miércoles, 28 de marzo de 2012

los papas - 20

Benedicto XII (20 diciembre 1334 - 25 abril 1342)
La persona.
Siete días duró esta vez el cónclave. Una noticia sin confirmar, aunque muy significativa, pretende que el cardenal de Comminges no fue elegido porque rechazó un compromiso de no volver a Roma. Fue designado entonces un languedociano de alrededor de cincuenta años, Jacques Fournier, nacido de una familia sencilla en Saverdun, cerca de Toulouse, monje cisterciense desde su niñez, al cuidado de su tío que era abad de Fontfroide, cerca de Narbona. Maestro de teología por la Universidad de París y sucesor de su pariente en la abadía, fue obispo de Pamiers (1317), Mircpoix (1326) y cardenal de Santa Prisca (1327), sin abandonar el hábito y las costumbres cistercienses. Como obispo se había distinguido en la persecución a los herejes, hasta convertirse en un experto del procedimiento inquisitorial, aunque prefería la reconciliación y no la condena de los acusados. Juan XXII le había utilizado como su principal colaborador en cuestiones teológicas.
Líneas fundamentales del pontificado.
Muchos de los debates que se han producido en torno a su política, han sido despejados por la obra de J. Koch (Der Kardinal Jacques Fournier (Benedikt XII) ais Gutacher in theologischen Prozessen: Die Kirche und ihre Ámter und Stande, Colonia, 1960) y por la exhaustiva publicación de sus cartas. Su primera declaración doctrinal fue para declarar que los niños y los que nada tienen que purgar entran directamente en el cielo en la presencia de Dios. Aunque dio buenas palabras a los enviados que le suplicaban el retorno a Roma, nada hizo para llevarlo a cabo; dispuso en cambio la construcción de un gran palacio en Avignon, trasladando los archivos de la curia a esta ciudad. El argumento que se esgrimía para justificar esta conducta seguía siendo que las violentas querellas internas seguían siendo un obstáculo insalvable para el retorno a Roma. Se afirmaba que Avignon era una ciudad absolutamente pontificia, sin los problemas que en aquella otra ciudad planteaban los grandes linajes. Las obras, dirigidas por el arquitecto Pedro Posson, se iniciaron en 1335: ese mismo año un dominico, Venturino de Bergamo, con sus predicaciones, exaltaba los ánimos de los romanos contra el papa. También Petrarca, decepcionado definitivamente en sus esperanzas, le criticaría con aspereza. Contrario al nepotismo, Benedicto comenzó expulsando de la curia a cuantos no tenían en ella un oficio definido, y ordenando a los beneficiados que cumpliesen sus deberes de domicialización. Abolió expectativas y encomiendas, salvo las de los cardenales, y emprendió la reforma de las órdenes religiosas, comenzando por la suya propia, el Cístcr (Fulgens sicut stella, 12 julio 1335), y por una disposición de carácter general, la Pastor bonus (17 junio 1335), que intentaba acabar con los monjes que vivían fuera de sus monasterios o los llamados giróvagos: reclamaba de sus hermanos de religión más obediencia a sus votos y, también, que enviaran a algunos de sus jóvenes a las universidades para formarse. La Summi magistri (20 junio 1336) dividió a los benedictinos en 32 provincias, exigiendo la celebración periódica de capítulos. La Redemptor noster (28 noviembre 1336), dirigida a los franciscanos, fue mal acogida por éstos: condenaba a los fratricelli, pero reprochaba también a la Comunidad su relajación de costumbres. Las protestas se fundamentaron en considerar abusiva la pretensión del papa, que penetraba en detalles minuciosos. Corpulento y de buenos colores, de voz fuerte, piadoso, humilde, pacífico y, al mismo tiempo, severo, Benedicto reorganizó los departamentos de la curia, poniendo orden en las finanzas. Se calcula que sus ingresos anuales eran de 165.000 florines de oro --los más bajos del período avignonense--, pero al ser restringidos los gastos hasta 96.000, pudo efectuar grandes ahorros. Aproximadamente un millón y medio de florines se depositaron en las cámaras inferiores, inmediatas a la habitación del papa, en monedas, oro, plata y joyas de diversas especies. Dedicó una particular atención a la Sacra Penitenciaría (In agro dominico, 8 abril 1338); de entonces data el tribunal de indulgencias, dispensas y exenciones que se conocería como la Rota.
Política de paz.
La política conciliadora con los gibelinos en Italia, que logró al principio la sumisión de Bolonia, se cerró con un fracaso: prácticamente toda la marca de Ancona, como la Romagna, escapaban a la influencia pontificia, mientras en Roma las torres de los Colonna y de los Orsini se enfrentaban en una verdadera guerra civil. Idéntico fracaso cosecharía la diplomacia pontificia en sus intentos para detener la guerra entre Inglaterra y Francia: el hecho de que se hubiera autorizado a Felipe VI a disponer de las rentas del clero reservadas para la cruzada, causó un profundo malestar en Inglaterra e hizo ya imposible la predicación de la guerra santa en otros lugares. Solamente en España quedaba abierto el frente. En 1339 un monje calabrés procedente de la ortodoxia, Barlaam, acudió al papa tratando de convencerle de la posibilidad de un proyecto de unión en que estaba interesado también el emperador Juan Cantacuzeno (1341-1355), el cual imprescindiblemente tenía que ser precedido por una sustanciosa ayuda militar. Barlaam desaconsejaba las negociaciones entre pequeños grupos de teólogos. Sólo un concilio, en que ambas partes estuviesen reunidas, tenía buenas perspectivas de éxito, pues los orientales sentían un profundo respeto por ellos. En 1335 llegaron a Avignon embajadores de Luis de Baviera, que buscaban el camino de la reconciliación. Benedicto consultó con Felipe VI y con Roberto de Anjou y puso como condición un previo acuerdo con éstos. Pero ambos reyes se opusieron resueltamente al entendimiento. Luis de Baviera volvería a insistir en 1338, dejando bien clara su posición negociadora. La negativa actitud de los franceses le favoreció, puesto que en marzo de ese mismo año un sínodo de obispos alemanes celebrado en Spira, mostró su apoyo encomendando a Enrique de Virneburgo, arzobispo de Maguncia, una negociación con la curia. Más tarde, al confirmarse la cerrada actitud profrancesa de Avignon, la Dieta de Frankfurt, con ayuda de los franciscanos rebeldes, redactó un do-
cumento, Fidem catholicam, en que se rechazaba absolutamente la doctrina según la cual al papa corresponde la legitimación de la autoridad imperial. No es el pontífice quien crea emperadores, pues el poder de éstos viene directamente de Dios. Los electores, creando una unión (Kurverein) afirmaron que a ellos y sólo a ellos correspondía decir si el emperador había sido legítimamente elegido. Tal fue la doctrina que hizo suya la Dieta reunida en Rense, cerca de Co-mitían discusión. Sin embargo, el emperador, a quien preocupaba el futuro de su propia familia, necesitaba de alguna clase de acercamiento a la sede romana y comenzó por abandonar la alianza con Eduardo III (1327-1377) para firmar un acuerdo con Felipe VI en 1341. No conseguiría otra cosa que aumentar el embrollo sin lograr la confianza del papa y alterando la paz interior en Alemania. Su designio era casar a su propio hijo Luis con la heredera del Tirol, Margarita Maultasch, anulando previamente el matrimonio de ésta con un hijo de Juan de Bohemia, impotente, a fin de asegurarle un fuerte dominio señorial. Esta conducta despertó la cólera de los príncipes. Las discordias desgarraban Alemania cuando Benedicto XII murió.

Clemente VI (7 mayo 1342 - 6 diciembre 1352)
Un papa pródigo.
Felipe VI estaba tan interesado en disponer de un papa favorable que envió a su propio hijo, el duque de Normandía, a Avignon con objeto de asegurar la designación de Pedro Roger, su antiguo canciller, ahora obispo de Rouen. No tuvo necesidad de ejercer ninguna clase de presión, pues antes de que el príncipe llegara a Avignon, los cardenales le habían elegido por unanimidad. Tras el gobierno austero de Benedicto estaban deseosos de tener un pontífice más condescendiente. Escogió el nombre de Clemente porque quería que la clemencia fuera su principal virtud. Contaba entonces 51 años, pues había nacido en Maumont (Limousin), hijo del señor de Rosier d'Égletons en 1291. Desde los diez años de edad vestía el hábito de los benedictinos, que le habían preparado cuidadosamente. Se le consideraba como el mejor orador de su tiempo y, desde luego, poseía una amplia instrucción. Un cambio radical se produjo en la curia: lujo y derroche hicieron que apenas pudiera distinguirse de las cortes principescas. Pródigo con sus amigos y parientes, amigo de banquetes y de fiestas, los cronistas más adversos como Mateo Villani, Matías de Neuenburg y el Chronicon Estense, le acusan de mujeriego, aunque probablemente esto es producto de una calumnia, muy extendida y, por consiguiente, aceptada. Las tasas ordinarias aumentaron su rendimiento hasta los 195.000 florines de oro, pero los gastos alcanzaron los 165.000. A éstos habría que añadir el continuo despilfarro de fiestas y banquetes (fue especialmente famoso el que ofreció el cardenal Aníbal de Ceccano, en que, en medio de bailes y representaciones, se sirvieron 27 platos mientras se dejaban correr fuentes de vino), así como las joyas y vestidos (reunió hasta 1.800 pieles de armiño), que se abordaban recurriendo al tesoro acumulado por sus antecesores. Ochenta mil florines de oro se invirtieron en 1348 al comprar a la reina Juana de Nápoles (1343- 1382) la ciudad de Avignon y el condado Venaisin; en este caso se trataba de una operación excelente, ya que convertía al papa en dueño del territorio en que moraba. Avignon se desarrolló hasta convertirse en una de las plazas mercantiles más prósperas de todo el Occidente. Las embajadas, como la de Tartaria en 1338, y la que Alfonso XI (1313-1350) remitió con el botín de la batalla del Salado, dieron lugar a costosas recepciones. Para compensar los gastos, Clemente VI dispuso la reserva de todos los nombramientos episcopales y de otros muchos beneficios, porque de este modo se percibían directamente anatas y otras contribuciones (A. Pélissier, Clemente VI le magnifique, París, 1951).
Raíz del anglicanismo.
Estas medidas, impopulares, tropezaron con una fuerte resistencia en Alemania y de una manera especial en Inglaterra, donde se le consideraba además como beligerante en favor de Francia. Fue entonces cuando Eduardo III publicó los primeros Estatutos llamados de Provisores (1351) y Praemunire (1353), que permitían al rey rechazar colaciones de beneficios y sentencias procedentes de la curia e incluso a los obispos establecer relaciones con la Santa Sede sin autorización del rey. Es cierto que existía una razón profunda para las quejas: Clemente VI estaba apoyando a Felipe VI con préstamos, diezmos, subsidios de cruzada y rentas eclesiásticas. No es, por con- siguiente, extraño que se originara una abundante literatura panfletaria: una pieza especialmente curiosa es la de la supuesta carta de Lucifer, felicitando al papa que, con su mal ejemplo, le poblaba el infierno de almas. Opuesto decididamente a Luis de Baviera, le cupo la satisfacción de obtener en este punto una victoria. En agosto de 1342 reiteró la excomunión, y mediante la bula Prolixa retro (12 abril 1343) le conminó a deponer sus vestiduras imperiales, invitando al obispo de Tréveris a convocar a los electores para proceder a una nueva designación. Luis ofreció su sometimiento completo, pero fue rechazado. El 13 de abril de 1346 (bula Olim videlicet) se pronunciaron la excomunión y deposición de forma solemne. Entonces cinco de los siete electores, los tres eclesiásticos más Bohemia y Sajonia, decidieron proclamar a Carlos, el hijo de Juan de Bohemia. La muerte de Luis de Baviera (11 octubre 1347) hizo que Carlos IV fuera reconocido sin dificultad.
Aspectos positivos.
P. Fournier («Clemente VI», Hist. Lit. de la France, 37, 1936) y R. Guillemain (La Cour Pontificak d'Avignon, 1309-1376, París, 1962) descubren los aspectos positivos de un pontificado que supo hacer frente a grandes desdichas, como la guerra y la peste, empleando grandes sumas en aliviar el sufrimiento, y que ante la noticia de la existencia de islas pobladas en el Atlántico, de Azores a Canarias, recordó a los cristianos que era ilícito reducir dichas poblaciones a la esclavitud. A principios de 1343 llegó a Avignon una embajada romana con dos encargos: que el papa regresara a su ciudad asumiendo las funciones de senador, y que promulgara un nuevo Año Santo para 1350, dado el hecho de que el intervalo de un siglo dejaba a la inmensa mayoría de los cristianos sin poder lucrar la indulgencia. El papa aceptó la segunda de las peticiones, y en la bula Unigénitus Dei Filias habló por primera vez del tesoro de gracias que los méritos de Cristo y de los santos proporcionan a la Iglesia como fuente para la concesión de indulgencias. En 1348 se desató en Europa la peste negra, una epidemia que trajeron de Crimea barcos genoveses. Avignon sufrió terriblemente: en un cementerio que compró Clemente se inhumaron en pocos días once mil cadáveres. Para muchos era el azote un castigo de Dios. Partiendo de Alemania, grupos de flagelantes que se azotaban durante treinta y cinco días trataron de frenar la epidemia mediante penitencia. Se recrudecieron en muchos lugares las persecuciones contra los judíos, a los que se acusaba de propagar la enfermedad. Hubo desviaciones hacia la superstición que movieron al papa a tomar disposiciones contra los flagelantes. En las órdenes religiosas las pérdidas fueron sensibles y la necesidad de rellenar los huecos con improvisadas vocaciones se reflejó en el deterioro de la disciplina.
Cola di Rienzo.
Clemente no tuvo intención de regresar a Roma, pero no quiso desentenderse de la situación en la ciudad. En la embajada de 1343 figuraba Nicolás de Arezzo (Cola di Rienzo), un soñador de humilde cuna, que entusiasmó al papa con sus discursos en que evocaba la gloria de la Antigüedad. Clemente le apoyó en sus proyectos, que condujeron en 1347 a un verdadero golpe de Estado que pretendía acabar con la influencia de las familias patricias. Pero la curia comenzó a desconfiar de sus extravagancias: cuando cayó, en diciembre del mismo año, volvería a encontrar amparo en el pontífice. Clemente pensaba que la solución al problema de las querellas internas romanas tenía que venir por una vía semejante, de creación de un fuerte poder laico, ya que en diciembre de 1351 haría una nueva tentativa para nombrar capitán del pueblo y senador a Giovanni Cerroni. Pero el papa no fue a Roma ni siquiera con ocasión del Año Santo: lo presidieron los cardenales Guido de Bolonia y Aníbal Ceccano. Muchos peregrinos, entre ellos Petrarca y santa Brígida, se dieron cita. Pero la impresión que la ciudad, azotada poco antes por un terremoto, causaba en los viajeros, era lamentable. Su aspecto contribuía a fortalecer los argumentos de quienes decían que no estaba ya en condiciones de servir de residencia al papa. Por otra parte, la campaña que Clemente VI intentó para restablecer su potestad en Romagna, fracasó lamentablemente: Bolonia le ofreció su obediencia, pero a costa de ser entregada en vasallaje a Juan Visconti, arzobispo de Milán. La guerra entre Inglaterra y Francia impidió que se pusiera en marcha el proyecto de cruzada. La empresa de defensa del Mediterráneo oriental dejó de ser un proyecto europeo para convertirse en algo propio de los poderes locales. Clemente hubo de conformarse con apoyar una liga formada por Venecia,Chipre y los caballeros sanjuanistas, cuyo primer objetivo era sostener a los reyes de Armenia: Esmirna fue ocupada en octubre de 1344 y se logró una victoria sobre la flota turca en 1347. Pero ni siquiera pudieron conservarse las posiciones momentáneamente conquistadas.

Inocencio VI (18 diciembre 1352 - 12 septiembre 1362)
Un papa restaurador.
Breve fue el cónclave celebrado en Avignon; los veinticuatro cardenales que en él tomaron parte estaban decididos a imprimir a la Iglesia un giro radical haciendo de la Plenitudo potestatis un gobierno compartido. Prestaron juramento de que cualquiera que fuese elegido no crearía nuevos cardenales hasta que el número se hubiera reducido a dieciséis y manteniendo el colegio por debajo de los veinte miembros; los nuevos nombramientos requerirían la aprobación de los dos tercios de los existentes; una condición que sería aplicable también a los casos de enajenación de bienes de la Iglesia, concesión de subsidios o proceso contra un purpurado. El colegio, que retendría para sí la mitad de las rentas pontificias, sería preceptivamente consultado en todos los nombramientos administrativos. Bajo tales condiciones se eligió a Esteban Aubert, a quien A. Pélissier (Innocent VI le réformateur, deuxiéme pape Umousin, Tulle, 1961) presenta como un anciano de mala salud y magnífico administrador, profesor de derecho en Toulouse y cardenal desde 1342. En el momento de su elección era obispo de Ostia y gran penitenciario.
Su gran defecto sería el nepotismo.
El 6 de julio de 1353, Inocencio, que había consultado a jurisconsultos, declaró que el juramento prestado no era válido por oponerse a la plenitudo potestatis que sólo corresponde al pontífice. Volviendo a las normas de Benedicto XII, se había propuesto intentar la reforma, limitando las acumulaciones de beneficios y obligando a la residencia. Los gastos de la casa del papa fueron restringidos; esto no evitó que el déficit financiero se acentuara por la necesidad de atender a la defensa de Avignon frente a las compañías de mercenarios, y por el deseo de sostener campañas en Italia que hiciesen posible el retorno. Se asignaron emolumentos fijos a los jueces de la Audiencia para garantizar su imparcialidad. En 1360, a petición del general de los dominicos, Simón de Langres, se ordenó una inspección a fondo en los conventos: ocho definidores de la orden se volvieron entonces contra el general, pero el papa le sostuvo. De todas formas se trataba de un problema que quedó sin resolver. La misma actitud de firmeza y respaldo mostró en relación con los hospitalarios, a los que Felipe VI de Francia quería aplicar las mismas medidas disolutorias del Temple. Inocencio VI se negó en redondo, y llamando a Juan Fernández de Heredia, el más prestigioso de los caballeros, le encomendó la visita y el restablecimiento de la disciplina. La orden, que era conocida comúnmente como de Rodas por tener su maestrazgo en esta isla, recibió el encargo del papa de sostener las posiciones de Esmirna y Armenia, pero no pudo cumplir este objetivo demasiado ambicioso. Sin embargo, sostendría durante dos siglos la punta de vanguardia en el extremo mediterráneo. Surgían visionarios y milenaristas. Un fraile de Puigcerdá, Arnaldo Muntaner, mezclando en sus predicaciones la doctrina de la absoluta pobreza de Cristo, afirmaba que nadie que vistiera hábito franciscano podía permanecer mucho tiempo en el purgatorio, pues san Francisco bajaba allí cada año a sacar a los suyos; se libró de la persecución del inquisidor Eymerich porque se fue a Oriente a predicar sus fantasías. Fray Juan de Roquetaillade anunciaba que pronto vendría un antipapa, al que Cristo haría morir por medio del espíritu de la palabra; inmediatamente después, con la desaparición del Islam y del judaísmo, comenzaría el reino del milenio. No resultaba fácil a la autoridad pontifica imponer criterios de sensatez.
Don Gil de Albornoz.
La muerte de Alfonso XI (1350) había provocado una fuerte reacción en Castilla contra los que fueran sus consejeros y colaboradores. El arzobispo de Toledo, don Gil de Albornoz, tuvo que huir refugiándose en Avignon donde fue elevado por Inocencio al cardenalato, pasando luego a desempeñar funciones de confianza. No se restableció la paz. Pedro I (1350-1369), casado con Blanca de Borbón (3 de junio de 1353), abandonó a su esposa, cohabitó públicamente con María de Padilla, y hasta llegó a contraer un nuevo e ilícito matrimonio. Comenzaron luchas internas. Muchos nobles y no pocos eclesiásticos se exiliaron en Francia y Aragón, llegando algunos hasta la propia Avignon. Inocencio VI trató de detener la guerra, interna y entre reinos, que amenazaba la península, enviando como legado a Guillermo de la Jugue; no pudo nunca conseguir una paz estable. La abundancia de mercenarios, secuela de la contienda franco-británica en el sur de Francia, hicieron desaparecer la seguridad de que hasta entonces disfrutara Avignon. Por otra parte, el viaje de Carlos IV a Roma, donde fue coronado emperador por un legado pontificio (5 de abril de 1355), venía a demostrar que el retorno no era imposible. Carlos promulgó en 1356 la llamada «Bula de Oro», en la que fijaba el procedimiento para la elección de emperadores (confirmando de hecho los acuerdos de la Dieta de Rense referentes a la separación de potestades) e independizaba el Imperio de la Santa Sede. Una decisión de doble vertiente, ya que suponía la definitiva renuncia a intervenir en Italia. Los electores designaban un rey de Romanos con entera independencia; sólo él podía convertirse en emperador cuando el papa le coronase. En 1360 la amenaza a que los merodeadores armados hicieron pesar sobre Avignon fue tan seria que Juan Fernández de Heredia (1310-1396) tuvo que acudir con 600 caballeros y 1.000 peones a liberar al papa de lo que era un asedio. De todas formas, hubo que pagar a los sitiadores 14.5000 florines de oro para que accedieran a alejarse. Antes de que pudiera efectuarse el retorno a Roma era imprescindible la pacificación del Patrimonium. Tal fue la tarea que Inocencio VI confió a don Gil de Albornoz, a cuyo séquito fue agregado Cola di Rienzo, con título de senador y poderes para gobernar Roma. El 1 de agosto de 1354, Rienzo entró en la ciudad, siendo recibido con fuertes aclamaciones, pero muy pronto las facciones romanas provocaron un levantamiento que acabó con la vida del reformador (8 de octubre de 1354). Albornoz consiguió cumplir la misión que se le encomendara: en 1354 arrancaba Orvieto de manos de Juan de Vico; al año siguiente obligaba a los Malatesta de Rímini a firmar el humillante tratado de Gubbio. El cardenal tenía el proyecto de transformar la administración de los Estados Pontificios, haciendo participar en ella a los poderes laicos que se habían asentado. Una asamblea, reunida en la ciudad de Fano, aprobó las Constituciones egidianas (1357), que estarían vigentes hasta el siglo xix. A. Erler (Aegidius Albornoz ais Gesetzgeber des Kirchenstaates, Berlín, 1970) advierte que las Constituciones se basaban en la legislación anterior, incluyendo el Líber Augustalis de Federico II. La influencia del derecho romano se situaba por encima del canónico. Llamado a Avignon, porque se habían producido acusaciones en su contra, el papa le confirmó en su cargo, ampliando los poderes. Regresó a Italia en 1358. Fue entonces cuando conquistó Bolonia, en donde fundaría el Colegio que lleva su nombre y aún subsiste, enfrentándose abiertamente con los Visconti. La victoria de san Rufilio sobre Barnabó (1361) abría definitivamente al papa la posibilidad del retomo. Inocencio VI comunicó al emperador Carlos, en carta de 18 de abril de 1361, que había tomado la decisión de volver a Roma. Una decisión que la muerte le impidió cumplir. Pero el éxito militar estaba empañado por un dato negativo: los tesoros de la Santa Sede estaban exhaustos.

Urbano V, beato (28 septiembre 1362 - 19 diciembre 1370)
Elección.
Divididos los cardenales era difícil que pudieran llegar a un acuerdo que permitiese la elección de uno de ellos. La noticia que dan algunos cronistas de que Hugo Roger, hermano de Clemente VI, rechazó su candidatura, es cuando menos dudosa. Al parecer fue Guillermo d'Aigrefeuille quien insinuó el nombre de Guillermo de Grimoard, abad de San Víctor de Marsella que, a la sazón, era legado pontificio en Nápoles. Nacido en Griscal (Lorena) y de familia noble, profesó como benedictino en San Víctor después de haber cursado estudios en Montpellier y Toulouse. Fue abad de Saint Germain d'Auxerre (1352) antes de ser elegido para San Víctor. Era conocido por su piedad, austeridad, profundo conocimiento del derecho y experiencia en los asuntos italianos, tan importantes ahora que el retorno del papa se había convertido en la cuestión principal. E. Dupré-Theseider (/ Papi di Avignone e la questione romana, Florencia, 1939) entiende que fue ésta precisamente la razón de su nombramiento: era el papa para el retorno. Llegado a Marsella el 27 de octubre fue entronizado en Avignon pero, pese a la pompa que le rodeaba, seguía vistiendo y viviendo como un benedictino. Las relaciones con el colegio fueron difíciles: no había sido cardenal. Quería continuar la obra de Inocencio VI hacia la centralización y la reforma: dispuso que, en adelante, todas las sedes episcopales y las principales abadías, cualesquiera que fuesen los procedimientos selectivos, serían de nombramiento pontificio. De este modo podría oponerse a las designaciones indebidas. También quiso prohibir la acumulación de beneficios en una sola persona y recomendó la celebración de sínodos provinciales. Muy convencido de las ventaja que aportaban al clero los estudios fundó las Universidades de Orange, Cracovia y Viena y, a imitación del de Bolonia, estableció el Colegio de Montpellier. Empleó mucho dinero en becas para estudiantes.
De nuevo cruzada.
Al firmarse la paz de Brétigny, que parecía poner fin a la contienda entre Francia e Inglaterra, proclamó en 1363 una nueva cruzada: Pedro de Lusignan, que había cosechado algunos éxitos en Cilicia, y Felipe de Méziers, se sumaron a ella: pero Urbano creía que el éxito dependía de que tomara el mando el rey de Francia. Legado para esta cruzada fue el carmelita Pedro Thomiers y en ella tomó parte Venecia. Pero en la práctica todo se tradujo en una operación de los caballeros sanjuanistas que llegaron a reunir en Rodas 10.000 infantes y 1.400 caballos. Una fuerza que pudo ocupar fugazmente Alejandría (11 a 13 de octubre) para convencerse de que era imposible retenerla. Estas operaciones servían sin embargo para conservar Rodas y Chipre como grandes bastiones avanzados.
Retorno a Roma.
Comenzó apoyando los esfuerzos militares de don Gil de Albornoz. Pronto cambió de táctica: era imprescindible acelerar el retorno a Roma y éste no podía lograrse sino mediante una paz con los partidos haciendo concesiones. Roma brindaba la posibilidad de un entendimiento con el emperador bizantino Juan V (f 1391). Desde el 23 de mayo de 1363 la decisión fue públicamente anunciada: muchas voces le impulsaban a ella. Pagó grandes sumas a Barnabo Visconti para que entregara Bolonia y sustituyó a Albornoz por el cardenal Androin que pasaba por enemigo del español y partidario de los milaneses. La recluta de los mercenarios que amenazaban Avignon, a fin de constituir las compañías blancas que provocarían el cambio en Castilla –Urbano contribuyó con una elevada suma-- dieron un saludable respiro. En 1365 fray Pedro de Aragón escribió al papa que había tenido una revelación de su tío san Luis el difunto obispo de Toulouse, que le anunciaba que los grandes males de la Iglesia no se remediarían mientras no estuviese en Roma. Santa Brígida y santa Catalina contribuyeron con sus advertencias al aire de retorno espiritual. Petrarca, en cambio, hablaba de motivos estrictamente humanos; las ruinas de Roma, la esposa abandonada. Carlos V de Francia envió a Anselmo de Chacart para convencer a Urbano de que desistiera de su propósito, pero el pontífice respondió con argumentos que resultaban incontrovertibles: centro del orbe, tumba de san Pedro, altar de mártires, Roma había sido siempre la cabeza y las voces del cielo le ordenaban volver. P. Kirsch (Díe Rückkehr der Papste Urban V und Gregor XI vori Avignon nach Rom. Auszüge aus den Karneralregistern des Vatikanischen Archives, Paderborn, 1898) reconstruyó el itinerario y los obstáculos que hubo de vencer. En mayo de 1366 el emperador Carlos IV viajó a Avignon ofreciendo darle escolta. Urbano aceptó en principio, pero luego lo pensó mejor: convenía a su libertad de movimientos viajar solo. Hubo una fuerte resistencia de los cardenales, que consideraban un desastre abandonar Avignon, pero, mostrando una gran energía, salió de la ciudad el 30 de abril de 1367. En Marsella se produjo un verdadero enfrentamiento entre el papa y el colegio, que resistió, y pudo llegar a Genova el 23 de mayo, a Pisa el 1 de junio, y por el camino del mar, alcanzar Corneto, donde le esperaba Albornoz, el 4 de junio. Desde allí se dirigieron a Viterbo. La muerte de don Gil, acaecida en esta ciudad el 22 de agosto, fue un gran contratiempo. Los grandes elogios de Petrarca desde Padua y de Coluccio Salutati desde Roma, dan la medida de la exageración en el recibimiento, que hubiera debido ser más normal. En el verano de 1368 Urbano se instaló en Montefiascone, huyendo de los calores del verano. En otoño de aquel año llegó Carlos IV. Se vio al papa y al emperador entrar juntos en Viterbo (17 de octubre) y el 1 de noviembre, con la pompa debida, proceder a la coronación de la emperatriz Isabel durante una misa solemne en que predicó fray Pedro de Aragón. Presente estuvo también Juan V, el bizantino, que suscribió a título personal una fórmula de fe romana. Pero los signos no eran tan halagüeños como se pensara. Roma era una ruina: los alhamíes habían tenido que entrar apresuradamente en el Vaticano y en San Juan de Letrán porque los palacios eran inhabitables. Comenzaban las habituales discordias políticas. Cuando en septiembre de 1368 Urbano creó siete cardenales, sólo uno era romano; los otros seis, franceses. La influencia de Francia no había disminuido.
Vuelta a Avignon.
Desilusionado, sufriendo la presión de sus cardenales que añoraban la independencia avignonense, obligado a enfrentarse con revueltas como la de Perugia, y refugiado nuevamente en Montefiascone, esta vez para huir de las inquietudes romanas, Urbano hubo de preguntarse si no había cometido un error. A principios de 1370 decidió regresar a su ciudad del Ródano. Los romanos le enviaron una embajada (22 de mayo), a la que contestó con mansa firmeza el 26 de junio. Santa Brígida subió a Montefiascone a comunicarle que había tenido una revelación según la cual si regresaba Dios le heriría de muerte pidiéndole estrecha cuenta. Todo inútil. Embarcó en Corneto el 5 de septiembre, alcanzó Marsella el 16 y entró en Avignon el 27 del mismo mes. Muy pronto cayó enfermo y murió el 19 de diciembre. O. Halecki (Un empereur de Byzance á Rome, Varsovia, s.f.) ha explicado las razones de la presencia del emperador Bizantino. Las presiones turcas habían obligado a Juan V, inmediatamente después de su victoria sobre Juan Cantacuzeno, a acudir a Inocencio VI con una propuesta de reanudar las relaciones, la cual fue recibida con gran frialdad (1355). Pero ante la nueva ofensiva de Murad I, el emperador insistió, esta vez cerca de Urbano V, que se mostró dispuesto a organizar el socorro militar que se necesitaba si se restablecía la unión. Juan V permaneció en Roma entre 1369 y 1371: tuvo que entregar a Venecia la isla de Tenedos para afrontar los gastos de este viaje. La noción de la existencia de un peligro turco comenzaba a abrirse camino en la conciencia occidental, aunque con gran lentitud.


Gregorio XI (30 diciembre 1370 - 27 marzo 1378)
De nuevo la decisión.
Los diecisiete cardenales que se reunieron en Avignon tardaron poco tiempo en elegir por unanimidad a un sobrino de Clemente VI, Pedro Roger de Beaufort, nacido en 1329, cerca de Limoges y producto del nepotismo que le hiciera cardenal a los 19 años. Sin embargo, siendo despierto, inteligente, culto y extraordinariamente piadoso, se había elevado, por sus grandes servicios durante el pontificado de Urbano V, al primer puesto dentro del colegio. Discípulo de Pietro Baldo dcgli Ubaldi (1327-1400), en Perugia, poseía una excelente formación jurídica. Mezclaba un aire de soñador, acaso por su mala salud, con rasgos de energía y firmeza cuando hacía falta. Aunque desde el primer momento afirmó su voluntad de volver a Roma, ya que sólo desde ella podía ser gobernada la Iglesia y ejecutarse la triple misión que se había asignado (reforma de las costumbres, paz entre los príncipes de la cristiandad, ofensiva contra los turcos), esto no significa que proyectase disminuir la abrumadora influencia francesa. De los 21 cardenales que creó, ocho eran pai- sanos suyos, limousinos, otros ocho franceses de diversas regiones, dos italianos, y tres, respectivamente, de Genova, Castilla y Aragón.
Tres obstáculos se oponían al viaje a Roma.
El tesoro papal estaba vacío y se requirió bastante tiempo para incrementar las rentas que llegarían al nivel de los 480.000 florines cada año; los ingresos estaban comprometidos de antemano al pago de deudas con sus intereses. Se habían reanudado las hostilidades entre Francia e Inglaterra, arrastrando en esta ocasión a castellanos y portugueses; de modo que el alejamiento de Avignon no había favorecido el proceso de paz. Los Visconti habían aprovechado la coyuntura para hacerse de nuevo fuertes en el norte de Italia. Richard C. Trexler («Rome on the eve of the Grat Schism», Speculum, XLIII, 1967) concede una singular importancia, sin embargo, a la radical oposición de los cardenales.
En vísperas del cisma.
Para aislar a los Visconti, Barnabó y Galeazzo, el papa formó una liga en agosto de 1371, contrató los servicios de un condottiero inglés, Giovanni Acuto (John Akwood) y puso a Amadeo VI de Saboya al frente de las fuerzas; un hermano del papa, vizconde de Turenne, se encargó de reclutar mercenarios en Francia. A principios de 1373 se predicó la cruzada contra los Visconti, que previamente habían sido excomulgados. Sin embargo, Urbano V, urgido por el tiempo y las dificultades económicas, se conformó con un resultado mediocre: dos victorias en Pesaro y Chiesi, justificaron que se firmara una tregua. Ahora el camino de Roma parecía abierto y se anunció la partida para Pascua de 1376. Nuevos inconvenientes aparecieron: sólo seis cardenales declararon estar dispuestos a acompañar al papa. Se acababa de conseguir la tregua general de Brujas, suspendiendo las hostilidades en Occidente, y el duque de Anjou insistía en que ahora más que nunca era oportuna la presencia del papa para que la tregua se convirtiese en paz. Al mismo tiempo, Pedro IV de Aragón (1336-1387) reclamaba una gestión pontificia para asegurar las relaciones en el interior de la península. A todo ello oponía el cardenal Jacobo Orsini una sentencia: el señorío del papa estaba en Italia y la causa primordial de los desórdenes estaba en la ausencia del señor. Santa Brígida, que murió en Roma el 23 de julio de 1373, fray Pedro de Aragón y santa Catalina de Siena, impresionaban a Gregorio, como antes hicieran con Urbano V, refiriéndole las visiones de los males de la Iglesia mientras no se restaurara. Sin embargo, R. Fawtier (Ste. Catherine de Sienne. Essai de critique des sources, París, 1921-1930) rechaza como legendaria la pretensión de Raimundo de Capua que otorga un papel decisivo a la santa en ese retorno. Al anunciarse nuevas demoras estalló una rebelión en Florencia, donde los legados Gerardo de Puy, abad de Marmoutier, y Guillermo de Noellet, que residía en Bolonia, fueron acusados de haber desamparado a la ciudad en tiempo de hambre. Aunque Gregorio XI, con sus cartas, trató de calmar los ánimos, no fue atendido. En el verano de 1375 Florencia alzó la bandera roja con el lema «Libertas», se unió a los Visconti y a la reina Juana I de Nápoles y pretendió provocar una revuelta general en los Estados Pontificios: Coluccio Salutati, en la carta que envió a Roma el 4 de enero de 1376, hablaba de la «foedissimam tyrannidem Gallicorum». A esta revuelta se la conoce como «guerra de los ocho santos» porque los dirigentes de la ciudad empleaban muchas referencias a la reforma de la Iglesia. Catalina de Siena, en su correspondencia, nos informa de cómo Gregorio XI encargó al obispo de Jaén, Alfonso Fernández Pecha, hermano del fundador de los Jerónimos, que fuese a pedir sus oraciones. Tan eficaz fue la gestión que el obispo renunció a su mitra para convertirse en uno de los «caterinatos», como llamaban a los discípulos de la santa. Fue este el momento escogido por Florencia para enviar a Catalina de Avignon como singular embajadora. Permaneció tres meses en esta ciudad, desde mediados de junio de 1376. Gregorio era muy sensible a estas gestiones. A pesar de los preparativos del viaje, no había dejado de entender en la reforma. Apoyó de un modo especial a los caballeros de San Juan, que se estaban reorganizando dirigidos por Juan Fernández de Heredia. En 1373 dispuso la reorganización de los dominicos, nombrándoles un cardenal protector. Persiguió con rigor a los herejes y el 22 demayo de 1377, en cartas dirigidas a Eduardo III, al arzobispo de Canterbury, al obispo de Londres y a la Universidad de Oxford, condenó 19 proposiciones de Wyclif (1320-1384), semejantes a las que Marsilio de Padua (1275-1342) y Ockham ya formularan y que incidían en verdadera herejía.
Segundo viaje.
El 2 de octubre de 1376 la flota pontificia, mandada por Juan Fernández de Heredia, abandonaba Marsella. El papa viajaba en una nave española, la Santa María. Las tormentas afectaron de tal modo a la travesía que hasta el 6 de diciembre no pudo Gregorio desembarcar en Corneto. El papa pudo hacer su entrada en Roma el 17 de enero de 1377. Desde este momento hasta el día de su muerte la documentación escasea de tal modo que no es posible seguir las líneas de su gobierno. La presencia del papa coincidió desdichadamente con la noticia de que los mercenarios que mandaba, en nombre del pontífice, el cardenal Roberto de Ginebra, habían ejecutado una terrible matanza en Cesena (3 de febrero de 1377). Florencia solicitó la paz y Bolonia volvió a la obediencia del pontífice. La inseguridad de Roma seguía siendo tan grande que Gregorio decidió fijar su residencia en Anagni. Desde aquí intentó negociar una paz que siguiese la pauta del procedimiento marcado en Brujas dos años antes, es decir, mediante la reunión de una conferencia en Sarzana, presidida por Barnabó Visconti. La conferencia llegó a reunirse, pero antes de que concluyera murió Gregorio (marzo de 1378). La idea de que había dos Iglsias, la de Avignon y la de Roma, flotaba ya en el aire.

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