sábado, 30 de abril de 2011

ROSA ES MARIA

En este dia y a punto de empezar el bello mes de mayo,
-como mañana nuestra atención estára en tantas cosas-
dejanos decirte muy bajito y al oído esta oración...

Rosa entre rosas,
flor de las flores,
virgen de vírgenes
y Amor de amores.

Rosa en que el Señor
puso su querer,
flor la mas hermosa
que se vio nacer,

Virgen que hace dulce
nuestro parecer,
Amor que hace nuestros
sus santos amores.

Rosa entre rosas,
flor de las flores,
virgen de vírgenes
y Amor de amores.

Cántiga de Alfonso X, el Sabio

viernes, 29 de abril de 2011

vete y vive


Hoy es el via lucis, ciertamente... pero todavia no.

Interesante documental y muy laureado, sobre los valores humanos.

jueves, 28 de abril de 2011

ALEGRÍA ESPIRITUAL

La práctica de este santo tiempo pascual se resume en la alegría espiritual que debe producir en las almas resucitadas con Jesucristo, alegría que es un anticipo de la bienaventuranza eterna, y que el cristiano debe ya desde ahora mantener en sí, buscando cada vez con más ardor la Vida que alienta a nuestro divino Jefe, y huyendo constantemente de la muerte, hija del pecado. Durante el período que ha precedido, debimos afligirnos, llorar nuestras faltas, entregarnos a la expiación, seguir a Jesucristo hasta el Calvario. La Iglesia nos incita ahora a la alegría. Ella misma ha desechado todas sus tristezas; ya no gime como la paloma; canta como la Esposa que ha hallado de nuevo al Esposo.
A fin de hacer este sentimiento de alegría pascual más universal, ella se acomoda a la flaqueza de sus hijos. Después de haberles recordado la necesidad de la expiación, concentró toda la rigidez de la penitencia cristiana en los cuarenta días que acaban de transcurrir; y después, dando libertad a nuestros cuerpos al mismo tiempo que a los sentimientos de nuestras almas, nos ha hecho llegar a una región donde todo es alegría, luz y vida, donde todo es gozo, calma, dulzura y esperanza de la inmortalidad. De este modo ha producido en las almas, aun las menos elevadas, un sentimiento análogo al que experimentan las mas perfectas; de suerte, que en el concierto de las alabanzas que suben de la tierra a nuestro adorable triunfador, no hay disonancias, y, todos, fervorosos y tibios, unen sus voces con júbilo universal.

Ruperto, Abad de Deutz, el más profundo liturgista del siglo XII, expresa así esta feliz estratagema de la Santa Iglesia:
“Hay hombres carnales que no saben abrir sus ojos para contemplar los bienes espirituales, a no ser a impulso de ciertos incentivos corporales que los estimulan. La Iglesia supo encontrar un medio proporcionado a su flaqueza para moverlos. Con este fin estableció el ayuno cuaresmal, que es el diezmo del año ofrendado a Dios; este espacio de tiempo no termina sino con la solemnidad de la Pascua, a la que luego siguen cincuenta días consecutivos sin un solo ayuno. Así los hombres mortifican sus cuerpos, sostenidos por la esperanza de que la fiesta de Pascua vendrá a librarnos de este yugo de penitencia; por sus anhelos se anticipan a la solemnidad; cada uno de los días de Cuaresma es para ellos como la parada del caminante; los enumeran con cuidado, convencidos de que el numero decrece progresivamente, y por eso esta fiesta, deseada de todos, es amada por todos, como lo es la luz para los que caminan en las tinieblas, la fuente copiosa para los que tienen sed y la tienda levantada por el Señor mismo para el viajero fatigado”.

¡Dichosos tiempos en que todo el ejercito de los cristianos, como expone San Bernardo, nadie claudicaba en el deber, en que justos y pecadores caminaban unidos en la practica de las observancias cristianas!

Ahora la Pascua no produce la misma sensación en nuestra sociedad. Ciertamente la causa radica en la molicie y en la falsa conciencia, que arrastra a tantos hombres a preterir la ley de la Cuaresma, como si no existiese para ellos.
De aquí proviene que tantos fieles vean llegar la Pascua como una gran fiesta, es verdad, pero apenas, se dejan impresionar por el anhelo de alegría intensa que lleva impresa la Iglesia durante estos días en toda su actitud.
Pero todavía están mucho menos dispuestos para conservar y fomentar, durante un periodo de cincuenta días, la alegría de que participan en corta medida, el día tan deseado por los verdaderos cristianos. No ayunaron, no guardaron la abstinencia durante la santa Cuaresma; ni siquiera la misma condescendencia de la Iglesia para con su flaqueza fue suficiente; pidieron otras dispensas; y demos gracias si no se eximieron por si mismos y sin remordimientos de estos últimos restos del deber cristiano. ¿Qué sensación puede producir en ellos el retorno del Aleluya? No fueron purificadas sus almas por la penitencia; ¡como van a tener sus almas ágiles para seguir a Cristo resucitado, cuya vida es ya más del cielo que de la tierra!
Pero no desarmonicemos las intenciones de la Santa Madre Iglesia, entristeciéndonos con pensamientos descorazonadores; pidamos más bien al Divino Resucitado que con su bondad omnipotente ilumine esas almas con los fulgores de su victoria sobre el mundo y la carne y que las levante hasta Sí. Nada debe distraernos de nuestra felicidad en estos días. El mismo Rey de la gloria nos dice: “¿Acaso los hijos del Esposo pueden entristecerse mientras el Esposo está con ellos?” (San Mateo, 9, 15).

Jesús permanece aún durante cuarenta días con nosotros; ya no padecerá más, ya no morirá: estén, pues, nuestros sentimientos en armonía con su estado de gloria y de felicidad que debe perdurar siempre. Es cierto que nos dejará para ascender a la diestra de su Padre; pero desde allí nos enviará el Divino Consolador que permanecerá en nosotros, para que no quedemos huérfanos (San Juan, 14). Sean, pues, estas palabras nuestra comida y nuestra bebida durante estos días: “Los hijos del Esposo no deben entristecerse mientras el Esposo esté con ellos”.
Son la clave de toda la liturgia en esta estación; no las olvidemos ni un solo instante, y experimentaremos que, si la compunción y la penitencia de la Cuaresma nos fueron saludables, la alegría espiritual no lo será menos. Jesús en la cruz y Jesús resucitado es siempre el mismo Jesús, pero en este momento nos quiere en torno suyo, con su Santísima Madre, con sus discípulos, con Magdalena, todos deslumbrados y extasiados por su gloria, olvidando en esas horas demasiado fugaces, las angustias de la Pasión.
Que estas hermosísimas reflexiones, acrisoladas por la unción del gran abad benedictino Dom Guéranger extraídas de su obra titulada “El año litúrgico”, nos permitan encontrar un nuevo motivo sobrenatural para anclarnos en esta santa, pacificante y profunda alegría espiritual que el Divino Resucitado nos granjeó “al tercer día de su muerte”.


PARCIALMENTE NUBLADO (de Pixar) para alegrar a la familia, de parte de Chon que me lo envió.

miércoles, 27 de abril de 2011

SINDONE


Este video es una integración de los varios documentales de variadas fuentes, debidamente atribuidos, sobre los estudios científicos de la sábana santa realizados en los últimos 30 años. Es la versión abreviada del video de 90 minutos sobre la sábana realizado por SUSURROS AL ALMA en el 2009, se concentra en los rasgos de la Pasión del Señor que en ella evidenciados.

Esta santa reliquia es un regalo de Dios para ayudarnos a creer en la fidelidad de los relatos de los Evangelios.

martes, 26 de abril de 2011

GRU...

supervillanos tambien se convierten...
el amor hace nuevas todas las cosas...



Y como estamos en pascua: EL CENTURIÓN

El modo de sufrir no era el de todos,
tampoco la mirada compasiva,
ni el perdón dado al mundo que se iba
mancillado de afrentas y de lodos.

¿Qué notó en esos ojos postrimeros
lavados por el llanto y la plegaria,
a quién solo en la cumbre solitaria
llamó Padre con labios pregoneros?

¿Por qué su sed tenía otros clamores
ajenos al rencor del condenado,
por qué su cuerpo allí, crucificado,
semejaba un altar pleno de honores?

Creyó saber de antigua profecía
sobre huesos que nunca han de quebrarse,
tembló al ver a su madre arrodillarse,
augusta entre la cruenta judería.

Acaso por llamados presentidos
o por quebrar agorerías densas,
tomó su lanza entre las manos tensas
y la hundió en ese pecho sin latidos.

Esa lanza castigo del ilirio
escarmiento imperial para Judea,
bruñida de rigor en la pelea
era ahora testigo del Martirio.

Lo estremeció aquel cielo recubierto,
cayó agua y sangre sobre su cabeza,
rezó en voz alta su mejor certeza:
Era el Hijo de Dios este hombre muerto.

Danos, Señor, la Fe de las legiones
cuando son de la Cruz sus herederos,
alista nuestros cuerpos , prisioneros.
Somos tuyos, Señor, tus centuriones.

Antonio Caponnetto

lunes, 25 de abril de 2011

lunes de Pascua

Geldolf cantaba aquello de I dont like mondays.
parece que ahora todo es mas facil: ahi van 3x1

domingo, 24 de abril de 2011

DIOS ES AMOR

HIMNO DE LAUDES.Francisco Luis Bernárdez

Oh sol de salvación, oh Jesucristo:
Alumbra lo más hondo de las almas,
En tanto que la noche retrocede
Y el día sobre el mundo se levanta.

Junto con este favorable tiempo
Danos ríos de lágrimas copiosas
Para lavar el corazón que (ardiendo
En jubilosa caridad) se inmola.

La fuente que hasta ayer manó delitos
Ha de manar desde hoy perenne llanto
Si con la vara de la penitencia
El pecho empedernido es castigado.

Ya que ha llegado el día, el día tuyo,
Y vuelve a florecer el universo,
Compartamos su gozo los que fuimos
Devueltos por tu mano a tus senderos.

Oh Trinidad clemente: que te adoren
Tierra y cielo a tus pies arrodillados,
Y que nosotros, por tu gracia nuevos,
Cantemos en tu honor un nuevo canto.


meditación que predicó el padre Raniero Cantalamessa OFM cap, predicador de la Casa Pontificia, ante Benedicto XVI y la Curia Romana.Ciudad del Vaticano, viernes, 1 abril 2007.

El primer y fundamental anuncio que la Iglesia está encargada de llevara al mundo y que el mundo espera de la Iglesia es el del amor de Dios. Pero para que los evangelizadores sean capaces de transmitir esta certeza, es necesario que ellos sean íntimamente permeados por ella, que ésta sea luz de sus vidas. A este fin quisiera servir, al menos mínimamente, la presente meditación.
La expresión “amor de Dios” tiene dos acepciones muy diversas entre sí: una en la que Dios es objeto y la otra en la que Dios es sujeto; una que indica nuestro amor por Dios y la otra que indica el amor de Dios por nosotros. El hombre, más inclinado por naturaleza a ser activo que pasivo, más a ser acreedor que a ser deudor, ha dado siempre la precedencia al primer significado, a lo que hacemos nosotros por Dios. También la predicación cristiana ha seguido este camino, hablando, en ciertas épocas, casi solo del “deber” de amar a Dios (De diligendo Deo).
Pero la revelación bíblica da la precedencia al segundo significado: al amor “de” Dios, no al amor “por” Dios. Aristóteles decía que Dios mueve el mundo “en cuanto es amado”, es decir, en cuanto que es objeto de amor y causa final de todas las criaturas [1]. Pero la Biblia dice exactamente lo contrario, es decir, que Dios crea y mueve el mundo en cuanto que ama al mundo. Lo más importante, a propósito del amor de Dios, no es por tanto que el hombre ama a Dios, sino que Dios ama al hombre y que le ama “primero”: “Y este amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero” (1 Jn 4, 10). De esto depende todo lo demás, incluída nuestra propia posibilidad de amar a Dios: “Nosotros amamos porque Dios nos amó primero” (1 Jn 4, 19).
1. El amor de Dios en la eternidad
Juan es el hombre de los grandes saltos. Al reconstruir la historia terrena de Cristo, los demás se detenían en su nacimiento de María, él da el gran salto hacia atrás, del tiempo a la eternidad: “Al principio estaba la Palabra”. Lo mismo hace a propósito del amor. Todos los demás, incluido Pablo, hablan del amor de Dios manifestado en la historia y culminado en la muerte de Cristo; él se remonta a más allá de la historia. No nos presenta a un Dios que ama, sino a un Dios que es amor. “Al principio estaba el amor, y el amor estaba junto a Dios, y el amor era Dios”: así podemos descomponer su afirmación: “Dios es amor” (1Jn 4,10).
De ella Agustín escribió: “Aunque no hubiese, en toda esta Carta y en todas las páginas de la Escritura, otro elogio del amor fuera de esta única palabra, es decir, que Dios es amor, no deberíamos pedir más”[2]. Toda la Biblia no hace sino “narrar el amor de Dios” [3]. Esta es la noticia que sostiene y explica todas las demás. Se discute sin fin, y no sólo desde ahora, si Dios existe; pero yo creo que lo más importante no es saber si Dios existe, sino si es amor [4]. Si, por hipótesis, él existiese pero no fuese amor, habría que temer más que alegrarse de su existencia, como de hecho ha sucedido en diversos pueblos y civilizaciones. La fe cristiana nos reafirma precisamente en esto: ¡Dios existe y es amor!
El punto de partida de nuestro viaje es la Trinidad. ¿Por qué los cristianos creen en la Trinidad? La respuesta es: porque creen que Dios es amor. Allí donde Dios es concebido como Ley suprema o Poder supremo no hay, evidentemente, necesidad de una pluralidad de personas, y por esto no se entiende la Trinidad. El derecho y el poder pueden ser ejercidos por una sola persona, el amor no.
No hay amor que no sea amor a algo o a alguien, como – dice el filósofo Husserl – no hay conocimiento que no sea conocimiento de algo. ¿A quien ama Dios para ser definido amor? ¿A la humanidad? Pero los hombres existen sólo desde hace algunos millones de años; antes de entonces, ¿a quién amaba Dios para ser definido amor? No puede haber comenzado a ser amor en un cierto momento del tiempo, porque Dios no puede cambiar su esencia. ¿El cosmos? Pero el universo existe desde hace algunos miles de millones de años; antes, ¿a quién amaba Dios para poderse definir como amor? No podemos decir: se amaba a sí mismo, porque amarse a sí mismo no es amor, sino egoísmo o, como dicen los psicólogos, narcisismo.
He aquí la respuesta de la revelación cristiana que la Iglesia recogió de Cristo y que explicitó en su Credo. Dios es amor en sí mismo, antes del tiempo, porque desde siempre tiene en sí mismo un Hijo, el Verbo, que ama de un amor infinito que es el Espíritu Santo. En todo amor hay siempre tres realidades o sujetos: uno que ama, uno que es amado, y el amor que les une.
2. El amor de Dios en la creación
Cuando este amor fontal se extiende en el tiempo, tenemos la historia de la salvación. La primera etapa de ella es la creación. El amor es, por su naturaleza, “diffusivum sui”, es decir, “tiende a comunicarse”. Dado que “el actuar sigue al ser”, siendo amor, Dios crea por amor. “¿Por qué nos ha creado Dios?”: así sonaba la segunda pregunta del catecismo de hace tiempo, y la respuesta era: “Para conocerle, amarle y servirle en esta vida y gozarlo después en la otra en el paraíso”. Respuesta impecable, pero parcial. Esta responde a la pregunta sobre la causa final: “con qué objetivo, con que fin nos ha creado Dios”; no responde a la pregunta sobre la causa causante: “por qué nos creó, qué le empujó a crearnos”. A esta pregunta no se debe responder: “para que lo amásemos”, sino “porque nos amaba”.
Según la teología rabínica, hecha propia por el Santo Padre en su último libro sobre Jesús, “el cosmos fue creado no para que haya múltiples astros y muchas otras cosas, sino para que haya un espacio para la 'alianza', el 'sí' del amor entre Dios y el hombre que le responde” [5]. La creación existe de cara al diálogo de amor de Dios con sus criaturas.
¡Qué lejos está, en este punto, la visión cristiana del origen del universo de la del cientificismo ateo recordado en Adviento! Uno de los sufrimientos más profundos para un joven o una chica es descubrir un día que está en el mundo por casualidad, no querido, no esperado, incluso por un error de sus padres. Un cierto cientificismo ateo parece empeñado en infligir este tipo de sufrimiento a la humanidad entera. Nadie sabría convencernos del hecho de que nosotros hemos sido creados por amor, mejor de como lo hace santa Catalina de Siena en una fogosa oración suya a la Trinidad:
“¿Cómo creaste, por tanto, oh Padre eterno, a esta criatura tuya? […]. El fuego te obligó. Oh amor inefable, a pesar de que en tu luz veías todas las iniquidades que tu criatura debía cometer contra tu infinita bondad, tu hiciste como si no las vieras, sino que detuviste tus ojos en la belleza de tu criatura, de la que tu, como loco y ebrio de amor, te enamoraste y por amor la engendraste de ti, dándole el ser a tu imagen y semejanza. Tú, verdad eterna, me declaraste a mí tu verdad, es decir, que el amor te obligó a crearla”.
Esto no es solo agape, amor de misericordia, de donación y de descendimiento; es también eros y en estado puro; es atracción hacia el objeto del proprio amor, estima y fascinación por su belleza.
3. El amor de Dios en la revelación
La segunda etapa del amor de Dios es la revelación, la Escritura. Dios nos habla de su amor sobre todo en los profetas. Dice en Oseas: “Cuando Israel era niño, yo lo amé […] ¡Yo había enseñado a caminar a Efraím, lo tomaba por los brazos! […] Yo los atraía con lazos humanos, con ataduras de amor; era para ellos como los que alzan a una criatura contra sus mejillas, me inclinaba hacia él y le daba de comer […] ¿Cómo voy a abandonarte, Efraím? […] Mi corazón se subleva contra mí y se enciende toda mi ternura” (Os 11, 1-4).
Encontramos este mismo lenguaje en Isaías: “¿Se olvida una madre de su criatura, no se compadece del hijo de sus entrañas?” (Is 49, 15) y en Jeremías: “¿Es para mí Efraím un hijo querido o un niño mimado, para que cada vez que hablo de él, todavía lo recuerde vivamente? Por eso mis entrañas se estremecen por él, no puedo menos que compadecerme de él” (Jr 31, 20).
En estos oráculos, el amor de Dios se expresa al mismo tiempo como amor paterno y materno. El amor paterno está hecho de estímulo y de solicitud; el padre quiere hacer crecer al hijo y llevarle a la madurez plena. Por esto le corrige y difícilmente lo alaba en su presencia, por miedo a que crea que ha llegado y ya no progrese más. El amor materno en cambio está hecho de acogida y de ternura; es un amor “visceral”; parte de las profundas fibras del ser de la madre, allí donde se formó la criatura, y de allí afirma toda su persona haciéndola “temblar de compasión”.
En el ámbito humano, estos dos tipos de amor – viril y materno – están siempre repartidos, más o menos claramente. El filósofo Séneca decía: “¿No ves cómo es distinta la manera de querer de los padres y de las madres? Los padres despiertan pronto a sus hijos para que se pongan a estudiar, no les permiten quedarse ociosos y les hacen gotear de sudor y a veces también de lágrimas. Las madres en cambio los miman en su seno y se los quedan cerca y evitan contrariarles, hacerles llorar y hacerles cansarse”[6]. Pero mientras el Dios del filósofo pagano tiene hacia los hombres sólo “el ánimo de un padre que ama sin debilidad” (son palabras suyas), el Dios bíblico tiene también el ánimo de una madre que ama “con debilidad”.
El hombre conoce por experiendia otro tipo de amor, aquel del que se dice que es “fuerte como la muerte y que sus llamas son llamas de fuego” (cf Ct 8, 6), y también a este tipo de amor recurre Dios, en la Biblia, para darnos una idea de su apasionado amor por nosotros. Todas las fases y las vicisitudes del amor esponsal son evocadas y utilizadas con este fin: el encanto del amor en estado naciente del noviazgo (cf Jr 2, 2); la plenitus de la alegría del día de las bodas (cf Is 62, 5); el drama de la ruptura (cf Os 2, 4 ss) y finalmente el renacimiento, lleno de esperanza, del antiguo vínculo (cf Os 2, 16; Is 54, 8).
El amor esponsal es, fundamentalmente, un amor de deseo y de elección. ¡Si es verdad, por ello, que el hombre desea a Dios, es verdad, misteriosamente, también lo contrario, es decir, que Dios desea al hombre, quiere y estima su amor, se alegra por él “como se alegra el esposo por la esposa” (Is 62,5)!
Como observa el Santo Padre en la “Deus caritas est”, la metáfora nupcial que atraviesa casi toda la Biblia e inspira el lenguaje de la “alianza”, es la mejor muestra de que también el amor de Dios por nosotros es eros y agape, es dar y buscar al mismo tiempo. No se le puede reducir a sola misericordia, a un “hacer caridad” al hombre, en el sentido más restringido del término.
4. El amor de Dios en la encarnación
Llegamos así a la etapa culminante del amor de Dios, la encarnación: “Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único” (Jn 3,16). Frente a la encarnación se plantea la misma pregunta que nos planteamos para la encarnación. ¿Por qué Dios se hizo hombre? Cur Deus homo? Durante mucho tiempo la respuesta fue: para redimirnos del pecado. Duns Scoto profundizó esta respuesta, haciendo del amor el motivo fundamental de la encarnación, como de todas las demás obras ad extra de la Trinidad.
Dios, dice Scoto, en primer lugar, se ama a sí mismo; en segundo lugar, quiere que haya otros seres que lo aman (“secundo vult alios habere condiligentes”). Si decide la encarnación es para que haya otro ser que le ama con el amor más grande posible fuera de Él [7]. La encarnación habría tenido lugar por tanto aunque Adán no hubiese pecado. Cristo es el primer pensado y el primer querido, el “primogénito de la creación” (Col 1,15), no la solución a un problema creado a raíz del pecado de Adán.
Pero también la respuesta de Scoto es parcial y debe completarse en base a lo que dice la Escritura del amor de Dios. Dios quiso la encarnación del Hijo, no sólo para tener a alguien fuera de sí que le amase de modo digno de sí, sino también y sobre todo para tener a alguien fuera de sí a quien amar de manera digna de sí. Y este es el Hijo hecho hombre, en el que el Padre pone “toda su complacencia” y con él a todos nosotros hechos “hijos en el Hijo”.
Cristo es la prueba suprema del amor de Dios por el hombre no sólo en sentido objetivo, a la manera de una prenda de amor inanimada que se da a alguien; lo es en sentido también subjetivo. En otras palabras, no es solo la prueba del amor de Dios, sino que es el amor mismo de Dios que ha asumido una forma humana para poder amar y ser amado desde nuestra situación. En el principio existía el amor, y “el amor se hizo carne”: así parafraseaba un antiquísimo escrito cristiano las palabras del Prólogo de Juan [8].
San Pablo acuña una expresión adrede para esta nueva modalidad del amor de Dios, lo llama “el amor de Dios que está en Cristo Jesús” (Rom 8, 39). Si, como se decía la otra vez, todo nuestro amor por Dios debe ahora expresar concretamente en amor hacia Cristo, es porque todo el amor de Dios por nosotros, antes, se expresó y recogió en Cristo.
5. El amor de Dios infundido en los corazones
La historia del amor de Dios no termina con la Pascua de Cristo, sino que se prolonga en Pentecostés, que hace presente y operante “el amor de Dios en Cristo Jesús” hasta el fin del mundo. No estamos obligados, por ello, a vivir sólo del recuerdo del amor de Dios, como de algo pasado. “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Rom 5,5).
¿Pero qué es este amor que ha sido derramado en nuestro corazón en el bautismo? ¿Es un sentimiento de Dios por nosotros? ¿Una disposición benévola suya respecto a nosotros? ¿Una inclinació? ¿Es decir, algo intencional? Es mucho más; es algo real. Es, literalmente, el amor de Dios, es decir, el amor que circula en la Trinidad entre Padre e Hijo y que en la encarnación asumió una forma humana, y que ahora se nos participa bajo la forma de “inhabitación”. “Mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él” (Jn 14, 23).
Nosotros nos hacemos “partícipes de la naturaleza divina” (2 Pe 1, 4), es decir, partícipes del amor divino. Nos encontramos por gracia, explica san Juan de la Cruz, dentro de la vorágine de amor que pasa desde siempre, en la Trinidad, entre el Padre y el Hijo [9]. Mejor aún: entre la vorágine de amor que pasa ahora, en el cielo, entre el Padre y su Hijo Jesucristo, resucitado de la muerte, del que somos sus miembros.
6. ¡Nosotros hemos creído en el amor de Dios!
Esta, Venerables padres, hermanos y hermanas, que he trazado pobremente aquí es la revelación objetiva del amor de Dios en la historia. Ahora vayamos a nosotros: ¿qué haremos, qué diremos tras haber escuchado cuánto nos ama Dios? Una primera respuesta es: ¡amar a Dios! ¿No es este, el primero y más grande mandamiento de la ley? Sí, pero viene después. Otra respuesta posible: ¡amarnos entre nosotros como Dios nos ha amado! ¿No dice el evangelista Juan que si Dios nos ha amado, “también nosotros debemos amarnos los unos a los otros” (1Jn 4, 11)? También esto viene después; antes hay otra cosa que hacer. ¡Creer en el amor de Dios! Tras haber dicho que “Dios es amor”, el evangelista Juan exclama: “Nosotros hemos creído en el amor que Dios tiene por nosotros” (1 Jn 4,16).
La fe, por tanto. Pero aquí se trata de una fe especial: la fe-estupor, la fe incrédula (una paradoja, lo sé, ¡pero cierta!), la fe que no sabe comprender lo que cree, aunque lo cree. ¿Cómo es posible que Dios, sumamente feliz en su tranquila eternidad, tuviese el deseo no sólo de crearnos, sino también de venir personalmente a sufrir entre nosotros? ¿Cómo es posible esto? Esta es la fe-estupor, la fe que nos hace felices.
El gran convertido y apologeta de la fe Clive Staples Lewis (el autor, dicho sea de paso, del ciclo narrativo de Narnia, llevado recientemente a la pantalla) escribió una novela singular titulada “Cartas del diablo a su sobrino”. Son cartas que un diablo anciano escribe a un diablillo joven e inexperto que está empeñado en la tierra en seducir a un joven londinense apenas vuelto a la práctica cristiana. El objetivo es instruirlo sobre los pasos a dar para tener éxito en el intento. Se trata de un moderno, finísimo tratado de moral y de ascética, que hay que leer al revés, es decir, haciendo exactamente lo contrario de lo que se sugiere.
En un momento el autor nos hace asistir a una especie de discusión que tiene lugar entre los demonios, Estos no pueden comprender que el Enemigo (así llaman a Dios) ame verdaderamente “a los gusanos humanos y desee su libertad”. Están seguros de que no puede ser. Debe haber por fuerza un engaño, un truco. Lo estamos investigando, dicen, desde el día en que “Nuestro Padre” (Así llaman a Lucifer), precisamente por este motivo, se alejó de él; aún no lo hemos descubierto, pero un día llegaremos [10]. El amor de Dios por sus criaturas es, para ellos, el misterio de los misterios. Y yo creo que, al menos en esto, los demonios tienen razón.
Parecería una fe fácil y agradable; en cambio, es quizás lo más difícil que hay también para nosotros, criaturas humanas. ¿Creemos nosotros verdaderamente que Dios nos ama? ¡No nos lo creemos verdaderamente, o al menos, no nos lo creemos bastante! Porque si nos lo creyésemos, en seguida la vida, nosotros mismos, las cosas, los acontecimientos, el mismo dolor, todo se transfiguraría ante nuestros ojos. Hoy mismo estaríamos con él en el paraíso, porque el paraíso no es sino esto: gozar en plenitud del amor de Dios.
El mundo ha hecho cada vez más difícil creer en el amor. Quien ha sido traicionado o herido una vez, tiene miedo de amar y de ser amado, porque sabe cuánto duele sentirse engañado. Así, se va engrosando cada vez más la multitud de los que no consiguen creer en el amor de Dios; es más, en ningún amor. El desencanto y el cinismo es la marca de nuestra cultura secularizada. En el plano personal está también la experiencia de nuestra pobreza y miseria que nos hace decir: “Sí, este amor de Dios es hermoso, pero no es para mí. Yo no soy digno...”.
Los hombres necesitan saber que Dios les ama, y nadie mejor que los discípulos de Cristo es capaz de llevarles esta buena noticia. Otros, en el mundo, comparten con los cristianos el temor de Dios, la preocupación por la justicia social y el respeto del hombre, por la paz y la tolerancia; pero nadie – digo nadie – entre los filósofos ni entre las religiones, dice al hombre que Dios le ama, lo ama primero, y lo ama con amor de misericordia y de deseo: con eros y agape.
San Pablo nos sugiere un método para aplicar a nuestra existencia concreta la luz del amor de Dios. Escribe: “¿Quién podrá entonces separarnos del amor de Cristo? ¿Las tribulaciones, las angustias, la persecución, el hambre, la desnudez, los peligros, la espada? Pero en todo esto obtenemos una amplia victoria, gracias a aquel que nos amó” (Rom 8, 35-37). Los peligros y los enemigos del amor de Dios que enumera son los que, de hecho, los que él experimentó en su vida: la angustia, la persecución, la espada... (cf 2 Cor 11, 23 ss). Él los repasa en su mente y constata que ninguno de ellos es tan fuerte que se mantenga comparado con el pensamiento del amor de Dios.
Se nos invita a hacer como él: a mirar nuestra vida, tal como ésta se presenta, a sacar a la luz los miedos que se esconden allí, el dolor, las amenazas,los complejos, ese defecto físico o moral, ese recuerdo penoso que nos humilla, y a exponerlo todo a la luz del pensamiento de que Dios me ama.
Desde su vida personal, el Apóstol extiende la mirada sobre el mundo que le rodea. “Porque tengo la certeza de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni los poderes espirituales, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra criatura podrá separarnos jamás del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rm 8, 37-39). Observa “su” mundo, con los poderes que lo hacían amenazador: la muerte con su misterio, la vida presente con sus seducciones, las potencias astrales o las infernales que infundían tanto terror al hombre antiguo.
Nosotros podemos hacer lo mismo: mirar el mundo que nos rodea y que nos da miedo. La “altura” y la “profundidad”, son para nosotros ahora lo infinitamente grande a lo alto y lo infinitamente pequeño abajo, el universo y el átomo. Todo está dispuesto a aplastarnos; el hombre es débil y está solo, en un universo mucho más grande que él y convertido, además, en aún más amenazador a raíz de los descubrimientos científicos que ha hecho y que no consigue dominar, como nos está demostrando dramáticamente el caso de los reactores atómicos de Fukushima.
Todo puede ser cuestionado, todas las seguridades pueden llegar a faltarnos, pero nunca esta: que Dios nos ama y que es más fuerte que todo. “Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra”.
[1] Aristóteles, Metafísica, XII, 7, 1072b.
[2] S. Agustín, Tratados sobre la Primera Carta de Juan, 7, 4.
[3] S. Agustín, De catechizandis rudibus, I, 8, 4: PL 40, 319.
[4] Cf. S. Kierkegaard, Disursos edificantes en diverso espíritu, 3: El Evangelio del sufrimiento, IV.
[5] Benedicto XVI, Gesù di Nazaret, II Parte, Libreria Editrice Vaticana, 2011, p. 93.
[6] Séneca, De Providentia, 2, 5 s.
[7] Duns Scoto, Opus Oxoniense, I,d.17, q.3, n.31; Rep., II, d.27, q. un., n.3
[8] Evangelium veritatis (de los Códigos de Nag-Hammadi).
[9] Cf. S. Juan de la Cruz, Cántico espiritual A, estrofa 38.
[10] C.S. Lewis, The Screwtape Letters, 1942, cap. XIX; trad. it. Le lettere di Berlicche, Milán, Mondadori, 1998


Homilia de la Vigilia Pascual 2011...

sábado, 23 de abril de 2011

Descendió a los infiernos

En el Credo de los Apóstoles proclamamos que Cristo "descendió a los infiernos". Este Credo, formulado en el siglo V, se refiere al descenso del alma de Cristo, ya separada del cuerpo por la muerte, al lugar que también se llama "sheol" o "hades". El Cuarto Concilio Lateranense, en el 1215, definió esta doctrina de Fe.
En este caso "infierno" no se refiere al lugar de los condenados sino que es "el lugar de espera de las almas de los justos de la era pre-cristiana" (Ott, p. 191). Entre la multitud de justos allí esperando la salvación, estaba San José, los patriarcas y los profetas, como todos aquellos que murieron en paz con Dios. Todos necesitaban, como nosotros, la salvación de Cristo para poder ir al cielo.

Ver en las Sagradas Escrituras: Hehos 2,24; 2,31; Flp 2,10, 1Pedro 3,19-20, Ap 1,18, Ef 4,9.
Padres de la Iglesia que enseñaron esta doctrina incluyen: San Justino, San Ireneo, San Ignacio de Antioquía, Tertuliano, San Hipólito, San Agustín.
Santo Tomas Aquino enseña que el propósito de Cristo en descender a los infiernos fue liberar a los justos aplicándoles los frutos de la Redención (S.Th.III, 52, 5).


ORACIONES DE LA LITURGIA PARA ESTA SANTA NOCHE DE PASCUA*:
-Que te dignes regir y conservar a tu Santa Iglesia, te rogamos, óyenos.
-Que te dignes conservar en la santa religión al Papa y a todos los órdenes de la Iglesia, te rogamos, óyenos.
-Que te dignes humillar a los enemigos de la Santa Iglesia, te rogamos, óyenos.
-Que te dignes dar a los reyes y príncipes cristianos paz y verdadera concordia, te rogamos, óyenos.
-Que a nosotros mismos te dignes confortarnos y conservarnos en tu santo servicio, te rogamos, óyenos.
-Que des los bienes sempiternos a todos nuestros bienhechores, te rogamos, óyenos.
-Que te dignes dar y conservar los frutos de la tierra, te rogamos, óyenos.
-Que te dignes dar el descanso eterno a todos los fieles difuntos, te rogamos, óyenos.
-Que te dignes escucharnos, te rogamos, óyenos.
-Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo, perdónanos Señor.
-Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo, escúchanos Señor.
-Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo, ten piedad de nosotros.
-Cristo, óyenos.
-Cristo, escúchanos.

*(Segunda parte de las letanías -fragmento- que se rezan en la liturgia, luego de terminada la renovación de las promesas del bautismo).

sermón del polvo (o del ciego de nacimiento)

He aquí las dos grandes mentiras del mundo. Pero no hay ninguna mentira que no tenga algo de verdad —una mentira pura no se podría sostener—. El mundo predica del hombre dos verdades: la grandeza de su alma y la miseria de su cuerpo. Pero ignora del hombre dos verdades: la miseria de su alma, que es el pecado original, y la grandeza de su cuerpo, que es la resurrección final.
Memento, homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris” (“Hombre, acuérdate que polvo eres y que al polvo volverás”).
El polvo quita la vista y el polvo devuelve la vista. En las comarcas de Tierra Santa, la tierra salitrosa y arenosa levanta un polvo finísimo y blanco, que por una parte reflejando vivamente la luz ardiente del sol oriental y por otra parte alzándose con el viento en nubes enceguecedoras, produce numerosas oftalmías y en muchísimos casos la ceguera. Cuando leéis los Evangelios, reparáis cuántas veces se nombra en ellos esta temible desgracia; cuántos ciegos no curó el Señor; la señal que dio a San Juan Bautista para indicarle que el Mesías llegó: “Los ciegos ven”; la comparación que usó en la parábola: “Si un ciego guía a otro ciego, los dos se van al hoyo”.
A uno de estos pobres desdichados curó el Señor en las puertas del Templo, según nos cuenta San Juan en el capítulo IX, poniéndole en los ojos un poco de barro; escupió en el polvo, hizo un poco de lodo, se lo echó en los ojos y le dijo: “Anda a lavarte en la piscina de Siloé”.
Señor, ¿qué hacéis? ¿Polvo para curar a un ciego? ¿Saliva para curar la ceguera? La saliva que es cáustica y el polvo que es fricante, más bien volverán ciego a uno que ve, Señor, que no volverán los ojos a uno que no ve.
Dejadme hacer, dejad hacer al que es la Luz del mundo. “Y fue, y se lavó y vio” —dice San Juan— “volvió viendo, volvió sanado”.
Polvo tenemos en los ojos, polvo de la tierra nos tiene ciegos. Polvo son las riquezas, polvo son los honores, polvo son los placeres; polvo enceguecedor que nos impide ver. Mas la Iglesia, Madre nuestra ansiosa por sanarnos, Esposa de Cristo poderosa para sanarnos, nos echa este día un puñado de polvo a la cara, y a imitación de su Divino Maestro dice a los pobres ciegos: “Con lo mismo que te enfermó, yo te sano. Pero no con lo mismo: porque el polvo solo, el polvo de la tierra, no sirve para sanar, sino para enfermar más, si no se le mezcla la saliva de un Dios, es decir, la palabra de Dios”. Y la Iglesia mezcla a este polvo de la tierra una palabra de Dios, una palabra tomada del Libro del Génesis, una palabra sencilla, verdadera y cáustica.
“¡Hombre, acuérdate que polvo eres y que al polvo volverás!” (Libro del Génesis, III, 19).
Si nos pusiese solamente ceniza en la frente para recordarnos la muerte que ha de reducirnos a polvo, no curaría la Iglesia nuestras llagas, sino más bien aumentaría nuestra tristeza; y la tristeza no es el remedio de nuestros males. ¡Bastante tristeza nos da este siglo inquieto! A este asilo de paz, a este puerto de oración en medio del estrépito de la calle abierto, venimos precisamente algunas veces huyendo de la tristeza del mundo. Y bien, señores; no temáis, porque el polvo que allá fuera enferma, aquí dentro sana; el polvo que la Iglesia nos pone en los ojos nos devuelve la vista, aunque sea cáustico en el momento de la operación; y el que ve, señores, no está triste: porque el que ve, sabe adónde va; porque el que ve, camina seguro; el que ve, no tropieza en la piedra ni cae en el hoyo.
Y por eso, Nuestro Señor Jesucristo en el Evangelio de este día nos manda el ayuno, pero nos prohíbe la tristeza. “Cuando ayunéis —dice— no os pongáis tristes como los hipócritas”.
Y ¿cómo haremos para no estar tristes teniendo que sufrir el cuerpo? No poniendo nuestro tesoro en el cuerpo, que es polvo, ni en las cosas de la tierra, que son polvo, sino más arriba. “Y vuestro Padre que está en los cielos os lo pagará allá arriba. No atesoréis tesoros en la tierra, donde la polilla y el gorgojo los deshacen, el ladrón rompe y los roba. Amontonad tesoros en el cielo, donde ni polilla ni gusano deshacen, ni el ladrón rompe y roba”.
La polilla y el gorgojo son las miserias de esta vida; el ladrón es la muerte, y el tesoro es lo que buscamos y deseamos, nuestro ideal y nuestro último fin.
El mundo moderno ha exaltado demasiado al hombre y lo ha deprimido demasiado; lo ha adulado y lo ha calumniado, y alternativamente —contra la Iglesia, que le dice: “Tú eres polvo”—, le dice: “Tú eres un semidiós”, y después le dice: “Tú eres una podredumbre”. El mundo miente, y es condición de mentirosos tener que corregir una mentira con otra mentira más grande. El siglo de la filosofía del superhombre es el siglo de la filosofía del pesimismo; el siglo del confort y de los placeres es el siglo del bolchevismo y del pauperismo; y el siglo de los grandes hallazgos científicos, el siglo de las grandes miserias morales; el siglo pacifista es el siglo de la Gran Guerra; el siglo de las luces es el siglo de la ignorancia religiosa.
Yo hojeo nuestras revistas, nuestros periódicos, oigo nuestros doctores y nuestras universidades… ¿Y qué veo?
“Hombre —exclama el mundo— tú eres libre; no te sujetes. Tú eres rey; no obedezcas. Tú eres hermoso; goza; todo es tuyo. Pueblo soberano, tú no debes ser gobernado por nadie, sino gobernarte a ti mismo. Rey de la creación, la ciencia y el progreso ponen en tus manos la tierra toda. Animal erguido y blanco, tu cuerpo es hermoso, no lo ocultes. Tu cuerpo es la fuente y el vaso de un mundo de placeres: bébelos. El dinero es la llave de este mundo: procúratelo. Los honores, las dignidades, el mando son un manjar de dioses; la fama es el ideal de las almas grandes; la ciencia es la aristocracia del alma. ¡A luchar! ¡A arrebatar tu parte! ¡A triunfar! ¡A echar fuera a los otros! ¡Si eres pobre: asalto a los ricos! ¡Si eres rico: exprime a la plebe!”.
Señores, ¿y el gusano y la polilla? El semidiós, el superhombre se encuentra con el gusano y la polilla. Enfermedades del cuerpo, tiranía del pecado y del instinto, hastío de los placeres, temores en la riqueza, pequeñez del entendimiento, disgustos en el poder, miserias de la conciencia, limitación del alma; contrastes familiares, fracasos sociales, grandes desastres nacionales, polillas del polvo humano, ¡cuántas hay! y ¡cómo las llevamos todos escondidas y cómo han aumentado desde que la fe ha disminuido y el pecado crecido!
Y entonces, cuando comienza a deshacerse el ídolo de polvo en el que se había puesto el tesoro y el corazón, cuando la dura realidad tarde o temprano disipa los castillos basados sobre la mentira, ¡ah! entonces, señores, los maestros de la mentira os cantarán otra canción muy diversa, os consolarán con la canción del odio, el desencanto y la desesperación.
“Hombre: eres un absurdo, un enigma, una miseria. Tu nacimiento es sucio; tu vida, ridícula; tu fin es desconocido. Engañado por los fantasmas de las cosas hermosas que te prometen la felicidad, corres sin saber adónde, dando tumbos por la vida, hasta dar el gran salto del que nadie vuelve, a la noche de lo desconocido. Tu hermano, a tu lado, es un lobo para ti; tu superior, arriba, es un tirano; el apóstol que te predica, te engaña y te explota. No sabes nada de nada, no puedes nada contra tu destino. Tus ideales más grandes, tus ensueños más hermosos: el amor, la religión, el arte, la santidad… ¿quieres saber lo que son en el fondo? Son solamente sublimaciones del instinto del sexo que llevas en la subconsciencia. La vida no vale la pena de ser vivida”.
He aquí las dos grandes mentiras del mundo. Pero no hay ninguna mentira que no tenga algo de verdad —una mentira pura no se podría sostener—. El mundo predica del hombre dos verdades: la grandeza de su alma y la miseria de su cuerpo. Pero ignora del hombre dos verdades: la miseria de su alma, que es el pecado original, y la grandeza de su cuerpo, que es la resurrección final.
“Dios modeló al hombre del limo de la tierra y le sopló en la cara un viento de vida”, dice el Libro del Génesis. Por lo tanto, señores, el hombre está hecho de dos cosas: de cuerpo y de alma; está hecho de un poco de barro y de un soplo de Dios: una cosa inferior tomada de la tierra y una superior bajada del cielo. Que lo superior domine lo inferior, que el alma mande y el cuerpo obedezca: aquí tenéis el orden, la armonía, la felicidad; aquí tenéis el primer plan divino, el estado de inocencia original de Adán y Eva, el primer retrato de semidioses que nos hace el mundo. Pero la fe nos enseña y el mundo ignora que el hombre por el pecado subvirtió este orden, deshizo esta armonía, perdió esta felicidad, y entonces el cuerpo se sublevó contra la inteligencia, la carne se zafó de las manos del espíritu, la materia oprimió al alma. “Y conocieron que estaban desnudos; se avergonzaron, temieron la ira de Dios y se escondieron entre las hojas”. Es decir: el hombre sintió el castigo de su desobediencia, en la desobediencia de los miembros de su cuerpo y de las facultades de su alma, en el terrible desorden, guerra, tristeza que no tenían remedio, sino en la misericordia de Dios, porque el hombre culpable, herido en lo natural y despojado de lo gratuito, no podía redimirse a sí mismo.
Éste se llama el estado de la caída, el segundo que el mundo nos describe, cuando le pedimos un segundo retrato del hombre. El primer retrato es un semidiós, el segundo retrato es un gusano. Y mirad, señores, cómo miente el ciego guía de ciegos. Estos dos estados, estado de semidiós y estado de gusano, estado de justicia original y estado de caída, son dos estados históricos del hombre; porque, efectivamente, hubo un momento en que el primer hombre fue inocente y un momento en que fue irreparablemente culpable, pero dos momentos que no existen más ni volverán a existir, dos estados pasados, ya que el actual estado del hombre implica la caída y la redención, es el estado del hombre lapsus-reparatus, caído en Adán y redimido por Jesucristo Hijo de Dios y Señor nuestro.
Para librarnos de los engaños del mundo, de la seducción, la fascinación, la atracción del polvo de la vida, la Iglesia nos echa a la cara el polvo de la muerte. ¿Cómo haré, dice la Iglesia, para que el hombre no se aprecie demasiado y no se desprecie demasiado, para que no se ensoberbezca y no se desaliente? ¿Cómo haré para que en este tiempo de Cuaresma se abaje y se levante: abaje el cuerpo por el ayuno, levante el alma con la oración; para que desprecie los tesoros de la tierra y ponga su tesoro en el cielo? ¡Es tan irresistible la seducción de lo que se ve, de lo que se toca, de lo que se siente! Pues bien; lo haré ver, tocar, sentir qué cosa es lo que él desordenadamente ama. Llamaré en mi auxilio a la muerte. “Memento, homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris”. ¡He aquí lo que os impide amar a Dios, he aquí lo que pone en peligro vuestra eterna felicidad! ¡Polvo!
En un antiguo auto sacramental del teatro español, aparece la Muerte armada de espada y daga para hacer un sermón a los hombres. ¡Qué gran predicador la Muerte! Entra la Hermosura, una gran dama vestida, adornada, engalanada; todo es seda y oro, todo jazmines y rosas; todo es gracia y gentileza; los hombres están locos por ella y ella está loca de sí misma. La Muerte la toca con su espada, y se convierte en un cadáver hinchado y repugnante.
No era necesario el ladrón, bastaba la polilla; no era necesaria la muerte, bastaba el tiempo, el tiempo… tranquilo e implacable marchitador de todas las flores, el tiempo con su calva, sus arrugas, su joroba, sus achaques. Pero como hoy han inventado ciertas pinturas y ciertos postizos para matar la polilla y hacer la guerra al Tiempo, vamos al ladrón, a la Muerte. Levantad la losa y mirad la hermosura tocada por la muerte: es un montón de podredumbre, una cosa que no tiene nombre en ninguna lengua. En esto ha parado todo: era, pues, una cosa caduca, pasajera, accidental. Pasó y se llevó mis tesoros, dirá el libertino; la felicidad de mi alma en la otra vida, la paz de mi alma en esta vida, la salud de mi cuerpo, la firmeza de mi carácter. ¡Oh, muerte, cuán amarga es tu lección para el que pone su fin en los placeres!
Entran las Riquezas, señores, pisando fuerte, mirando alto, vistiendo elegantemente, con gran cortejo de criados, de amigos y de parásitos. La Muerte lo toca, y el Rico se convierte en un esqueleto. Huyen los amigos, desaparecen los aduladores; y los parientes, con un ojo llorando y con el otro repicando, se apresuran a esconder bajo tierra al que se fue tan oportunamente. Se fue solo, con las injusticias que cometió para ganarlas, con las iniquidades que hizo para conservarlas y con los pecados que perpetró para gozarlas. En verdad os digo que los ricos difícilmente se salvan. ¡Oh, muerte, cuán amargo es tu recuerdo para el que pone su fin en las riquezas!
Entra el Poder, señores; entra un Rey con su corte, soldados, sabios, políticos, lanzas, clarines, cien pendones al viento. La Muerte lo toca, y todo se convierte en polvo: el polvo que fue Menfis, el polvo que fue Nínive, el polvo que fue Cartago, el polvo que fue Roma. La Muerte, señores, manda más que los reyes y es más duradera que las naciones. Pero la gloria —me decís—, la gloria queda. Sí, señores, la gloria eterna con que Dios glorificará a los pobres y humildes de corazón, la gloria eterna queda. No —me decís—: la gloria terrena, también la gloria terrena queda. ¡Ah, señores! ¿Qué es la gloria terrena?… Un día visitaba el sepulcro de los Escipiones, en Roma. Es un montón de ladrillos medio sepultado en un campo al lado de una calle polvorosa y solitaria. Un guardia lo acompaña al visitante por unos sótanos oscuros y húmedos y le explica que en la Edad Media los campesinos llevaron los mármoles para hacer casas y en la Edad Moderna unos bodegueros hicieron una bodega para guardar el vino, donde reposaban el poeta Ennio, Escipión Emiliano, el primer Africano y Escipión el Asiático. Este pedazo de hueso, este pedazo de húmero, es probablemente del primer Africano. Esta es la gloria de la tierra, señores. Un nombre en la historia: un pedazo de hu

Señores, mirad qué es el Mundo. Nosotros somos hormigas al lado de todo el mundo, de los mares, de las montañas y de las estrellas. Los millones y millones de hombres con sus riquezas y sus posesiones, sus inventos; las maravillas del arte, de las letras, de la ciencia; los monumentos, las vías de comunicación, las máquinas; las grandes organizaciones y las grandes edificaciones eternas; el trabajo de siglos acumulado pacientemente para hacer una torre que llega hasta el cielo.
El Mundo Universo contra la Muerte. La Muerte lo toca, ¿y qué sucede? Sabemos lo que sucederá hasta en sus menores detalles. El sol se oscurece, la luna se pone de color de sangre, las estrellas caen del cielo como higos maduros, el mar se pone a dar bramidos, los hombres todos reunidos para hacer la guerra a Dios y su Cristo huyen despavoridos; y en medio de la tribulación más grande que ha habido desde el principio de los siglos y después de una tremenda aunque breve agonía, este mundo pasó y toda su gloria se convirtió en nada.
Señores, es menester decirlo: en el siglo del progreso indefinido, de la evolución creadora, en que muchos hombres, cansados de esperar la Segunda Venida del Cristo, dijeron: “No viene más” y dormitaron y durmieron.
Lo que la razón sospecha, la fe nos lo asegura: este Mundo, que tuvo principio, tendrá también fin. No sabemos el día ni la hora, pero sabemos que tenemos que vivir vigilantes. No sabemos si falta mucho todavía, pero sabemos que vendrá el Gran Ladrón cuando menos lo esperan.
Os he hecho un gran espectáculo de desolación y de ruinas; he tomado la Muerte y he reducido a polvo la carne del hombre, las obras del hombre y el mundo todo del hombre. Sobre este montón de ruinas, ¿qué queda, sino la tristeza y la desesperación? Así es, señores, si fuésemos filósofos pesimistas; pero somos hijos de la Iglesia; no somos cultores de la muerte, sino hijos de la Vida.
El autor del Libro del Eclesiastés, inspirado por el Espíritu Santo, después de haber mostrado amargamente la vanidad de las cosas terrenas, no concluye, señores, la desesperación, sino que concluye la moderación.
Después de haber recorrido la vanidad de los placeres que dan hastío, la vanidad de la ciencia que aumenta el sufrimiento, la vanidad de las riquezas, del poder, del nombre, de la fama, de la hermosura, el autor sacro irrumpe en conclusiones de sentido común, de moderación y de templanza. “Hay que despreciar todo lo caduco, hay que usar moderadamente de la vida, hay que usar también templadamente de los placeres y alivios que la hacen serena y llevadera, y sobre todo hay que temer a Dios, cumplir sus mandamientos y recordar su juicio”. “Teme a Dios y observa sus mandamientos, porque esto es todo el hombre”.
Es curioso que no dice: “Cumple los mandamientos de Dios, porque eso es el alma del hombre. El cuerpo es polvo; cumple los mandamientos para salvar tu alma”. No, señores: “Cumple los mandamientos, porque eso es todo el hombre, cuerpo y alma”. Señores, el que se salva, salva su cuerpo y su alma: envía su alma al cielo y envía el montón de polvo de su cuerpo a la tierra, como semilla de resurrección.
Hombre verdaderamente sabio, prudente y juicioso, señores, el que se salva. No nos está prohibido desear riquezas, sino desear riquezas mentirosas. ¿Cómo se pueden asegurar las riquezas contra un ladrón? Mandándolas a la caja de seguridad. Ese es el consejo de Cristo: por medio de la limosna, enviad vuestras riquezas donde no hay ladrones, para que allá os esperen.
¿Cómo se puede asegurar el grano de trigo contra el gorgojo? Hay que sembrarlo. Es el consejo de Cristo: “Si el grano se hunde en la tierra y muere, después brota y hace grande fruto”.
Así nuestros cuerpos, hundidos por la humillación, deshechos por la mortificación, pulverizados por la muerte, brotarán un día con nueva vida y florecerán como rosas bajo el sol de la Inmortalidad.

Autor: Leonardo Castellani, sacerdote. "Cristo, ¿vuelve o no vuelve?"

Mensaje del papa tras el viacrucis en el Colosseo...

viernes, 22 de abril de 2011

Las 7 palabras

la homilia de Cantalamesa -el predicador de la casa pontificia- en este viernes santo.


Desde lo alto de la Cruz Jesús habló en 7 ocasiones. Tenía la voz rota, la garganta reseca y los pulmones exhaustos al borde de la asfixia; pero seguía siendo el Señor y, aunque apenas se entendieran sus palabras, los evangelistas las anotaron cuidadosamente.
El Mesías había iniciado su vida pública en el monte de las bienaventuranzas con un discurso esperanzado y provocador. Otro monte ―la colina del Gólgota― fue la tribuna de su último pregón. Sólo contiene 7 sentencias, pero el eco de estas palabras tiene que llegar hasta el último rincón del mundo.

Los clavos
He crucificado con mis manos a más de un centenar de hombres, y nunca me ha temblado el pulso al hincar en sus muñecas los hierros que debían sujetarlos al madero. He oído sus súplicas y sus gritos de horror. He visto cuerpos jóvenes y robustos bañados en sangre, mordidos por el látigo implacable de los flageladores. He asistido impávido a su muerte y he quebrado las piernas de los cadáveres mientras espantaba las aves carroñeras que acudían en bandadas para darse un buen festín. He comido y bebido junto a las cruces de los sediciosos, y he contado chistes obscenos a los demás soldados de la guardia mientras los enemigos de Roma agonizaban a pocos metros de distancia.
Nuestra misión consistía en evitar que se aproximaran a las cruces los cómplices o los parientes de los ajusticiados. Una tarea sencilla, ya que nadie lo intentaba. El olor de la sangre y los lamentos de los moribundos bastaban para alejar a la multitud. Sólo las mujeres, las madres o las esposas, tenían el valor de acercarse, y nosotros se lo permitíamos. No eran un peligro.
Así de simples fueron las cosas, hasta aquel día.
Cuando llegó el Nazareno al Calvario había una singular expectación. Yo mismo clavé en lo alto de poste vertical de la cruz el letrero con la causa de su condena: "Jesús, Nazareno, Rey de los Judíos". Era una especie de insulto dirigido a aquellos fanáticos hebreos que no acababan de someterse al Cesar. ¡Éste es vuestro rey!, les decíamos. Pero cuando agarré su brazo izquierdo y puse el clavo en el punto exacto, sentí algo imposible de describir. Noté por un momento que millones, cientos de millones de manos cómplices aferraban el mismo clavo y el martillo que iba a golpearlo.
Quise soltar el martillo. ¡Aquella carcajada! De verdad que la oí con toda claridad. Jesús entonces me miró en silencio, sin un reproche, casi con ternura. Y yo hice mi trabajo. La sangre del Nazareno me salpicó el rostro.

El perdón
La cruz del Nazareno fue alzándose del suelo lentamente. El cuerpo del reo, sin otra sujeción que los clavos, se zarandeaba como un trapo sucio movido por el viento. Los condenados a muerte, en ese terrible trance, suelen gritar como animales torturados. El rey de los judíos, no. Con los ojos abiertos y la mirada en lo alto, se diría que quería ascender más aún, por encima de las nubes.
¿Por qué nos quedamos todos mirando esa cruz, y sólo ésa?
Su madre, que hasta entonces había permanecido postrada en tierra con la cabeza cubierta por un manto azul, empezó a levantarse despacio, igual que el hijo. Ya en pie, se despojó del velo y vi sus ojos llenos de lágrimas que parecían acariciar el cuerpo del Galileo.
Quiso acercarse un poco más. No pude impedírselo y ella me sonrió agradecida. Luego, en un gesto de increíble ternura, sacó un pañuelo blanco y limpió la sangre que aún bañaba mi rostro, la sangre de Jesús.
Los otros soldados de la guardia me llamaron para que participara en el reparto de los vestidos. Dijeron que había una túnica valiosa; pero yo no podía moverme. Junto a María y a las demás mujeres, mis ojos estaban atrapados por aquel cruce de miradas.
Unos segundos más tarde, Jesús elevó la vista al Cielo y con voz rota pero clara, exclamó:
―¡Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen!
Tardé mucho en reaccionar. De pronto comprendí que, por primera vez después de años, estaba llorando. Y me alejé de allí a toda prisa.
¿Quién era ese Padre que debía perdonarme? ¿Qué significaba aquello? ¡Claro que sabía muy bien lo que había hecho!: cumplir órdenes, como un buen soldado de Roma. Y sin embargo, la sangre de Jesús aún ardía en mis labios, y, sin saber por qué, vinieron a mi memoria otros episodios de mi vida de los que nunca me he sentido orgulloso. Y supe que debía pedir perdón al Nazareno, también por ellos.

He ahí a tu Madre
Tengo 90 años y he olvidado muchos episodios de mi vida, sobre todo los más cercanos en el tiempo, los de los últimos lustros, que han transcurrido veloces sin dejar apenas rastro en mi memoria. Sin embargo conservo un recuerdo indeleble y cada vez más vivo de los días que pasé con Jesús y con su Madre en Israel.
Me llamo Juan. El Maestro me eligió para ser su apóstol cuando apenas era un niño y aprendía a pescar en el mar de Tiberíades. Por Cristo lo dejé todo y jamás me arrepentí. A mi hermano Yaakov y a mí nos llamó “hijos del trueno” porque éramos demasiado impulsivos y de no muy buen carácter; pero esto ahora tiene poca importancia. A pesar de mis debilidades, o quizá precisamente por ellas, fui su predilecto. Al cabo de los años, lo escribo con orgullo. También María me trataba con un afecto especial.
Nunca he sido un cobarde, pero la madrugada de aquel viernes, cuando acudí a las puertas del Pretorio rodeado por una multitud vociferante que pedía la muerte de Jesús, sentí que el pánico me paralizaba. Los sacerdotes del templo y los miembros del Sanedrín parecían borrachos de euforia. No les importó aliarse con el procurador de Roma ni que éste indultara a Barrabás. Habrían sido capaces de cualquier cosa con tal de librarse de mi Señor. Y a media mañana Pilatos dictó la sentencia de muerte.
En casa de Marcos nos dijeron que Judas se había quitado la vida. La noticia me dejó sobrecogido. Por un momento pensé que todo se derrumbaba, que los años pasados con Jesús, la promesa del Reino, el Padre, el consuelo del Espíritu eran sólo fantasías. La tentación del desaliento y de la incredulidad se mezclaba con una furia diabólica que no encontraba cauce ni desahogo posible. Golpeé con toda la fuerza de mis puños la pared de la habitación hasta hacerme sangre. Entonces llegó María.
Me sorprendió ver su rostro sereno. Noté que había llorado, pero estaba en paz. Me alborotó el pelo con la mano, como solía hacer, y me dijo:
―Te necesito, Juan. Debo acompañar a mi hijo en su camino hasta la cruz para estar a su lado al final. Pero no puedo ir sola. Sería peligroso. ¿Querrás acompañarme? Tengo miedo y tú eres ya todo un hombre fuerte y joven.
Salimos hacia el Calvario cogidos de la mano, como una madre con su hijo pequeño. Enseguida comprendí que María no necesitaba a nadie para hacer ese trayecto. Yo sí que la necesitaba a ella para llegar paso a paso al centro mismo del universo y de la historia.
Los soldados nos dejaron pasar. Me vieron como lo que era…, un niño asustado agarrado a la mano de su madre. Pero allí, al pie de la cruz, Jesús me miró y dijo unas pocas palabras. Y comprendí que ése era mi sitio, que las promesas de Jesús se cumplirían, y que debía ser fuerte aunque el mundo entero se derrumbase.
―Ahí tienes a tu Madre.
El Señor me encargaba que cuidase a María, que estuviese siempre con ella. No podía concebir un honor más excelso ni un consuelo mayor para mi corazón destrozado.
Desde entonces siempre fui el primogénito de nuestra Señora. Perdonadme esta vanidad de viejo. Yo celebré muchas veces la Eucaristía para Ella y puse en sus labios el Cuerpo y la Sangre de su Hijo resucitado.
Luego llegasteis vosotros.

Hoy estarás conmigo
―¿Y quién es éste? ―se preguntaron sorprendidos los ángeles―.
No tenía buen aspecto, francamente; pero llegó al Paraíso aquella misma tarde, cuando acababan de abrirse las puertas. No hubo necesidad de pedirle la entrada; le bastó con mostrar las llagas de sus manos; las mismas que tenía Jesús.
Se llamaba Dimas, fue ladrón profesional, y acababa de asaltar el Cielo en su mejor golpe.

Nicodemo en el Calvario
Me llamo Nicodemo, soy doctor de la ley, fariseo y miembro del Sanedrín. He cumplido muchos años, los necesarios para hacer balance de mi vida y sentirme satisfecho.
Esto pensaba hace sólo unos meses. Hoy reniego de todos mis privilegios. Con gusto abandonaría el Sanedrín y rechazaría ese tratamiento solemne de “Rabboni” con el que me saludan los más ilustres escribas en Jerusalén. Ahora soy sólo un viejo que ha vuelto a nacer, busca la verdad con pasión de adolescente y cree haberla encontrado en un hombre que está muriendo en la cruz.
Fui a verlo una noche. Me recibió con afecto y en pocos minutos desmontó, una por una, mis convicciones más arraigadas. Me habló de un nuevo nacimiento por el agua y el Espíritu y me abrió los ojos para que entendiera las Escrituras con una luz deslumbradora.
Ayer el Sanedrín lo juzgó y pidió su condena a muerte. Yo no fui convocado. Se reunieron por la noche como los delincuentes contraviniendo las disposiciones de la Torah y se abajaron hasta el punto de entregar en manos de los gentiles a un santo de nuestra raza. Yo sabía que Caifás es cobarde; ahora veo que también es impío y traidor.
Nunca me había acercado a un crucificado; pero hoy tenía que estar aquí, en el Gólgota. Necesitaba conocer la verdad con todas sus consecuencias mirando a los ojos del Maestro. Si esa verdad me llevara a la muerte, también yo moriría con el Nazareno.
Hace unos segundos, desde esta cátedra sangrante de la cruz, ha gritado las primeras palabras del Salmo:
―Eli. Elí, lama sabachtani.
Si lo han oído los sacerdotes del templo habrán temblado, como yo mismo. Jesús recitaba un canto que siempre habíamos interpretado como el lamento por las tribulaciones del pueblo de Israel. Nos equivocábamos: es el Mesías que describe su propia muerte en la Cruz y su triunfo final, que alcanzará a todas las naciones.
Dios mío,¿por qué me has abandonado?
¿Por qué estás lejos de mi clamor y mis gemidos?
Te invoco de día, y no respondes, de noche, y no encuentro descanso. (…)
Soy un gusano, no un hombre; la gente me escarnece y el pueblo me desprecia;
los que me ven, se burlan de mí, hacen una mueca y mueven la cabeza, diciendo:
"Confió en el Señor, que él lo libre; que lo salve, si lo quiere tanto". (…)
Yo puedo contar todos mis huesos; ellos me miran con aire de triunfo,
se reparten entre sí mi ropa y sortean mi túnica. (…)
Todos los que duermen en el sepulcro se postrarán en su presencia;
todos los que bajaron a la tierra doblarán la rodilla ante él,
y los que no tienen vida glorificarán su poder.
Hablarán del Señor a la generación futura,
anunciarán su justicia a los que nacerán después, porque ésta es la obra del Señor.
Yo, Nicodemo, doctor de la ley, fariseo y miembro del Sanedrín que ha rechazado al Cristo, doblo mi rodilla ante la Cruz de mi único Rabbí.

La sed
No tengo nombre. He pasado por el Evangelio como una sombra. Juan, que puso por escrito mi primer encuentro con Jesús, no quiso infamarme revelando mi identidad. Quizá pensó que era mejor hablar del pecado sin mentar al pecador, y yo, bien lo sabe Dios, fui una gran pecadora.
Ha pasado mucho tiempo. Escribir ahora mi nombre de pila no añadiría nada a lo que he sido. Llamadme sólo “la Samaritana”; así me conoce todo el mundo. Con este apelativo genérico, quienes lean mi historia pueden imaginar que no soy nadie; si acaso, un una alegoría, un género literario o un espejo donde cada uno puede ver reflejado su propio rostro.
Dos años después de mi primer diálogo con Jesús, decidí abandonar la tierra de mis padres para buscar a Cristo. Recorrí en vano toda la provincia de Galilea; regresé a Samaria; supe que había estado en Perea, y, al fin, cerca de Jerusalén, en la aldea de Betania me dieron la peor de las noticias: el Señor había sido condenado a muerte e iba a ser crucificado en la colina del Gólgota.
Subí al Calvario deshecha en lágrimas. Jesús, colgado ya del madero, con los ojos abiertos, nos miraba. También a mí, la más despreciable de sus seguidoras.
―Tengo sed! ―exclamó―.
Un soldado le acercó a sus labios resecos una esponja humedecida en vinagre, como suele hacerse para aliviar la sed de los crucificados; pero Jesús la rechazó. ¿Qué significaba, entonces, aquella queja?
Me vino a la memoria nuestro primer encuentro en Sicar. También entonces Jesús dijo tener sed. Yo había acudido al pozo y me pidió un vaso de agua, que no bebió. Al contrario, apeló a mi propia sed, ésa que no la sacia ningún manantial de este mundo y que yo sentía desde años atrás: sed de amor auténtico, de pureza, de una vida fecunda. Me habló del agua viva, de un torrente que salta hasta la vida eterna. Y acabé pidiéndole un vaso de aquella agua.
En el Gólgota se repitió la historia. Jesús tenía sed de mí y me invitaba a aplacar mi propia ansiedad bebiendo del agua que manaba de su costado abierto. Así entendí que la Cruz de Cristo no es sólo un instrumento de tortura y de muerte, sino una fuente inagotable capaz de calmar la sed de la humanidad entera.
¡Venid al Calvario; no tengáis miedo! Esta pecadora sin nombre ni apellido os asegura que vale la pena ser valientes y mirar a los ojos al Crucificado, que sigue teniendo sed.

Consumatum est!
Llevo más de quince años sirviendo al César con las armas, y muy pronto me llegará la hora del retiro. He combatido cientos de batallas en la Galia, en África, en las tierras frías del Norte y en Oriente. Mi cuerpo está lleno de cicatrices, y sé que ya no tengo el vigor ni el coraje de mi juventud. Durante este tiempo he oído gritar en todas las lenguas y todos los acentos. Gritos de horror y de muerte; gritos de angustia y soledad; gritos de súplica, de rabia, de odio… También gritos de triunfo. Yo mismo he alzado la voz muchas veces con orgullo al terminar una campaña:
―Consumatum est! ¡Misión cumplida!
Esta tarde he vuelto a oír ese grito en labios del Nazareno. Estaba a punto de morir. Derrotado en su cruz, solo y abandonado por todos. No entiendo cómo ha podido salir una voz tan poderosa y profunda de un pecho consumido y sin aliento.
Los soldados de la guardia nos hemos puesto en pie. No necesitábamos conocer la lengua de los judíos para entender el sentido de aquel grito: no era el gemido de un agonizante ni el lamento de un reo; era el rugido del león que ha capturado su presa; el del luchador que ha derribado a su enemigo después de una dura pelea.
Entre un millar de voces sé distinguir con toda nitidez el grito jubiloso de la victoria.
Desde lo alto de la Cruz Jesús habló en 7 ocasiones. Tenía la voz rota, la garganta reseca y los pulmones exhaustos al borde de la asfixia; pero seguía siendo el Señor y, aunque apenas se entendieran sus palabras, los evangelistas las anotaron cuidadosamente.
El Mesías había iniciado su vida pública en el monte de las bienaventuranzas con un discurso esperanzado y provocador. Otro monte ―la colina del Gólgota― fue la tribuna de su último pregón. Sólo contiene 7 sentencias, pero el eco de estas palabras tiene que llegar hasta el último rincón del mundo.
Los clavos
He crucificado con mis manos a más de un centenar de hombres, y nunca me ha temblado el pulso al hincar en sus muñecas los hierros que debían sujetarlos al madero. He oído sus súplicas y sus gritos de horror. He visto cuerpos jóvenes y robustos bañados en sangre, mordidos por el látigo implacable de los flageladores. He asistido impávido a su muerte y he quebrado las piernas de los cadáveres mientras espantaba las aves carroñeras que acudían en bandadas para darse un buen festín. He comido y bebido junto a las cruces de los sediciosos, y he contado chistes obscenos a los demás soldados de la guardia mientras los enemigos de Roma agonizaban a pocos metros de distancia.
Nuestra misión consistía en evitar que se aproximaran a las cruces los cómplices o los parientes de los ajusticiados. Una tarea sencilla, ya que nadie lo intentaba. El olor de la sangre y los lamentos de los moribundos bastaban para alejar a la multitud. Sólo las mujeres, las madres o las esposas, tenían el valor de acercarse, y nosotros se lo permitíamos. No eran un peligro.
Así de simples fueron las cosas, hasta aquel día.
Cuando llegó el Nazareno al Calvario había una singular expectación. Yo mismo clavé en lo alto de poste vertical de la cruz el letrero con la causa de su condena: "Jesús, Nazareno, Rey de los Judíos". Era una especie de insulto dirigido a aquellos fanáticos hebreos que no acababan de someterse al Cesar. ¡Éste es vuestro rey!, les decíamos. Pero cuando agarré su brazo izquierdo y puse el clavo en el punto exacto, sentí algo imposible de describir. Noté por un momento que millones, cientos de millones de manos cómplices aferraban el mismo clavo y el martillo que iba a golpearlo.
Quise soltar el martillo. ¡Aquella carcajada! De verdad que la oí con toda claridad. Jesús entonces me miró en silencio, sin un reproche, casi con ternura. Y yo hice mi trabajo. La sangre del Nazareno me salpicó el rostro.

En tus manos...
Me encontraba a veinte o treinta metros de la cruz rodeado de una multitud abigarrada y sudorosa. Había amigos, discípulos de Jesús, curiosos, enfermos que aún esperaban curarse tocando el cuerpo del Señor, familiares llegados de Galilea, amigos y enemigos, soldados romanos, guardias del Templo... Algunos vociferaban insultos a los crucificados; otros lloraban a gritos o en silencio. Los soldados, que estaban allí para impedirnos el paso, bebían, jugaban a los dados y contaban chistes groseros entre carcajadas desmedidas. Jesús ya no hablaba; había cerrado los ojos y tenía la cabeza caída de frente, hasta tocar el pecho con su barba. Alguien sugirió que había muerto.
Yo no podía creerlo; aún conservaba la esperanza de que hiciera su último y definitivo milagro bajando de la cruz en un alarde de poder y majestad. ¿No había caminado sobre las aguas encrespadas del Mar de Tiberíades? ¿No nos había llamado “hombres de poca fe” al vernos temblar de miedo? ¿Por qué no podía ocurrir lo mismo otra vez?
Lo había visto dormir en la popa de mi barca, rendido por el cansancio, y tuve que despertarlo a empellones para evitar que naufragáramos. ¿Debía hacer lo mismo ahora? ¿Tendría que correr hacia Él, abrazarme a sus piernas destrozadas y pedirle a gritos que nos salvara? ¿Acaso no comprendía el Maestro que su muerte sería nuestra propia muerte?
De pronto se levanto el siroco, el viento sucio del desierto que deja el cielo enlutado con crespones negros. Bajó bruscamente la temperatura y sentimos el escalofrío del miedo. Las mujeres, temerosas, se cubrieron el rostro y los pájaros carroñeros graznaron con más fuerza revoloteando sobre las cruces como si presintieran algo.
―Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.
Las últimas palabras de Jesús se oyeron con toda claridad. Ningún moribundo es capaz de hablar con tanta potencia. Tal vez el Señor quería recordarnos aquello que le oímos en otro tiempo:
―Yo doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la doy libremente. Tengo poder para darla y tengo poder para tomarla de nuevo.
Pero allí, a pocos metros de la cruz de Jesús no fui capaz de recordar las promesas del maestro. Jesús moría, y con Él morían todos nuestros sueños: el Reino de Dios, las restauración de Israel, la victoria sobre nuestros enemigos, la curación de las enfermedades, la resurrección de los muertos, la venida del Espíritu, el agua viva…
Poco tiempo antes, en la sinagoga de Cafarnaúm Jesús había preguntado a los Doce si queríamos abandonar también nosotros. Yo salté como un resorte:
―¿A quién iremos? ¡Tú tienes palabras de vida eterna!
En la cima del Gólgota volví a preguntármelo: ahora que todo ha terminado, ¿a quién iremos?
María se dio la vuelta en ese instante y me vio. Estaba triste, pero serena. Los soldados me permitieron acercarme a ella, y comprobé que era imposible aguantar su mirada. Allá, en el fondo de sus ojos, se adivinaba la chispa divina de los ojos de su Hijo. Me sujetó del brazo. Ella temblaba como una hoja, pero acercó sus labios a mi oído y me dijo en voz baja, como una caricia:
―Pedro, no tengas miedo. Tú eres la roca. Espera y confía.

Sufrimientos morales de Cristo en su Pasión

Profundo escrito del Cardenal Newman en el que, párrafo a párrafo e in crescendo, eclosina en los terribles sentimientos y dolores morales que padeció el Señor al tomar sobre sí todos los pecados cometidos por la humanidad. Es común la reflexión sobre los dolores físicos de nuestro Redentor, en cambio, pocas veces se habla de lo que fue aún mayor: sus terribles sufrimientos morales para redimirnos.

Cada uno de los episodios de la vida de Nuestro Señor y Sal­vador es de tan insondable profundidad que nos proporciona in­agotable materia de contemplación. Todo lo que concierne y se re­fiere a Dios es infinito, y lo que percibimos primeramente es sólo lo superficial de aquello que tiene su comienzo y término en la eternidad. Sería presuntuoso para cualquiera, salvo para santos y Doctores, pretender comentar las palabras y los hechos del Salva­dor, a no ser en la forma de meditación. Sin embargo la medita­ción y la oración mental son de tal manera un deber para aquellos que desean alimentar su fe verdadera en Dios, que se nos per­mite amados hermanos míos en Jesucristo, y guiados por los san­tos que nos han precedido, discurrir y explayarnos en estos temas que de no ser así, deberíamos más adorar que escudriñar. Ciertas épocas del año, especialmente la de Pasión, nos induce a que consideremos cuidadosa y minuciosamente aquellos pasajes del Evangelio considerados como los más sagrados. Preferiría que se me tildase de poco firme u oficioso en mis comentarios del Evangelio, antes que de ajeno a este tiempo de la Pasión. Ahora, pues, prosigo, aunque cualquier otro predicador individualmente pueda abstenerse de hacerlo, encauzando vuestros pensamientos hacia un tema, acerca del cual pocos de nosotros meditamos, y que es adecuadísimo para esta época; me refiero a los sufrimien­tos que padeció Nuestro Señor en su inmaculada e inocente alma.

Bien sabéis, hermanos míos en Jesucristo, que Nuestro Señor y Salvador, aunque era Dios, era también verdadero hombre; y por lo tanto poseía no solamente un cuerpo, sino también un alma como la nuestra, aunque, claro es, exenta de toda mácula. Je­sucristo no tomó el cuerpo sin alma. ¡Dios no lo permitiera! por­que entonces no hubiera sido verdadero hombre. Pues ¿cómo hu­biera podido santificar nuestra naturaleza, si tomaba otra que no fuera la nuestra? El hombre sin alma es como las bestias de los campos; pero Nuestro Señor vino al mundo para salvar a la especie humana que es capaz de adorarlo y obedecerlo, poseído de inmortalidad, aunque ésta hubiera perdido su bendición pro­metida. El hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios, y esa imagen está en su alma; luego cuando su Hacedor, por una condescendencia inefable, se revistió de nuestra naturaleza, tam­bién tornó un alma que estuviera de acuerdo con el cuerpo, alma que fuera el medio de su unión con el cuerpo; Tomó en primer lugar el alma y luego el cuerpo humano, ambos a la vez, pero en este orden: el alma y el cuerpo. Dios mismo creó el alma que había de tomar para sí, mientras que su cuerpo lo tomó de la carne de la Bendita Virgen María, su madre. De este modo es como Dios se convirtió en hombre perfecto, con cuerpo y alma; y por eso se revistió de un cuerpo de carne y con nervios, y no sólo tomó un cuerpo de carne y nervios que admitiese las heridas y la muerte, y fuese capaz de sufrimientos, sino también un alma susceptible de estos sufrimientos, y aún más, susceptible de las penas y amar­guras propias del alma humana, por lo que, así como su cuerpo sufrió la Pasión expiatoria, así también la sufrió su alma.

Mientras estos solemnes días van transcurriendo, nos de­tendremos, especialmente, hermanos míos en Jesucristo, a consi­derar los sufrimientos corporales de la prisión de Jesús, su pere­grinación ante los jueces, sus golpes y heridas, sus azotes, la corona de espinas, los clavos, la Cruz. Todo esto está compen­diado en el Crucifijo que pende ante nuestra vista: todo esto está representado en su sacrosanta carne, pendiente de la Cruz, y al verlo se nos facilita la meditación. Pero con los sufrimientos de su alma ocurre de modo muy distinto. Esos sufrimientos no podemos representarlos ni investigarlos debidamente: se hallan muy por encima de todo sentimiento y pensamiento; y sin em­bargo se anticiparon al sufrimiento de su cuerpo. La agonía, sufrimiento del alma, no del cuerpo, fue el primer paso de su tremendo sacrificio: “Mi alma siente angustia de muerte”, nos dijo Jesús. Es más, todo lo que padecía en su cuerpo también lo padecía en su alma; y de este modo es como el cuerpo no era más que el conducto por el cual se vertían todos sus sufrimientos al verdadero centro de su pasión, que era su alma. Debemos de insis­tir en este hecho: os afirmo que no era (principalmente) el cuerpo el que sufría, sino el alma en el cuerpo; era el alma y no el cuerpo el centro de los sufrimientos del Verbo Eterno. Consideremos, entonces, que no existe pena en realidad, aunque haya un sufrimiento aparente, cuando se carece de sensibilidad interna o espiritual, ver­dadero centro o núcleo del sentir. Un árbol, por ejemplo, tiene vida, órgano, crece y decae, puede ser dañado e inutilizado; se seca y muere, pero no sufre, porque no tiene espíritu, ni prin­cipio sensitivo. Más donde existe este don del principio inmate­rial, es posible el dolor, siendo éste mayor en proporción a la cali­dad de dicho don. Si careciéramos de espíritu, sentiríamos lo que siente un árbol; si careciéramos de alma racional, no sentiríamos el dolor más de lo que lo siente el bruto, pero siendo hombres sen­timos el dolor como solamente lo sienten aquellos que poseen al­ma racional.

Por esto, afirmo que los seres vivientes sienten de acuerdo al espíritu que los anima; el bruto siente mucho menos que el hombre, al no poder reflexionar acerca de lo que siente y al carecer de conciencia directa de sus sufrimientos. Por ende, el dolor es una prueba tan penosa que no podemos apartar el pen­samiento de él, mientras nos acosa. Flota ante nosotros, se po­sesiona de nuestro espíritu, se adueña de nuestros pensamientos para fijarlos en sí. Si logramos distraer la mente, parece que el do­lor se amortigua; por eso los amigos tratan de entretenernos cuando el dolor nos atormenta, porque el entretenimiento es dis­tracción. Este método suele dar buen resultado, cuando nos aque­ja un dolor leve, llegando hasta la insensibilidad del dolor mismo aún cuando suframos. Sucede generalmente que durante ejerci­cios violentos, o en el trabajo, los hombres se golpean o hieren de consideración, atestiguando la profundidad de sus heridas el sufrimiento que deben haber sentido en el momento de produ­círselas, aun cuando nada recuerden de ello. También en el fragor de la lucha los combatientes se infligen heridas que no se advier­ten por el dolor que les producen sino por la pérdida de sangre que experimentan.

Un dolor persistente se torna intolerable

Os demostraré muy pronto, hermanos en Jesucristo, cómo aplicaré lo que os acabo de exponer a los sufrimientos de Nues­tro Señor; pero primero quiero haceros otra observación: pode­mos soportar un instante de dolor, pero éste, si persiste, se torna intolerable. Tal vez llegaríais a exclamar que no podríais sopor­tar más; por eso los pacientes quisieran detener la mano del ci­rujano solamente porque éste les causa un sufrimiento continua­do; con esto digo que no es la intensidad lo que hace insoportable el dolor, sino su persistencia. ¿Acaso no son verdaderos filos de dolor el recuerdo de los momentos precedentes que actúan agu­damente sobre el doliente? Si el tercer, cuarto o vigésimo instante de dolor pudiera olvidarse, no existiría más que el primer momen­to, llevadero por ende, salvo el choque producido por ese primer dolor; pero lo que lo torna en insufrible es precisamente que es el vigésimo; pues, el primero, segundo, tercer momento hasta llegar al decimonono instante de dolor se concentran en el vigésimo; por eso cada instante adicional tiene toda la fuerza, la creciente fuerza, de todos los que le han precedido. Esta es la causa por la que los brutos parecen sentir tan poco el dolor, por carecer de reflexión y de conciencia. Ignoran su existencia, no reflexionan acerca de sí mismos, no miran ni al pasado ni hacia el futuro, pues cada ins­tante a medida que va sucediendo comprende su todo; camina por la superficie de la tierra, viendo esto o aquello, sufriendo las pe­nas, gozando en las alegrías, tomando las cosas como son y aban­donándolas luego, como les acontece a los hombres cuando sueñan. Tienen memoria, pero no memoria de ser racional. Reciben sensa­ciones particulares, pero no llegan a ejecutar nada por propia ini­ciativa, pues su capacidad no les permite reunir los elementos del que brotaría la consecuencia. Nada es para los animales ni reali­dad ni substancias, a no ser las sensaciones; aunque perciben suce­sivamente todas y cada una de sus impresiones. De esta manera es como, a semejanza de sus otros sentidos, el que percibe el dolor no es más que débil y oscuro, a pesar de su manifestación exterior. Lo que otorga especial poder y agudeza al dolor es la compresión intelectual del mismo, como difusión total a través de sucesivos momentos, y solamente el alma, que no posee el bruto, es capaz de aquella comprensión.

Ahora bien, apliquemos todo esto a los sufrimientos de Nues­tro Señor. ¿Recordáis cuando se le ofreció vino mezclado con mirra, en el instante de su crucifixión? No quiso beberlo. ¿Por qué? Porque tal bebida habría adormecido su mente, y Cristo es­taba decidido a sufrir el dolor en toda su amargura. Sacad en con­clusión de todo esto, amados hermanos míos, el carácter de aque­llos sufrimientos. Jesús gustosamente hubiera escapado de ellos si hubiese sido la voluntad de su Padre: “Si es posible —dijo— aparta de mí este cáliz”, pero dado que no era posible, explica cal­mosamente y decididamente al Apóstol que quería salvarle de esos sufrimientos: “El cáliz que mi Padre me ha dado ¿no he de be­berlo?” Si tenía que sufrir, Él mismo se entregaría al sufrimiento. Cristo no vino a sufrir lo menos posible, ni a desviarse del su­frimiento, sino que lo enfrentó, y lo acometió, para que hasta la más pequeña porción de dolor cumpliera su cometido causán­dole la debida impresión. Y así como los hombres son superio­res a los animales y el dolor les afecta más que a éstos, ya que poseen inteligencia que les capacita para el dolor, lo que es imposible en el caso del bruto; así de la misma manera Nuestro Señor padeció el dolor corporal con tal observación y conciencia, y por ende con tan aguda intensidad, con tal unidad y percepción, que ninguno de nosotros puede ni rastrear ni mucho menos alcan­zarlo. Y esto era así porque su alma estaba absolutamente en su poder, y tan simplemente dueño de su atención, tan entregada al dolor y a la pena, tan absolutamente subordinada, tan sujeta al sufrimiento, que bien se puede decir que sufrió la totalidad de su pasión en cada instante de la misma.

Recordad que Nuestro Señor era en este aspecto diferente a nosotros, pues aunque hombre perfecto, sin embargo existía en Él un poder superior a su alma y que la gobernaba, pues Cristo era Dios. El alma de los hombres mortales está sujeta a sus deseos, sentidos, impulsos, pasiones y perturbaciones; el alma de Cristo esta­ba sujeta únicamente a su Eterna y Divina Persona. Nada le acon­teció a su alma por azar o súbitamente; Nuestro Señor nunca fue sorprendido, nada le afectó sin haberlo Él deseado antes, nunca padeció pesares, ni temores, ni deseos, ni regocijos de espíritu, sin que Él no hubiese deseado estar apesadumbrado, o temeroso o de­seoso o regocijado. Cuando nosotros sufrimos, es a causa de agen­tes exteriores y emociones incontrolables de nuestro espíritu. Cae­mos involuntariamente bajo el yugo del dolor, sufrimos más o menos agudamente ciertas circunstancias accidentales, y ve­mos nuestra paciencia puesta a prueba por el dolor de acuer­do al estado de nuestro espíritu, por lo que tratamos, en lo posible de aliviarlo y evitarlo. Nos es imposible anticipar la ex­tensión del dolor que hemos de padecer, y tampoco calcular la ca­pacidad que poseemos para soportarlo. Tampoco podremos de­cir después por qué no lo hemos so­portado mejor. De modo muy distinto sucedió con Nuestro Señor. Su Persona Divina no estaba subordinada, ni podía ser expuesta al influjo de afectos y sentimientos humanos!, excepto cuando Él lo consentía. Lo repito, cuando Cristo quería temer, temía, cuando quería acongojarse, Él se acongojaba. No estaba su Corazón abier­to a las emociones, sino que voluntariamente daba cabida a los impulsos con los cuales Él se enternecía. Por consiguiente, cuando se decidió a soportar los dolores de su Pasión, lo hizo, como afirma el Sabio formalmente, con todo su poder, no a medias; no apartó su mente del dolor, como solemos nosotros hacer (¿cómo podría hacerlo Jesús, que vino a sufrir, y que sufría por propia volun­tad?), no dijo que sí y luego se desdijo, sino que lo que Cristo dijo, Cristo lo cumplió. Y así nos dice en el Evangelio: “He aquí que vengo a hacer tu voluntad, ¡oh Dios mío! Tú quieres el sacrificio y la ofrenda..”. Cristo tomó cuerpo mortal para poder sufrir, se hizo hombre para poder sufrir como hombre; y cuando hubo llegado su hora —aquella hora de Satanás y de tinieblas, en la cual el pecado iba a derramar toda su malicia sobre Él—, aconteció que se ofreció completamente en holocausto, y así como todo su Cuerpo pen­día de la Cruz, así también entregó a sus verdugos toda su Alma, dándose cuenta plenamente, con total conocimiento e inteligencia despiertísima, con cooperación viviente e intensidad absoluta, no como quien concede un permiso virtual o sumisión pusilánime. Todo esto fue lo que Cristo entregó a los que lo atormentaban. Su Pasión no fue un mero estado pasivo, sino verdadera acción. Cristo vivió enérgica e intensamente, mientras languidecía, se des­mayaba y moría. No murió sino por un acto de su voluntad, pues al inclinar su cabeza, lo hizo tanto en señal de acatar una orden como en señal de resignación. Por eso dijo: “Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu”. Cristo dio la orden: entregó su Al­ma, pero no la perdió.

Así vemos, amados hermanos míos, que si Nuestro Señor hu­biese sufrido solamente en su cuerpo, y aunque su sufrimiento no hubiese sido tan intenso como el que otros padecieron, sin embar­go, con relación al dolor, sería infinitamente mayor; pues el dolor se mide por el poder que se tiene para soportarlo y realizarlo. Dios era el que sufría, y sufría en su naturaleza humana. Los sufri­mientos pertenecían a Dios, y Cristo los bebió y apuró hasta el final del cáliz. No los probó o sorbió, como el hombre toma los me­dicamentos amargos que le ofrecen. Esto que os acabo de decir me sirve para refutar una objeción que voy a indicaros, y que tal vez ya bullía en la mente de muchos: algunos se olvidan la parte que el Alma de Nuestro Señor tuvo en la satisfacción por nuestros pecados.


“Mi Alma siente angustias de muerte”


Nuestro Señor nos dice al comienzo de su agonía: “Mi Alma siente angustias de muerte”. Todavía podéis haceros, hermanos míos, esta pregunta: ¿Es que acaso no poseía Cristo algún consuelo peculiar, desconocido para los demás, que disminuyera e impidiera la angustia de su Alma, y le hiciera sentir por lo tanto menos que a cualquier mortal? Por ejemplo, diréis, Cristo poseía una se­guridad y certeza de su inocencia cual ninguna otra víctima podía tener. Aun sus perseguidores, hasta el apóstol mendaz que lo trai­cionó, el juez que lo sentenció, y los soldados que llevaron a cabo su ejecución, atestiguaron su inocencia. “He pecado, entregando la sangre de un inocente”, dijo Judas. “Yo soy inocente de la sangre de este Justo”, afirmó Pilatos. “En verdad que, este hombre era un justo”, clamó el Centurión. Si aun todos esos, que eran pe­cadores, fueron testigos de su inocencia, ¡cuánto más lo habrá sen­tido su alma! Sabemos perfectamente que hasta en nuestro caso, siendo pecadores, gira principalmente acerca de la conciencia que tengamos de nuestra inocencia o de la culpa, nuestro poder para soportar la oposición de nuestros enemigos y la calumnia: cuánto más, me diréis, habrá compensado esa certeza, en el caso de Nues­tro Señor. También podréis objetar que Cristo sabía que sus su­frimientos eran cortos, que su fin sería glorioso. Si se tiene en cuenta que la incertidumbre por el futuro es uno de los más agu­dos tormentos que angustian al hombre, Cristo no pasaba esa an­siedad, pues Él no estaba en suspenso, ni sentía desaliento o deses­peración, ya que nunca, me diréis, fue abandonado. Para confir­mar todo esto podéis relatarme palabras de San Pablo, que expre­samente nos dice: “Gracias a la gloria que le aguardaba, Nuestro Señor despreció la vergüenza”. Ciertamente que en todo lo que Cristo hace se manifiesta maravillosa calma y dominio de sí mis­mo. Ejemplo de ello, sus consejos a los Apóstoles: “Velad y orad, para que no entréis en tentación; el espíritu a la verdad está pron­to, más la carne es flaca”, o sus palabras a Judas: “Amigo, ¿a qué has venido?” y “Judas, ¿con un beso vendes al Hijo del Hom­bre?” o a Pedro: “Todos los que tomaren espada, perecerán con la espada”, o al hombre que le abofeteó: “Si he hablado mal, mues­tra en qué está el mal, y si bien, ¿por qué me hieres?”, o a su Ma­dre Bendita: “Mujer, he ahí a tu Hijo”.

Todo esto es verdad, y mucho más se podría aducir de acuerdo, y para ilustrar lo que acabo de comentar. Hermanos míos amadísi­mos, únicamente habéis confirmado con estos ejemplos, y para emplear un lenguaje humano, que Cristo fue siempre el mismo. Su espíritu fue su centro, y ni por un instante perdió su equilibrio celestial y perfecto. Lo que Cristo sufrió, lo sufrió porque se colo­có a sí mismo, deliberada y tranquilamente, bajo el sufrimiento. Así como dijo al leproso: “Lo quiero: queda limpio”, y al paralíti­co : “Que, tus pecados te sean perdonados”, y al Centurión: “Yo iré y lo curaré”, y a Lázaro: “Levántate y anda”, y así dijo: “Aho­ra comenzaré a sufrir”, y comenzó su sufrimiento. Esto es la prue­ba de cómo gobernaba por completo su espíritu. En el momento pre­ciso, Cristo abrió las compuertas y el torrente se precipitó sobre Él con todo ímpetu. Esto es lo que nos dice San Marcos, de quien se afirma que escribió su Evangelio oyéndolo de los propios labios de San Pedro, uno de los tres testigos presentes en ese momento: “En esto llegaron al huerto llamado Gethsemianí, y dijo a sus discí­pulos: “Sentaos aquí mientras Yo hago oración”. Y llevándose a Pedro a Santiago y a Juan comenzó a atemorizarse y angustiarse”. Ved en esto cómo actuaba deliberadamente; Él se aparta a un lugar próximo y allí lanza la palabra de mando, retira de su alma el apoyo de la Divinidad, y entonces la desesperación, el terror y la melancolía hacen presa de Él. Cristo penetra en una agonía mental de acción tan definida, como lo serían para el cuerpo hu­mano, el fuego o el potro.

En ese momento su Alma no pensó en el futuro

Dado este hecho, amados hermanos míos, no es justo decir que Cristo estaba sostenido durante su prueba por la certeza de su inocencia y la anticipación del triunfo, pues, casualmente, la prue­ba que padecía consistía precisamente en la falta absoluta de esa seguridad y anticipación. El único acto que admitió una sola an­gustia sobre su Alma, admitía todas las angustias simultáneamente. No se trata de impulsos y puntos de vista antagónicos, provenientes del exterior sino de la acción de una resolución interior. Mucho más de lo que los hombres que poseen un dominio total sobre sí mismos y que pueden trasladar su pensamiento de uno a otro asun­to, según su deseo, hizo Jesús negándose el consuelo, y saciándose de sufrimientos. En ese momento su Alma no pensó en el futuro, sino solamente en la carga del presente, por la cual había venido al mundo a padecer.

Y ahora hermanos míos, ¿qué era eso que Cristo tenía que so­portar, cuando así abrió su Alma al torrente de la pena ya predes­tinada? ¡Ay! Jesús tenía que soportar lo que es bien conocido de nosotros, lo que nos es familiar, pero que para Él era pena inefable. Tenía que soportar aquello que es tan fácil para nosotros, tan na­tural, tan bienvenido, que no podemos pensar que se necesite tan­ta tolerancia para sufrirlo, pero que para Él tenía el sabor de mor­tal veneno. Cristo tenía, amados hermanos míos, que soportar el peso de nuestros pecados; tenía que soportar los pecados de la humanidad entera. El pecado es cosa fácil para nosotros; pensa­mos muy poco en él y no comprendemos cómo pudo preocupar tanto al Creador; no podemos forzar nuestra imaginación a creer que merece justo castigo, y aun cuando en el mundo reciba su merecido, lo justificamos o alejamos de nuestra mente. Mas, con­siderad lo que es el pecado en sí; es la rebelión contra Dios; es la acción de un traidor cuyo fin es el destronamiento y la muerte de su Soberano; es, si se me permite expresarme con rudeza, lo suficiente como para que el Conservador Divino del mundo cesará de serlo. El pecado es el mortal enemigo del Altísimo. Esta es la razón por la que Él y el pecado no pueden nunca convivir; y así como el Altísimo lo arroja de su presencia a las tinieblas, de la misma manera si Dios (hipotéticamente hablando) pudiera dejar de ser Dios, sería el pecado el que tendría el poder de hacerlo. Y aquí observad, amados hermanos míos, que una vez que el Amor Todopoderoso al tomar la carne, entró en este sistema de la creación y se sometió a Sí Mismo a sus leyes, entonces e inmediatamente este antagonista del bien y de la verdad, tomando ventaja de la ocasión, se arrojó sobre la carne que Cristo había tomado, y se afirmó en ésta, siendo cau­sante de su muerte. La envidia de los Fariseos, la traición de Judas, y la locura de las gentes, fueron los instrumentos o medios de expresión de la enemistad que sintió el pecado hacia la Eterna Pureza, no bien Dios, en su infinita misericordia hacia los hom­bres, púsose a Sí Mismo dentro de su alcance. El pecado no podía tocar a su Divina Majestad; pero podía acometerlo del modo como Él permitiera ser acometido, esto es, por medio de su Humanidad. Al final, en la muerte de Dios Encarnado, aprendemos, hermanos míos en Jesucristo, lo que es el pecado en sí mismo, y lo que era mientras caía, en aquella hora y con toda su fuerza, sobre su Hu­mana Naturaleza, para que Cristo se sintiera tan lleno de horror y consternación a la sola imaginación anticipada.

Se horrorizó al sentirse convertido en el hombre-pecado

Entonces en aquella triste hora, arrodillóse el Salvador del mundo, desprendiéndose de las prerrogativas de su Divinidad, despidió a los Ángeles, que por millares estaban prontos a su solo llamado, y abrió sus brazos, desnudó su pecho, puro como era, al asalto de su enemigo —un enemigo cuyo aliento era pestilente, y cuyo abrazo era una agonía—. Helo arrodillado, inmóvil y mudo mientras la vil y horrible fiera vestía su espíritu con el ropaje odio­so y atroz del crimen humano, que prendiéndose en su corazón, lle­nó su conciencia, y encontró la entrada para todos sus sentidos y hasta la ínfima partícula de su mente, extendiendo sobre Él una lepra moral, hasta que Cristo se sintió casi convertido en lo que Él nunca podría ser y en lo que su enemigo gustosamente lo hubiera transformado. ¡Oh, qué horror cuando al mirarse no se conoció y se sintió cual impuro y aborrecible pecador, a través de la vivida percepción de aquella masa de corrupción que se derramaba sobre su cabeza y se esparcía hacia abajo hasta la orla de sus vestiduras! ¡Oh, qué confusión cuando encontró sus ojos, manos, pies, labios y corazón como si fueran miembros del Maligno y no de Dios! ¿Eran éstas sus manos antes inocentes, pero ahora tintas en san­gre de diez mil acciones crueles? ¿Son éstos sus labios que ya no se abren para alabar, orar, bendecir, sino que están manchados con juramentos, blasfemias y doctrinas demoníacas? ¿Y sus ojos, pro­fanados por todas las visiones diabólicas y fascinaciones idólatras por las cuales los hombres han abandonado a su adorable Creador? ¡Y sus oídos! Vibra en ellos el sonido de las orgías y las disputas. Su corazón está yerto por la avaricia, la crueldad y la falta de fe; y su misma memoria hállase colmada con todos los pecados que han sido cometidos desde la caída del hombre, en todos los ámbitos de la tierra, plena del orgullo de los antiguos gigantes, y la lujuria de las cinco ciudades, y de la obcecación de Egipto, y la ambición de Babel, y de la ingratitud y ludibrio de Israel. ¿Quién no conoce la miseria que trae un pensamiento que nos ronda continua­mente a pesar de que tratamos de rehuirlo y persiste en molestar­nos si no nos puede seducir? ¿O de una odiosa y enferma imagin­ción, no nuestra, pero que es introducida en nuestras mentes por fuerzas extrañas? ¿O de los conocimientos satánicos alcanzados con o sin culpa del hombre, y por cuyo desprendimiento y olvido para siempre, daría el hombre un alto precio? Adversarios como éstos se reunieron a tu alrededor, Bendito Señor, en número de millones; vienen en tropeles más numerosos que las plagas de langostas o del gorgojo, que los azotes del granizo, o de las moscas o de las ranas, enviadas contra el Faraón. Allí están pre­sentes todos los pecados de los vivos y de los muertos, de los que aún no han nacido, de los que se han perdido y de los que se han salvado, de tu pueblo y de los gentiles, de pecadores y de Santos. Tus más queridos, tus santos y tus elegidos, pasan sobre Ti. Tus tres Apóstoles, Pedro, Santiago y Juan también se hallan contigo pero no para consolarte, sino como acusado­res, como los amigos de Job, "arrojando tierra hacia el cielo", acumulando maldiciones sobre tu cabeza.


Cerca de ti en la Cruz, lejos en el huerto...


Todos se encuentran ahí: sólo falta una persona; y no estaba porque Ella que no tuvo parte en el pecado, era la única que podía consolarte; por eso no estaba cerca de los pecadores. María estaría cerca de Ti en la Cruz, y lejos de Ti en el huerto. Ha sido tu compañera y tu confidente durante tu vida; intercambió contigo los puros pensamientos y san­tas meditaciones de treinta años; pero su oído virginal no puede percibir, ni su corazón inmaculado concebir, lo que ahora se te pre­senta cual visión delante de tu vista. Sólo Dios pudo soportar tal prueba; algunas veces has mostrado a tus Santos la imagen de un pecado, como aparecen a la luz de tu faz, o de pecados ve­niales, y no de mortales; y ellos nos han dicho que su vista les acarreó todos los horrores menos la muerte, y, los hubiera muerto si no hubieran sido instantáneamente retirados. La Madre de Dios aun con toda su Santidad, ni aun en razón de ella, podría haber soportado ni una parte de aquella innumerable progenie de Sata­nás que ahora te cerca. Es la eterna historia del mundo, y Dios solamente puede soportar su peso. Las esperanzas marchitas, los juramentos quebrantados, las luces extinguidas, los consejos despreciados, las oportunidades perdidas, la inocencia traicionada, la juventud encallecida, los pecadores reincidentes, los justos ven­cidos, los ancianos malogrados, el sofisma del error, la terquedad de la pasión, la obstinación del orgullo, la tiranía de la mala cos­tumbre, el cáncer del remordimiento, las fiebres extenuantes de la preocupación, la angustia de la vergüenza, los alfilerazos de la des­ilusión, la enfermedad de la desesperación, los espectáculos crueles y lastimosos, las escenas repugnantes, detestables y enloquecedo­ras : aún más, los rostros macilentos, los labios convulsos, las mejillas arrebatadas, el ceño fruncido de los esclavos voluntarios del demonio, todos y todas estas maldades se hallan ahora delante de Cristo, pesan sobre Él y en Él. Se encuentran en Cristo, en vez de aquella paz inefable que habitaba en su Alma desde el momento de su concepción. Se hallan ahora sobre Cristo, como si le perte­necieran. Jesús clama a su Padre cual si fuera el criminal, y no la víctima. Su agonía toma la forma de culpa y de arrepentimiento. Cristo hace penitencia, Cristo se confiesa, Cristo se ejercita en la contrición, con una realidad y virtud infinitamente mayores que la de todos los Santos y penitentes juntos, pues Él es la única víctima, la única satisfacción, el verdadero penitente, y todo, menos el ver­dadero pecador.

Cristo se levanta lánguidamente de la tierra y se vuelve para enfrentarse con el traidor y sus secuaces que ya rápidamente se acercan en medio de sombras profundas. Cristo se vuelve, y, ¡mi­radle! Se ve sangre en sus ropas y en sus huellas. ¿De dónde pro­ceden estos frutos primeros de la Pasión del cordero? Todavía ningún soldado ha azotado su cuerpo, ni sus manos ni pies han sido taladrados por el verdugo. Hermanos míos, Cristo sangró an­tes de tiempo; Cristo derramó su sangre, pues su Alma agónica rompió su envoltura humana y fluyó en sangre al exterior. Su Pasión comenzó por su interior. Aquel atormentado corazón, centro de ternuras y de amor, comenzó a trabajar y golpear vehemente y más de lo que podía soportar según las leyes naturales; “los ci­mientos del abismo profundo se quebraron”; el rojo fluido vital circuló tan abundante y vigorosamente por todo su cuerpo, que desbordando las venas y aflorando por los poros, detúvose como copioso rocío sobre su sacrosanta piel, convirtiéndose luego en go­tas que rodaron henchidas y pesadas empapando la tierra.

“Mi Corazón siente angustias de muerte”, dijo el Salvador. Así se ha definido aquella terrible peste que se cierne sobre todos y que llega con la muerte, queriéndose con esto afirmar que no tiene principio, que no hay posibilidad de esquivarla, que la esperanza ya no existe cuando llega, y que lo que parece ser su curso no es más que agonía de muerte y verdadera disolución. Así es como vuestro Sacrificio Reparador, ¡ Oh Jesús!, con un sentido mucho más elevado, comenzó en ti esta pasión de dolor, no llegando a morir porque obedeciendo vuestra orden omnipotente no se rom­pió tu Divino Corazón, ni el Alma se separó del Cuerpo, hasta que Vos mismo, padecisteis en la Cruz.

No; Cristo no había aún vaciado aquel cáliz rebosante hasta los bordes, y del cual al principio su débil naturaleza deseaba apar­tarse. La aprehensión en el Huerto, la bofetada del soldado, la prisión, el juicio, las mofas, la peregrinación de tribunal en tri­bunal, la corona de espinas, el lento camino hacia el Calvario y la Crucifixión todavía tenía que padecerlas Nuestro Salvador. Ha­bía de transcurrir una noche y un día completos, hora tras hora, tiempo terriblemente largo antes de que llegara su fin y de que satisficiera su misión.
Luego, cuando el momento señalado hubo llegado, y Cristo lo ordenó, así como su Pasión había comenzado en su Alma, en su Alma terminó. Cristo no murió de agotamiento o de dolor corporal. Cuando lo ordenó, su atormentado Corazón se quebró, y Jesús en­comendó su Espíritu al Padre.
“¡Oh, Corazón de Jesús, todo amor, te ofrezco estas humildes oraciones por mí y por todos aquellos que se unen a mí en espíritu para adorarte! ¡Oh, Sagrado Corazón de Jesús, muy amado!, deseo renovar y ofrecerte estos actos de adoración y oraciones por mí, miserable pecador, y por todos aquellos que se me unen para ado­rarte, durante todos los instantes, mientras me quede un soplo de vida hasta el final de mis días. Te pido, ¡Oh, mi buen Jesús!, por ­la Santa Iglesia, tu amada esposa, y nuestra verdadera Madre, por todas las almas de los justos y por todos los pobres pecadores, por los afligidos y por los moribundos, y en fin, por toda la hu­manidad. No has de permitir que tu Sangre sea derramada en va­no. Finalmente, dígnate aplicarla para aliviar las penas de las al­mas del purgatorio, y particularmente las de aquellos que en su vida practicaron esta santa devoción de adorarte en la Cruz”.


De todos modos, el cuerpo se llevó lo suyo...