miércoles, 27 de junio de 2018

Me paso cuatro pueblos



Algunas veces me avergüenzo de escribir en el globo sobre asuntos tan banales.

Enciendo el telediario o cualquier informativo radiofónico y oigo que cientos de miles de personas aporrean las puertas de Europa porque huyen de la persecución y de la guerra, y aquí los recibimos con un democrático telón de acero.

Se resfría china y estornudan las bolsas de occidente.

El terrorismo islámico prepara las próximas bombas y ya ha decidido en qué nación reventarán. Han echado la bolita en el bombo para sortear el lugar, la fecha y la hora de la explosión. Lo importante, pensamos, es que la lotería del terror le toque al vecino para que sigan llegando turistas a nuestra tierra.

Matan a dos periodistas "en directo" y no nos conformamos con saber la noticia. Queremos ver imágenes, oír los gritos y sobresaltarnos con los disparos. Se conoce que necesitamos sentir emociones nuevas y ver sangre a todo color mientras comemos macarrones con tomate. Que repitan el vídeo a cámara lenta para no perder detalle; es el sacrosanto derecho a la información.

Los terroristas, celosos, afilan de nuevo sus los alfanjes para seguir degollando infieles y trasmitirlos al mundo entero por YouTube. Nos hemos acostumbrado. Ya no nos impresiona demasiado.

Nuestro continente envejece a marchas forzadas, y en esta carrera hacia la decrepitud, España marcha en cabeza muy destacada, decidida a ganar la medalla de oro. No hay niños para tomar el relevo. Ni siquiera para pagar las pensiones. Es un suicidio demográfico a corto plazo, pero casi nadie quiere enterarse. 

Una de las naciones más viejas del viejo continente sufre entre tanto una epidemia aldeana  de egoísmos enfrentados, que amenaza con desintegrarla como en los tiempos de los taifas. No hay que preocuparse; crecemos al cuatro por ciento, hay dinero para seguir corrompiéndonos, vamos a prohibir las corridas de toros y cambiaremos los nombres de las calles. 

Perdonadme, amigos. Ya sé que me he pasado ocho pueblos. Mi problema es que me siento culpable por no dedicar  tiempo y espacio a esos penosos asuntos. Tampoco lo he dedicado a otros más alegres que necesitarían ser comentados con rigor. Pienso, por ejemplo, en el Sínodo sobre la familia que concluirá en Roma dentro de un par de meses. Si hiciéramos caso a los titulares de prensa, pensaríamos que la Iglesia prepara una especie de revolución doctrinal y antropológica. Nada más falso. La familia natural y cristiana resiste todos los embates.

Pidamos al Señor que las familias sean las primeras evangelizadoras de este continente que agoniza; que los matrimonios sean más generosos, que nazcan muchos niños y sepan educarlos en la verdad y en la libertad; que no tengamos miedo a confesar nuestra fe y a vivir como cristianos; que Europa despierte y abra sus puertas a los que llegan pidiendo ayuda. Ellos, con la ayuda de Dios, curarán la demencia senil que padecemos.

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