viernes, 22 de abril de 2011

Las 7 palabras

la homilia de Cantalamesa -el predicador de la casa pontificia- en este viernes santo.


Desde lo alto de la Cruz Jesús habló en 7 ocasiones. Tenía la voz rota, la garganta reseca y los pulmones exhaustos al borde de la asfixia; pero seguía siendo el Señor y, aunque apenas se entendieran sus palabras, los evangelistas las anotaron cuidadosamente.
El Mesías había iniciado su vida pública en el monte de las bienaventuranzas con un discurso esperanzado y provocador. Otro monte ―la colina del Gólgota― fue la tribuna de su último pregón. Sólo contiene 7 sentencias, pero el eco de estas palabras tiene que llegar hasta el último rincón del mundo.

Los clavos
He crucificado con mis manos a más de un centenar de hombres, y nunca me ha temblado el pulso al hincar en sus muñecas los hierros que debían sujetarlos al madero. He oído sus súplicas y sus gritos de horror. He visto cuerpos jóvenes y robustos bañados en sangre, mordidos por el látigo implacable de los flageladores. He asistido impávido a su muerte y he quebrado las piernas de los cadáveres mientras espantaba las aves carroñeras que acudían en bandadas para darse un buen festín. He comido y bebido junto a las cruces de los sediciosos, y he contado chistes obscenos a los demás soldados de la guardia mientras los enemigos de Roma agonizaban a pocos metros de distancia.
Nuestra misión consistía en evitar que se aproximaran a las cruces los cómplices o los parientes de los ajusticiados. Una tarea sencilla, ya que nadie lo intentaba. El olor de la sangre y los lamentos de los moribundos bastaban para alejar a la multitud. Sólo las mujeres, las madres o las esposas, tenían el valor de acercarse, y nosotros se lo permitíamos. No eran un peligro.
Así de simples fueron las cosas, hasta aquel día.
Cuando llegó el Nazareno al Calvario había una singular expectación. Yo mismo clavé en lo alto de poste vertical de la cruz el letrero con la causa de su condena: "Jesús, Nazareno, Rey de los Judíos". Era una especie de insulto dirigido a aquellos fanáticos hebreos que no acababan de someterse al Cesar. ¡Éste es vuestro rey!, les decíamos. Pero cuando agarré su brazo izquierdo y puse el clavo en el punto exacto, sentí algo imposible de describir. Noté por un momento que millones, cientos de millones de manos cómplices aferraban el mismo clavo y el martillo que iba a golpearlo.
Quise soltar el martillo. ¡Aquella carcajada! De verdad que la oí con toda claridad. Jesús entonces me miró en silencio, sin un reproche, casi con ternura. Y yo hice mi trabajo. La sangre del Nazareno me salpicó el rostro.

El perdón
La cruz del Nazareno fue alzándose del suelo lentamente. El cuerpo del reo, sin otra sujeción que los clavos, se zarandeaba como un trapo sucio movido por el viento. Los condenados a muerte, en ese terrible trance, suelen gritar como animales torturados. El rey de los judíos, no. Con los ojos abiertos y la mirada en lo alto, se diría que quería ascender más aún, por encima de las nubes.
¿Por qué nos quedamos todos mirando esa cruz, y sólo ésa?
Su madre, que hasta entonces había permanecido postrada en tierra con la cabeza cubierta por un manto azul, empezó a levantarse despacio, igual que el hijo. Ya en pie, se despojó del velo y vi sus ojos llenos de lágrimas que parecían acariciar el cuerpo del Galileo.
Quiso acercarse un poco más. No pude impedírselo y ella me sonrió agradecida. Luego, en un gesto de increíble ternura, sacó un pañuelo blanco y limpió la sangre que aún bañaba mi rostro, la sangre de Jesús.
Los otros soldados de la guardia me llamaron para que participara en el reparto de los vestidos. Dijeron que había una túnica valiosa; pero yo no podía moverme. Junto a María y a las demás mujeres, mis ojos estaban atrapados por aquel cruce de miradas.
Unos segundos más tarde, Jesús elevó la vista al Cielo y con voz rota pero clara, exclamó:
―¡Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen!
Tardé mucho en reaccionar. De pronto comprendí que, por primera vez después de años, estaba llorando. Y me alejé de allí a toda prisa.
¿Quién era ese Padre que debía perdonarme? ¿Qué significaba aquello? ¡Claro que sabía muy bien lo que había hecho!: cumplir órdenes, como un buen soldado de Roma. Y sin embargo, la sangre de Jesús aún ardía en mis labios, y, sin saber por qué, vinieron a mi memoria otros episodios de mi vida de los que nunca me he sentido orgulloso. Y supe que debía pedir perdón al Nazareno, también por ellos.

He ahí a tu Madre
Tengo 90 años y he olvidado muchos episodios de mi vida, sobre todo los más cercanos en el tiempo, los de los últimos lustros, que han transcurrido veloces sin dejar apenas rastro en mi memoria. Sin embargo conservo un recuerdo indeleble y cada vez más vivo de los días que pasé con Jesús y con su Madre en Israel.
Me llamo Juan. El Maestro me eligió para ser su apóstol cuando apenas era un niño y aprendía a pescar en el mar de Tiberíades. Por Cristo lo dejé todo y jamás me arrepentí. A mi hermano Yaakov y a mí nos llamó “hijos del trueno” porque éramos demasiado impulsivos y de no muy buen carácter; pero esto ahora tiene poca importancia. A pesar de mis debilidades, o quizá precisamente por ellas, fui su predilecto. Al cabo de los años, lo escribo con orgullo. También María me trataba con un afecto especial.
Nunca he sido un cobarde, pero la madrugada de aquel viernes, cuando acudí a las puertas del Pretorio rodeado por una multitud vociferante que pedía la muerte de Jesús, sentí que el pánico me paralizaba. Los sacerdotes del templo y los miembros del Sanedrín parecían borrachos de euforia. No les importó aliarse con el procurador de Roma ni que éste indultara a Barrabás. Habrían sido capaces de cualquier cosa con tal de librarse de mi Señor. Y a media mañana Pilatos dictó la sentencia de muerte.
En casa de Marcos nos dijeron que Judas se había quitado la vida. La noticia me dejó sobrecogido. Por un momento pensé que todo se derrumbaba, que los años pasados con Jesús, la promesa del Reino, el Padre, el consuelo del Espíritu eran sólo fantasías. La tentación del desaliento y de la incredulidad se mezclaba con una furia diabólica que no encontraba cauce ni desahogo posible. Golpeé con toda la fuerza de mis puños la pared de la habitación hasta hacerme sangre. Entonces llegó María.
Me sorprendió ver su rostro sereno. Noté que había llorado, pero estaba en paz. Me alborotó el pelo con la mano, como solía hacer, y me dijo:
―Te necesito, Juan. Debo acompañar a mi hijo en su camino hasta la cruz para estar a su lado al final. Pero no puedo ir sola. Sería peligroso. ¿Querrás acompañarme? Tengo miedo y tú eres ya todo un hombre fuerte y joven.
Salimos hacia el Calvario cogidos de la mano, como una madre con su hijo pequeño. Enseguida comprendí que María no necesitaba a nadie para hacer ese trayecto. Yo sí que la necesitaba a ella para llegar paso a paso al centro mismo del universo y de la historia.
Los soldados nos dejaron pasar. Me vieron como lo que era…, un niño asustado agarrado a la mano de su madre. Pero allí, al pie de la cruz, Jesús me miró y dijo unas pocas palabras. Y comprendí que ése era mi sitio, que las promesas de Jesús se cumplirían, y que debía ser fuerte aunque el mundo entero se derrumbase.
―Ahí tienes a tu Madre.
El Señor me encargaba que cuidase a María, que estuviese siempre con ella. No podía concebir un honor más excelso ni un consuelo mayor para mi corazón destrozado.
Desde entonces siempre fui el primogénito de nuestra Señora. Perdonadme esta vanidad de viejo. Yo celebré muchas veces la Eucaristía para Ella y puse en sus labios el Cuerpo y la Sangre de su Hijo resucitado.
Luego llegasteis vosotros.

Hoy estarás conmigo
―¿Y quién es éste? ―se preguntaron sorprendidos los ángeles―.
No tenía buen aspecto, francamente; pero llegó al Paraíso aquella misma tarde, cuando acababan de abrirse las puertas. No hubo necesidad de pedirle la entrada; le bastó con mostrar las llagas de sus manos; las mismas que tenía Jesús.
Se llamaba Dimas, fue ladrón profesional, y acababa de asaltar el Cielo en su mejor golpe.

Nicodemo en el Calvario
Me llamo Nicodemo, soy doctor de la ley, fariseo y miembro del Sanedrín. He cumplido muchos años, los necesarios para hacer balance de mi vida y sentirme satisfecho.
Esto pensaba hace sólo unos meses. Hoy reniego de todos mis privilegios. Con gusto abandonaría el Sanedrín y rechazaría ese tratamiento solemne de “Rabboni” con el que me saludan los más ilustres escribas en Jerusalén. Ahora soy sólo un viejo que ha vuelto a nacer, busca la verdad con pasión de adolescente y cree haberla encontrado en un hombre que está muriendo en la cruz.
Fui a verlo una noche. Me recibió con afecto y en pocos minutos desmontó, una por una, mis convicciones más arraigadas. Me habló de un nuevo nacimiento por el agua y el Espíritu y me abrió los ojos para que entendiera las Escrituras con una luz deslumbradora.
Ayer el Sanedrín lo juzgó y pidió su condena a muerte. Yo no fui convocado. Se reunieron por la noche como los delincuentes contraviniendo las disposiciones de la Torah y se abajaron hasta el punto de entregar en manos de los gentiles a un santo de nuestra raza. Yo sabía que Caifás es cobarde; ahora veo que también es impío y traidor.
Nunca me había acercado a un crucificado; pero hoy tenía que estar aquí, en el Gólgota. Necesitaba conocer la verdad con todas sus consecuencias mirando a los ojos del Maestro. Si esa verdad me llevara a la muerte, también yo moriría con el Nazareno.
Hace unos segundos, desde esta cátedra sangrante de la cruz, ha gritado las primeras palabras del Salmo:
―Eli. Elí, lama sabachtani.
Si lo han oído los sacerdotes del templo habrán temblado, como yo mismo. Jesús recitaba un canto que siempre habíamos interpretado como el lamento por las tribulaciones del pueblo de Israel. Nos equivocábamos: es el Mesías que describe su propia muerte en la Cruz y su triunfo final, que alcanzará a todas las naciones.
Dios mío,¿por qué me has abandonado?
¿Por qué estás lejos de mi clamor y mis gemidos?
Te invoco de día, y no respondes, de noche, y no encuentro descanso. (…)
Soy un gusano, no un hombre; la gente me escarnece y el pueblo me desprecia;
los que me ven, se burlan de mí, hacen una mueca y mueven la cabeza, diciendo:
"Confió en el Señor, que él lo libre; que lo salve, si lo quiere tanto". (…)
Yo puedo contar todos mis huesos; ellos me miran con aire de triunfo,
se reparten entre sí mi ropa y sortean mi túnica. (…)
Todos los que duermen en el sepulcro se postrarán en su presencia;
todos los que bajaron a la tierra doblarán la rodilla ante él,
y los que no tienen vida glorificarán su poder.
Hablarán del Señor a la generación futura,
anunciarán su justicia a los que nacerán después, porque ésta es la obra del Señor.
Yo, Nicodemo, doctor de la ley, fariseo y miembro del Sanedrín que ha rechazado al Cristo, doblo mi rodilla ante la Cruz de mi único Rabbí.

La sed
No tengo nombre. He pasado por el Evangelio como una sombra. Juan, que puso por escrito mi primer encuentro con Jesús, no quiso infamarme revelando mi identidad. Quizá pensó que era mejor hablar del pecado sin mentar al pecador, y yo, bien lo sabe Dios, fui una gran pecadora.
Ha pasado mucho tiempo. Escribir ahora mi nombre de pila no añadiría nada a lo que he sido. Llamadme sólo “la Samaritana”; así me conoce todo el mundo. Con este apelativo genérico, quienes lean mi historia pueden imaginar que no soy nadie; si acaso, un una alegoría, un género literario o un espejo donde cada uno puede ver reflejado su propio rostro.
Dos años después de mi primer diálogo con Jesús, decidí abandonar la tierra de mis padres para buscar a Cristo. Recorrí en vano toda la provincia de Galilea; regresé a Samaria; supe que había estado en Perea, y, al fin, cerca de Jerusalén, en la aldea de Betania me dieron la peor de las noticias: el Señor había sido condenado a muerte e iba a ser crucificado en la colina del Gólgota.
Subí al Calvario deshecha en lágrimas. Jesús, colgado ya del madero, con los ojos abiertos, nos miraba. También a mí, la más despreciable de sus seguidoras.
―Tengo sed! ―exclamó―.
Un soldado le acercó a sus labios resecos una esponja humedecida en vinagre, como suele hacerse para aliviar la sed de los crucificados; pero Jesús la rechazó. ¿Qué significaba, entonces, aquella queja?
Me vino a la memoria nuestro primer encuentro en Sicar. También entonces Jesús dijo tener sed. Yo había acudido al pozo y me pidió un vaso de agua, que no bebió. Al contrario, apeló a mi propia sed, ésa que no la sacia ningún manantial de este mundo y que yo sentía desde años atrás: sed de amor auténtico, de pureza, de una vida fecunda. Me habló del agua viva, de un torrente que salta hasta la vida eterna. Y acabé pidiéndole un vaso de aquella agua.
En el Gólgota se repitió la historia. Jesús tenía sed de mí y me invitaba a aplacar mi propia ansiedad bebiendo del agua que manaba de su costado abierto. Así entendí que la Cruz de Cristo no es sólo un instrumento de tortura y de muerte, sino una fuente inagotable capaz de calmar la sed de la humanidad entera.
¡Venid al Calvario; no tengáis miedo! Esta pecadora sin nombre ni apellido os asegura que vale la pena ser valientes y mirar a los ojos al Crucificado, que sigue teniendo sed.

Consumatum est!
Llevo más de quince años sirviendo al César con las armas, y muy pronto me llegará la hora del retiro. He combatido cientos de batallas en la Galia, en África, en las tierras frías del Norte y en Oriente. Mi cuerpo está lleno de cicatrices, y sé que ya no tengo el vigor ni el coraje de mi juventud. Durante este tiempo he oído gritar en todas las lenguas y todos los acentos. Gritos de horror y de muerte; gritos de angustia y soledad; gritos de súplica, de rabia, de odio… También gritos de triunfo. Yo mismo he alzado la voz muchas veces con orgullo al terminar una campaña:
―Consumatum est! ¡Misión cumplida!
Esta tarde he vuelto a oír ese grito en labios del Nazareno. Estaba a punto de morir. Derrotado en su cruz, solo y abandonado por todos. No entiendo cómo ha podido salir una voz tan poderosa y profunda de un pecho consumido y sin aliento.
Los soldados de la guardia nos hemos puesto en pie. No necesitábamos conocer la lengua de los judíos para entender el sentido de aquel grito: no era el gemido de un agonizante ni el lamento de un reo; era el rugido del león que ha capturado su presa; el del luchador que ha derribado a su enemigo después de una dura pelea.
Entre un millar de voces sé distinguir con toda nitidez el grito jubiloso de la victoria.
Desde lo alto de la Cruz Jesús habló en 7 ocasiones. Tenía la voz rota, la garganta reseca y los pulmones exhaustos al borde de la asfixia; pero seguía siendo el Señor y, aunque apenas se entendieran sus palabras, los evangelistas las anotaron cuidadosamente.
El Mesías había iniciado su vida pública en el monte de las bienaventuranzas con un discurso esperanzado y provocador. Otro monte ―la colina del Gólgota― fue la tribuna de su último pregón. Sólo contiene 7 sentencias, pero el eco de estas palabras tiene que llegar hasta el último rincón del mundo.
Los clavos
He crucificado con mis manos a más de un centenar de hombres, y nunca me ha temblado el pulso al hincar en sus muñecas los hierros que debían sujetarlos al madero. He oído sus súplicas y sus gritos de horror. He visto cuerpos jóvenes y robustos bañados en sangre, mordidos por el látigo implacable de los flageladores. He asistido impávido a su muerte y he quebrado las piernas de los cadáveres mientras espantaba las aves carroñeras que acudían en bandadas para darse un buen festín. He comido y bebido junto a las cruces de los sediciosos, y he contado chistes obscenos a los demás soldados de la guardia mientras los enemigos de Roma agonizaban a pocos metros de distancia.
Nuestra misión consistía en evitar que se aproximaran a las cruces los cómplices o los parientes de los ajusticiados. Una tarea sencilla, ya que nadie lo intentaba. El olor de la sangre y los lamentos de los moribundos bastaban para alejar a la multitud. Sólo las mujeres, las madres o las esposas, tenían el valor de acercarse, y nosotros se lo permitíamos. No eran un peligro.
Así de simples fueron las cosas, hasta aquel día.
Cuando llegó el Nazareno al Calvario había una singular expectación. Yo mismo clavé en lo alto de poste vertical de la cruz el letrero con la causa de su condena: "Jesús, Nazareno, Rey de los Judíos". Era una especie de insulto dirigido a aquellos fanáticos hebreos que no acababan de someterse al Cesar. ¡Éste es vuestro rey!, les decíamos. Pero cuando agarré su brazo izquierdo y puse el clavo en el punto exacto, sentí algo imposible de describir. Noté por un momento que millones, cientos de millones de manos cómplices aferraban el mismo clavo y el martillo que iba a golpearlo.
Quise soltar el martillo. ¡Aquella carcajada! De verdad que la oí con toda claridad. Jesús entonces me miró en silencio, sin un reproche, casi con ternura. Y yo hice mi trabajo. La sangre del Nazareno me salpicó el rostro.

En tus manos...
Me encontraba a veinte o treinta metros de la cruz rodeado de una multitud abigarrada y sudorosa. Había amigos, discípulos de Jesús, curiosos, enfermos que aún esperaban curarse tocando el cuerpo del Señor, familiares llegados de Galilea, amigos y enemigos, soldados romanos, guardias del Templo... Algunos vociferaban insultos a los crucificados; otros lloraban a gritos o en silencio. Los soldados, que estaban allí para impedirnos el paso, bebían, jugaban a los dados y contaban chistes groseros entre carcajadas desmedidas. Jesús ya no hablaba; había cerrado los ojos y tenía la cabeza caída de frente, hasta tocar el pecho con su barba. Alguien sugirió que había muerto.
Yo no podía creerlo; aún conservaba la esperanza de que hiciera su último y definitivo milagro bajando de la cruz en un alarde de poder y majestad. ¿No había caminado sobre las aguas encrespadas del Mar de Tiberíades? ¿No nos había llamado “hombres de poca fe” al vernos temblar de miedo? ¿Por qué no podía ocurrir lo mismo otra vez?
Lo había visto dormir en la popa de mi barca, rendido por el cansancio, y tuve que despertarlo a empellones para evitar que naufragáramos. ¿Debía hacer lo mismo ahora? ¿Tendría que correr hacia Él, abrazarme a sus piernas destrozadas y pedirle a gritos que nos salvara? ¿Acaso no comprendía el Maestro que su muerte sería nuestra propia muerte?
De pronto se levanto el siroco, el viento sucio del desierto que deja el cielo enlutado con crespones negros. Bajó bruscamente la temperatura y sentimos el escalofrío del miedo. Las mujeres, temerosas, se cubrieron el rostro y los pájaros carroñeros graznaron con más fuerza revoloteando sobre las cruces como si presintieran algo.
―Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.
Las últimas palabras de Jesús se oyeron con toda claridad. Ningún moribundo es capaz de hablar con tanta potencia. Tal vez el Señor quería recordarnos aquello que le oímos en otro tiempo:
―Yo doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la doy libremente. Tengo poder para darla y tengo poder para tomarla de nuevo.
Pero allí, a pocos metros de la cruz de Jesús no fui capaz de recordar las promesas del maestro. Jesús moría, y con Él morían todos nuestros sueños: el Reino de Dios, las restauración de Israel, la victoria sobre nuestros enemigos, la curación de las enfermedades, la resurrección de los muertos, la venida del Espíritu, el agua viva…
Poco tiempo antes, en la sinagoga de Cafarnaúm Jesús había preguntado a los Doce si queríamos abandonar también nosotros. Yo salté como un resorte:
―¿A quién iremos? ¡Tú tienes palabras de vida eterna!
En la cima del Gólgota volví a preguntármelo: ahora que todo ha terminado, ¿a quién iremos?
María se dio la vuelta en ese instante y me vio. Estaba triste, pero serena. Los soldados me permitieron acercarme a ella, y comprobé que era imposible aguantar su mirada. Allá, en el fondo de sus ojos, se adivinaba la chispa divina de los ojos de su Hijo. Me sujetó del brazo. Ella temblaba como una hoja, pero acercó sus labios a mi oído y me dijo en voz baja, como una caricia:
―Pedro, no tengas miedo. Tú eres la roca. Espera y confía.

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