domingo, 3 de abril de 2011

¿POR QUÉ LA IGLESIA ROMPE EL LUTO DE LA CUARESMA?

Trataré de la misericordia de Dios para mover a los pecadores a penitencia, despertando en ellos la esperanza del perdón.

La Iglesia en este domingo nos enseña una lección importante, cuando rompe el luto penitente de la Cuaresma, trueca el color de sus ornamentos y profiere palabras de alegría, como suelen hacerlo las madres cuando temen que sus hijos desfallezcan con un luto demasiado prolongado.

También el pecador, en medio de su llanto y de la meditación de los motivos de temor y pena, debe hacer de vez en cuando un alto y levantar su corazón considerando la clemencia y bondad de Dios.

En el evangelio de hoy se nos habla de aquella mirada de misericordia que el Señor dirigió a las turbas. Muchos son los modos de mirar que tiene Dios: para convertirnos, para castigarnos, para recompensarnos; pero todas sus miradas persiguen un fin misericordioso.

Todo le grita al pecador la misericordia divina. El establo llama al que, herido por los ladrones, desea curarse; el pesebre, la cruz, los clavos, la vida entera de Jesús, todo vocea su misericordia (cfr. San Bernardo, Serm. 5 de Nav. nº l). Soy un mísero afligido, dice el Salmo (87,16). Pesad bien estas palabras, comenta San Agustin: “Pobre yo, que lo he creado todo, y pobre por ti”.

San Bernardo (cfr. Serm. 13 sobre diversos asuntos nº 4), explicando la misericordia de Dios, dice que se manifiesta principalmente de dos modos, a saber, preservando de los pecados y levantando al pecador caído.

Para preservarnos de los pecados, cura nuestras malas inclinaciones, da su gracia para vencerlas y aleja las ocasiones de caer en pecado. Algunas veces utiliza uno solo de esos medios; otras, dos o tres a la vez, y así —por ejemplo— hay quien vive tranquilo y en gracia de Dios, porque Él se cuidó de darle un natural manso, en el que apenas si tienen fuerza las pasiones. Otros no han recibido un natural tan ordenado, pero, a cambio de ello, son asistidos por la gracia de Dios.

Los primeros han recibido un favor mayor, mas los segundos adquieren mayor mérito; aquéllos viven más tranquilos, pero éstos consiguen mayor y más brillante victoria. Para levantar al pecador caído, Dios se vale de su paciencia, de sus castigos y de sus reprensiones. Primero espera, después castiga, y si ni aun así oímos su voz, entonces se esfuerza en que entendamos la de los remordimientos que nos sugiere.

Cantaré siempre tas misericordias del Señor (Salmo 88, 1). Las cantaré en este mundo y las cantaré en la eternidad, cuando las haya experimentado plenamente. Hoy canto y temo, entonces mi corazón cantará y no callará, sin temor a tristeza alguna. Ya no hablaré en mis cánticos de mi santidad, ni de mis méritos, que habré enterrado en el olvido, sino solamente de la misericordia que tuviste conmigo desde el principio. Entre tantas criaturas que no quisiste sacar de la nada, me elegiste a mí para darme el ser; iluminaste mi alma con la luz de la fe, la lavaste con las aguas del bautismo y después decidiste enseñarme los secretos de tu ley y misterios. Me colocaste, Señor, entre tus hijos, y más tarde entre tus sacerdotes, y lo que es más, entre los que confían cantar tu gloria en el cielo. Vivía yo cubierto de pecados, era abominable a tus ojos, y te portaste conmigo como si no lo advirtieras. Y ¿por qué motivo? No puedo encontrar otro sino el de tu infinita bondad, que los ha disimulado primero, para perdonarlos después. Mas todavía me diste gracias que superaron cualquier delito (Isaías, 40, 2), porque en donde abundó éste sobreabundó la gracia (Romanos, 5, 20).

Luchaba yo contra Ti, y Tú añadías bondad sobre bondad, misericordia sobre misericordia, mientras yo iba sumando malicias a malicias, pecados a pecados. Mi corazón se endurecía, mis ojos cegábanse, hacías brillar tu gloria delante de mí, y yo los apartaba para no verla; me llamabas, y volvía los oídos, y Tú, Señor, no te irritabas. ¡Me has vencido! ¡Sí, me has vencido por fin! ¡Has sido más fuerte que yo! Derrotado, te bendigo y glorifico tu nombre. Rindo mis armas, vencedor mío, y las coloco entre tus manos.

¡Cuántos mejores que yo se han condenado! Y Tú me has hecho fuerza a mí, me has arrastrado hacia el perdón. ¡Oh amor mío, gloria mía y única esperanza mía! ¿Cómo te pagaré por ésta tu violencia? Corrompido y duro, quería huir y Tú no me dejaste.

¿Cuándo estaré en tu casa, en el seno de tu gloria, para poder no pensar sino en tu bondad? Yo te conjuro, Señor, yo te conjuro. Mi condenación eterna hubiera sido justa, pero ¿no te parece mejor poder enseñarme a los ángeles como abismo de miseria mía y misterio de tu clemencia? Se admirarán los ángeles y cantarán tus glorias. Haz que sea así; que yo iré de uno en otro diciéndoles a todos ellos: ¿No conocíais, no sabíais, ¡oh espíritus elegidos!, cuál fue mi vida? ¿Ignorábais mi perversidad y vergüenza? ¡Decidla, Dios mío, que la sepan! Eso era yo, y, sin embargo, aquí me tenéis con vosotros. Y ¿cómo ha podido ocurrir tal cosa, me preguntarán? Yo no lo sé. Me salvó porque quiso. Me arrancó del infierno y de las fauces del león sin mérito alguno por mi parte. ¿Qué digo sin mérito? A pesar de mis deméritos. Así es como ocurrió. Ayudadme, pues, a cantar sus alabanzas, porque yo no tengo voz suficiente para hacerlo como merece. “Tomad vuestras cítaras y tambores, que yo cantaré eternamente sus misericordias” (Salmo 78, 1.).

Santo Tomás de Villanueva

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