miércoles, 2 de agosto de 2017

creer 4:La experiencia mística

La palabra Mística proviene de mystikós (a su vez derivada del verbo myo), que se traduce como “cerrado, secreto”. “Misto” era, en la antigüedad griega, quien había sido iniciado en el conocimiento esotérico de las cosas divinas, comprometiéndose a guardar silencio de ese conocimiento sagrado. De ahí también los cultos mistéricos presentes en aquella época, como los de Eleusis y los de Dioniso. Místico es aquella persona que ha sido sujeto de una experiencia inmediata y sentida como real de lo radicalmente Otro, de lo Divino, de la realidad última y fundante. Todas las religiones son resultado de la intensa experiencia mística vivida por un maestro fundador, por el encuentro hierofánico que determina un cambio ontológico en su ser. Dicho con otras palabras, encontramos en el origen fundante de toda religión la experiencia de un gran Místico. El Místico accede a un conocimiento directo de la realidad, que se separa del sentido ordinario de percepción y uso del razonamiento lógico. Accede al tiempo del Ser, que es el no-tiempo. Es la claudicación de Cronos, la posibilidad coexistente de todas las paradojas. La conciencia mística es una característica transcultural e intrínseca del ser humano, que no depende directamente de sus creencias religiosas. Dependiendo del contexto en el que sean abordadas, se le adjudican distintas etiquetas: Dios, la base de la existencia, las propiedades del protoplasma, etc. Quien atraviesa una experiencia mística no permanece igual a como era, ya que algo se modifica radicalmente en la propia intimidad. Sin embargo, la posibilidad de acceso a experiencias místicas no se limitan solamente a figuras religiosas reverenciadas, ya que dadas las condiciones, una persona puede ser también sujeto de este tipo de experiencias como fruto de la gracia divina, es decir, por un don libremente otorgado por Dios; o bien como resultado de un intenso y profundo proceso de ascesis. En palabras de Alfredo Fierro, “Mística no es lo mismo que religión; es una búsqueda religiosa de liberación, mediante la unión y, a veces, fusión con la divinidad, fuente de salvación” Así, a mediados del siglo III d.c, el filósofo Plotino, en su célebre tratado Eneadas, expresaba: “Frecuentemente me despierto a mí mismo huyendo de mi cuerpo. Y, ajeno entonces a todo lo demás, dentro ya de mí mismo, contemplo, en la medida de lo posible, una maravillosa belleza. Creo sobre todo, en ese momento, que me corresponde un destino superior, ya que por la índole de mi actividad alcanzo el más alto grado de vida y me uno también al ser divino, situándome en él por esa acción y colocándome incluso por encima de los seres inteligibles…” Desde la fenomenología de la religión se suele diferenciar entre dos formas fundamentales desde las cuales se expresa esa unión vivida por el místico. En las espiritualidades y religiones de corte monista o panteísta, esa unión con lo Divino se experimenta en términos de disolución del Yo, en una plena (con)fusión con el Todo. Mientras que en las religiones teístas, la unión adquiere visos más bien de comunión, en la que los límites del propio Yo no alcanzan a diluirse ni desaparecer plenamente. Esto último es lo que Jordi Font llamará estados de máxima unión con la máxima diferenciación. De este modo, por un lado la mística budista consiste en alcanzar el estado de Buda o nirvana, denominado Samādhi; algo que en el budismo Zen sería posible mediante un súbito acto de conocimiento integral llamado satori. Distintos métodos se proponen como alternativa en variedad de senderos, incluyendo la recitación de mantras , meditaciones sobre la realidad, con la ayuda de mándalas, o bien apelando a diversas Deidades, o inclusive a través de ejercicios denominados kōans, los cuales en tanto problemas irresolubles por vía racional, servirían para desintegrar la apariencia lógica de la realidad. Por su parte, y en el ámbito teísta, un sendero místico como el sufismo, apela a seguir la «vía» (tarîqa) de un maestro, junto a cuya compañía sería posible arribar a una estación espiritual donde el «ojo» contempla al Ser Supremo, frente al cual toda la Creación se convertiría en «menos de una mota de polvo suspendida en la nada», lo que técnicamente se ha denominado en el lenguaje del sufismo como «el aniquilamiento de sí mismo en Dios» (fanâ). William, James sigue siendo, aún hoy, uno de los autores citados con más frecuencia al momento de interrogarse sobre los elementos que estructuran esencialmente la experiencia mística. En su obra alude a cuatro elementos básicos en estos estados de conciencia: la inefabilidad, la iluminación intelectual, la transitoriedad y la pasividad. Al hablar de la inefabilidad, nos referimos a la imposibilidad que acontece al sujeto de la experiencia para intentar describir con palabras lo que ha sido su vivencia interior. De esta manera, ya se puede observar la singular predominancia afectiva que caracteriza a la vivencia mística. Al respecto, dice James, “que tan sólo quien posee un oído musical puede captar el valor de una sinfonía”. Y aunque en ocasiones el místico se esfuerza por tornar comunicable su experiencia interna, esto es solamente posible al precio de ejercer una singular violencia sobre el lenguaje, apelando a un léxico profuso en alegorías, simbolismos y metáforas. Es por ello que el filósofo y místico del siglo XVI Jacobo Boehme llega a decir: “¿Quién puede expresarlo? ¿Por qué y qué escribo? ¿Qué lengua puede hacer otra cosa que balbucear como un niño que está aprendiendo a hablar? ¿Con qué puedo compararlo? ¿A qué puedo asemejarlo? ¿Debo compararlo con el amor de este mundo? No, no es más que un valle oscuro frente a él…” Con “iluminación intelectual”, James intenta referirse a esa cualidad de la experiencia, que pese a la preponderante relevancia que tienen los aspectos afectivos por sobre los racionales, se cristaliza en una suerte de iluminación interior que parece descubrirle al sujeto una especial clarividencia que le desvela el sentido de la realidad. Es lo que los fenomenólogos denominan cualidad noética de la experiencia mística. Atravesado por una especial lucidez respecto a las verdades que escapan al razonamiento lógico y discursivo, el místico accede a un nivel que posibilita un entender no entendiendo toda ciencia trascendiendo, como diría Juan de la Cruz. Como tercer elemento, la transitoriedad es característica de la experiencia mística, en tanto en su mayor grado, el estado místico se prolonga durante instante, o a lo sumo, algunos minutos. Tras ello, su intensidad se disipa, aunque se alcance a lograr una cierta continuidad vivencial entre los distintos episodios. Por último, la pasividad alude esa condición según la cual la experiencia mística se adueña del sujeto, y lo deja reducido a un total estado de quietud, pese a que su acceso inicial pudiera haber estado favorecido por el empleo de técnicas ascéticas o contemplativas. La union mística del alma con lo Divino es representada tradicionalmente en Occidente, a partir de un proceso comprendido por tres vías, procedimientos, etapas o fases, según lo postulara el teólogo y clérigo español Bernardo Fontova en el siglo XV. En su Tratado espiritual de las tres vías, purgativa, iluminativa y unitiva. propuso el siguiente itinerario en el sendero de la Mística: Vía purgativa: fase en la cual el alma se purifica de sus vicios y sus defectos mediante la penitencia, la privación corporal y la oración. Implica tomar distancia del mundo cotidiano, mediante el desapego que provoca el gusto de las cosas sensibles, ya que esto impide orientarse plenamente hacia lo Divino. Vía iluminativa: una vez purificada, el alma se ilumina a través de someterse única y exclusivamente a la voluntad Divina, buscando la paz y el amor ferviente. Ya limpia de los apegos sensibles, pero presa de un desamparo y angustia interior inmensos, continúa siendo tentada, por lo que debe profundizar su descenso introspectivo para ir en busca de la Divinidad. Esta fase supone la elevación y la apertura del entendimiento hacia lo concebido como Divinidad, pero en disposición humilde, ya que la concurrencia de la plena unión mística, es una decisión que está en las manos de Dios. Vía unitiva: el alma, finalmente consciente, se une a Dios, disfrutando de la visión extática que anula los sentidos. A este punto sólo pueden llegar los elegidos y es muy difícil describirlo con palabras, dado su carácter inefable. En algunos casos, el alcance de esta tercera y última fase puede expresarse, incluso, fisícamente, a partir de distintos dones o señales otorgados por la Divinidad (estigmas, bilocación, u otros fenómenos paranormales). El místico, completado su proceso de unión, sólo puede brindar una mera aproximación verbal a lo que ha experimentado. La renunciación a los apegos mundanos para ir en búsqueda de lo que se considera un bien mayor, que es característica distintiva de la primera fase del camino místico, puede reconocerse con claridad en la biografía de místicos fundadores de religiones, como en la de los místicos más bien contemporáneos. Así, el príncipe Siddharta Gautama renunció a su herencia real y a las comodidades de su palacio a fin de encontrar respuestas a las causas del sufrimiento humano y las maneras de aliviarlo, periplo cuyo desenlace fue alcanzar el estado de budeidad. Ejemplos más contemporáneos pueden hallarse, por ejemplo, en la vida de Albert Schweitzer, quien renunció a una carrera brillante como médico en Europa para fundar un hospital en las profundidades de la selva africana. Su testimonio fue que la piedra basal de su filosofía, “la reverencia por la vida”, se le hizo presente en forma de un relámpago místico de instrospección. Otro acto de renuncia similar fue el vivido por el poeta y libertario norteamericano Henry David Thoreau, quien relegó la oportunidad de hacer una fortuna gracias a su descubrimiento de un nuevo método para la fabricación del grafito, para iniciar un camino de instrospección natural que lo llevó a vivir a orillas del lago Walden. Fruto de la experiencia mística, y como rasgo netamente distintivo de su autenticidad, encontramos también el sentido de bienaventuranza y alegría que configura la vivencia del éxtasis. Este estado es vivido como una fuente de poder redentor, purgándole al místico de la dudas sobre sí mismo y de toda vacilación. Reina la sensación de gozo y paz en su sentido más pleno. Así, el místico pierde conciencia de su individualidad, de su yo, de su cuerpo y de sus alrededores; experimentando una verdadera disolución completa de los límites corporales y espaciales. Dicha fusión puede provocar una pérdida temporal de la identidad personal, tras lo cual se produce la profundización de la percepción, con la íntima certeza de unidad alegre con todo lo que a uno lo rodea. El psicólogo Abraham Maslow se ha referido también a las experiencias místicas, a las que él traduce humanísticamente como experiencias clímax o cumbres. Maslow propuso que la experiencia clímax conlleva la fusión individual de hechos y valores, la resolución de conflictos, la pérdida de la ansiedad, el develamiento del verdadero ser, la sensación de unidad, desapego, felicidad y amor. En su libro “El hombre autorrealizado”, sugiere que, durante la experiencia clímax, el individuo percibe valores intrínsecos del ser tales como la totalidad, la simplicidad, la honestidad, la bondad, la justica y la autosuficiencia. Son experiencias que consisten, básicamente, en momentos sublimes, especialmente alegres y emocionantes en la vida de un individuo, experimentados como una “elevación” que puede prolongarse por unos minutos o durante algunas horas, permitiéndonos vislumbrar nuestros potenciales transpersonales. Por otro lado, y en su teoría humanística de la autorrealización, propone a su vez la existencia de otro tipo de experiencias, por él llamadas meseta, y que a diferencia de las primeras se distinguen por ser más estables y duraderas, implicando un cambio fundamental de actitud que tiñe a la totalidad de los puntos de vista del sujeto, creando una nueva apreciación más intensa en el conocimiento del mundo. Finalicemos este apartado recordando que desde los años 60´ se vienen desarrollando, en el ámbito de la denominada Psicología Psicodélica, distintos experimentos que permiten aventurar la posibilidad de inducir químicamente experiencias místicas como las arriba descriptas. El uso de alucinógenos de origen tanto sintético como natural ha permitido también, explorar con detalle los mecanismos neuronales involucrados en las experiencias místicas. En virtud de su estructura química, pueden distinguirse tres tipos de estas drogas: las triptaminas, la fenetilaminas y las ergolinas. Entre las primeras, se destacan sustancias como la psilocibina y la DMT; el ejemplo más claro de ergolinas es el LSD y las sustancias que se extraen del hongo del centeno; mientras que por el lado de las fenetilaminas, reina la mescalina, que se extrae de la planta del peyote. Estudiosos contemporáneos como William Richards, Denis Mckenna o Clark Martin, insisten en las posibilidades que implicaría el uso cuidado muchas de estas sustancias, no solo para facilitar, según el caso, el desarrollo psicoespiritual de las personas, sino también como herramientas psicoterapéuticas auxiliares y efectivas para el tratamiento de distintas patologías cuyo impacto no solo en la vida psicológica, sino también espiritual, es evidente. A modo de ejemplo, y en el caso de la psilocibina, hay interesantes indicios que relacionan su uso responsable con una disminución en los síntomas de depresión, ansiedad y aislamiento que sufren muchos enfermos de cáncer terminal, extinguiendo su miedo a la muerte.

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