viernes, 12 de noviembre de 2010

Requiem

Este mundo moderno no es sólo un mundo de mal cristianismo, esto no significaría nada, sino que es un mundo incristiano, descristianizado. El desastre precisamente es que nuestras mismas miserias ya no son cristianas. También eran malos los tiempos bajo los romanos. Pero vino Jesús. Y no perdió sus años en gemir e interpelar a la maldad de la época. Él zanjó la cuestión. De manera muy sencilla. Haciendo el cristianismo. No se puso a recriminar ni a acusar a nadie. Él salvó. No incriminó al mundo. Lo salvó. (Charles Peguy, Veronique).

Apuntes de una conversación de Mons. Luigi Gigiussani. La thuile, Aosta, 1991.
En el Réquiem de Mozart se representa sintéticamente el Juicio en el que queda a salvo la dignidad de la libertad y la libertad de Dios. Se comienza con la afirmación irrebatible de la supremacía de Dios, del dominio de la justicia y la verdad. Y de repente, acaba como interrumpida por algo que se introduce y dulcifica aquella dureza, de la justicia, aquella afirmación áspera de la verdad. La enternece una petición, una súplica que sabe puede ser realizada… Así comienza el primer pasaje. Rex tremendae majestatis, rey de terrible majestad, a quien ningún hombre puede tocar.
La torre de Babel es el emblema del esfuerzo colectivo de toda la humanidad para destronar a Dios, para concebir un mundo sin Dios. Los efectos de esta Babel explotan sistemática y periódicamente en la historia. A nosotros nos toca vivir un momento de este tipo. Lo estamos viviendo, todavía no ha terminado; lo peor ha de venir. Rey de terrible majestad.
Y de improviso: qui salvandos salvas gratis, que tienes voluntad de salvación gratuita, amorosa, salva me fons pietatis, salva mi vida, fuente de amor.
Este Juicio se detalla en un segundo pasaje: confutatis maledictis, flammis acribus adictis, daréis cuenta de toda palabra dicha inútilmente, se juzgará a todos. Y a continuación del Juicio, la súplica: voca me qum benedictus, llámame también a mí con los que se salvarán. Por eso me arrodillo ante Ti y te pido, con el corazón partido, casi hecho cenizas: gere curam mei finis, toma en tus manos la preocupación por mi destino.
Esta supremacía de Dios, intocable, este Juicio pormenorizado e inexorable, se desvela en el tercer pasaje: lacrimosa dies illa, aquel día lleno de lágrimas, de dolor, en el que saldrá del fuego universal el hombre pecador, el hombre reo, para ser juzgado. E inmediatamente después la súplica: Huic ergo parce, Deus: pie Jesu Dómine doma eis réquiem, ¡perdona, oh Dios, piadoso Jesús, Señor! ¡Concédenos la paz!

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