos gamma detectado hasta la fecha tuvo lugar en octubre de 2022, con un brillo 1022 veces el brillo del Sol; se supone que corresponde al nacimiento de un agujero negro a una distancia de 2.400 millones de años luz, por lo que no se trata de un fenómeno que haya ocurrido ahora, sino hace 2.400 millones de años. Todos los telescopios de rayos gamma están en el espacio exterior para evitar el amortiguamiento que supone la atmósfera terrestre.

Se abre una nueva ventana al universo

Hasta hoy los astrónomos han descrito el universo y han podido explicar su historia casi exclusivamente mediante la utilización de telescopios que recogen la luz visible y otras formas de radiación electromagnética. No disponíamos de otros medios de captar la realidad que nos rodea. Pero el 14 de septiembre de 2015 puede marcar un punto de inflexión: aquel día se detectó por primera vez una onda gravitatoria, lo que supone la entrada en escena de una nueva forma de ver determinados objetos o acontecimientos del universo.

La existencia de estas ondas fue predicha por Albert Einstein hace un siglo, como una consecuencia de su teoría general de la relatividad, donde se plantea que el espacio-tiempo es curvo y que objetos con masa muy acelerados cambian la curvatura de ese espacio-tiempo y producen ondas gravitacionales. Son ondas tan débiles que para su detección se necesitan instrumentos de muchísima precisión, razón por la cual el propio Einstein creyó que nunca se podrían llegar a detectar. Pero cien años después la técnica lo ha hecho posible.

Las ondas gravitacionales constituyen otra fuente de información sobre los fenómenos más energéticos del universo. Pese a que se trata de ondas extremadamente débiles, presentan una serie de ventajas en cuanto a la transmisión de información, pues, mientras las ondas electromagnéticas son fácilmente reflejadas y absorbidas por cualquier tipo de materia que se encuentre en su camino e incluso se distorsionan debido a la expansión del universo, este es casi transparente para las ondas gravitacionales: ni la materia ni los campos gravitacionales intervinientes absorben o reflejan este tipo de ondas en grado significativo.

Se abre, pues, una nueva ventana para la observación del universo, que permitirá seguir avanzando en su conocimiento. El avance más inmediato es el de contribuir a explicar fenómenos ya conocidos, y una ventaja importante es que las ondas gravitacionales eliminan el reto de calcular la distancia, ya que la amplitud de la onda codifica exactamente la distancia a la que se encontraba su fuente.

Se trata de una tecnología incipiente que requerirá un desarrollo para lograr todo lo que se espera de ella. Ya existe una larga lista de nuevos campos de investigación, en base a las ondas gravitacionales, que sin duda alguna cambiarán la astronomía. Se pretende responder a grandes interrogantes, como la naturaleza de la energía oscura o la existencia de otras dimensiones distintas a las ya conocidas, tal como predice alguna teoría y la información que se espera que puedan aportar contribuirá a una mejor comprensión de las leyes fundamentales del universo.

Destaca un campo de conocimiento sobre el que se ha creado una natural expectación, el relativo al universo temprano. Y es que las observaciones ópticas no nos han permitido ir más allá de los 400.000 años desde el Big Bang, ya que en ese período los fotones no se podían mover libremente. El universo era opaco y no nos puede llegar ningún tipo de luz de ese primer período. Pero las ondas gravitacionales no tienen esa barrera y permitirán estudiar esta etapa en la historia del universo. Rainer Weiss, que obtuvo el premio Nobel en 2017 por su colaboración en la detección de estas ondas lo ha explicado así: «Hay cálculos que indican que en los primeros instantes del universo, justo después de su nacimiento, se genera una enorme cantidad de radiación de fondo de ondas gravitacionales. Eso sería una de las cosas más fascinantes que el hombre podría [ver], porque le dirá mucho sobre cómo empieza el universo.»[4]

 

Manuel Ribes

Instituto Ciencias de la Vida

Observatorio de Bioética

Universidad Católica de Valencia

 

[1] Martin Rees How Astronomers Revolutionized Our View of the Cosmos  Scientific American  September 1, 2020

[2] Spectroscopy and the Birth of Astrophysics Center for History of Physics American Institute of Physics 2023

[3] Martin Rees How Astronomers Revolutionized Our View of the Cosmos  Scientific American  September 1, 2020

[4] Ian Sample and Hannah Devlin  A new way to study our universe’: what gravitational waves mean for future science   The Guardian 3 Oct 2017