viernes, 22 de junio de 2018

"Autobiografía del hijito que no nació" de Hugo Wast Capítulo XV


¡Que no me maten, Dios mío, yo quiero ser sacerdote!

Mi ángel ya no teme que yo me duerma cuando él me habla con tanta seriedad.
Yo comprendo que están acercándose para mí las horas más trágicas. Mi pobre madre, ahora en casa de la suya, que es mi abuelita, vive en paz, sin disputas. Pero sabe que esta preciosa paz que le permite ir todos los días a comulgar, llenándose de luz y tomando fuerzas, no puede durar.
El ángel vuelve a hablarme, y esto lo sabe por el arcángel Gabriel, de que los hombres cegados por la maldad del diablo no tienen idea de lo que el mundo pierde con estos asesinatos sin número que cada día se cometen, en lo más puro de la humanidad, que son sus niñitos.
Dice que muchos sabios siniestros andan propagando sistemas para contener el aumento de las gentes, aduciendo que pronto la tierra no podrá alimentar a su población. Con el aparente miedo de que algún día esos niños por falta de alimento puedan morir, se anticipan a matarlos desde ahora. Y dice que este pecado infernal ha excluido de la existencia a seres que habrían sido inventores prodigiosos, infinitamente superiores a los que se han conocido, genios que con sus descubrimientos habrían conjurado todo peligro de que la humanidad aun multiplicada por cien pudiera encontrarse estrecha en los ámbitos de la tierra. Más aún, que algunos de esos niñitos arrancados a la vida iban a ser cerebros capaces de hallar la manera de que los hombres conquistaran pacíficamente nuevas tierras en los astros y difundir en ellos la fe y el servicio de Dios. Todo esto ha sido borrado, aniquilado por las infames prácticas de lo que llaman restricción de la natalidad.
Me pondera el ángel lo que habría adelantado el mundo en otras cosas, menos materiales, como son las artes o la ciencia del alma. Entraba en los planes de Dios, me dice Absalón, que el hombre (Adán y Eva) llenara la tierra con su descendencia y la dominara. Y ahora el hombre que no confía en Él, no se atreve a crear un descendiente más y de hace impotente él mismo para dominar su propio imperio.
¡Qué inmensos horizontes se abren a mi pequeño pensamiento con estas grandes palabras!
¿Podré yo, algún día, ser sacerdote y contribuir a que por mi parte se cumplan los planes de Dios?
Hoy en la Iglesia cuando mamá comulgó, me sentí tan cerca de Jesús en su corazón, que volví a rezar casi en sus oídos mi oración de siempre:
- ¡Que no me maten, Señor y Dios mío! ¡Yo quiero ser sacerdote!
Esa fue la última vez que pude rezar cerca de Cristo en persona, porque fue también la última vez que mi pobre madre comulgó.
Vino, pues, mi padre y se llevó a mi madre a Buenos Aires.
Le bastó una ojeada para comprender la comedia que ella estaba representando. Ya no era posible mantener el secreto. Mi pequeño cuerpo se había desarrollado tanto que para un ojo experto era inútil toda ficción.
Él se limitó a decir pocas palabras, que me hicieron temblar en aquel mi refugio que duraba ya varios meses.
- Ahora será más difícil extirpar eso, pero el doctor lo arreglará bien. No sufrirás mucho, no te asustes.
En el tono inflexible se advertía su extrema cólera y su inexorable decisión. Tuvimos dos días de paz. Mi padre parecía tranquilizado. Además el doctor negro se hallaba ausente, en un país lejano, a donde había ido a dar conferencias sobre su maldita "especialidad".
Mi ángel me contaba todo y me hacía rogar a Dios por mi madrecita, agotada de fuerzas para las nuevas arremetidas que iba a soportar de mi padre, irritado e inflexible.
Mi desventurada madre nunca tuvo voluntad. Débil, apocada, se hubiera dejado matar. Tal vez ahora sería capaz de defender su vida, porque en ella se sustentaba la mía. Ya mentalmente me había bautizado con el hermoso nombre de Jesús.
Yo me dirigí a él, rogándole que auxiliara a mi madre.



Nota: Este escrito es del año 1962.

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