miércoles, 25 de enero de 2012

Los papas -7

Eugenio II (junio 824 - agosto 827)
Firmeza del papa.
La nobleza romana se unió al partido imperial en un esfuerzo para evitar que el clero hiciese triunfar su candidato. Los últimos meses del pontificado de Pascual habían sido muy duros. Wala, consejero de Luis y luego de Lotario, que estaba en Roma a la sazón, consiguió negociar una especie de arreglo mediante el cual se logró el reconocimiento de Esteban, arcipreste de Santa Sabina. El electo no se limitó a comunicar a Luis el Piadoso su levación, como estaba acordado: le juró fidelidad, reconociendo de este modo la soberanía del emperador. Su nombramiento fue, en general, bien acogido porque se esperaba de este modo conseguir más paz interna. Así fue, pero a costa de que el papa fuese solamente instrumento de la política imperial.
La «Constitutio romana».
Finalizaba el verano del 824 cuando Lotario apareció nuevamente en Roma proclamando su intención de restaurar el orden en la ciudad y establecer nuevas leyes que impidiesen las divisiones y tumultos. Eugenio II se plegó a estos proyectos y la consecuencia fue la llamada Constitutio romana del 11 de noviembre del mencionado año, que establecía un fuer- te control del Imperio sobre el Patrimonium Petri. Los capítulos más salientes determinaban:
-- Todas las personas declaradas bajo protección imperial o pontificia gozarían en adelante de inmunidad.
-- Se establecía el principio jurídico de los germanos de la personalidad de las leyes, de modo que cada uno sería juzgado por la ley romana, franca o lombarda, según su nación.
-- La administración de Roma y de los demás dominios pontificios se encomendaba a dos missi, uno imperial, el otro papal, los cuales elevarían cada año un informe al emperador.
-- Suprimiendo el canon establecido en el sínodo del 769, se decretaba que en las elecciones pontificias tomaría parte el pueblo junto con el clero.
-- Por último, que antes de que pudiera ser consagrado, el papa tendría que prestar juramento de fidelidad al emperador. En definitiva, la Constitutio venía a demostrar que al emperador, y no al papa, correspondía la autoridad soberana. La crisis a que el Imperio estaba siendo abocado, precisamente por derechos sucesorios, evitaría que se obtuviesen de ella los resultados que Lotario esperaba. Eugenio comenzó mostrando bastante independencia en dos asuntos: la reforma, que parecía tan necesaria, y la iconoclastia. En noviembre del 826 un sínodo reunido en Letrán, que aceptó desde luego la nueva forma propuesta para las elecciones y también la legislación franca referida a las Iglesias propias, promulgó numerosos cánones acerca de la simonía, deberes de los obispos, monaquismo, educación clerical, indisolubilidad del matrimonio, etc., que se hicieron extensivos a todas las Iglesias de Occidente sin consulta previa al emperador. En el mes de noviembre del 824 había pasado por Roma una embajada del emperador Miguel II (813-829) y del patriarca Teodoro, que intentaba negociar una fórmula que permitiese suavizar las aristas que despertara la iconoclastia. Eugenio advirtió que la doctrina formulada en el segundo Concilio de Nicea (787) era la única aceptable. Y no cedió ni ante una embajada de Luis el Piadoso ni ante los requerimientos de una comisión de teólogos, reunida en París el 825, contando con permiso del papa, que había llegado a conclusiones excesivamente críticas respecto al culto de las imágenes. Eugenio, que mantenía contacto estrecho con Teodoro de Studion y con los monjes iconódulos refugiados en Roma, proyectaba el envío conjunto de una embajada imperial y pontificia a Constantinopla, cuando falleció.

Valentín (agosto - septiembre 827)
Hijo de Leoncio de Vialata, miembro de la nobleza senatorial romana, había hecho carrera bajo Pascual I, siendo archidiácono. En su elección unánime tomaron parte los laicos, de acuerdo con la Constitución del 824. Según el Líber Pontificalis no reinó más que cuarenta días. No hay ninguna noticia acerca de su gobierno.

Gregorio IV (29 marzo 828 - 25 enero 844)
Elección.
Cardenal presbítero del título de San Marcos y miembro de la aristocracia romana, fue elegido por presiones de esta misma nobleza y de acuerdo con la Constitutio del 824, a finales del año 827, aunque no sería consagrado hasta el 29 de marzo siguiente, después de obtener el reconocimiento del representante imperial y hacerse el intercambio de juramentos. La jurisdicción imperial se hizo efectiva: a principios del 829 sería rechazada la apelación presentada por la sede romana contra el privilegio de Lotario a la abadía de Farfa, eximiéndola del tributo que pagaba a Roma.
Se rompe el Imperio.
El 832 los tres hijos mayores de Luis el Piadoso, Lotario, Pipino y Luis, protestando de que se hubiese alterado la Ordinatio Imperii del 817 a fin de dar parte en la herencia a Carlos el Calvo (832-887), nacido de un segundo matrimonio del emperador, se sublevaron contra su padre. Lotario ordenó a Gregorio IV que le acompañara en su viaje a Francia; el papa aceptó porque se trataba de una coyuntura que podía dejar establecida nuevamente su autoridad, pero un gran número de obispos, agrupados en torno al viejo emperador, le reprocharon que apareciese como incorporado a un bando rebelde y llegaron a amenazarle con romper la comunión con Roma. La respuesta del papa fue fría y contundente: a él, en virtud de la supremacía otorgada por Dios sobre la cristiandad, correspondía la custodia de la paz y, por ende, la mediación entre las partes en discordia. Cuando en el verano del 833 los dos ejércitos se enfrentaron en Rotfeld, cerca de Colmar, Gregorio intervino mediando entre un campo y otro. Descubrió entonces que había sido utilizado malévolamente por Lotario para encubrir una maniobra que tendía a impulsar a los nobles a que cambiasen de bando a fin de obligar a Luis el Piadoso a una completa capitulación. Los eclesiásticos llamaron a Rotfeld, Lügenfeld, esto es «campo de la mentira». Profundamente amargado, Gregorio regresó a Roma, mientras en su ausencia una asamblea de Compiegne (octubre del 833) decidía la deposición del emperador y el ingreso de Carlos en un monasterio. Apenas unos meses más tarde, en marzo del 834, nobles y obispos conseguirían la restauración de Luis el Piadoso: inmediatamente estableció contacto con Gregorio anunciándole su intención de peregrinar a Roma. Lotario consiguió impedir el viaje de una embajada pontificia, pero no evitó que una carta de Gregorio llegara a manos de Luis, restableciendo con ello la dignidad del papa. La muerte del emperador, el 840, desencadenó una guerra civil en la que ya no fue posible al papa interponer su mediación. Aunque el título imperial siguiera siendo único, el Imperio se dividió, iniciándose con ello una época de profunda crisis en la que la Iglesia y el pontificado serían víctimas. De inmediato se acusaron las consecuencias desfavorables sobre dos empeños del pontífice: el 831 había recibido en Roma a san Anscario, obispo de Hamburgo, a quien entregó el pallium y que venía a exponer los grandes planes de evangelización de escandinavos y eslavos; Amalario de Metz trabajaba en Roma para unificar textos litúrgicos que debían ser reconocidos como obligatorios. La expansión religiosa y la edificación de la unidad se vieron gravemente comprometidas. Peligro sarraceno. Una gran ofensiva musulmana se desencadenaba en el centro del Mediterráneo, precisamente en el momento en que los cristianos lograban en España una resonante victoria en Simancas (939) que les aseguraba el dominio de la meseta. El año 827 los sarracenos desembarcaron en Mazzara (Sicilia) y en los siguientes se apoderaron de Agrigcnto, Enna, Palermo y Mesilla (cS43). La resistencia de las milicias bizantinas fue muy fuerte, pero sin éxito. Nápoles y Amalfi se segregaron, convirtiéndose en repúblicas independientes. Nápoles, amenazada por el duque de Benevento, pidió auxilio a los árabes, repitiendo el tremendo error de los vítizanos en España. Los musulmanes desembarcaron en la península, tomaron Brindisi (838), Tárento (839) y Bari (811), desentendiéndose pronto de sus aliados. Venecia pudo impedir la entrada do los invasores por el Adriático, pero no que se hiciesen dueños del mar de Sicilia y del Tirreno. Unidades sarracenas alcanzaban con su razzias Spoleto, quemando y saqueando casas y campos a su paso. Roma se encontraba, pues, al alcance de los musulmanes. Gregorio ordenó construir en Ostia un bastión para evilar los desembarcos: fue llamado Gregorópolis.

Sergio II (enero 844 - 27 enero 847)
La división del Imperio privaba a Europa de una fuerza capaz de protegerla: vikingos en el norte, sarracenos en el Mediterráneo y pronto magyares en elosle, colocaban a la cristiandad en una posición sumamente difícil. Ahora Romoslaba en el mismo frente de batalla. Reinaba el pánico. Al producirse la muerte de Gregorio la población alborotada aclamó a un diácono llamado Juan, se apoderó de Lelrán, e intentó entronizarle allí. La nobleza, reunida en San Martín, eligió a uno de los suyos, Sergio, arcipreste de Roma en el pontificado anterior. La rebelión fue aplastada aunque el propio Sergio intervino para evitar la muerle de Juan. Anciano y enfermo de gota, el nuevo papa fue consagrado sin esperar la confirmación imperial. Tanto las normas de costumbre como la Constitutio del 824 habían sido quebrantadas. Por encargo de Lotario, su hijo Luis II (844-875), que gobernaba desde Pavía el antiguo reino lombardo, marchó a Roma llevando un considerable ejército; junto a él se hallaba uno de los principales consejeros del emperador, Drogo, obispo de Metz; sus tropas, que trataban a las comarcas que atravesaban como país conquistado, causaron grandes daños. Sergio supo calmar los ánimos porque no quedaba otra esperanza que la ayuda de los carlovingios. Un sínodo de veinte obispos italianos se encargó de examinar la elección; aunque fue confirmado, Sergio tuvo que prestar, con los ciudadanos de Roma, el juramento de fidelidad al emperador, prometiendo que en adelante no se procedería a la elección de papa sin orden previa de aquél y sin que estuviesen presentes sus missi. Drogo fue nombrado vicario con jurisdicción sobre todos los obispos al otro lado de los Alpes. Sin embargo, Sergio no cedió en las cuestiones fundamentales, como la rehabilitación de los obispos Ebbo de Reims y Bartolomé de Narbona, que habían tenido parte en la deposición de Luis el Piadoso, pues sólo al papa corresponde «hacer» y, por tanto, «deshacer» emperadores. Viejo y enfermo, Sergio era consciente de los peligros que amenazaban a Roma. Provocó el descontento de la población por sus esfuerzos para allegar dinero; en este punto su hermano Benedicto, a quien consagró obispo, se hizo responsable de numerosos pecados de simonía, con terrible daño para la moral. Fue inevitable que, en la conciencia de muchos, el ataque de los sarracenos en agosto del 846 fuese un castigo divino por la inmoralidad desatada. Ese año había fracasado un intento musulmán sobre la bahía de Nápoles, pero la flota, que conducía a 10.000 hombres según cronistas contemporáneos, desembarcó entre Porto y Ostia. La guarnición de Gregorópolis huyó y la milicia romana se refugió tras las murallas que databan de tiempos de Aureliano. Las basílicas de San Pedro y San Pablo fueron saqueadas. Ante el anuncio de que las fuerzas de Cesáreo de Nápoles y del rey Luis II convergían sobre Roma, los invasores se retiraron. Su flota fue, además, destruida por una tormenta. La muerte súbita de Sergio II se produjo a las pocas semanas de esta catástrofe.

León IV, san (10 abril 847 - 17 julio 855)
Un papa restaurador.
El mismo día de la muerte de Sergio II, en medio de las ruinas y desolación causadas por el golpe musulmán, fue elegido este benedictino de estirpe lombarda, aunque nacido en Roma, hijo de Rodoaldo, a quien Sergio II nombrara cardenal del título de los Cuatro Santos Coronados. Como tardara en llegar la confirmación imperial, se hizo consagrar el 10 de abril, alegando que el tiempo no permitía dilaciones. Era el hombre enérgico que se necesitaba en aquella ocasión. Garantizó que, pese a esta circunstancia, se mantenía la legalidad de la Constitutio. Luis II estaba llevando a cabo entonces la reconquista de Benevento, aplacando las discordias entre pretendientes y creando dos pequeños principados, Salerno y Benevento, destinados a servir de barbacana en la defensa contra los sarracenos. El nombre de León se nos conserva hoy en la «ciudad leonina». Fue, en principio, un recinto fortificado que, por encargo de Lotario y con apoyo económico de éste, se estableció en torno a San Pedro para defensa de esta basílica. El año 849 los musulmanes reaparecieron y contra ellos se unieron las flotas de Nápoles, Amalfi y Gaeta: de este modo logró el papa obtener una victoria decisiva en Ostia. A continuación fortificó Porto con refugiados corsos y re- construyó Centumcellae (la actual Civitavecchia) en un lugar dotado de mejores condiciones de defensa. Pudo disponer de años de verdadera tregua. Lotario estaba lejos. Pidió a León que coronara emperador a su hijo Luis II, y el papa accedió. A partir de entonces las relaciones con el Imperio se hicieron exclusivamente a través de este príncipe. Tales relaciones no fueron siempre pacíficas: la lejanía del emperador y las difíciles circunstancias de un Imperio atomizado y amenazado permitían al papa librarse de una tutela que resultaba ya molesta. Tres agentes imperiales que habían asesinado a un legado papal fueron ejecutados en Roma. Luis II sospechaba, con razón, que en la curia se conspiraba contra su autoridad. En relación con Constantinopla también mostró León la firme autoridad: reprochó al patriarca Ignacio que hubiera depuesto al obispo de Siracusa sin consultarle y dispuso que ambas partes, el despojado y el designado, comparecieran en Roma para que se produjera el juicio arbitral. Sus trabajos de restauración aprovecharon muchos otros edificios de Roma. La basílica de San Clemente conserva su retrato. Los años 850 y 853 se celebraron sínodos que pretendían reemprender la obra de reforma que Eugenio II ya comenzara. Fueron importantes las relaciones con los obispos de Inglaterra, a los cuales se remitió el año 849 una instrucción que era una exhaustiva respuesta a las preguntas que aquéllos formularan. Ethelwulfo de Wessex (839- 858) envió a Roma a uno de sus hijos, Alfredo, que quería ser monje, y León IV le distinguió con el nombramiento de cónsul honorario. Se trata del futuro Alfredo el Grande, y una curiosa leyenda afirma que el papa predijo que sería rey.
Las Falsas Decretales.
Importante, por las inesperadas consecuencias que se derivaron, fue el enfrentamiento con Hincmaro, obispo de Reims, a quien los obispos de Francia acusaban de exceso en su calidad de metropolitano. Lolario insistió en que se le nombrara vicario y se enviara el pallium, pero León se negó, remitiéndolo en cambio al obispo de Autun. Hincmaro, en un sínodo celebrado en Soissons, había declarado nulos todos los actos de su antecesor, Ebbo, y el papa revocó el sínodo con todas sus consecuencias. En relación con esta querella aparecen las Falsas Decretales o colección de cánones atribuidas a san Isidoro. Ya Paul Fournier (Étude sur les Fausses Decretales, Lovaina, 1907) había apuntado que esta curiosa colección fue redactada entre los años 846 y 852, en Le Mans, o entre los clérigos que se oponían a Hincmaro. Pero apuntaba m;ís lejos y de ahí sus extraordinarias consecuencias. Por vez primera se denunciaban los peligros de la feudalización. En el sínodo de Epernay (junio del 846) se suscitó la grave cuestión de que los señores feudales estaban sometiendo a la Iglesia, dentro de sus dominios, a la ley del vasallaje, que se estaba generalizando. Al advertir los clérigos la falta de una legitimación adecuada decidieron fabricar una mezclando invención y realidad: Gastón Le Bras precisa los años 847 y 852 como lapso de reacción, ya que en la segunda de dichas fechas el Pseudo Isidoro empieza a ser mencionado. Para Horts Führmann (Einflusse und Verbreitung der pseudoisidorischen Fálschungen von ihrem Auftauchen bis in die neuere Zeit, Stuttgart, 1972), el objetivo perseguido era: a) proteger a los clérigos y su patrimonio de los poderes feudales en crecimiento; b) hacer de la sede episcopal la célula esencial de la organización eclesiástica, poniéndola a cubierto de los abusos de los metropolitanos; y c) afirmar el primado del papa, ya que en él se apoyaba el poder de los obispos.

Benedicto III (29 septiembre 855 - 17 abril 858)
La papisa Juana.
Una curiosa leyenda sitúa entre León IV y Benedicto III el fantástico episodio de la papisa Juana. Vivía en Roma un diácono muy apreciado por su cara de ángel y su profundo saber. Nacido en Ingelheim, cerca de Maguncia, aunque de padres anglosajones, había estudiado en Atenas antes de llegar a la capital de la cristiandad; tal era el origen de su conocimiento del griego y de los saberes orientales. Elegido papa con el nombre de Juan, trabajó infatigablemente, permaneciendo hasta altas horas de la noche con su principal colaborador, Sergio. Pero en una ocasión en que presidía una procesión le acometieron los dolores del parto y se descubrió que se trataba de una mujer. La justicia la condenó a morir arrastrada por un caballo. La más antigua noticia de esta curiosa superchería aparece en la Chronica universalis Mettensis, escrita hacia el año 1250 y atribuida al dominico Juan de Mailly. La repite hacia 1265 la Chronica de Erfurt, aunque sitúa el episodio tras la muerte de Sergio III, el año 914. Martin de Troppau añadiría que, durante mucho tiempo, los papas, en sus procesiones, evitarían pasar por el lugar donde había tenido lugar el parto y la muerte. La leyenda alcanzó tanta amplitud que en el siglo xv se hizo figurar un busto de la papisa en la colección de la catedral de Siena.
Pontificado conflictivo.
No existe posibilidad cronológica de insertar la leyenda entre León y Benedicto III porque ambos se sucedieron sin solución de continuidad. A los pocos días de la muerte de aquél fue elegido Benedicto, que era cardenal-presbítero de San Calixto. No fue una elección indiscutida, pues el clero mostraba su preferencia por el cardenal del título de San Marcos, Adriano, que se negó a aceptar. El partido imperial tenía su propio candidato en el bibliotecario Anastasio que, tras su cese y excomunión decretados por León IV, había buscado refugio en la corte de Luis II. Los imperiales, aprovechando que aún no se había dado el plácet previo a la consagración, se apoderaron de Letrán y encerraron en prisión a Benedicto. Roma vivió un auténtico clima de guerra civil hasta que Anastasio y sus favorecedores se convencieron de que no iba a triunfar; con los musulmanes instalados en Bari no convenía al emperador tal ruptura. Se llegó a un acuerdo: Anastasio pudo retirarse como abad de un monasterio aceptando la consagración de Benedicto, que tuvo lugar el 29 de septiembre del mismo año. La muerte de Lotario y la necesidad de establecer una regulación sucesoria entre sus hijos Lotario II, de quien procede el término Lotaringia (Lorena), Luis II de Italia y Carlos de Provenza (855-863), permitieron al papa afirmarse. Guiado por los consejos de quien sería su sucesor, Nicolás, mostró energía frente a los desarreglos de los carlovingios: amenazó a Huberto, hermano de la emperatriz Teutberga de Lorena, con la excomunión, si no detenía sus pretensiones de señor feudal sobre los monasterios; exigió que Ingeltruda, esposa del conde Bos, que había buscado con su amante refugio en aquella misma corte, fuera devuelta a su marido. La Iglesia tropezaba con el menosprecio de las normas matrimoniales. A instancias de Hincmaro de Reims accedió a confirmar las actas del Concilio de Soissons, pero haciendo la salvedad de que únicamente en el caso de que los informes por él recibidos fuesen correctos. Ante Bizancio no dejó de invocar la primacía romana, y cuando el patriarca Ignacio comunicó la deposición de Gregorio de Siracusa y de otros obispos, advirtió que los depuestos podían acudir a Roma para que fuese rectamente juzgada la causa.

Nicolás I, san (24 abril 858 - 13 noviembre 867)
Un gran papa.
Nacido en Roma hacia el año 820, Nicolás era hijo de un alto oficial de nombre Teodoro, y durante los tres últimos pontificados había ocupado una posición sumamente influyente. Fue elegido después de que el cardenal Adriano rechazara por segunda vez el nombramiento, y con la aprobación de Luis II que se había apresurado a acudir a Roma al conocer la muerte de Benedicto. Hombre de formidable energía, una de sus primeras y sorprendentes decisiones consistió en llamar a la corte a Anastasio que, durante muy corto tiempo, jugara el papel de antipapa. Es cierto que, como destaca E. Perels (Papst Nikolaus I und Anasthasius Bibliotekarius, Berlín, 1920), se trataba de un hombre de cualidades extraordinarias, conocedor del griego, precisamente por su estrecha relación con la colonia helénica existente en Roma en aquellos tiempos. Consejero de Nicolás, especialmente para cuestiones bizantinas, el apellido con que se le conoce responde al oficio que se le confió mucho más larde por Adriano II. Nicolás completaba su energía con una gran altura moral: defensor de la dignidad humana, negaba que pudiera aplicarse la tortura, ni siquiera a ladrones o bandidos manifiestos; coincidía con las Falsas Decretales en la concepción de una estructura jerárquica para la Iglesia; y, en su correspondencia con los reyes, trataba de hacerles distinguir entre la legitimidad de origen que corresponde al nacimiento y la de ejercicio que se identifica con la justicia. Sentía verdadera obsesión por esa justicia, enfrentándose con cuantos se oponían a ella o a los principios de la moral, sin preocuparse por las consecuencias. Nicolás I es uno de los grandes papas en la historia de la Iglesia. Vicario de Cristo, representante de Dios en la tierra, tenía el convencimiento de que le asistía autoridad completa sobre toda la Iglesia, siendo los patriarcas y metropolitanos engranajes para la comunicación con los obispos, y los sínodos instrumentos para la corrección de cualquier deficiencia o desviación en materia de fe o de costumbres. Negaba a los poderes laicos derechos a intervenir en cuestiones religiosas; pero él se sentía llamado a ejercer la vigilancia sobre la moralidad del emperador, los reyes y sus mandatarios. El 861 excomulgó al arzobispo de Rávena, Juan, porque oprimía a los sufragáneos y se adueñaba del patrimonio que pertenecía al pontífice. El prelado huyó a Pavía buscando la protección de Luis II, y éste le aconsejó que se sometiera. Juzgado en Roma por un sínodo, alcanzó la absolución después de jurar que iría a Roma cada dos años y no ordenaría a ningún obispo sufragáneo sin la autorización pontificia.
Conflicto con los carlovingios.
Hincmaro, mencionado con anterioridad, era un sabio y eminente obispo de Reims que, en su calidad de metropolitano, aspiraba a ejercer un dominio completo sobre las demás sedes de Francia. La deposición de su antecesor, Ebbo, había sido debida a motivos estrictamente políticos, relacionados con las luchas entre los hijos de Luis el Piadoso (sínodo de Thionville, 835); restaurado el 840 por influencia del emperador Lotario y vuelto a deponer el 843, había tomado una serie de decisiones en el tiempo en ue ocupó la sede; entre ellas, ordenaciones presbiterales. Fueron todos estos actos los que el mencionado sínodo de Soissons (853) declaró nulos. Para Hincmaro este sínodo, cuyas actas confirmara Benedicto III sub conditione, era la piedra de toque de su legitimidad. Ahora uno de aquellos presbíteros ordenados por Ebbo, Wulfado, consejero de Carlos el Calvo, a quien éste quería promover obispo de Bourges, apeló al papa. Nicolás I explicó a Hincmaro cuál era la alternativa: o restituía por su propia autoridad a los presbíteros ordenados por Ebbo, o consentía que éstos apelaran al papa (primavera del 860). Un sínodo, de nuevo en Soissons (agosto del 860), rechazó la idea de un nuevo proceso y recomendó que el papa concediera por sí mismo la gracia. Ambas partes buscaban apoyo argumental en las Falsas Decretales. Sin esperar a una decisión definitiva, Wulfado fue obispo. A esta cuestión se mezcló, sobre la marcha, otra. Hincmaro excomulgó al obispo Rotado de Soissons, por desobediencia, encerrándole en un monasterio (861-862). En ambos casos Nicolás hizo valer la autoridad suprema que como a primado le correspondía: ordenó llevar las causas a Roma. El 24 de diciembre del 864 fueron devueltas a Rotado las insignias episcopales; dos años después se declaraba legítimos a todos los sacerdotes ordenados por Ebbo. En el sínodo de Troyes (25 de octubre del 867) los obispos aplaudieron esta decisión, dando por liquidado el episodio --era una victoria que obtenían sobre sus metropolitanos—y solicitaron del papa que, a falta de la legislación pertinente, él fijara mediante decretos los poderes y facultades que correspondían a los arzobispos. Por primera vez, durante esta contienda se hizo desde Roma referencia expresa a las Falsas Decretales: se ha supuesto que fueron llevadas a Roma por Rotado, des- de Soissons, en apoyo de su causa. Uno de los cometidos que desde la Sede Apostólica se reclamaba era la vigilancia del orden moral, que abarcaba también a los reyes en cuanto miembros de la Iglesia. Lotario II había contraído matrimonio con Teutberga por razones políticas relacionadas con la Alta Saboya; de ella no tuvo descendencia, pero de su amante Waldrada habían nacido dos hijos, Hugo y Gisela. Deshacer el primer matrimonio para legitimar a estos hijos era importante para la pervivencia del conjunto de dominios que iban de los Alpes al mar del Norte y que estaban siendo llamados con el nombre de Lotaringia. Teutberga fue acusada de haber cometido incesto con su hermano Huberto antes de la boda. Ella acudió a un juicio de Dios en que, sin que ningún Lohengrin tuviera que aparecer, probó su inocencia (858). Pero más tarde, y sometida a malos tratos, confesó su culpa: los arzobispos Gunther de Colonia y Tietgaudo de Tréveris admitieron esta confesión (860), y el año 862 un sínodo admitió el segundo matrimonio del rey. Teutberga consiguió huir refugiándose en la corte de Carlos el Calvo --personalmente interesado en que no hubiera descendencia legítima de su sobrino-- y apeló a Roma. Un largo escrito de Hincmaro de Reims acompañaba esta apelación: la reina era inocente y, de todas formas, su culpabilidad no permitía un segundo matrimonio. El año 862 Nicolás I despachó dos legados, los obispos Rodoaldo de Porto y Juan de Cervia, con el encargo de presidir un sínodo en Metz: en él debían debatirse dos asuntos: el del matrimonio de Teutberga y el de Godescalco, un teólogo condenado por defender la predestinación, cuya causa había sido elevada a Roma. La muerte de Carlos de Provenza retrasó la prevista reunión del concilio: sus hermanos se repartieron la herencia, asunto nada fácil. Así que las sesiones no pudieron comenzar hasta el mes de junio del 863. La sentencia contra Godescalco, por herejía, fue confirmada; el acusado murió poco tiempo después. Pero en cuanto al otro caso, los legados aceptaron la opinión del sínodo respecto a la nulidad del matrimonio de Teutberga y la autorización a Lotario II para contraer nuevas nupcias. Gunther de Colonia y Tietgaudo de Tréveris fueron los encargados de llevar a Roma las actas sinodales. Con plena serenidad, Nicolás reunió en Letrán una asamblea de clérigos y obispos, haciendo comparecer ante ella a los dos embajadores del sínodo: entonces las actas del sínodo quedaron anuladas y los dos obispos depuestos. Gunther y Tietgaudo acudieron a Luis II en busca de amparo, pero él se limitó a recomendarles que se sometiesen al papa. También Lorario II se sometió: recibió a Teutberga como su esposa y puso a Waldrada en poder de los legados pontificios. Durante el viaje, sin embargo, la dama huyó, volviendo a reunirse con su amante. Fue una gran oportunidad: que aprovecharon Carlos el Calvo y Luis el Germánico: reunidos en Metz.; (mayo del 867) acordaron que, ante la perspectiva de la falta de sucesión, se repartirían los dominios de Lotario II cuando se produjera su muerte, sin tener en cuenta a Luis II. Ante esta perspectiva, Lotario anunció su propósito de peegrinar a Roma, donde la influencia de su hermano era muy grande, con la esperanza de alcanzar alguna especie de reconciliación en el papa. La muerte de Nicolás I frustró este propósito, pero es indudable que el papa, en la cuestión del matrimonio, no hacía concesiones: el sacramento es intangible. Toda la política en relación con Bizancio se encuentra dentro de las mismas coordenadas: la Sede Apostólica es primera y suprema autoridad, aunque estaba dispuesta a reconocer a Constantinopla el segundo puesto. Las relaciones con el patriarca Ignacio (797-877), hijo de Miguel I Rangabé (811-813) y consejero de la emperatriz regente Teodosia, eran buenas. Dos facciones se le oponían: una clerical, dirigida por Gregorio Asbesta, un metropolitano de Siracusa, refugiado en Bizancio tras la invasión de Sicilia por los musulmanes, y la otra palatina, dirigida por Bardas, tío del emperador, a quien Ignacio negaba la comunión porque vivía en relación incestuosa con su nuera, Eudoxia. Cuando Miguel III (842-867) alcanzó la mayoría de edad, ambos partidos se pusieron de acuerdo para enviar a Teodosia a un monasterio y deponer a Ignacio, que fue acusado de alta traición. Para sustituirle escogieron a un laico, Focio (820? - 895), maestro brillante, famoso y de buena familia, a quien Asbesta inmediatamente confirió las órdenes. Focio envió a Nicolás I sus cartas sinodales, redactadas en forma muy correcta, en las cuales se daba a entender que Ignacio había renunciado a su cargo para poder recluirse en un monasterio. El papa respondió por medio de dos legados con instrucciones para enterarse de lo sucedido. Ellos se dejaron ganar por los honores tributados --resultaba especialmente significativa la aclamación al primado de Roma-- y presidieron el sínodo (abril del 861) en que se confirmó a Focio. Una vez más, aunque inútilmente, los romanos reclamaron la jurisdicción del Iliricum. En el intervalo, Nicolás I había recibido noticias de partidarios de Ignacio que le daban una versión distinta y más correcta del proceso. Al mismo tiempo tenía informaciones acerca de la penetración misional que, al margen de la autoridad pontificia, se estaba produciendo en Bulgaria y Moravia. Un sínodo celebrado en Letrán en agosto del 863 anuló las actuaciones de los legados en Constantinopla, reconoció a Ignacio como legítimo patriarca y rechazó a Focio no por ser laico, sino por haber ocupado una sede que no estaba vacante. Bardas se encolerizó, amenazando al papa con la ruptura de relaciones. El jefe de los búlgaros, que acabaría titulándose tsar (cesar) y había sido bautizado por sacerdotes griegos que le enviaron Focio y Miguel, mudando su nombre de Boris por el del propio emperador (864), aspiraba a conseguir para la Iglesia de su reino alguna clase de autocefalia, reclamando una sede metropolitana, cosa que ni Focio ni Miguel estaban dispuestos a conceder. Entonces Boris se dirigió a Nicolás I, que envió dos legados para que respondiesen a las cuestiones pastorales y litúrgicas planteadas por el rey, al que explicaron el propósito romano de que, como en otras partes, hubiera también en su reino una sede metropolitana. Boris quiso que uno de estos legados, Formoso, fuera nombrado para dicha sede. Nicolás rechazó la demanda, alegando uno de los cánones vigentes que prohibía a quien ya era obispo posesionarse de otra sede. De cualquier modo, Bulgaria entraba en la obediencia de Roma.
La misión eslava.
En una obra ya clásica y fundamental, F. Dvornik (Les légendes de Constantin et de Methode, vues de Byzance, Praga, 1933) ha conseguido desenmarañar estas difíciles cuestiones. Por el tiempo en que Boris (852- 889) contactaba con Roma, un príncipe eslavo, Rostislav de Moravia, se había dirigido a Bizancio solicitando misioneros que instruyeran a su pueblo en la fe. Fueron designados dos hermanos, Cirilo y Metodio, oriundos de Tesalónica, pero que hablaban el eslavo y que en el 860 realizaron con gran éxito una misión cerca de los khazaros de Crimea. Fue durante este viaje cuando Cirilo encontró una traducción de los Evangelios al ruso, que le sirvió de base para emprender su propia versión de la Biblia. Para expresar los sonidos de las lenguas eslavas tuvo necesidad de adaptar los signos gráficos del alfabeto griego: así nació la escritura que aún se llama cirílica. El año 867 Nicolás I llamó a ambos hermanos a Roma, para que rindiesen cuenta de su trabajo y recibir nuevas instrucciones, y ellos obedecieron. Nicolás no pudo conocerles personalmente, ya que falleció antes de que llegaran a la Ciudad Eterna. En ambos casos se trataba de una victoria romana: los eslavos se preparaban para entrar en el cristianismo a través de la obediencia a la Sede Apostólica. Las relaciones entre Roma y Bizancio se endurecieron. Sin embargo, Nicolás I no quería una ruptura: el 28 de septiembre del 865 escribió nuevamente a Miguel III y a Focio, proponiendo negociaciones en torno a los acuerdos tomados en el sínodo laterano del 863. Fue Focio quien optó por la guerra. Encontró que en las respuestas llevadas por Formoso a los búlgaros había un grave desprecio hacia las costumbres litúrgicas orientales y lanzó graves acusaciones en una carta en que denunciaba a la Iglesia de Occidente por desviaciones en la conducta, imposición del celibato a los clérigos e introducir en la doctrina la doble procedencia del Espíritu Santo (cuestión del Filioque). Subyacía en todo este asunto la preocupación política por la presencia latina en Bulgaria y oravia. En el verano del 867, un concilio presidido por Focio en Constantinopla declaró depuesto y excomulgado a Nicolás I, bajo acusación de herejía. El emperador llegó a proponer a Luis II, que había buscado la estrecha alianza con Bizancio para defenderse de los musulmanes, que tomara la iniciativa de expulsar a Nicolás de Roma. El papa se dirigió a Hincmaro de Reims, buscando una especie de movilización en su favor de los obispos occidentales. Fue entonces, en el calor de la discordia, cuando se escribieron dos primeros libros en que se abordaban los supuestos errores doctrinales de los griegos: la carta de Odón de Beauvais y el tratado Adversas graecos de Eneas de París.

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