domingo, 17 de abril de 2011

STROMATA (CENTÖN) DEL DRAMATIS PERSONAE

El amigo Monasterio -que es un genio- con el género del "diario" escribió estas CONFESIONES de los protagonistas de la Pasión. ¿Adivinas quiénes son?


María me ha pedido que la ayude a preparar la sala donde su hijo celebrará la Pascua dentro de dos días. Me lleva al lugar elegido y enseguida comenzamos a trabajar. Lo primero, limpiar el recinto, que es grande y agradable, pero necesitaba un buen repaso. Luego disponemos las jofainas para las purificaciones, las lámparas de aceite que darán luz a la estancia, los divanes, los manteles limpios y perfumados, las copas, las jarras para el vino y unos platos de colores recién salidos de las manos del alfarero que ha traído María.
Yo, como estoy muy contenta porque es la Pascua, no dejo de cantar ni un solo instante. En cambio Ella…
—¿Qué te ocurre, Señora?
—No me llames así. Sabes que somos amigas.
—Amigas, sí; y además tengo tu mismo nombre; pero a la Madre de mi Señor no puedo llamarla de otra forma.
María entonces toma mis manos entre las suyas y las besa.
—¿Por qué haces eso?
—Hoy estas manos han trabajado en algo muy grande. Los manteles, los platos…, todo esto será sagrado. Pronto lo entenderás. Ahora vamos a hacer el pan. ¿Me ayudas?
Con la harina blanca recién molida, las manos de mi Señora han comenzado a amasar la primera hogaza. Sin levadura, como establece la ley de Moisés, el pan se elabora deprisa y se comerá deprisa porque es la Pascua. Es el paso del Señor.
Antes de meterlo en el horno, María vuelve a sorprenderme en un gesto insólito: con sus manos blancas de harina, levanta el pan en alto y lo besa muy despacio. con ternura de madre. Luego me ha dicho:
—Bésalo tú también.
Sin preguntar nada, pongo mis labios en el pan.
—Jesús se encontrará estos besos cuando llegue.
—…Cuando llegue, ¿dónde?
María sonríe con ese gesto de niña traviesa que a veces le sale de dentro, pero no me explica el sentido de sus palabras.
—Lo entenderás muy pronto.


Cuando pasen los siglos, nadie hablará de mí como discípulo de Jesús de Nazaret. Dirán solamente que fui su amigo. Me llamo Lázaro, tengo veintisiete años y acabo de volver. Cristo me ordenó que regresara del Sheol y en un segundo quedé libre de las ataduras de la muerte.
No voy a hablar ahora de ese milagro, que yo mismo no sabría explicar. Prefiero escribir solo unas líneas sobre mi amistad con Jesús. Pertenezco a una familia rica e influyente. Mis padres nos dejaron como herencia una gran hacienda llamada Betania en las afueras de Jerusalén y aquí vivimos, aún sin familia propia, mis dos hermanas y yo, que soy el más joven.
Al evocar ahora mi vida, me recuerdo siempre enfermo, con fiebres intermitentes que me dejaban postrado durante días e incluso meses. Marta y María me han cuidado como a un hijo pequeño. Nunca he sido el hombre fuerte de la casa. La mayoría de los médicos decían que moriría pronto, y, ya veis, no se equivocaron del todo.
Cuando Jesús vino por primera vez a Betania, Marta, lo recibió con todos los honores. Aún no lo conocíamos más que por el testimonio de algunos campesinos. Tal vez por eso Marta parecía tan nerviosa preparando lo necesario para él y sus acompañantes. Al parecer mi hermana mayor se enfadó un poco con María cuando vio que la pequeña se había quedado embobada a los pies del Señor, pero Jesús arregló el problema pidiendo que se sentaran las dos juntas para escucharle. Aquello era más importante.
Yo estaba en una habitación contigua, tumbado sobre un lecho especialmente construido para mí. Jesús vino a verme, me impuso las manos y me hizo una extraña pregunta:
—¿Quieres curarte?
—Llevo así muchos años —le respondí—. Sé que voy a morir.
—Esta enfermedad no es de muerte, sino de vida —me dijo entonces—. Aún la sufrirás algún tiempo, pero un día sanarás definitivamente.
Al atardecer, como me encontraba mejor, salimos a pasear entre los olivos y Jesús me habló de su muerte que tendría lugar en Jerusalén.
—Para entonces —me dijo— tú habrás recuperado del todo la salud, pero esa curación acelerará mi partida de este mundo.
Yo, que no entendía casi nada, le dejé hablar y desahogar su tristeza. Me habló de su Madre, María:
—Aún debe padecer mucho antes de recuperarme del todo.
De José, ya fallecido en Nazaret, que le enseñó el oficio de artesano.
—Fue siempre mi padre y señor, y lo seguirá siendo cuando nos volvamos a encontrar en la morada definitiva.
Era ya noche cerrada cuando me atreví a hacerle una pregunta:
—¿Por qué me cuentas todo esto?
Se le habían llenado los ojos de lágrimas mirando las luces de Jerusalén.
—El Hijo del hombre también necesita un amigo y un confidente en la tierra.
Hoy sé que Jesús está a punto de padecer en Jerusalén. Mi hermana, María, también lo sabe y ha preparado un perfume de nardo para derramarlo a sus pies cuando venga esta tarde a almorzar en mi casa. Tendremos muchos invitados; la mayoría sólo quieren ver si es cierto que Lázaro está vivo, que he recuperado el color y la fuerza que nunca tuve.
Desde que soy amigo del Señor, y sobre todo desde que salí del sepulcro, ya no necesito estar a su lado para conversar con él. Me habla siempre y yo le escucho. Por eso, mi alma, como la de Jesús, ahora está triste hasta la muerte. Deseo morir por segunda vez para acompañar a mi amigo hasta la casa del Padre.


Estaba yo tan contento en el establo. A mi madre le sorprendió que no protestara, como suelo hacerlo, cuando el amo llegó de madrugada para desatar a los demás borricos y sacarlos al campo.
—Aún eres muy joven, Canelo —solía decirme mientras me acariciaba el lomo con sus manazas ásperas y agrietadas—.
Pero aquella mañana no. Como digo, estaba feliz y me quedé inmóvil con los ojos cerrados para hacerme el dormido. Yo sabía ya que estaba a punto de estrenarme como borrico de carga, y sabía también que tendría otro dueño.
¿Que cómo lo sabía? Por el Ángel, naturalmente. Me lo había contado todo la noche anterior:
—Duerme bien, borrico, que mañana serás el trono de Jesús en Jerusalén.
Si el Ángel hubiese sabido algo de psicología asnal no me habría dado la noticia así. No pegué ojo en toda la noche. Ni siquiera los lametones de mi madre consiguieron hacerme conciliar el sueño. Sin embargo no me importó gran cosa: cuando se marcharon todos, me puse en pie, estiré las patas para desperezarme y aguardé a que llegaran los visitantes.
Eran dos. El más alto lucía una barba rojiza, recia como las crines de un caballo alazán. El otro, moreno como yo mismo, fue el que comenzó a desatarme sin decir palabra.
—¿Por qué desatáis al borrico?
Me sobresalté al oír la voz de mi amo.
—El Señor lo necesita —respondió uno de ellos—.
El sol estaba ya en lo alto cuando salimos hacia Betania. Jesús me recibió sonriente, y cuando empezaron a vestirme con mantas de colores como si fuéramos de boda, me agarró suavemente de las orejas y me dijo al oído:
—Tienes dos buenas antenas, borrico. Mantenlas bien erguidas para que escuchen sólo mi voz.
Mientras subíamos hacia Jerusalén, el sendero se llenó de canciones y de flores blancas, rojas y violetas. Los niños gritaban de entusiasmo y las mujeres alfombraron el camino para recibir al Rey. Los apóstoles estaban felices. Algunos también cantaban y yo me puse tan contento que rebuzné un poco a destiempo, levanté la cabeza demasiado, dejé de mirar por dónde pisaba y tropecé en la rama de un árbol caído.
Yo creo que fue un milagro, aunque nadie se diera cuenta. Por un momento troté como volando, sin tocar el suelo y el Señor evitó la catástrofe. Jesús entonces me habló de nuevo al oído:
—No te entusiasmes tanto, que la música y las flores no son por ti. Confórmate con ser mi trono un día. Los que hoy me vitorean mañana pedirán mi muerte. Tú sé fiel y también estarás conmigo en el Paraíso.
No sé de qué os extrañáis; el Salmo 35 dice que Dios salvará a los hombres y a los borricos.


Esta mañana por un momento pensé que el Maestro estaba dispuesto a dar la batalla definitiva para hacerse coronar rey.
No se hablaba de otra cosa en Jerusalén: Lázaro había resucitado al grito de Jesús. El relato de lo acontecido en Betania iba de boca en boca y ya nadie tenía la menor duda de que el Mesías estaba a punto de entrar en la Ciudad santa.
Sólo Caifás, el muy cobarde, tenía miedo. Pensaba que si las autoridades religiosas reconocían al Cristo, los romanos tomarían represalias, acabarían con la revuelta y destruirían el Templo. Por eso quería acabar con Jesús. "Es mejor que muera un hombre en lugar de todo el pueblo", había dicho en el Sanedrín; pero lo cierto es que tenía horror a la lucha, a perder sus privilegios. ¡Pobre Caifás!
Y, en medio de todo, cuando el ambiente estaba más caldeado, Jesús nos dijo que quería entrar en la Ciudad no a pie, como en otras ocasiones; tampoco a caballo, que sería una arrogancia innecesaria, sino sobre un borrico, como rey de paz.
—Maestro —le dije—, me parece una medida brillante y muy adecuada. Así nadie podrá acusarte de provocador. El pueblo estará con nosotros. Yo mismo me encargaré de mover a la plebe.
Jesús me miró en silencio. No sé lo que había en su mirada. ¿Tristeza? Nunca le entenderé del todo.
El sol estaba en lo alto cuando entramos en Jerusalén. ¡Qué alboroto! Fue aún mejor de lo que yo preveía. Cantaban los niños y las mujeres. Los hombres gritaban de entusiasmo y apretaban los puños a la espera de una orden, al menos de un gesto del nuevo rey de Israel.
Los sacerdotes se refugiaron, temerosos, en el Templo sin atreverse a abrir la boca. Todo estaba a punto para dar el paso definitivo. Y entonces ocurrió algo extraordinario.
Ocurrió..., que no ocurrió nada. El Maestro predicó un buen rato y, al caer la tarde, decidió que regresábamos a Betania.
¿Qué pretende Jesús? ¿Acaso quiere que lo maten? No lo entenderé nunca.
Acabo de recibir a un mensajero de Caifás. Quiere negociar conmigo... Hablaremos mañana.
*** *** ***
Fui débil con Caifás. El Sumo Pontífice me habría pagado mucho más que estas 30 miserables monedas. Habría vaciado las arcas del Templo con tal de detener discretamente al Maestro sin provocar altercados. Pero yo no soy avaricioso, tengo mi dignidad: soy un buen judío y cumplo escrupulosamente la ley de Moisés.
Juan ha insinuado hace días que retiro de la bolsa algunos denarios para mi propio beneficio. Más le valdría al niño ése meterse en sus asuntos. ¿Qué quiere, que vivamos como las aves del cielo y nos dejemos vestir por Yahvé como los lirios? Esas alegorías del Maestro conmueven a sus seguidores, pero a mí me irritan porque demuestran hasta qué punto se mueve al margen de la realidad.
Si no fuese por Judas, el grupo de los 12 viviría así, como los gorriones. ¡Qué fácil les resulta a todos poner los ojos en blanco, abandonarse a la providencia de Dios, y dejar que yo administre las pocas monedas que nos dan. Para colmo, pretenden que dé parte del dinero a los pobres. Pues bien, eso es lo que hago: nadie más pobre que el pobre Judas.
Con Caifás fui generoso. Naturalmente que exigí una retribución económica. Alguien tiene que compensarme estos tres años perdidos, corriendo detrás de una quimera, de un falso mesías que cuenta parábolas a la plebe, cura enfermos a escondidas y se niega a tomar el poder cuando lo tiene al alcance de la mano.
30 monedas. ¿Para qué necesito 30 monedas? ¿Para comprar un camello? ¿Para hacerme una casa en Cafarnaum? Las quiero sólo para recuperar mi dignidad, para librar a Jesús de su propia locura. Dentro de poco, cuando comparezca ante el Sanedrín, lo despojarán de todos sus trucos; le hablarán en nombre de Yahvé y tendrá que decir la verdad.
30 monedas es muy poco para el enorme favor que he hecho al pueblo de Israel. Muy pronto Jesús habrá desaparecido de la memoria de los hombres y Judas será considerado un benefactor de la humanidad.
30 monedas. ¡Cómo pesan! Es terrible llevarlas encima. Fui generoso, fui débil, pero estas monedas me aplastan como si fueran todo el oro de Satanás.


Ha llegado el momento de acabar con el Galileo. Ayer vino a verme uno de sus discípulos, un tal Judas, que al parecer está dispuesto a entregárnoslo. Me dijo que durante un tiempo estuvo convencido de que Jesús era el Cristo, pero que había perdido la fe en él. Ahora piensa que el nazareno es sólo un charlatán.
Siempre me ha repugnado negociar con traidores, y Judas hiede, apesta a traición y a mentira. Soy el Sumo Sacerdote de Israel y no sé cómo pude aguantar tanta mezquindad. Le escuché un largo rato y contuve mis deseos de arrestarle a él por falsario antes incluso que a su maestro.
No, Jesús no es un charlatán; quizá es algo peor. Llegan noticias de todo Israel que hablan de ciegos que recobran la vista, de leprosos curados, de espíritus malignos que se le someten. Dijeron incluso que en Naim un joven volvió a la vida por su palabra. No quise creérmelo, pero ahora la locura ha llegado a las puertas de Jerusalén. Ya sabéis: Lázaro. Todo el mundo habla de ese Lázaro de Betania, del poderoso Lázaro, del amigo de los pobres y de los ricos, del que murió y fue enterrado con gran solemnidad. Yo mismo vi su cadáver embalsamado en lo más hondo del sepulcro.
Cuando me hablaron de resurrección, he hecho lo único razonable: negarla. Lázaro está en la tumba. Tiene que estar allí, porque si de verdad hubiese vuelto a la vida, todos estaríamos perdidos y no quiero plantearme esa posibilidad.
Incluso Nicodemo parece contagiado por la locura de ese hombre. Ayer mismo me dijo que estuvo con él una noche y que nadie había hablado como Jesús. Propone que le escuchemos sin hacer juicios precipitados.
—Puede ser el Mesías —añadió—, el heredero del trono de David. Al fin y al cabo, un día tendrá que llegar. ¿Por qué no ahora?
Me irritó la estupidez del anciano. Creo que le grité:
—¡Porque no! Porque en Galilea no hay profetas; porque no cumple la ley; porque desprecia el sábado; porque subleva a la plebe contra sus autoridades; porque si lo reconociéramos como rey, los romanos nos aplastarían y destruirían el Templo, el culto, todo. Quizá es eso lo que pretende el galileo.
—¿Y si a pesar de todo es el que esperamos?
Era sólo una pregunta retórica. Nicodemo me miró con tristeza e hizo ademán de retirarse. Entonces yo añadí:
—Hace unos días tu amigo el nazareno contó una parábola de ésas que tanto le gustan. Hablaba de unos viñadores arrendatarios de una viña que matan al hijo del dueño para quedársela en propiedad. Había allí un buen grupo de escribas y doctores de la ley y, al terminar, les señaló con el dedo y les acusó de ser ellos como esos asesinos. Les amenazó con quitarles el Reino de Dios y entregarlo a otro pueblo que dé más fruto. ¡A otro pueblo! ¿Comprendes, Nicodemo? El supuesto Mesías de Israel pretende arrebatarnos nuestro patrimonio más valioso y regalarlo a los gentiles.
Acababa de salir Nicodemo cuando se presentaron algunos empleados del Templo para decirme que Lázaro vive y ha celebrado un banquete en Betania con la presencia del Galileo.
—Bien. Daremos treinta monedas al canalla de Judas para que nos entregue a su Mesías y poder juzgarlo según nuestra ley. De todas formas nadie debe saberlo. Negaré haber negociado con esa basura.
—¿Y Lázaro?
—Detenedlo también. Lo lapidaremos como a un ladrón vulgar. Así morirá dos veces y ya veréis como no se le ocurre resucitar sin permiso del Sumo Sacerdote.


Yo debería estar muerto; de hecho casi lo estuve en mi celda ayer por la noche cuando la sombra de la cruz me iba llenando el alma de tinieblas. Sin embargo, al llegar la mañana, la voz de un funcionario desconocido me volvió a la vida:
—Estás libre. Poncio Pilatos, Procurador de Judea, te concede el indulto en nombre del César a petición del pueblo de Jerusalén y del Sanedrín.
Corrí hacia el exterior de la cárcel como borracho. Me dijeron que se había congregado una multitud delante del Pretorio para pedir mi liberación, y por un momento sentí el orgullo de mi raza. Con un pueblo así, me dije, seremos capaces de grandes cosas. Venceremos al Imperio de los gentiles, expulsaremos a los usurpadores…
La decepción fue enorme. A nadie le importaba mi vida lo más mínimo. Es más, los sacerdotes y los sanedritas me odian tanto como los romanos. Ellos sólo querían la muerte de un galileo que se proclamaba Mesías, y yo fui una pieza de cambio.
Me llamo Barrabás. Soy bandolero y patriota. Participé en un motín por defender a nuestro pueblo de la tiranía romana y maté a un hombre. Los soldados lograron atraparme en la huida y fui acusado de asesinato. Nunca me he quejado de mi suerte. Sabía a lo que me exponía cuando elegí este camino. He aprendido a amar a Israel y a odiar a nuestros enemigos.
Hace dos días fui juzgado por ellos según la ley de Roma y me condenaron a morir en la Cruz. Ahora mi pueblo me dice que no me meta en líos, que hay que respetar el orden constituido. Los saduceos se ríen de mí; los fariseos me odian; los zelotes, mis compañeros de lucha, miran para otro lado porque no quieren ser cómplices de un asesino.
¿Por qué me has salvado, Galileo? Tu cruz era mía. Yo debería haber muerto allí, no sé si como héroe o como delincuente. A estas horas, las aves carroñeras ya estarían dando cuenta de mis despojos. Me dicen que estás muerto y sepultado, que tu sueño mesiánico terminó. Sólo tu madre parece esperar que vuelvas a la vida para instaurar tu reino.
Y yo, ¿quién soy? ¿Qué quieres de mí, Galileo? Oigo tu voz que me llega desde lo hondo del sepulcro, y sé que no me he vuelto loco. ¿Por qué me has salvado de la muerte? ¿Qué quieres que haga?
Soy Barrabás, un asesino, un ladrón, y voy a ver a tu Madre. Tal vez ella me responda.


Me llamo Claudia Prócula y estoy casada con Poncio Pilatos, Procurador de Judea.
Mi esposo es un hombre justo e inteligente. Si hubiera contado con el favor del César como otros funcionarios de la Urbe, hoy no estaríamos aquí, en esta lejana provincia del Imperio, rodeados de gentes incultas y fanáticas. Tiberio nos destinó a Jerusalén hace casi diez años y, desde entonces, sólo pensamos en volver a Roma.
Recuerdo cuando vi a mi marido por primera vez. Era un patricio alto y apuesto, de una de las familias más nobles de la Ciudad. Era elocuente e ingenioso, hablaba griego con fluidez y comprendía otras lenguas extranjeras como el árabe y el arameo. Todos le auguraban un gran porvenir como senador del Imperio, y cuando me tomó como esposa ante el altar de Júpiter, me prometió que viviríamos siempre en su gran casa, a la orilla al Tíber.
Yo amaba a mi marido y aún lo amo. Es cierto que con el paso de los años se le ha enrarecido el carácter, que a veces se deja llevar por la cólera. Quizá la culpa sea mía, ya que no he sido capaz de darle un hijo. En ocasiones se pone violento también conmigo y me amenaza con el divorcio. Le sería muy sencillo conseguirlo: basta con que me entregue en una carta las palabras de repudio que prescriben nuestras leyes; pero yo sé que él nunca ha querido hacerlo. Me siento segura a su lado, a pesar de las calumnias que propagan los hebreos. Dicen que es cruel, que maltrata a los esclavos y se burla de la religión de Israel. No, no lo creo. No es cierto.
El caso es que hoy ha tenido que levantarse de madrugada porque los Pontífices y los miembros del Sanedrín le han traído a un preso al que quieren ajusticiar en la cruz. Se llama Jesús y dicen que alborota a las gentes, que se considera hijo de un Dios, que habla de destruir el Templo; pero, cuando le he mirado a los ojos esta mañana…
Yo me había asomado a la ventana al oír el clamor de la muchedumbre. Allí, a pocos metros, maniatado, estaba él. Por un momento sólo he sentido compasión, la misma que me producen todos aquellos que van a ser castigados por sus crímenes. Iba a retirarme hacia el interior de la casa cuando Jesús ha levantado la cabeza, me ha mirado y le he reconocido.
Escribo estas líneas temblando. Los ojos del Galileo… Los he visto en sueños muchas veces y siempre supe que no eran un producto de mi fantasía. ¡Cuántas veces me he despertado a medianoche empapada en sudor y llorando por culpa de esa mirada penetrante, acusadora y amable al mismo tiempo! Yo sabía que esos ojos me buscaban y que tal vez me pedían una respuesta. Hoy los he vuelto a ver.
Pilatos está interrogando a Jesús ahora mismo. Oigo su voz cálida y persuasiva, a veces enérgica y llena de autoridad. Jesús responde en voz baja y no logro distinguir sus palabras. Fuera, frente al Pretorio continúan los gritos y el alboroto. He suplicado a mi marido que no haga daño a ese hombre. No me ha respondido, pero estoy segura de que también él ha notado ya la fuerza de su mirada, y comprende que nadie hay en el mundo más inocente.
Mi esposo es un hombre justo. Por eso, mientras Jesús permanezca bajo su poder, no corre ningún peligro. Estará a salvo de las fieras que lo acosan. Poncio Pilatos hará justicia, y yo podré volver a encontrarme con el Santo de mis sueños; le preguntaré tantas cosas. Y dejaré que me limpie el alma con su mirada de fuego.


Aquí, en el Cielo, todos me llaman Verónica. En la tierra tenía otro nombre que ya no recuerdo, y muchos historiadores dicen que no he existido, que soy sólo una piadosa leyenda. ¡Si supieran cuántas “leyendas piadosas” son más reales que las historias que ellos relatan!
Sí, es verdad que cuando me vine al Cielo dejé en la tierra un lienzo blanco con el rostro de Cristo impreso. Unos dicen que ahora está en la Basílica de San Pedro, otros que en el Monasterio de la Santa Faz, en Alicante, en la Catedral de Jaén o en la Basílica del Sacré Coeur, de París. Yo podría aclarar la cuestión, pero es mejor dejarlo así. El verdadero icono, el “vero icono” (de ahí procede el nombre de “Verónica” que me pusieron) está en el corazón de cada uno de los que creen en Él.
Pero vale la pena que os cuente mi historia.
Nunca había visto a Jesús de cerca hasta que entró en Jerusalén montado en un borrico. Mis primos me avisaron de que llegaba, y me dijeron que era el Cristo, el heredero del trono de David. Yo, que ya tenía catorce años y acababa de celebrar mi matrimonio dos días antes, salí corriendo a la calle con uno de los ramos de flores que todavía quedaban en casa, para entregárselo al Señor. Eran unas flores preciosas: rojas, blancas, amarillas, violetas…
Estuve muy cerca de Jesús, pero no pude darle el ramo. Para cuando llegué, ya los niños me habían arrancado una a una todas las flores y las habían arrojado al camino o sobre el borrico. Yo quería llorar porque había perdido mi regalo, pero entonces Jesús me miró, tomó con la mano derecha una flor que había caído sobre las crines del burro y, sin dejar de sonreírme, la besó.
Volví a casa corriendo y cantando. Le dije a mi esposo que teníamos que volver juntos para que el Mesías bendijese nuestro matrimonio y así lo hicimos, pero ya no pudimos encontrarlo. El Señor parecía haberse esfumado.
Volvimos a verlo unos días más tarde. Tenía el rostro desfigurado y todo su cuerpo era una llaga. Llevaba sobre los hombros el madero trasversal de una cruz enorme. Un soldado romano le azotaba en las piernas mientras le gritaba que caminase más deprisa. Mi esposo no pudo contenerse y agarró al soldado por el brazo. Éste lo rechazó de un empujón y yo aproveché ese momento para acercarme a Jesús.
Vi su cara malherida, empapada en sudor, lágrimas y sangre. Yo llevaba conmigo un lienzo blanco que me habían regalado el día de mi boda. ¿Qué iba a hacer? Con el mayor cuidado que pude, limpié el rostro del Señor. La caravana se había detenido. Jesús volvió a mirarme. Un segundo después, alguien me empujó para que me apartara y me encontré de nuevo llorando en los brazos de mi esposo.
Al caer la tarde supe que Jesús de Nazaret había muerto. Sólo entonces tomé de nuevo el lienzo. No tenía intención de lavarlo, pero tampoco sabía qué hacer con él. Lo desplegué y allí estaba, nítido y claro, el rostro bellísimo del Señor.
Se lo mostré a mi marido:
—Es el mejor regalo de boda que nos han hecho —me dijo—.
Desde aquel día fuimos discípulos del Maestro. Ahora, en el Cielo, también él me llama Verónica.

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