sábado, 5 de agosto de 2017

creer 7: La necesidad espiritual de crear. Neurobiología y experiencia religiosa

Toda creación nace de una idea. Una idea que al germinar, crece, se hace fuerte e intensa. El hombre, al advertir el nacimiento de esa idea, descubre su no existencia en el mundo circundante. Experimenta la soledad y el desvelo de saber que hasta ese momento, dicha idea solo es real para él, en su intimidad. Su impulso a manifestarla, a compartirla con en el mundo, a ponerla a disposición del conocimiento de los otros seres, determinará su necesidad de encontrar la vía adecuada para su expresión. En virtud de la fuerza que tenga esa idea, se verá impelido a ir en busca de la técnica o herramienta que le posibilite su concretización. Encontrado el canal, la idea se condensará en la forma de Obra, apareciendo frente a él en su existencia objetiva. Nacerá así el artista, fruto del logro por satisfacer su necesidad de expresarse “desde adentro”, religando la riqueza de su mundo interno con los elementos materiales que lograron reflejarlo de modo percibible para los sentidos. El arte, cuando es producto conjugado de la pura espontánea creatividad y de la autenticidad del autor, aspira a la totalidad. Se ríe del mundo o denuncia lo insufrible de este. Es un modo de vida, y un modo de huir de la vida. Es una llamada a la comunión de los hombres. Dirá Elie Fauré que: “El arte resume la vida. Penetró en nosotros con la fuerza de nuestro suelo, con los colores de nuestro cielo, y a través de la preparación atávica que lo determina de las pasiones y las voluntades de los hombres que él definió. Empleamos para la expresión de nuestras ideas los materiales que capta nuestra vista y que nuestras manos pueden tocar. Es nuestro lenguaje, y sólo él, el que asume y retiene la apariencia de lo que, a nuestro alrededor, impresiona de modo inmediato a nuestros sentidos. No le pediríamos al arte que nos enseñara la historia si no fuese más que un reflejo de las sociedades que pasan con las sombras de las nubes sobre el suelo. Pero es que él nos relata al hombre, y al universo a través de él. Sobrevive al instante, ensancha el ámbito de toda duración y comprensión humanas, de toda duración y la extensión del universo. Fija la eternidad movediza en su forma momentánea”. Podemos ver el arte y el concepto de lo bello o bien como fruto de una construcción social o bien como un intento de generalización del gusto estético. No obstante, persiste la sensación de que algo queda por fuera, como por ejemplo, el sentimiento que nace interiormente cuando nuestros sentido se enfrentan a una pintura, una poesía, una canción, etc.; sentimiento que nos lleva a exclamar: “¡Qué maravilloso, esto es una obra de arte!”. Esto puede venir o no, acompañado de una fuerte emoción, pero intuimos que resuena en algo muy profundo de nosotros y que la mayoría de las veces no logramos expresar apelando al lenguaje verbal. Reza un aforismo taoísta que hacer arte es la forma jubilosa de expresarse de un ser tan lleno de belleza dentro de sí que no tiene espacio suficiente en su interior para contenerla. Dejando de lado los debates filosóficos respecto a si el arte es pura creación o imitación perfecta de la naturaleza, lo cierto es que el ser humano, en su necesidad de perpetuarse, encuentra en el arte una vía privilegiada que le permite trascender. El artista es un sacerdote de la belleza, aquella que nace de las regiones profundas de su ser-en-el-mundo. Ordenado en el sacramento del arte a través de sus obras, encuentra un modo de conjurar temores ancestrales, colmando al mundo con sentido pleno. En pos de plasmar su singular y personalísima cosmovisión, el artista recurrirá a ese manantial inagotable de imágenes que constituye el lenguaje simbólico. Como elementos capaces de transformar y redirigir la energía psíquica, la formación de símbolos se produce todo el tiempo dentro de la psique, especialmente bajo la forma de sueños y fantasías. El valor del arte radica en su condición de ser vía noble y privilegiada para la generación y expresión de símbolos vivificadores, testimonios de la individual peregrinación por los senderos del espíritu. Hoy día, y tal como señala el especialista en neurodidáctica Jesús Guillén, la misma ciencia se encuentra en condiciones de aportar elementos que nos hablan la importancia que encierra la creación artística. Así, en los últimos años, y de la mano del auge de las neurociencias, podemos saber hoy que determinadas estructuras de la corteza auditiva solo responden a tonos musicales, que una parte importante del cerebro y del cerebelo participan en la coordinación de variedad de movimientos, como en la danza; que en las recreaciones teatrales regiones del cerebro especializadas en el lenguaje oral que están conectadas con el sistema límbico aportan el componente emocional; y, en lo relativo a las artes visuales, que nuestro sistema de procesamiento visual genera imágenes reales o ficticias con igual facilidad. El acto de crear, podemos ver, no sólo nos religa espiritualmente con nuestro micro y macrocosmos. También esa misma comunión se refleja hasta en el mismo ser material y anatómico que somos, haciendo honor al origen más puro de la palabra arte, que reencuentra al hombre en la multidimensionalidad de su ser. La necesidad de crear será de este modo principio de unión y de libertad. Solamente puede crear auténticamente aquel que en un ejercicio de despojo de sus condicionamientos e inhibiciones, se anima a navegar por el mar de lo desconocido por descubrir. El artista se transmuta entonces en imaginero, que internado en la selva creativa, descubre en el arte su sentido íntimamente religioso, y tantas veces redentor. ----- ------ En épocas recientes, y con un espectacular incremento de las investigaciones en los últimos años, algunos científicos interesados por el fenómeno religioso vienen proponiendo la idea según la cual nuestro cerebro estaría predispuesto, organizado o “diseñado” para creer en Dios. Esta hipótesis surge como consecuencia de la reciente comprobación de que existen estructuras en el cerebro que cuando se estimulan son capaces de generar experiencias espirituales, místicas o de trascendencia De acuerdo, por ejemplo, a investigadores de la Universidad de Bristol estaríamos programados para sostener creencias religiosas dado que ello nos proporcionaría mayores oportunidades de supervivencia. Esto significa que la religión implicaría una adaptación que hizo que los genes que la facilitaban se transmitieran y prosperaran. Bruce Hood, a quien anteriormente ya mencionamos al hablar de supersticiones, llevó adelante un estudio sobre el desarrollo del cerebro infantil, sugiriendo que las personas con inclinaciones religiosas empiezan a beneficiarse de sus creencias durante el proceso de desarrollo, seguramente mediante el trabajo en equipo, ayudando a formar grupos sociales cohesionados y a proporcionar consuelo en las desgracias. Por ese motivo, las creencias religiosas se incorporarían al diseño de nuestro cerebro desde el nacimiento, tornándonos más receptivos frente a los principios de las distintas religiones. Los niños, en sus primeros años de crecimiento, tienen una forma natural, intuitiva, de razonar que los lleva a elaborar creencias sobrenaturales sobre cómo funciona el mundo. A medida que el ser humano crece, se refinarían estas creencias de forma racional; sin embargo, la tendencia a las creencias sobrenaturales persistiría, en la mayoría de las personas, bajo la forma de religión. En el año 2008, un grupo de investigadores del Centro para la Ciencia de la Mente de la Universidad de Oxford, publicó un estudio que refleja evidencias encontradas que permiten vincular los sentimientos religiosos con partes específicas del cerebro. En el libro “Neurocultura, una cultura basada en el cerebro”, el fisiólogo español Francisco Mora sostiene que “todas las culturas son un producto del funcionamiento último de nuestro cerebro y de los códigos que lo gobiernan”, y que “la neurocultura es una reevaluación crítica de las humanidades desde la perspectiva nueva de la neurociencia”. Así, y en base a este paradigma brotarían otros enfoques: neuroética, neuroestética, neuropolítica, neuroeconomía, y también neuroteología o neurreligión. Esta última disciplina se propone así, como fruto de la interfaz entre religión y neurociencias. Puntualmente, en el estudio recién mencionado, se demostró que los creyentes católicos a los que se les enseñaba una imagen de Virgen María sentían menos dolor cuando se les sometía a una descarga eléctrica que los no creyentes, porque experimentaban un mayor grado de alivio en la zona derecha de la corteza prefrontal ventrolateral del cerebro. El reconocido neurocientífico de la Universidad Complutense de Madrid, Francisco Rubia, llegó a proponer, con mucha originalidad, que el cerebro no está hecho de materia cualquiera, sino de espiriteria, capaz de generar realidades trascendentes. Evocar a Dios en el cerebro podría ser considerado una herejía para muchos creyentes, pero los científicos demostraron que las amígdalas cerebrales y el hipocampo si están convenientemente estimulados, pueden evocar cosas trascendentes: que un cristiano sienta a Cristo o que un budista perciba a Buda. Décadas atrás, Michael Persinger, un neurocientífico canadiense, ya se había empeñado en descubrir cúal es el patrón cerebral que genera el sentimiento de estar junto a la divinidad. Partiendo de la base de que excitando ciertas regiones específicas del cerebro con pulsos electromagnéticos se podían inducir experiencias religiosas, este investigador sentaba a sus “conejillos de indias” en una habitación completamente silenciosa y les colocaba en la cabeza el denominado “casco de Dios”, un dispositivo que creaba un débil campo magnético sobre los lóbulos parietal y temporal derechos del cerebro. De acuerdo a sus resultados, un 80 por ciento de los participantes decían haber sentido esa presencia divina. Sin embargo, repetida la experiencia por un grupo de científicos suecos de la Universidad de Uppsala en el año 2004, los resultados no pudieron reproducirse. Surge entonces el interrogante: ¿El casco de Dios funciona realmente o los participantes fueron influidos sutilmente para que pensaran que estaban teniendo alguna clase de experiencia mística? En defensa de su protocolo experimental, Persinger alegaba que los participantes no habían sido expuestos al campo durante el tiempo suficiente. Para este exponente radical de la neuroteología, la religión, al igual que para Freud, se trataría de una mera ilusión. Según sus propias palabras: “¿Cúal es la última ilusión que debemos de superar? Esa ilusión de que dios es un absoluto que existe independiente del cerebro humano y que de alguna forma estamos bajo su cuidado”. Otros investigadores fueron aún más lejos. El genetista estadounidense Dean Hamer, publicó en el año 2004 la hipótesis según la cual el sentido de autotrascedencia desarrollado por la especie humana estaría contenido en el gen VMAT2. Ahora bien, en respuesta a estos enfoques, investigadores más moderados como Orrin Devinsky, profesor de medicina en el Langone Medical Center de Nueva York, proponen las siguientes reflexiones: "Si tenemos a un hombre y una mujer profundamente enamorados y tienen un momento de intimidad y empatía, en ese instante habría un cambio en su estado cerebral que se podría apreciarse en su lóbulo temporal también, ¿pero eso niega la presencia de amor verdadero entre ellos? Claro que no. Cuando estudias la espiritualidad como científico se vuelve extremadamente difícil. Solo puedes decir que es posible". La necesidad de ubicar cerebralmente el origen de la religión y de la búsqueda de trascendencia humana no es solamente una empresa llevada adelante por críticos o refutadores de la fe. También decididos partidarios de una “revitalización religiosa” se muestran proclives a esta búsqueda. Es el caso, por ejemplo, del psiquiatra budista de Nuevo México Richard Strassman, autor del libro “DMT: la molécula espiritual”. Strassman sostiene la idea de que, para entender la conciencia humana, es vital tener en cuenta una sustancia llamada dimetiltriptamina (DMT). Esta, además de producirse naturalmente y en pequeñas cantidades en nuestro metabolismo, es el principal componente de sustancias visionarias como, por ejemplo, la ayahuasca. Strassman fue el primer investigador en obtener un permiso federal para experimentar con drogas psicodélicas en humanos en los años 70. Sostiene que la DMT se sintetiza en la glándula pineal, aquella de la que ya hablara el célebre filósofo francés René Descartes, y que algunas tradiciones orientales identificarían con el tercer ojo, el del conocimiento suprasensible. Según Strassman, los accesos místicos podrían estar ocasionados o bien a que la glándula pineal produce DMT en exceso, o bien a que, por algún motivo, nuestro organismo no es capaz de regularla adecuadamente. Según este autor, además, la DMT sería también responsable de distintas experiencias y fenómenos que ya forman parte del folklore popular, tales como las experiencias cercanas a la muerte, o las abducciones extraterrestres. En sus más de 400 sesiones con DMT, la mayoría de los voluntarios confesaron haber experimentado sensaciones de éxtasis, felicidad, inefabilidad, junto a cierta conciencia de trascendencia post mórtem. Podríamos decir que el dilema que sobrevuela en un plano más amplio gran parte de estas investigaciones es si Dios se descargó en el cerebro del hombre como una “neuro huella digital”, o bien, si el cerebro primitivo del hombre, desde el más puro materialismo, desarrolló la idea de dios defensivamente, la cual, en la medida que le sirvió a lo largo de su evolución, se dispersó y se replicó meméticamente, pero que en el futuro podría ser erradicada, condenada a reducirse a una curiosidad arqueo-psíquica. Lo cierto es que la enorme mayoría de estos estudios vienen de la mano de un profundo interés por descubrir si existe una religión cerebral numinosa específica, que de cuenta de nuestra necesidad de creer y de vincularnos con un plano trascendente, Sagrado. Pero, ¿y si el centro divino de nuestro cerebro no existiera? Esta es una opinión hoy sostenida por algunos investigadores, según los cuales, la religión y la idea de Dios no estarían albergados por un lugar cerebral concreto, sino imbricados en toda una serie de otros sistemas de creencias que empleamos a diario. Por ejemplo, en un estudio publicado en el año 2009 por distintos investigadores del National Institute of Neurological Disorders and Stroke se decía haber descubierto que el hecho de pensar en Dios activa las mismas redes neuronales que se ponen en funcionamiento cuando pensamos en las emociones o las intenciones de una persona. La teoría del centro cerebral numinoso probablemente tenga su origen en las observaciones que a mediados del siglo xx hiciera el neurocirujano canadiense Wilder Penfield, quien, tras estimular directamente partes del córtex de sus pacientes, notó que la estimulación del lóbulo temporal llevaba a muchos pacientes a experimentar sensaciones corporales anormales. En la década de 1960, Eliot Slater y A. W. Beard, presentaron estudio realizado en 69 pacientes con epilepsia del hospital psiquiátrico de Maudsley y el National Hospital for Neurology, en el que una parte de ellos (pacientes con epilepsia del lóbulo temporal) aseguraban tener experiencias religiosas o místicas, como ver a Cristo bajando del cielo. Sin embargo, como decíamos, en épocas más recientes, distintas investigaciones comenzaron a desestabilizar fuertemente esta idea. Así lo demuestra otro estudio, en este caso realizado por Mario Beauregard, de la Universidad de Montreal, En el año 2006, Beauregard escaneó los cerebros de 15 monjas carmelitas en tres estados diferentes: en reposo con los ojos cerrados, recordando una experiencia social intensa y recordando un momento de unión subjetiva con Dios. Lo que pudo advertir, es que la experiencia religiosa no activaba un solo punto del cerebro, sino varios de ellos, siendo especialmente intensa la actividad en seis regiones, incluidas el lóbulo caudado, la corteza insular, el lóbuco parietal inferior, partes del córtex frontal y del lóbulo temporal. Todo parece indicar que no existe una religión numinosa puntual que determine la experiencia religiosa (región que, en caso de ser extirpada, nos convertiría súbitamente en ateos). La experiencia religiosa, más bien sería producto de un fenómeno dinámico que implicaría distintos sectores del cerebro, de su forma intrínseca de procesar la información y las emociones. La neurobiología de la religión puede ofrecernos interesantes aportes para una mejor comprensión de la naturaleza religiosa del hombre, pero difícilmente baste por sí sola, tal como pretenden algunos investigadores de este campo, para comprender una experiencia tan compleja. Hace más de un cuarto de siglo, psicólogos y antropólogos asumían que la religión era producto de la socialización, que uno creía por influencia del entorno. En ese entonces, cierta psiquiatría, de corte biológico, todavía sostenía que las religiones no eran sino fenómenos psicoespirituales que escapaban a su ámbito de incumbencia. Hoy, como podemos ver, el enfoque es otro, y al decir de Andrew Newberg, pareciera sugerirse que “la principal razón para que Dios no quiera renunciar es porque nuestros cerebros no permiten que lo haga”. Resulta indudable que la generalización del sentimiento de lo sagrado puede interpretarse desde el punto de vista neurofisiológico como una prueba de la existencia, en el cerebro humano, de estructuras capaces de generar la experiencia de lo numinoso. No obstante, frente a este panorama, resulta importante volver a enfatizar la necesidad que adquiere una mirada compleja del fenómeno religioso, que busque deslindarse tanto de los biologicismos como de los psicologismos extremos. Abordar los aspectos empíricos de la experiencia religiosa puede ser enriquecedor, toda vez que no se suspenda la posible validez de la experiencia espiritual con toda la dimensión subjetiva que le es propia. Por otra parte, sabido es que todo lo que experimentamos se refleja en el cerebro, de modo que no resulta sorprendente que las experiencias religiosas dejen huella en nuestra actividad cerebral. Hasta el momento, ninguno de estos estudios es suficiente para determinar si la mente crea a Dios o si inversamente la mente fue creada por este. El solo hecho de identificar zonas cerebrales implicadas en las experiencias religiosas no quiere decir, por fuerza, que estas sean un mero epifenómeno cerebral. Por otra parte, el hecho de que la mente imagine cosas no necesariamente implica que estas no existan (aunque, por supuesto, tampoco confirmen su existencia). Volvemos a encontrarnos aquí con la habitual confusión entre causalidad y correlación. Lo máximo que los estudios científicos nos permiten avizorar hasta el momento son correlaciones entre experiencias o fenómenos religiosos y actividad cerebral, lo que no supone que unas sean la causa de las otras. Invirtiendo la carga de la prueba, La Bruñere decía tiempo atrás que “la imposibilidad de demostrar la no existencia de Dios es la mayor prueba de su existencia”. Quizás algunos científicos contemporáneos, habiéndose echo eco de estas palabras, hayan decidido asumir el desafío con la esperanza de “matar” definitivamente a Dios con el auxilio de las modernas tecnologías. El tiempo dirá si lo logran, aunque nos animarnos a aventurar, que nos guste más o nos guste menos, Dios y sus múltiples rostros van a seguir gozando de buena salud.

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