jueves, 25 de agosto de 2011

Los confesionarios blancos

Raúl los ha visto en una fotografía y piensa en una bandada de gaviotas blancas a punto de emprender el vuelo. O quizá en garzas reales con las alas desplegadas secándose al sol.
―¿Qué son? ―pregunta al fin a su hijo―.
―Confesonarios.
―¿Todavía existen esas cosas?
―Claro…
Raúl recuerda entonces el viejo confesonario de su parroquia. Estaba escondido en un rincón oscuro al fondo del templo. Tenía seis años cuando se asomó por primera vez a la misteriosa ventanilla y miró a los ojos a un fraile agustino. Quizá se llamaba el padre Fidel, pero no está seguro. Era muy anciano y se acurrucaba allí dentro para leer un libro negro, viejo y ajado como las maderas del aquella especie de ataúd tenebroso. Raúl dijo “hola”, tragó saliva, se puso colorado y sin más preámbulos comenzó.
―Tengo siete pecados…
―¿Siete?
―Sí, los he contado.
Al final sólo dijo seis. A Raúl le daba mucha vergüenza contar que había estado curioseando en los cajones de la chica de servicio que trabajaba en su casa. Menos mal que el confesor no se dio cuenta de que faltaba un pecado.
Raúl ya no recuerda más. Tampoco lo que le aconsejó el sacerdote; pero, cuando hizo la Primera Comunión vestido de blanco, pensó que estaba cometiendo otro pecado gordísimo por callarse algo tan grave, e imaginó que el demonio se lo llevaría muy pronto al infierno.
Han pasado más de cincuenta años. Desde aquel día no ha vuelto a confesarse. Suele decir que odia la confesión porque tuvo una mala experiencia con un cura que le riñó. Él sabe que no es verdad. Otra mentira más para salir del paso.
Al fin va al Retiro. Allí está su hijo pequeño que trabaja como voluntario en la JMJ.
―¿Cómo va la cosecha? ―le pregunta―.
―No va mal. ¿Vas a confesarte tú también?
―Yo no creo en esas cosas. Yo me confieso con Dios sin intermediarios.
El hijo de Raúl, que por cierto se llama Rubén, le mira con cara de guasa:
―Yo también me confieso con Dios. Y Dios me dice siempre que pase por la garita. ¿A ti qué te dice?
Raúl hace un gesto con la mano como alejando un insecto y se sienta en un banco “para ver el espectáculo”.
Raúl comprueba que las confesiones son breves; que los chavales se ríen y los sacerdotes también. Una chiquilla de diecisiete o dieciocho años se le acerca y le deja una especie de folleto para hacer examen de conciencia. Raúl lo abre, pero no consigue leer una sola línea. Levanta la cabeza. En el primer confesonario hay un sacerdote muy joven que acaba de despedir a un penitente. El cura le mira y le invita a acercarse.
Raúl se sienta a su lado y, por un momento, tiene la impresión de que se encuentra dentro de un velero blanco navegando por aguas tranquilas; quizá por el lago del Retiro. Se lo dice al sacerdote y éste se ríe.
―Éste es un viaje mucho más bonito. Ya lo verás. ¿Cuándo te confesaste la última vez?
―Bueno; yo no venía a confesarme, pero es que el confesonario es tan blanco… Hace cincuenta y dos años… Además me callé un pecado que me parecía gordísimo, y ahora me da más vergüenza contarlo. Imagínese, iba a hacer la Primera Comunión.
Rubén, que ha contemplado la escena desde lejos, ve que su padre y el sacerdote hablan y hablan durante varios minutos y que al final, después de la absolución, se funden en un abrazo.
Raúl da gracias a Dios por el calor insoportable que hace en Madrid. El sudor le sirve para disimular las lágrimas.
Antes de alejarse, saca una foto del confesonario que acaba de visitar.
Dos días más tarde me enseña la foto, que está como fondo de pantalla en su Iphone y me cuenta la historia en presencia de su hijo.
―Si quiere, escríbala ―me dice―; pero, por favor, cambie el nombre y los detalles.
Amén

No hay comentarios:

Publicar un comentario