jueves, 31 de agosto de 2017

miércoles, 30 de agosto de 2017

martes, 29 de agosto de 2017

lunes, 28 de agosto de 2017

domingo, 27 de agosto de 2017

sábado, 26 de agosto de 2017

viernes, 25 de agosto de 2017

Testimonio sobre el Padre Pío

...del Padre Iván Turic. Emocionante oír hablar a este sacerdote, amante de Cristo. Como emocionante es cada testimonio sobre el Padre Pío. Cuando alguien es de Cristo se ve en sus palabras y acciones. Siempre siguiendo al Señor, Verdad sólo hay una, la Verdad nunca se tiene que adaptar al mundo ni a las modas. Todo por Cristo y por la Virgen.

jueves, 24 de agosto de 2017

EL CUERPO Y LAS PALABRAS DE CRISTO

El tabernáculo y el púlpito son los dos lugares augustos del templo de Dios; en uno se pide y desde el otro se ordena; en uno se habla de Dios, en el otro es Dios el que habla; en uno Jesucristo se hace adorar en la realidad de su Cuerpo, en el otro se da a conocer en la verdad de su doctrina. Son los dos lugares desde donde se distribuye el alimento celestial: en aquél se predica en silencio y en éste se enseña de viva voz; en aquél el Espíritu Santo, por medio de las palabras místicas, transforma el pan en el Cuerpo divino, y aquí el mismo poder transforma a los fieles en miembros de Cristo. San Agustín decía: “¿Qué les parece más importante, la palabra de Dios o el Cuerpo de Cristo? Si quieren contestar con verdad, se verán obligados a responder que la palabra de Jesucristo no es menos estimable que su Cuerpo, y, por lo tanto, los mismos cuidados que guardamos para no dejar caer al suelo el Cuerpo del Señor cuando nos lo entregan, debemos tomar para que no caiga de nuestro corazón la palabra de Cristo que se nos predica. Porque no es menos culpable el que escucha negligentemente la palabra santa que quien, por su culpa, deja caer el Cuerpo del Señor”. Buscar la palabra de Cristo. Los cristianos que no entienden de cruz desean discursos placenteros; pero así como ningún hombre es lo bastante insensato para buscar en el comulgatorio otra cosa que la verdad del misterio, así tampoco ninguno deberá ser tan temerario que no busque en el púlpito la pureza de la palabra. El Verbo Encarnado quiso mostrarse a los hombres de dos maneras: una, en su carne visible, y la segunda, hasta el fin del mundo, en su palabra. No crean que por haberlo perdido de vista no permanece entre nosotros, porque ya Tertuliano en su libro sobre la resurrección decía: “Así, instituyendo su predicación vivificadora, la llamó carne suya”. La predicación es como una nueva encarnación de Cristo. Deben saber también que los predicadores no suben al púlpito para pronunciar discursos vanos, sino con el mismo espíritu con que se acercan ni altar. El Cuerpo de Cristo está allí oculto bajo los signos eucarísticos, y aquí bajo los signos de la palabra. El Apóstol dice que los predicadores no deberían ocuparse de buscar nombre por la elocuencia, sino por recomendarse a la conciencia de los hombres por la manifestación de la verdad. A la conciencia, por la verdad. Los oídos se complacen en la composición académica de la palabra. La imaginación, en la delicadeza del pensamiento. Incluso el espíritu es conquistado a veces por la verosimilitud del raciocinio. Mas la conciencia quiere la verdad, y a ella es a la que hablan los predicadores. Y ¿cómo llegar a esa verdad y convertirla en relámpago que deslumbre, trueno que espante y rayo que rompa los corazones, si no hacen hablar a Cristo? Dios es el Señor de las tormentas y de las nubes. La elocuencia y la predicación. Si quieren conocer qué parte tenga la elocuencia en los discursos cristianos, San Agustín nos enseña: “La sabiduría ha de salir de su casa, esto es, del pecho del sabio, y la elocuencia seguirla como una sierva inseparable, aun cuando no sea llamada”. Este es el orden: primero, la sabiduría, y después, aun sin ser llamada, espontáneamente atraída por la grandeza de las cosas y para servir de intérprete a la ciencia y santidad del que habla, la elocuencia. El predicador hace hablar a Cristo, pero no puede hacerle hablar un lenguaje de hombre y dar un cuerpo extraño a su verdad eterna. Beba, pues, en las Sagradas Escrituras, pida prestados los términos sagrados; no sólo para robustecer, sino para embellecer su discurso, recoja al paso, si los encuentra, los adornos de la elocuencia, pero que broten espontáneamente y no como buscados. ¿Desean oradores de esta clase? Pues les anuncio un misterio: los oyentes hacen a los predicadores. La palabra divina no nace del genio ni del trabajo asiduo; es un don de Dios, que sopla donde quiere. “La palabra divina no obedece, es ella la que manda, y, por lo tanto, no habla cuando se le ordena, sino cuando quiere”. Y Dios se complace en hablar cuando los hombres están dispuestos a escuchar. Busquen la verdadera doctrina, y Dios suscitará predicadores; preparen el campo, y el sembrador no faltará. Mas si, por el contrario, buscan las fábulas humanas, Dios prohibirá a las nubes la lluvia y retirará la doctrina sana de los labios de sus predicadores. Entonces vendrán profetas que dirán: Paz, paz, y no encontrarán la paz; que dirán: Señor, Señor, y el Señor no les ha encomendado que prediquen. “El maestro recibe lo que el oyente merece”. Oír internamente. La Eucaristía y la palabra divina llegan al corazón. Debemos oír internamente, escuchar con atención; pues, además del sonido, que hiere los oídos, hay una voz secreta, espiritual e interna, verdadera predicación que habla en el interior y sin la cual la palabra del hombre es ruido inútil. Todos debemos acudir a oírla allá dentro, porque en realidad sólo Dios puede predicar, como decía San Agustín. Los ángeles y los hombres no son capaces de hablar la verdad, sino a lo más de mostrarla con el dedo, como aquel que señala las bellezas de una catedral; pero ¿quién podrá verlas si el sol no esparce su resplandor? La luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo, luz invisible que nos hace ver, es Cristo, que da su gracia. Es Él el que nos concede un cierto sentido que se llama el sentido, el pensamiento de Cristo, por el cual gustamos a Dios. La palabra resuena desde el púlpito, mas la predicación se verifica en el corazón. Por eso el Señor decía: El que tenga oídos para oír, que oiga, y ciertamente que no se refería a los del cuerpo. El que enseña a los corazones, tiene su púlpito en el cielo. Abran bien los oídos del alma. No aconsejo prescindir de la palabra externa, porque es ley del Nuevo Testamento envolver la gracia en signos exteriores, como envuelve la del bautismo en el agua, que lava. Asistan a la predicación externa y hagan que caiga en vuestro corazón, y no sea el cuerpo de Cristo que cae al suelo. La comparación no es extraña: Jesús, la Verdad misma, no ama menos la verdad que su propio Cuerpo; por el contrario, sacrificó a éste para sellar con su Sangre la verdad de su palabra; y si murió un solo día, quiso, en cambio, que su verdad fuera inmortal y perenne entre nosotros. Hay que llegar a la voluntad. Me dirán que atienden sobradamente, y contestaré con el Crisóstomo: Ya sé que incluso cotejan mi primer sermón con los siguientes, pero asemejan este púlpito a un teatro. No, no es ése el modo de oír, porque “todo el que oye a mi Padre y recibe su enseñanza, viene a Mí. Hay otro lugar más recóndito donde escuchar, la escuela celestial”, donde el Padre enseña a ir hacia su Hijo; escuela donde Dios es maestro. ¿Dónde está esa escuela escondida? Aun cuando Dios mismo hablase directamente, habría que profundizar más, porque, mientras su luz permanezca tan sólo en la inteligencia, no se ha oído la lección de Dios. En efecto, para atender a la palabra del Evangelio no hay que ir allí donde se emiten los juicios, sino donde se regulan las costumbres; no donde se gustan los pensamientos bellos, sino donde nacen los buenos deseos; no al lugar donde se forman los juicios exactos, sino donde se forjan los santos propósitos: hay que llegar a la voluntad. Entren en sí mismos, y verán cómo a veces luce una llama que atraviesa los corazones, porque la palabra de Dios es viva, eficaz y tajante más que una espada de dos filos, y penetra hasta la división del alma y del espíritu, hasta la coyuntura y la médula, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón. Dios a veces da a los predicadores no sé qué fuerza aguda que, a través de los caminos tortuosos de nuestras pasiones, llega a encontrar aquel pecado que nosotros escondíamos y que duerme en el fondo del corazón. En esos momentos hay que escuchar atentamente a Cristo, que contraría nuestros deseos, que turba nuestros placeres y que hurga con su dedo en nuestras heridas. Es el momento en que el hombre sabio oirá una palabra discreta, la alabará y le añadirá algo más. Y si el golpe no ha sido bastante, tomemos nosotros mismos la espada y clavémosla más fuerte. ¡Ojalá lleguemos a lo vivo, ojalá lleguemos al llanto, que San Agustín llama tan elegantemente la sangre del alma! Vivir conforme a la palabra. El que come mi Carne y bebe mi Sangre, dice el Señor, está en Mí y Yo en él; esto es, la buena comunión se manifiesta viviendo conforme a Cristo. Y el haber oído la palabra del Señor se demuestra al vivir conforme a ella. Ocurre a veces que al oír la predicación se levantan en nuestro corazón ciertos sentimientos, imitación de los verdaderos, capaces de engañarnos; ciertos fervores y deseos imperfectos; pero creamos en las obras. Ellas dirán lo que haya de verdad. Decía antes el Crisóstomo que lo escuchaban como en el teatro. En efecto, también allí los espectadores se emocionan, se llenan de ira y derraman lágrimas, como en otros espectáculos. Algo parecido puede ocurrir en nuestros sermones. También el Crisóstomo oía los gritos y aplausos de sus oyentes; sin embargo, esperaba para regocijarse a ver corregidas las costumbres. Si no cambian de vida, no han oído a Jesucristo, sino al hombre. La predicación no tiene por fin ilustrar, sino suscitar el amor. Conclusión. Para escuchar a Cristo hay que llevar a la práctica sus palabras, puesto que enseña para formar nuestra conciencia, antes que para agradarnos. Bossuet

miércoles, 23 de agosto de 2017

martes, 22 de agosto de 2017

lunes, 21 de agosto de 2017

domingo, 20 de agosto de 2017

oramos todos

VATICANO, 17 Ago. 17 / 02:11 pm (ACI).- El Papa Francisco expresó su cercanía al pueblo español por el atentado terrorista ocurrido este jueves en Barcelona y aseguró sus oraciones por las víctimas y sus familias. “El Santo Padre está siguiendo con gran preocupación cuanto está sucediendo en Barcelona. El Papa reza por las víctimas de este atentado y desea expresar su cercanía a todo el pueblo español, especialmente a los heridos y a las familias de los fallecidos”, señaló el Director de la Sala de Prensa de la Santa Sede, Greg Burke. Este jueves una furgoneta atropelló a decenas de personas en la zona turística de Las Ramblas, en Barcelona. Según las últimas informaciones, el atentado terrorista ha dejado 13 muertos y 50 heridos. El hecho ha recibido la condena mundial. Por su parte, la Conferencia Episcopal Española (CEE), condenó el “luctuoso y execrable” atentado terrorista ocurrido en Barcelona. Los obispos españoles expresaron “su cercanía y oración a todas las víctimas y sus familias. Asimismo manifestamos nuestro apoyo a toda la sociedad que es atacada con estas acciones, en esta ocasión los ciudadanos de Barcelona, y a las Fuerzas de Seguridad”. La CEE reiteró que el terrorismo es “una práctica intrínsecamente perversa, del todo incompatible con una visión moral de la vida, justa y razonable. No sólo vulnera gravemente el derecho a la vida y a la libertad, sino que es muestra de la más dura intolerancia y totalitarismo”. “Pedimos a todos los creyentes que eleven sus oraciones para pedir a Dios que conceda el descanso eterno a las personas fallecidas, restablezca la salud del resto las víctimas, consuelo a los familiares, llene de paz los corazones de las personas de buena voluntad y nunca más se repitan estas acciones despreciables”, concluyen los obispos. Solidaridad desde Estados Unidos Por su parte, el presidente del Comité Internacional de Justicia y Paz de la Conferencia de Obispos Católicos de Estados Unidos (USCCB), señaló que “una vez más, un acto de terror ha tomado más de 12 vidas y herido a muchos otros”. “La Conferencia de Obispos Católicos de los Estados Unidos condena inequívocamente este acto moralmente atroz y se solidariza con el pueblo de la Arquidiócesis de Barcelona y España en este terrible momento de pérdida y dolor”, expresó. Tras reiterar que un acto terrorista “nunca puede ser justificado”, aseguró las oraciones de los obispos por las familias y por el fin del terrorismo. “Que Dios conforte a los afligidos y convierta los corazones de los que cometen estos actos”, expresó. Actualizado el 17 de agosto de 2017 a las 18:0

sábado, 19 de agosto de 2017

Que no lo separe el hombre

El calambur

Aparecida la Exhortación Apostólica Postsinodal Amoris Laetitia, no pocos católicos formados en la Verdad de la Iglesia dieron la voz de alarma, con legítimas razones y fundadas prevenciones. Es que ocurre que el texto, por donde se lo lea, conduce inevitablemente hacia el puerto al que no debería llevar nunca la docencia petrina, en cualquiera de sus posibilidades expresivas. Conduce al error, a la ambigüedad, a la duda; a la confusión y al doble sentido. Y hasta para llegar a algún eventual pasaje rescatable hay que sortear un tronco empecinado de argucias e imprecisiones, cuando no de dolorosas concesiones al siglo.

El diccionario de nuestra lengua llama calambur a aquella construcción idiomática o figura retórica que altera los significados mediante juegos silábicos; y pone ‒entre otros‒ un ejemplo que pinta perfectamente para la ocasión: “este es conde y disimula”. He aquí, en principio, y con el ejemplo de marras, el espíritu de la Amoris Laetitia: un tragicómico calambur de Francisco.

Acaso un punto particular probará lo que decimos.

La sociedad abierta y sus enemigos

Al llegar al capítulo V, Amor que se vuelve fecundo, la exhortación discurre con delicadeza sobre el concepto de “fecundidad ampliada”, que se da principalmente en aquellas críticas ocasiones en las cuales el matrimonio no puede engendrar hijos. Entonces, la fecundidad se amplía con el ejercicio de la maternidad y de la paternidad espiritual, con la adopción generosa o con la práctica de variadas formas de servicio al prójimo. Porque “la familia no debe pensar (sic) a sí misma como un recinto llamado a protegerse de la sociedad. No se queda a la espera, sino que sale de sí en la búsqueda solidaria” (181).

Por cierto que en situaciones ideales la sociedad no debería ser una amenaza para los hogares, ni una asechanza ante la cual protegerse. Pero mucho han insistido los pontífices ‒sin necesidad de remontarse a San Lino ni a Gregorio VII‒ en la prudencia que deben tener hoy las familias, inmersas como están en una cultura hostil al cristianismo, por decir lo menos. Prudencia vigilante, que si bien no ha de propiciar el aislacionismo social, tampoco puede estimular el desguarnecimiento frente a la sociedad presente, en gravísimo estado de corrupción integral.

Es evangélica la plástica imagen de la casa edificada sobre roca (San Mateo, 7, 25); y son de Nuestro Señor las prevenciones sobre los ríos desbordados, las lluvias desmadradas, los vientos destructivos. Clara señal para todos los tiempos; y tanto más en éstos, de que existen motivos para abroquelarse y defenderse de la sociedad. Hay una lejana e implícita matriz popperiana tras el planteo bergogliano de la relación familia-sociedad. Parecería que los enemigos de la primera ya no se encontrarían en los meandros de la segunda, si la segunda es ‒como está a la vista‒ una inmensa democracia liberal con la que se puede interactuar sin riesgos.

Más bien los nuevos riesgos para un católico, a juzgar por el despliegue total de la AmorisLaetitia, consistirían en no ser lo suficientemente acogedores con los frutos descarriados y anómalos de esta comunidad moderna. Los enemigos de la sociedad serían ahora los católicos negados a la apertura; aquellos que “prefieren una pastoral más rígida que no dé lugar a confusión alguna” (308). Una pastoral no divorciada del dogma sempiterno, hablemos claro. Pero en este neo-magisterio dialéctico y pleno de heterodoxas disyuntivas, la confusión es preferible a la rigidez, que en otros tiempos se llamó sencillamente ortodoxia.

La mimetización familia cristiana-sociedad presente se propone casi como un axioma vinculado a la historia sagrada. “Ninguna familia puede ser fecunda si se concibe como demasiado diferente o «separada». Para evitar este riesgo, recordemos que la familia de Jesús […] no era vista como una familia «rara», como un hogar extraño y alejado del pueblo […]; era una familia sencilla, cercana a todos, integrada con normalidad en el pueblo. Jesús tampoco creció en una relación cerrada y absorbente con María y con José […]. Eso explica que, cuando volvían de Jerusalén, sus padres aceptaban que el niño de doce años se perdiera en la caravana un día entero, escuchando las narraciones y compartiendo las preocupaciones de todos: «Creyendo que estaba en la caravana, anduvieron el camino de un día» (San Lucas, 2, 44). Sin embargo a veces sucede que algunas familias cristianas, por el lenguaje que usan, por el modo de decir las cosas, por el estilo de su trato, por la repetición constante de dos o tres temas, son vistas como lejanas, como separadas de la sociedad” (182).

El populismo político en el que ha abrevado Francisco le juega una mala pasada. Va de suyo que los hogares católicos no tienen que ser raros; ni mucho menos ajenos ni lejanos a las peripecias del suelo natal en el que han sido plantados por Dios. Son ‒y así deberían considerarlos todos‒ paradigmas de comportamiento doméstico; modelos de normalidad; esto es de norma y de canon. Pero los cristianos, tanto como sujetos individuales como agrupados en familias, están llamados a ser “piedra de escándalo” (Isaías, 8, 14) y “signo de contradicción” (San Lucas, 2, 34). Mala señal en consecuencia si no se comportan  “demasiado diferente” respecto de los aborrecibles  anti-modelos familiares que predominan hoy en el deificado pueblo.

Desde el momento en que un nuevo hogar católico se constituye a conciencia y libremente, su diferenciación y antagonismo con el resto de los hogares es inevitable y hasta obligatorio. Diferenciación y antagonismo que ha de presentarse en los hechos, no como un desprecio al resto de los mortales, pero sí como el mejor servicio apostólico y misionero que se le puede prestar al cuerpo social, y aún como el ejemplo más edificante y regenerador. Para que los paganos puedan volver a exclamar con admiración y deseo emulativo el proverbial “¡Mirad cómo se aman!, que registran los Hechos de los Apóstoles.

En las cartas paulinas, San Pablo refiere varias veces el ejemplo de la casa de Priscila y Áquila, modelos de esposos que “expusieron su cabeza para salvarme” (Romanos, 16, 3-5); y que no trepidaron en ser diferentes y en tenerse por segregados del resto del pueblo, precisamente por causa de su fidelidad a Cristo. De estos esposos ha hecho el bellísimo elogio Benedicto XVI, en su catequésis del 7 de febrero de 2007, instando a espejarse en ellos, porque prueban que, para los bautizados leales, “toda casa puede transformarse en una pequeña iglesia […], toda la vida familiar, en virtud de la fe, está llamada a girar en torno al único señorío de Jesucristo”.

Pero además, o por lo mismo, si una familia católica reconoce en la casa de Nazaret su paradigma y su norte, ya no puede conformarse con ver en la misma esa especie de carpintería de barrio, como la pinta Bergoglio, “integrada con normalidad en el pueblo”. Aquello ‒ha dicho Guardini en el capítulo tercero de La Madre del Señor‒ “no era precisamente una familia, sino algo divinamente irrepetible, que no tiene nombre. Una fecundidad que redime al mundo, inmediatamente a partir de Dios. Un amor que era mayor, por ser diferenteque todo lo que ha unido jamás a las personas. Puede ser entonces que se use el nombre de ‘familia’ para indicar ese carácter de velamiento de lo propio y peculiar, tal como es característico de María”.

Curiosa exégesis psicopedagógica

Así como no se quieren ya familias diferentes, que contrasten con el resto por ser católicas, y hasta puedan ser perseguidas a causa de ello; ni se quiere tampoco que los católicos consideren demasiado raras otras uniones alternativas, los nuevos padres que necesitamos no han de estar preocupados por saber dónde están sus hijos. A semejanza de María y José ‒¡progenitores modernos, vaya!‒ que perdieron a su hijo casi adolescente en el camino de regreso de Jerusalén, pero no se inmutaron demasiado, pues no tenían con él “una relación cerrada y absorbente”. El muchacho podía hacer lío a discreción, sin tanto control represivo de la figura paterna ni coacciones emocionales de parte de la madre.

Es un problema que el Evangelio de San Lucas diga algo distinto. Santo Tomás nos lo explica así en su Catena Aurea: que Jesús se quedó en Jerusalén “sin que nadie lo notara”, “sin que sus padres lo advirtiesen”; que se queda de este modo “para no ser desobediente”. Que sus padres lo buscaron con preocupación primero y sobresalto después, cuando se dieron cuenta de que no estaba “en la caravana, entre los parientes y conocidos” (San Lucas, 2, 43); que regresaron sobre sus propios pasos para localizarlo de una buena vez; y que al verlo al fin, sano y salvo en el templo, su madre, exclamó: “tu padre y yo te estábamos buscando con angustia” (San Lucas, 2, 48). “La madre ‒acota Orígenes‒ afectada en sus maternales entrañas, manifiesta con lamentos sus dolorosas pesquisas, y expresa lo que siente con la confianza, la humildad y la ternura de una madre: ‘hijo, por qué te has portado así con nosotros’ (San Lucas, 2, 48). Tras el significativo episodio, el mismo texto evangélico recuerda que Jesús “enseguida se fue con sus padres, y vino a Nazaret y les estaba sujeto” (San Lucas, 2, 51-52). Es decir, volvió a ser “absorbido” por la autoridad de sus padres terrenos.

No está mal que Francisco quiera inculcar el principio de una libertad gradual y responsable ofrecida paternalmente a la prole a medida que crece. No está mal asimismo que quiera evitar los estragos de familias monopolizadoras o enfermizamente endógenas. Pero para ello no es necesario tergiversar los Santos Evangelios, ni incurrir tampoco en el gravísimo error del historicismo o del evolucionismo dogmático. Dice, en efecto, la Amoris Laetitia, “Aquí vale el principio de que «el tiempo es superior al espacio». Es decir, se trata de generar procesos más que de dominar espacios. Si un padre está obsesionado por saber dónde está su hijo y por controlar todos sus movimientos, sólo buscará dominar su espacio […]. Entonces la gran cuestión no es dónde está el hijo físicamente, con quién está en este momento, sino dónde está en un sentido existencial, dónde está posicionado desde el punto de vista de sus convicciones, de sus objetivos, de sus deseos, de su proyecto de vida” (261).

Una vez más las disyuntivas dialécticas ‒que son otros tantos guiños al mundo moderno y a su psicologismo aterrador‒ no permiten inteligir la plenitud de la verdad. Si un padre está “obsesionado” por saber dónde está espacialmente su hijo, lo irrecomendable a lo sumo será la obsesión,  pero no el ordenado requerimiento. Porque los espacios no son inocuos o neutros, ni somos sólo espíritus que habitamos espacios existenciales; y porque aún suponiendo que cada padre llevara consigo a un metafísico, antes inquieto por el ambiente del alma que por el paisaje físico ‒aún un sábado a las cuatro de la mañana, con el hijo púber ausente del hogar tras angustiantes horas de incierta espera‒ ese saber dónde está el alma no puede jamás desvincularse de dónde está el cuerpo. A no ser que neguemos el más elemental realismo antropológico.

Admitimos que “la gran cuestión” pueda consistir en saber “dónde está posicionado [el hijo] desde el punto de vista de sus convicciones, de sus objetivos, de sus deseos, de su proyecto de vida”. Pero esto, no sólo no es independiente de saber “con quién está en este momento”, sino que guarda estrecha dependencia. Porque las compañías elegidas, tanto como los ámbitos espaciales predilectos, marcan y en ocasiones condicionan o determinan las ubicaciones espirituales y los posicionamientos existenciales. Es falaz la polarización bergogliana de la preeminencia del tiempo sobre el espacio. Extravío fatal de raigambre semítica, cuando el judío temporaliza las promesas divinas, se afianza a sí mismo como siglo presente, sin ver el siglo venidero ni escudriñar las profecías (San Juan, 5, 39), y acaba matando al Justo, Señor del Tiempo y del Espacio.

La poesía que destruye

Pero volvamos al concepto de “fecundidad ampliada”, analizado en Amoris Laetitia. Tras referirse, como vimos, a algunos de esos modos a los que siempre aludió la Iglesia, verbigracia la adopción, la Exhortación señala otro modo, al que considera no menos significativo, y es el de la dedicación de los esposos al cumplimiento de sus “deberes sociales”. “Los matrimonios necesitan adquirir una clara y convencida conciencia sobre sus deberes sociales. Cuando esto sucede, el afecto que los une no disminuye, sino que se llena de nueva luz, como lo expresan los siguientes versos:

«Tus manos son mi caricia
mis acordes cotidianos
te quiero porque tus manos
trabajan por la justicia.
Si te quiero es porque sos
mi amor mi cómplice y todo
y en la calle codo a codo
somos mucho más que dos»(181).

Es posible que el lector europeo ‒y aún el simple feligrés de a pie de estos pagos‒ ignore en profundidad quién es Mario Benedetti, autor de esta estrofa, como con toda inverecundia lo aclara la misma Exhortación, especificando en su nota a pie de página 204 la correspondiente referencia bibliográfica: “Mario Benedetti, “Te quiero», en Poemas de otros, Buenos Aires 1993, 316”.

Pues lo diremos en dos trazos; primero por respeto al sentido de lo obvio de los lectores informados, a quienes abundar en detalles sería cómo explicarles quién es el Che Guevara. Y segundo, porque lejos de nuestro ánimo cambiar el tema central de estos comentarios, que no es ciertamente el retrato de un vulgar escritor marxista, sino el dolor de saber que Francisco ha optado por la poesía que destruye, según la nunca olvidada distinción de José Antonio Primo de Rivera. Opción que de ningún modo se reduce a una cuestión estética, ni es esa su gravedad mayor, sino a una inequívoca predilección por un mensaje tan alejado del pulchrum como de los restantes trascendentales del ser.

Bergoglio prueba una vez más con esta intromisión escandalosa de un artista degenerado en un texto teóricamente dirigido a celebrar la alegría del amor, que el timor Domini no es precisamente su rasgo más distintivo. Tampoco un don más modesto aunque valioso, como el cultivo del gusto por la Belleza y el consiguiente desdén por las cursilerías. Nada lo detiene ni lo turba en su vocación de maridaje con la contracultura y aún con la contra iglesia. Nada se le presenta como dique a su moral de situación, a su misericordia despreocupada de la justicia, a su praxeología inclusiva, ausente de criterios rectos que separan la cizaña del trigo. Las cosas digámosla como son. Porque ya todo está a la vista, excepto para los ciegos que guían a otros ciegos (San Mateo, 15, 14).

Mario Benedetti, en efecto, fue un hombre de letras de nacionalidad uruguaya (1920-2009), dedicado en forma activa y perseverante a la militancia comunista, a la propaganda revolucionaria sistemática y, lo que es más grave, a participar de las acciones de la agrupación terrorista Tupamaros, cuyos guerrilleros, principalmente en la larga década de 1970, cometieron un sinfín de asesinatos a mansalva. Todo; absolutamente todo en el perfil ideológico de Benedetti, delata al enemigo declarado de la civilización cristiana. Y todo en su perfil humano y creativo hace patente a un alma visceralmente odiadora de la Iglesia y de su Magisterio Tradicional. Su poema “Si Dios fuera una mujer” constata incluso, que los terrenos de la blasfemia y del sacrilegio tampoco le estuvieron vedados. Es más; él mismo llamó a tamaña toma de posición una “venturosa, espléndida, imposible, prodigiosa blasfemia”.

El poema elegido por Francisco para ilustrar la fecundidad ampliada a la que puede y debe llegar un matrimonio cristiano para llenarse de una nueva luz es, redondamente, un himno marxista, musicalizado y cantado por todas las voces de las izquierdas americanas y españolas. Un himno emblemático, repetido por todos los multimedios, machacado, reiterado, difundido hasta el hartazgo y la náusea; sin que faltaran incluso las apropiaciones lésbicas de la letra y del contenido; ya que, completo, el engendro sostiene: “y porque amor no es aureola/ ni cándida moraleja/ y porque somos pareja/ que sabe que no está sola”. ¿Esta es la nueva luz de la fecundidad ampliada propuesta como programa e ideario para los matrimonios católicos? ¿Esta es la nueva luz que encenderán y portarán como antorcha cuando se aboquen al cumplimiento de sus deberes sociales? ¿Esta es la nueva luz que surgirá entre ellos y de ellos, cuando vuelquen su potencial germinativo y fundante en los quehaceres cívicos de la patria y del orbe?

Los matrimonios católicos ‒y sobre todo aquellos que no hemos permanecido indiferentes a los compromisos con las legítimas y justicieras luchas patrióticas‒ nos sentimos ofendidos con esta ruin poesía que destruye, vulgar panfleto libertario y socialista, que solicita una justicia, una rebelión y un pueblo absolutamente identificados con el programa del enemigo. Nos sentimos ofendidos, y el vejamen duele hondo, sabiendo que quien debería darnos “la leche pura de la palabra espiritual”, nos entrega la “leche adulterada” (I Pedro, 2, 2).

Francisco no puede ignorar el modelo de fecundidad ampliada que les está propiciando a los cristianos con estas rimas insidiosas. Tampoco puede ignorar, pero lo hace, que el catolicismo es pródigo en cánticos de amor conyugal, dadivoso y fértil en altos romanceros y cancioneros de hombres y de mujeres entrelazados nupcialmente en el campo del honor, espléndido en poemarios que exaltan la unión de los esposos que marchan juntos al combate, radiante e inmenso en su antología de versos que laudan la verdadera luz de Cristo, por la que caballeros y damas asaltaron murallas en defensa de la Cruz. No puede ignorar incluso que aquí, en el Rio de la Plata, familias enteras fueron diezmadas por el odio castrista de los seguidores de Benedetti; y que en muchos de esos casos, las esposas de nuestros soldados se hicieron acreedoras del encomio quevediano:

“Hilaba la mujer para su esposo
la mortaja primero que el vestido;
menos le vio galán que peligroso.
Acompañaba el lado del marido
más veces en la hueste que en la cama;
sano le aventuró, vengóle herido”.

No; la nueva luz de la fecundidad ampliada, para quienes se aman sacramentalmente y se abocan al compromiso social y político, no se enciende en la hoguera roja de la rebelión marxista, sino en el cirio vivo del Madero Reverberante y Transfigurador. Entonces el esposo no le dice a la amada que es su cómplice, sino “hueso de mis huesos” (Génesis, 2, 23). No elogia sus manos porque trabajan por una justicia homicida y rencorosa, sino porque corren por ellas “las gotas de mirra”, vestigios del Amado (Cantares, 5, 5). Ni cree que juntos sean mucho más que dos, sino “una sola carne” (Génesis, 2, 24).

Envío

La ausencia de memoria histórica ‒dice la Amoris Laetitia‒  es un serio defecto de nuestra sociedad. Es la mentalidad inmadura del «ya fue». Conocer y poder tomar posición frente a los acontecimientos pasados es la única posibilidad de construir un futuro con sentido. No se puede educar sin memoria” (193).

Pues bien; no era ni es la poesía que destruye la que nos habilita o alecciona a poner en práctica esta fecundidad ampliada, tan necesaria y tan legítima para los matrimonios católicos, hayan podido o no traer hijos al mundo. Es la memoria veraz y fiel de los hechos y de los personajes paradigmáticos. Es el recuerdo vivo, real y vigente de esas casas fundadas sobre piedra, con el padre por cabeza, la madre por sostén y los hijos como linaje. A ellos el homenaje austero de estas líneas finales.

A las familias vandeanas, perseguidas como bandidos y sostenidas sólo por el amor irrefragable al Corazón de Jesús. A las familias cristeras, derramando su sangre por los altos de Jalisco, con el Viva Cristo Rey en cada labio. A las familias hispánicas, alistadas en la reconquista, contra moros, judíos y rojos, según pasaron los siglos. A las familias argentinas, a las que les tocó prolongar en suelo americano la resistencia y la cruzada contra los enemigos de Dios. A las familias de todos los tiempos y de todos los espacios –benditas coordenadas en el plan del Creador- sin olvidarnos del más remoto de los años ni del más pequeño de los paisajes terrenos. Cuándo hayan sido y dónde hayan sido sus testimonios, no los olvidemos y les demos gracia, con el brazo alzado y la mirada limpia.

A ninguno de estos personajes ejemplares, de carne y hueso, que  recorren la historia toda de la Cristiandad, se les cruzó por la cabeza lo que sostiene esta desdichada Exhortación, según la cual, “hemos presentado un ideal teológico del matrimonio demasiado abstracto, casi artificiosamente construido, lejano de la situación concreta y de las posibilidades efectivas de las familias reales” (36). Precisamente amaban al sacramento del matrimonio por lo que tenía de ideal teológico; y precisamente pudieron sus integrantes ser fecundos, en hijos y en servicios, en descendencia y en obligaciones sociales y políticas, porque encarnaron ese ideal teológico y le fueron fieles.

Coplas existen, y no son de poetastros menores, en las que se narran aquellos heráldicos casos de esposos dados por muertos en las lides medievales, y que vuelven un día, inesperada y milagrosamente, después de añares infinitos, para encontrarse con la fidelidad intacta de la esposa; tan intacta como su esperanza y su presentimiento del regreso, razones por las cuales no había vuelto ella a casarse, ni él a conocer tálamo alguno.

En la iglesia franciscana de Nancy, una lámina mortuoria ha inmortalizado este gesto de recíproca observancia marital. Es la que recuerda a Hugo I de Vaudemont y a su esposa Ana, íntimamente abrazados, después de diecisiete años sin verse. Él retorna de las Cruzadas. Ella lo aguardaba firme y devota como si hubiera partido anoche. Él y ella son dos creaturas católicas, con un ideal teológico, que no les pareció en absoluto demasiado abstracto. Por el contrario; llevaba la gravitación de la carne, el impulso de la materia consagrada, el dinamismo y la fuerza, el arrebato y el entusiasmo de todas las fibras crispadas que laten al unísono entre dos bautizados que se aman. Fueron concavidades y convexidades que se necesitaban la una a la otra, hasta que la muerte los separe. Que lo diga mejor Gerardo Diego:

Quisiera ser convexo
para tu mano cóncava.
Y como un tronco hueco
para acogerte en mi regazo
y darte sombra y sueño.
Suave y horizontal e interminable
para la huella alterna y presurosa
de tu pie izquierdo
y de tu pie derecho.
Ser de todas las formas
como agua siempre a gusto en cualquier vaso
siempre abrazándote por dentro.
Y también como vaso
para abrazar por fuera al mismo tiempo.
Como el agua hecha vaso
tu confín ‒dentro y fuera‒ siempre exacto”.


Antonio Caponnetto

viernes, 18 de agosto de 2017

Las ramblas de Barcelona

Blog Familiarmente, Javier Vidal-Quadras

"Ramblas"

En el mes de julio del año pasado escribí dos entradas sobre actos terroristas. La primera, el 6 de julio, después de los atentados de Estambul y Bagdad, ¡tan lejanos!, con más de 50 y de 200 fallecidos, respectivamente, reclamando un esfuerzo a la sociedad occidental ‘bienestante’ para empatizar con el dolor ajeno. La segunda, el 20 de julio, después del atentado de Niza, ¡tan próximo!, intentando entender (aún sin comprender) la monstruosidad y crueldad a que puede llegar el ser humano e insistiendo en la importancia del papel de la familia para evitarlo.

Hoy no puedo escribir sobre otra cosa. ¿Puede alguien hacerlo? El terror ha azotado inmisericordemente el corazón de mi ciudad. Una ciudad que es en sí misma una patria. Somos muchos los barceloneses, de nacimiento, de adopción, de profesión o de simple emoción, que nos sentimos eso, ciudadanos de Barcelona, nada más…, nada menos. Ser ciudadano de Barcelona es ser ciudadano del mundo, de la humanidad entera, que es exactamente donde queremos estar.

Paradójicamente, el atentado más cruel de los que ayer ensombrecieron el verano se ha ejecutado en la Barcelona culturalmente más islámica, comenzando por el nombre del lugar, las Ramblas, que procede del árabe clásico ‘ramlah’ (arenal), y es el lecho por el que discurren las aguas pluviales que caen copiosamente. En Barcelona y muchas otras poblaciones pasó a designar la calle ancha, con árboles y andén central por el que, junto con el agua, discurre también la vida de la ciudad… y, en Barcelona, del mundo entero.

Ayer corrió la sangre por nuestra Rambla. Una sangre de todas las razas, religiones y lugares que, si sabemos encauzarla, dará nueva savia a los árboles que contemplaron la tragedia y regará el mar, que siempre recibe el agua de las Ramblas para llevarla a otras lejanas costas, donde hacer florecer lo imprevisible.

En las películas, la sangre inocente clama venganza. En la política, genera declaraciones y condenas. En la sociedad, exige justicia. En los diversos foros y organismos, impone minutos de silencio.

En este blog no habrá venganza, ni condena, ni justicia, ni minutos de silencio.

Habrá -la hay ya en este momento- una oración profunda y triste, sencilla y esperanzada, que irá al encuentro del corazón herido: el de los fallecidos, que no mueren en el aparente silencio de los muertos, sino que viven en el más alto Diálogo imaginable; el de los heridos y familiares, que no buscan condena ni justicia, sino el calor de una mano amiga y de un corazón cercano que ayuden a soportar el desgarro del alma y de la carne; y también el de los que, directa o indirectamente, han sembrado el terror tan sin sentido, porque solo así, sin venganza, podrán encontrar algún día el camino de vuelta a la condición humana que con tanto sadismo han repudiado.

Escribo ante una imagen de Nuestra Señora de la Merced, Mare de Déu de la Mercè.

Princesa de Barcelona, ¡proteged nuestra ciudad!, ¡protegiu nostra ciutat!

jueves, 17 de agosto de 2017

# todosomosBarcelona

Dios todopoderoso y eterno, de infinita misericordia y bondad, con el corazón apesadumbrado, acudimos a Ti. Escucha nuestra oración, ten misericordia de nosotros, atiende las súplicas de quienes te invocan en esta hora de tribulación y de prueba. Te pedimos, Dios de la vida, por las víctimas mortales del ataque terrorista. Son hijos tuyos; son hermanos nuestros. Nunca debían haber muerto en estas circunstancias. Padre nuestro, acógelos en tu seno. Atiende nuestra oración, Dios de la salud, por los heridos de esta masacre. Sana sus heridas, fortalece sus corazones, llénalos de tu gracia y de tu paz. Visita, Dios consolador, a los familiares de las víctimas. Reviste con tu manto de misericordia y de amor las llagas de su corazón y de su alma. Te pedimos por la conversión de los que odian y utilizan la violencia. Príncipe de la Paz, Señor Crucificado, Jesucristo Resucitado, compadécete de nosotros, intercede por nosotros. Amén.

miércoles, 16 de agosto de 2017

martes, 15 de agosto de 2017

DEFINICIÓN DE LA ASUNCIÓN DE LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA

(De la Constitución Apostólica “Munificentissimus Deus”, del 1º de noviembre de 1950) …Todos estos argumentos y razones de los Santos Padres y teólogos se apoyan, como en su fundamento último, en las Sagradas Letras, las cuales, ciertamente, nos presentan ante los ojos a la augusta Madre de Dios en estrechísima unión con su divino Hijo y participando siempre de su suerte. Por ello parece como imposible imaginar a aquella que concibió a Cristo, lo dio a luz, lo alimentó con su leche, lo tuvo entre sus brazos y lo estrechó contra su pecho, separada de Él después de esta vida terrena, si no con el alma, sí al menos con el cuerpo. Siendo nuestro Redentor hijo de María, como observador fidelísimo de la ley divina, ciertamente no podía menos de honrar, además de su Padre eterno, a su Madre queridísima. Luego, pudiendo adornarla de tan grande honor como el de preservarla inmune de la corrupción del sepulcro, debe creerse que realmente lo hizo. Pues debe sobre todo recordarse que, ya desde el siglo II, la Virgen María es presentada por los Santos Padres como la nueva Eva, aunque sujeta, estrechísimamente unida al nuevo Adán en aquella lucha contra el enemigo infernal; lucha que, como de antemano se significa en el protoevangelio (Gén., 3, 15), había de terminar en la más absoluta victoria sobre la muerte y el pecado, que van siempre asociados entre sí en los escritos del Apóstol de las gentes (Rom., 5). Por eso, a la manera que la gloriosa resurrección de Cristo fue parte esencial y último trofeo de esta victoria; así la lucha de la Bienaventurada Virgen común con su Hijo, había de concluir con la glorificación de su cuerpo virginal; pues, como dice el mismo Apóstol, cuando este cuerpo mortal se revistiera de la inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que fue escrita: absorbida fue la muerte en la victoria (I Cor., 15, 54). Por eso, la augusta Madre de Dios, misteriosamente unida a Jesucristo desde toda la eternidad, “por un solo y mismo decreto” (Bula “Ineffabilis Deus”, A I, I, 599) de predestinación, inmaculada en su concepción, virgen integérrima en su divina maternidad, generosamente asociada al Redentor divino, que alcanzó pleno triunfo sobre el pecado y sus consecuencias, consiguió, al fin, como corona suprema de sus privilegios, ser conservada inmune de la corrupción del sepulcro y, del mismo modo que antes su Hijo, vencida la muerte, ser levantada en cuerpo y alma a la suprema gloria del cielo, donde brillaría como Reina a la derecha de su propio Hijo, Rey inmortal de los siglos (I Tim., 1, 17). En consecuencia, como quiera que la Iglesia universal, en la que muestra su fuerza el Espíritu de verdad, que la dirige infaliblemente a la consecución del conocimiento de las verdades reveladas, ha puesto de manifiesto de múltiples maneras su fe en el decurso de los siglos, y puesto que todos los obispos de la redondez de la tierra piden con casi unánime consentimiento que sea definida como dogma de fe divina y católica la verdad de la Asunción corporal de la Beatísima Virgen María a los cielos —verdad que se funda en las Sagradas Letras, está grabada profundamente en las almas de los fieles, confirmada por el culto eclesiástico desde los tiempos más antiguos, acorde en grado sumo con las demás verdades reveladas y espléndidamente explicada y declarada por el estudio, ciencia y sabiduría de los teólogos—, creemos que ha llegado ya el momento preestablecido por el consejo de Dios providente en que solemnemente proclamemos este singular privilegio de la misma Virgen María… Por eso, después que una y otra vez hemos elevado a Dios nuestras preces suplicantes e invocado la luz del Espíritu de Verdad, para gloria de Dios omnipotente que otorgó su particular benevolencia a la Virgen María, para honor de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte, para aumento de la gloria de la misma augusta Madre, y gozo y regocijo de toda la Iglesia, por la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo y nuestra, proclamamos, declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado: Que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial. Por eso, si alguno, lo que Dios no permita, se atreviese a negar o voluntariamente poner en duda lo que por Nos ha sido definido, sepa que se ha apartado totalmente de la fe divina y católica.