martes, 30 de agosto de 2011

Naúfragos a la deriva - 3

Albert CAMUS
El doctor Rieux decidió redactar la narración que aquí termina, por no ser de los que se callan, para testimoniar en favor de los apestados, para dejar por lo menos un recuerdo de la injusticia y de la violencia que les había sido hecha y para decir simplemente algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio. «Si hay un pecado contra la vida, no es quizá tanto desesperar de ella como esperar otra vida. »

Los biógrafos del escritor francés Albert Camus (1913-1960), premio Nobel de Literatura en 1957, atribuyen su profunda incredulidad a una herida que nunca cicatrizó, producida en la adolescencia por el zarpazo del mal. Vivía en Argel, tenía quince o dieciséis años y paseaba con un amigo por la orilla del mar. Se encontraron con un revuelo de gente. En el suelo yacía el cadáver de un niño árabe, aplastado por un autobús. La madre daba alaridos y el padre sollozaba en silencio. Camus, después de unos momentos, señaló el cadáver, levantó la vista al cielo y dijo a su amigo: «Mira, el cielo no responde.»

A partir de entonces, cada vez que intente superar ese impacto, se levantará en él una ola de rebeldía. Le parecerá que toda solución religiosa tendrá que ser necesariamente una falacia, una forma de escamotear una tragedia que no debiera haberse producido nunca. Desde ese suceso, entre Camus y Dios habrá demasiados carros atollados en el camino. El escritor da la espalda a Dios y se abraza a la religión de la dicha: «Todo mi reino es de este mundo», dirá. Y también: «He deseado ser dichoso como si no tuviera otra cosa que hacer. »

Pero Camus sufre en sus carnes el golpe brutal de la enfermedad grave. Dos brotes de tuberculosis truncan su carrera universitaria y oscurecen el horizonte azul de un joven que reconoce su pasión hedonista por el sol, el mar y otros placeres naturales. El absurdo se instala en una vida que sólo quería cantar. Y es entonces cuando hace decir a Calígula esa verdad tan sencilla, tan profunda y tan dura: «los hombres mueren y no son felices».

Para Camus, la felicidad será la asignatura siempre pendiente en el currículo de la humanidad. Una vida abocada a la muerte convierte la existencia humana en un sinsentido y hace de cada hombre un absurdo. Contra ese destino escribirá El mito de Sísifo, donde su solución voluntarista se resume en una línea: «es preciso imaginarse a Sísifo dichoso». Y la dicha de su Sísifo, que bien puede ser Mersault, el protagonista de El extranjero, es la autosugestión de creerse dichoso. La víspera de su ejecución, después de rechazar al capellán de la prisión porque «ninguna de sus certezas valía un cabello de mujer», se queda dormido. Después se despierta «con estrellas en el rostro»...

Como si esta gran cólera me hubiera purgado del mal, vaciado de esperanza, ante esa noche cargada de signos y de estrellas, me abrí a la tierna indiferencia del mundo. Al experimentarlo tan parecido a mí, tan fraternal en fin, sentí que había sido dichoso, y que lo era todavía.

La novela La peste es un nuevo intento de posibilitar la vida dichosa en un mundo sumergido en el caos y abocado a la muerte. En sentido estricto, es la crónica minuciosa y terrible de una epidemia que se abate sobre Orán. En sentido simbólico, es Francia bajo la ocupación de la Alemania nazi, y también una reflexión sobre las diversas caras del mal. Más que una novela, La peste es la radiografía de la generación que ha vivido la segunda guerra mundial. Camus ya no habla de su sufrimiento individual, sino de esa inmensa ola de dolor que sumergió al mundo a partir de 1939. En sus páginas finales, nos recuerda que las guerras, las enfermedades, el sufrimiento de los inocentes, la maldad del hombre hacia el hombre... sólo conocen treguas inciertas, tras las cuales reanudarán su ciclo de pesadilla. Éstas son sus palabras:

Escuchando los gritos de alegría que subían de la ciudad, Rieux recordaba que esta alegría estaba siempre amenazada. Porque sabía lo que esta multitud alegre ignoraba, aunque puede leerse en los libros: que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenas de años dormido en los muebles y en la ropa, que espera pacientemente en las habitaciones, en los sótanos, en los baúles, en los pañuelos y en los papeles, y que quizá llegaría un día en que, para desgracia y enseñanza de los hombres, la peste despertaría otra vez a sus ratas y las enviaría a morir en una ciudad dichosa.

Cómo encontrar sentido a una vida que sólo tiene la muerte como telón de fondo es el reto que Camus asumirá en La peste. Y ese sentido va a ser la solidaridad y la honradez que llevan a varios de sus personajes a quedarse libremente en Orán, a no dar la espalda a los infectados y a unir sus esfuerzos contra la epidemia. Una solidaridad y una honradez sin raíces religiosas. El doctor Rieux, como Iván Karamazov, rechaza una creación en que los inocentes son torturados. En La peste, el cielo sigue sin responder a Camus, y el novelista no parece dispuesto a dar facilidades: «Yo no parto del principio de que la verdad cristiana sea ilusoria. Nunca he entrado en ella, eso es todo.» Aquí, sin duda, Pascal hubiera insinuado a su compatriota que, para el que no quiere abrir los ojos, toda la luz del sol es poca. Pero Camus se reafirma en su naturalismo sin Dios: Bajo el sol de la mañana una gran dicha se balancea en el espacio. Muy pobres son los que tienen necesidad de mitos.

Camus llama mitos a las ideologías que han engañado al hombre moderno en nombre de conceptos como raza, partido o Estado. Tarrou, uno de los personajes de La peste, se entera un día de que, en el partido al que se ha afiliado, se miente, se encarcela y se fusila en nombre de un ideal futuro. Un día asiste a una ejecución por fusilamiento: el horror del espectáculo le obsesiona, del mismo modo que obsesionó a Dostoievski. Tarrou abandona entonces el partido comunista, que para Camus representa a todos los partidos que, en nombre de una ideología, encarcelan y matan. Ponía Camus, como ejemplo de amistad verdadera, la de un hombre cuyo amigo había sido encarcelado y todas las noches se acostaba en el suelo de su habitación para no gozar de una comodidad arrebatada a aquel a quien amaba.

Añadía el novelista que la gran cuestión para los hombres que sufrimos es la misma: ¿Quién se acostará en el suelo por nosotros? Para un espectador neutral que conozca el cristianismo, esta pregunta recibe la respuesta más completa en la muerte de Cristo y en el ejemplo de su vida. Él es el buen samaritano que nos advierte contra la indiferencia ante el dolor ajeno, que nos anima a pararnos junto al que sufre y no pasar de largo. Así se puede entender que parte del sentido del sufrimiento quizá consista en ser despertador de un amor compasivo y desinteresado hacia el prójimo sufriente. Y estos sentimientos, que encontramos en La peste sin referencia religiosa, se reafirman al escuchar el agradecimiento de Cristo porque «estuve enfermo y en la cárcel y vinisteis a verme». La reflexión sobre estas breves palabras determinó la conversión de Francesco Carnelutti, un célebre penalista italiano. De forma implícita, su testimonio es quizá la respuesta adecuada a la gran pregunta de Camus: Ante mis ojos pasaron asesinos, violadores, parricidas, ladrones, y toda esa humanidad desconcertante, reducida con frecuencia a la condición animal. Y vi que el Dios de los cristianos se identificaba con ellos, sin excepciones ni exclusiones. No se identificaba sólo con la aristocracia de los presos políticos, o con los condenados injustamente, sino con el delincuente común. Entonces comprendí que ninguna fantasía religiosa podía haber inventado un Dios así. Sólo el propio Creador de esa humanidad oscura y desesperada podía haberse identificado con ella.



Auguste COMTE
La estatua de la Humanidad tendrá por pedestal el altar de Dios.

El positivismo
El siglo XX hereda del XIX tres poderosas concepciones ateas de la vida: el positivismo, el comunismo y el irracionalismo. En el origen de esta triple herencia, encontramos, respectivamente, a Comte, Feuerbach y Nietzsche. Auguste Comte (1798-1857) nació en Montpellier en una familia modesta, católica y monárquica. Estudió en la famosa Escuela Politécnica de París y se formó en la lectura de los en- ciclopedistas franceses y los empiristas ingleses. Al referirse a su fortísima y precoz vocación reformadora, escribirá:
Después de cumplir los catorce años, experimenté la necesidad fundamental de una regeneración universal, política y filosófica al mismo tiempo, bajo el impulso activo de la saludable crisis revolucionaria cuya fase principal había precedido a mi nacimiento. Comte, hijo legítimo de la Ilustración, estaba convencido de que la razón humana - la diosa Razón- es capaz de conocer a fondo todos los ámbitos de la realidad –el científico, el filosófico, el teológico, el artístico...-, sin que nada, absolutamente nada, quede fuera de su tupida red conceptual. Si algo parece escapar a esa malla, no será por mucho tiempo, pues el mito del progreso nos asegura que pronto apuraremos la copa de la sabiduría definitiva. Si algo, a pesar de todo, se resiste a ser comprendido, será tachado de irracional, de falso problema.
Educado en la tradición racionalista, Comte funda el positivismo, corriente de pensamiento que reduce el conocimiento humano al método científico experimental, declarando incognoscible la realidad inmaterial. El positivismo se atiene sólo a los «hechos positivos», entendiendo por tales los que pueden ser captados directamente por los sentidos y ser sometidos a verificación cuantitativa. Si es de justicia reconocer que supuso un importante avance para las ciencias empíricas y sociales, al mismo tiempo hay que achacarle una reducción arbitraria del conocimiento humano, porque, al descartar a priori toda realidad metafísica, queda atrapado en su propio materialismo.
La Ilustración y el positivismo entienden que el ser humano ha vivido prisionero de creencias irracionales y de supersticiones sostenidas por la autoridad y la costumbre. Pero ha llegado la hora de la Razón, y ella se encargará de luchar contra la ignorancia y dirigir nuestros destinos. Comte supuso que la humanidad atraviesa en su historia tres etapas sucesivas: la religiosa, la metafísica y la científica o positiva, que se corresponden con la infancia, la juventud y la madurez humanas. El hombre primitivo ignora todo, teme todo y cree que las fuerzas de la naturaleza son dioses y espíritus superiores. Con el tiempo, la razón va depurando esta explicación politeísta hasta llegar a un solo Dios, concebido como supremo principio metafísico. Pero la evolución constante de la razón acaba por descubrir que la metafísica es irreal e innecesaria, pues para explicar totalmente el universo sobra Dios y basta el conocimiento científico basado en la observación de los hechos y en la deducción matemática. El misterio desaparece y se convierte en problema, en algo que se resolverá cuando poseamos todos los datos. En esta progresión, el estadio positivo será el definitivo. En él, la ciencia lo explicará todo y sustituirá para siempre a los ídolos religiosos y a los mitos metafísicos.
Esta ley de los tres estadios -religioso, metafísico y científico o positivo- es muy sencilla de entender, pero no explica por qué los europeos de los siglos góticos sintieron al mismo tiempo una atracción irresistible por la metafísica y la religión. Si la ciencia, a su vez, entierra la religión y la metafísica, ¿qué decir cuando científicos como Pascal, Newton, Copérnico o Heisenberg se declaran íntimamente metafísicos y religiosos? Comte quiso acabar con la filosofía y con la religión, y consiguió que las tesis positivistas fueran para muchos intelectuales los dogmas de una nueva religión laica. Así, científicos y humanistas creyeron ciegamente los postulados más dudosos y las conclusiones más ingenuas. En nombre de la ciencia triunfó demasiadas veces la credulidad. Asombra, por ejemplo, que hombres como Pío Baroja llegaran a sostener ideas como las que pone en boca de uno de sus personajes: «¿No era científicamente un poco absurdo el furor que le entraba muchas veces al ver las injusticias del pueblo? ¿No estaba también determinado {...} que su cerebro tuviera una irritación que le hiciera protestar contra aquel estado de cosas violentamente?»
Lo cierto es que el positivismo dominó gran parte de la cultura europea durante un siglo. Fueron los años en los que la revolución industrial y científica llevaron a pensar, con entusiasmo general, que el progreso humano y social, además de constituir la verdadera y única fuente de la felicidad, era imposible de detener.
Flotaba en el ambiente un optimismo general, surgido de la certidumbre de avanzar hacia un bienestar generalizado en una sociedad pacífica y rebosante de solidaridad entre los hombres. Pero el positivismo pasa por alto lo que Dostoievski denominaba la mitad superior del ser humano: el complejo mundo de la interioridad personal. Y aspira a la objetividad, cuando la objetividad tampoco es toda la verdad. «La versión integral de la realidad no es, como tantas veces se supone, el puro objeto, sino esa complejísima trama de lo objetivo y lo subjetivo que constituye la existencia», dirá Ernesto Sábato. Existen múltiples ejemplos. Tú mismo, lector o lectora de esta página, puedes pesar 70 kilos, pero tú no eres 70 kilos. Y mides 180 centímetros, pero no eres 180 centímetros. Las dos medidas son exactas, pero tú eres mucho más que una suma exacta de centímetros y kilos. Tus dimensiones más genuinas no son cuantificables: no se pueden determinar numéricamente tus responsabilidades, tu libertad real, tu capacidad de amar, tu antipatía hacia tal persona o tus ganas de ser feliz. Con esto quiero decir que el éxito de la ciencia, y también su límite, consiste en su capacidad de cuantificar, pero los aspectos cuantificables de la realidad no son toda ella.
Por consiguiente, no parece legítima la pretensión positivista de considerar como único objeto de conocimiento lo que se puede medir, contar, verificar y expresar numéricamente. El prestigio de la ciencia llena nuestro tiempo, pero, al tomarla como único conocimiento posible, «se observa que no colma la vida del hombre, pues no habla de valores, de sentido, de metas y fines, de todo cuanto el ser humano requiere en su vida diaria auténtica. El mundo de la objetividad científica es un mundo cerrado e inhóspito» (López Quintás). Más allá de la ciencia, en cambio, encontramos la cara más interesante del ser humano, esa «mitad superior», en expresión de Dostoievski, donde aparecen aspectos tan poco cuantificables como los sentimientos: no se pueden pesar, pero nada pesa más en la vida. Se ha dicho que lo más importante en la vida es los amigos, pero la amistad no es asunto científico.

La religión positivista
En La filosofía de Agusto Comte, escribe Levy-Bruhl: «La historia de la humanidad puede ser representada, en cierto sentido, como una evolución que va de la religión primitiva (fetichismo) a la religión definitiva (positivismo).» Hablar de religión positivista sonará siempre a metáfora. Sin embargo, por increíble que pueda parecer, Comte diviniza su propio método y se declara fundador y Sumo Pontífice de esa nueva religión: Estoy persuadido de que, antes de 1860, predicaré el positivismo en Notre-Dame como la única religión real y completa.
El propósito de regenerar la sociedad asume en Comte la forma de una religión en la que se sustituye el amor a Dios por el amor a la Humanidad: el Ser que engloba y trasciende a todos los individuos. A imitación del universalismo católico, Comte crea su propio sistema eclesiástico y lo dota de dogmas filosóficos y científicos, ochenta fiestas, nueve sacramentos y sacerdocio. Habrá un bautismo laico y los días estarán consagrados a cada una de las siete ciencias. Los institutos científicos serán los nuevos templos laicos, habrá un Papa positivista, los jóvenes obedecerán a los ancianos y estará prohibido el divorcio.
Comte no simpatiza con el ateísmo a secas, pues le parece una postura negativa y pobre, que deja insatisfechas en el corazón del hombre las necesidades a las que Dios había respondido. En cambio, la nueva religión positivista orienta nuestros sentimientos y pensamientos hacia la Humanidad, «el único y verdadero gran Ser, del cual somos conscientemente miembros necesarios». De esta manera, «la Humanidad sustituye definitivamente a Dios». Y un día, convertida la catedral de Notre-Dame en el gran Templo occidental, «la estatua de la Humanidad tendrá por pedestal el altar de Dios». El positivismo es esencialmente una «religión de la Humanidad». Comte no dudaba en oponer a los «esclavos de Dios» a los «servidores de la Humanidad». Y «en nombre del pasado y del porvenir» invitaba a éstos, únicos capaces de «organizar la verdadera Providencia», a apartar para siempre a aquellos «perturbadores y reaccionarios». En su personal propuesta política, Comte excluía de los puestos directores de su ciudad, «por ser reaccionarios y perturbadores», a «católicos, protestantes y deístas»; en una palabra, «a todos los diversos esclavos de Dios».
En el peculiar calendario de la religión positivista, Comte ha previsto que se dé culto, según los meses y los días, a grandes bienhechores de la Humanidad: científicos, políticos, filósofos, militares y fundadores religiosos. Entre estos últimos, encontramos a Confucio, Moisés y Mahoma, pero no aparece Jesucristo. El fundador de la religión de la Humanidad declara que «mirará siempre como una obligación sagrada la justa glorificación de sus predecesores», pero ignora sistemáticamente al más importante. Cuando necesita nombrarlo, utiliza una perífrasis y no disimula su hostilidad: «Este personaje», que no fue más que un «aventurero religioso», no ha aportado nada a la humanidad, y era «esencialmente un charlatán», un «falso fundador, cuya larga apoteosis suscitará en el futuro un irrevocable silencio».
Si el cristianismo mira al cielo, la religión positivista mira a la tierra, y en ese sentido la política es el todo de esta religión. Lo mismo que Platón quiere que los filósofos gobiernen la polis, Comte aspira a que los positivistas gobiernen los Estados: Apoderaos de la sociedad, pues os pertenece, no según derecho, sino por un deber evidente, basado en vuestra exclusiva aptitud para dirigirlo bien, ya como consejeros especulativos, ya como dirigentes activos. No hace falta disimular que los servidores de la Humanidad vienen a sustituir a los servidores de Dios en todos los aspectos de los asuntos públicos, porque han sido incapaces de interesarse bastante por ellos y comprenderlos realmente.

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