viernes, 30 de marzo de 2012

los papas - 21

Urbano VI (8 abril 1378 - 15 octubre 1389)
La elección disputada.
En una obra clásica, M. Creighton {A history of the papacy during the period of Reformation, Londres, 1882) recomendaba considerar como unidad todo el período que media entre la discutida elección de 1378 y la muerte de Pío II, en 1464. Durante este período de aguda crisis la principal batalla doctrinal giró en torno a esta cuestión: si la plenitudo potestatis pertenece a una persona o, por el contrario, a la comunidad de donde dicha persona la recibe. En esta línea, T. Brian {Foundations of the Conciliar Theory: the contribution of the medieval Canonist from Granan to the Great Schism, Cambridge, 1955) advierte que el conciliarismo no surgió como consecuencia del cisma, sino que le precede, apoyándose en el derecho romano y en el principio tantas veces repetido de que «lo que a todos atañe por todos tiene que ser decidido», que se incorporó a las Decretales. La Iglesia ha establecido oficialmente que Urbano VI, Bonifacio IX, Inocencio VII y Gregorio XII fueron legítimos, y a ese criterio nos vamos a acomodar. Pero no estaba claro en su tiempo que Clemente, Benedicto, Alejandro y Juan fuesen antipapas. Es un matiz que debe tenerse en cuenta para entender lo que sigue. Los dieciséis cardenales que se hallaban en Roma decidieron seguir el consejo que les diera el difunto papa y reunirse en cónclave sin esperar la llegada de los seis que residían en Avignon. Se encerraron, pues, los once franceses, cuatro italianos y un español, el 7 de abril de 1378. Los lemosinos querían seguir la tradición eligiendo a uno de los suyos y los demás estaban decididos a impedirlo; ningún grupo estaba en condiciones de reunir una mayoríli suficiente. Desde los funerales de Gregorio XI se estaban produciendo alborotos en Roma reclamando la elección de un romano o, al menos, de un italiano, listo reducía a dos las candidaturas, el ancianísimo Tebaldeschi y Jacobo Orsini, ninguno de los cuales resultaba aceptable al colegio. Hubo que despejar el palacio alejando los grupos armados antes de que don Pedro de Luna, el clavero, cerrara las puertas; afuera quedaba, como custodio del cónclave, el arzobispo de Marsella, que se comunicaba con los cardenales por un ventanuco. Constantemente advertía que debían darse prisa porque los alborotos iban en aumento. Para calmar impaciencias había prometido, como si fuese iniciativa de los cardenales, que la elección de un italiano se haría en plazo de uno o dos días. Orsini propuso como solución elegir a algún eclesiástico fuera del colegio y fue Pedro de Luna, en conversación con el cardenal de Limoges, Juan de Cros, quien mencionó el nombre de Bartolomé Prignano, arzobispo de Bari, encargado de la cancillería y hombre de confianza del anterior pontífice. Aunque Orsini se opuso a esta candidatura no tardaron en reunirse los votos suficientes. Consta que algunos de los cardenales, al votarle, formularon ya reservas acerca de la libertad con que procedían. A las nueve de la mañana del 8 de abril se pasó al arzobispo de Marsella una lista de seis obispos italianos pidiéndole que les hiciera acudir; el primer nombre era el de Prignano. Volvió a insistir el custodio en que no perdiesen más tiempo porque las cosas se estaban poniendo muy mal. Cuando Orsini, a través del ventanuco, dijo que ya había papa y que la gente debía dirigirse a San Pedro, muchos entendieron que el elegido era Tebaldeschi, cardenal precisamente de dicho título; otros, por el contrario, confundieron Bari con Juan de Bar, lemosín y cardenal, por lo que aumentó el alboroto. La muchedumbre rompió las puertas invadiendo el aula y alguien, para salir del paso, señaló a Tebaldeschi que, pese a sus protestas, fue alzado en hombros y llevado a San Pedro mientras se cantaba un Tedeum. Los cardenales aprovecharon el pequeño respiro para huir: unos salieron de Roma; otros se refugiaron en Sant'Angelo.
Urbano VI, papa.
Aclaradas las cosas, Prignano manifestó que se consideraba legítimo y no estaba dispuesto a renunciar. En la mañana del día 9, cinco cardenales, Florencia, Marmoutier, Grandeve y Luna le cumplimentaron conociendo que había decidido tomar el nombre de Urbano VI: ellos le garantizaron una elección unánime. Los refugiados de Sant'Angelo también le prestaron obediencia por medio de comisionados. De este modo, cuando se produjo la coronación en Letrán, parecía existir unanimidad en el acatamiento. De ahí que un sector de historiadores haya llegado a la siguiente conclusión: si bien el cón- clave, atemorizado y quebrantado, puede ofrecer dudas en cuanto a su legitimidad, ha existido una legitimación a posteriori por el reconocimiento unánime. M. Scldmayer (Día Anfange des grossen Abendlandischen Schismas, Münster, 1940) y O. Prerovsky (L'elezione di Urbano VI e l'insorgere dello scisma d'Occidente, Roma, 1960) han estudiado a fondo los 60 escritos que Martín de Zalba, obispo de Pamplona, reunió para don Pedro de Luna y que constituyen hoy los llamados Libri de schismate en el Archivo Vaticano. Se encuentran en ellos los argumentos que ambas partes esgrimieron en defensa de su legitimidad y también los interrogatorios de testigos presenciales desde marzo de 1379 al verano de 1386; destaca en todo este trabajo, por su importancia, el de los enviados de Juan I de Castilla (1379-1390), que sirvió de base a la declaración de Salamanca de mayo de 1381. Al margen de circunstancias políticas, la decisión castellana fue tomada con perfecto conocimiento de causa. Hay unanimidad, en todos estos testimonios, relacionada con un punto: la elección fue viciada por «metus qul cadit in constantem virum». Como una consecuencia de este hecho los reyes, que estaban recibiendo informes acerca de la elección, retrasaron más de lo normal la prestación de obediencia. Algunos, como los de Navarra y Aragón, hasta una fecha tan tardía como el 1390 y el 1388 respectivamente. Existe, pues, motivo fundado acerca de una carencia de legitimidad de origen. Sin embargo no fue ésta, sino la de ejercicio, la que actuó como factor desencadenante. Porque, evidentemente, Urbano provocó los odios con su actuación. Decidido a actuar como soberano absoluto, mostró recelo, desconfianza y desvío al colegio de los cardenales. No podía ocultar el resentimiento que en él despertaban. A menudo decía que un especial designio de Dios le había hecho papa para cambiar las cosas. Cubría a los purpurados de insultos, cayendo en extravagancias como cuando interrumpió a un padre dominico que predicaba contra la simonía para exclamar que desde aquel momento excomulgaba a los simoníacos, incluyendo en esta categoría a los cardenales. Insultó a los obispos residentes en Roma acusándoles de abandonar sus sedes y obligando a Martín de Zalba a decirle que estaban allí no por voluntad propia, sino porque sus servicios eran requeridos en la curia. El 25 de abril llegó a Roma Juan de Lagranje, uno de los que permaneciera en Avignon, para prestar obediencia, y tuvo con el papa un serio altercado. Fue en casa de este cardenal, transcurridos veinte días desde la elección, donde se produjeron las primeras reuniones en que se hablaba francamente de considerarla inválida: alguien explicó que el miedo había obligado a votar en favor de un candidato que se esperaba no aceptase, permitiendo así pasar a elecciones verdaderamente libres.
Clemente VIL
Al acercarse el verano, los cardenales salieron uno a uno de Roma y fueron a instalarse en Anagni. Allí llegó también don Pedro de Luna el 24 de junio. En este momento explicaron los miembros del colegio al embajador español, Alvaro Martínez, que todos estaban ya de acuerdo en considerar la elección como ilegítima, salvo él. Martínez habló con don Pedro, que le contestó que estaba estudiando minuciosamente el asunto porque no quería cometer un error canónico en esta ocasión. Ante las noticias que llegaban, Urbano VI no se atrevió a ir a Anagni y escogió Tívoli como residencia estival. Desde aquí pidió a los tres cardenales italianos que le acompañaban, Orsini, Brossono y Corsini, que fueran a negociar con sus compañeros, ofreciéndoles todo el favor y benevolencia que pudieran desear. Demasiado tarde: el colegio, con casi unanimidad en sus opiniones, comunicó su postura: las dudas acerca de la legitimidad del cónclave eran tan invencibles, que se precisaba repetirlo. Nada se oponía a que Prignano, u otro, fuera el elegido. Los italianos se sumaron a esta opinión, de modo que cuando Urbano VI la rechazó afirmando su indiscutible legitimidad, sólo el anciano Tebaldeschi permanecía en su obediencia. En estas circunstancias se produjo la victoria de Bernardon de Lasalle, que obedecía a Roberto de Ginebra, sobre las milicias romanas, y hubo la sensación de que la causa de Urbano VI estaba perdida. Los cardenales franceses abandonaron sus escrúpulos y el 2 de agosto de 1378, transcurridos cuatro meses, publicaron un manifiesto en que declaraban inválida la elección y a Urbano VI intruso si se empeñaba en seguir ostentando la calidad de papa. El 20 de septiembre, en Fondi, protegidos por la reina Juana I de Nápoles, procedieron a una nueva elección de Roberto de Ginebra, que fue coronado el 31 de octubre como Clemente VIL Había bastado un escrutinio: se confiaba en sus dotes militares y políticas para alcanzar una pronta victoria. Nacido en Ginebra en 1342, hermano del conde de Saboya y pariente por su madre del rey de Francia, había sido nombrado cardenal por Gregorio XI en 1371. Como legado era responsable de las victorias y también de la crueldad con que se había llevado la guerra contra Florencia. Aunque había sido el primero en prestar acatamiento a Urbano VI, explicando en carta a Carlos IV del 14 de abril del mismo año, que no tenía dudas respecto a la legitimidad del papa, seguramente los malos tratos que recibiera de este último le habían inducido a un cambio de opinión.
La división de la cristiandad. Comenzaba un cisma.
Clemente, que contaba con los Anjou y con sus propias compañías de mercenarios, confiaba en liquidarlo mediante un golpe militar, pero en febrero de 1379 sufrió una primera derrota en Carpineto. El 30 de abril, perdido Sant'Angelo, sus dos principales capitanes, Bernardon de Lasalle y Louis de Montjoie, cayeron prisioneros. El sedicente papa tuvo que refugiarse en Nápoles para emprender por vía ma-ítima el retorno a Avignon, donde llegó el 20 de junio del mencionado año. En su ausencia, Urbano VI conseguiría provocar una revuelta en Nápoles, derribando a la reina Juana, que fue sustituida por Carlos de Durazzo, hijo de Luis de Hungría (1342-1382). Una expedición del duque de Anjou fracasó por la muerte inesperada de este príncipe. Salvatorc Fodale {La política napolitana di Urbano VI, Roma, 1973) atribuye una importancia decisiva a este éxito logrado por Urbano VI en Nápoles, que hizo que toda Italia, salvo Saboya, por razones obvias, le obedeciera. Esta obediencia, sin embargo, le reducía al papel de un papa italiano, pues las dos grandes fuerzas políticas que le reconocieron, Inglaterra y Alemania, aprovecharon esta ocasión para afirmar su propia independencia. Wenceslao, lo mismo que su padre, hizo que la Dieta de Frankfurt (febrero 1379) se pronunciara en favor de Urbano, una conducta que fue seguida en Escandinavia y Hungría. Pero las intensas maniobras diplomáticas de Clemente VII lograron que, a su favor, se situaran las diócesis del alto Rhin, Constanza, Basilea, Estrasburgo, Baviera, Austria y el conde Eberhardo de Wutenberg, de modo que Alemania quedó dividida. La división afectó muy seriamente a las universidades. Noel Valois (La France et le Grand Schisme d'Occident, 4 vols., París, 1896-1902), en un trabajo que sigue siendo imprescindible, coincide con Guy Mollat en afirmar la buena fe con que, más allá de las circunstancias y conveniencias políticas, procedieron los clementistas. Los maestros universitarios insistían en que el tacitas consensus no era suficiente para salvar los gravísimos defectos del primer cónclave, que exigían una nueva reunión confirmatoria por parte de los cardenales; al no haberse producido ésta era evidente la ilegitimidad de Urbano. La absoluta incapacidad de éste demostrada en los primeros meses de gobierno era una segunda razón a añadir. Ello no obstante parece indudable que pesaron mucho las razones políticas: Francia se decidió pronto, porque quería un papa que siguiera la línea avignonense. Inglaterra no podía estar en su mismo bando y el clementismo escocés responde a la hostilidad hacia los ingleses. El caso de Portugal es significativo: fue clementista, urbanista, otra vez clementista y definitivamente urbanista a tenor de las cambiantes alianzas que iba contrayendo. Esta división, que parecía aislar a Francia, dio una importancia decisiva a los reinos españoles. Ya hemos dicho cómo Aragón y Navarra retrasaron mucho su decisión. Enrique II (1368-1379) y su hijo Juan I, en Castilla, defendieron la idea de abrir una amplia información que permitiera conocer los hechos y, después, que los cuatro reinos peninsulares se pusiesen de acuerdo para reconocer juntos al mismo pontífice. Cuando Portugal se adelantó a formular su declaración, la idea de la conferencia conjunta fue abandonada. Ello no obstante, puede decirse que la decisión castellana fue muy cuidadosamente preparada. En principio, el arzobispo de Toledo dispuso que en las misas se mencionara únicamente «pro illo qui est venís papa», sin dar nombre alguno. Dos asambleas del clero, ambas en Toledo (noviembre y diciembre de 1378), concluyeron afirmando que la única solución residía en la convocatoria de un concilio y que, mientras tanto, era imprescindible recoger las opiniones de los protagonistas y de modo especial de quien durante tanto tiempo ciñera la tiara sin obstáculo. Los obispos que asistieron a las cortes de Burgos de 1379, primeras del reinado de Juan I, coincidieron en esta opinión. Tres embajadores, Ruy Bernal, fray Fernando de Illescas y Alvaro Menéndez fueron los encargados de recoger en Avignon y Roma la correspondiente información. Pero Clemente VII decidió enviar a España a don Pedro de Luna con amplísimos poderes de legado a fin de atraer a estos reinos a su causa. Su tesis favorita consistió en decir que sólo los cardenales podían decidir si la primera elección era verdadera o falsa. Urbano, que contaba con el importante apoyo de fray Pedro de Aragón, delegó en un franciscano, fray Menendo, el cual fue capturado en el mar por piratas catalanes y tardó en recobrar la libertad. La documentación recogida, abundantísima, fue estudiada en una asamblea reunida en Medina del Campo (23 de noviembre de 1380). Tras largos debates se llegó a la conclusión de que la primera elección era inválida y, por consiguíente, Clemente VII fue reconocido en un acto solemne que tuvo lugar en Salamanca el 19 de mayo de 1381. No puede negarse que había también una congruencia política con las actividades de don Pedro de Luna y los intereses de Francia.
Posiciones doctrinales y fácticas.
Cada obediencia ahora estaba formada por un número suficiente de reinos como para organizarse como si fuera una verdadera Iglesia. No cabía esperar una victoria militar que eliminase a uno de los dos electos, ni tampoco que se produjera la renuncia de ninguno de ellos. Conforme pasaba el tiempo se tornaba más difícil para los reyes cambiar de opinión, pues el reconocimiento de que obedecían al papa equivocado hubiera conducido a la nulidad de todos los actos ejecutados por él. Ya G. J. Jordán {The inner history o] the Great Schism, a problem of Church unity, Londres, 1930) llegó a la conclusión de que el conciliarismo era la consecuencia lógica y casi inevitable del impasse a que se había llegado en punto de doctrina. Fue formulado por Enrique de Langenstein (Epístola pacis de mayo de 1379; y Epístola concilii pacis de 1381) y por el preboste capitular de Worms, Conrado de Gelnhausen (Epístola brevis, 1379; Epistolae concordiae, mayo de 1380), lo mismo que por el arzobispo Tenorio en sus primeras intervenciones. Se afirmaba que la plenitudo potestatis tiene su origen en la Iglesia y es ejercida ordinariamente por el papa; pero en circunstancias excepcionales como éstas en que no es posible saber dónde está el legítimo vicario de Cristo, la única solución que queda es volver a la fuente, esto es, la Iglesia misma, de la que el concilio puede considerarse cabal expresión. Urbano VI, invitado por los príncipes alemanes, rechazó la idea de convocar el concilio.
Los dos rivales.
Puede considerarse como un dato seguro la inestabilidad patológica de Urbano VI. Comenzó creando 29 cardenales a fin de disponer de un colegio, pero les trató tan mal como a sus antecesores. Desentendiéndose de los asuntos de Europa --circunstancia que permitiría a Inglaterra reforzar el poder real sobre la Iglesia--, puso su interés únicamente en Italia. Carlos de Durazzo, una vez consolidado como rey de Nápoles, pudo aspirar a la hegemonía sobre la península. Pero entonces las relaciones se hicieron difíciles porque Urbano trataba de intervenir directamente en el gobierno napolitano. En octubre de 1363, Carlos ordenaría prender al papa en Aversa: en este momento el monarca estaba de acuerdo con un grupo de cardenales para introducir una modificación en el gobierno de la Iglesia que acabara con las arbitrariedades: un consejo de regencia se encargaría del poder, sustituyendo al papa, al que se declararía incapaz. Urbano descubrió el plan: aprisionó a seis cardenales y al obispo de Aversa (enero de 1385), haciéndoles objeto de atroces torturas. Carlos, excomulgado, puso cerco a Nocera: varias veces al día Urbano se asomaba a una ventana para fulminar la excomunión contra sus sitiadores. Pudo escapar, llegando a Genova, en donde apeló la ayuda de los gibelinos para reclutar un ejército que le permitiera combatir primero a Carlos y luego a la viuda de éste que se había declarado clementista. Cinco de los cardenales presos desaparecieron sin dejar rastro y otros dos se pasaron al bando enemigo. Cuando Bartolomé Prignano murió el 15 de octubre de 1389, la atmósfera de odio y temor que con su conducta creara dio pábulo a la sospecha de que hubiera sido envenenado. Paralelamente, Clemente VII organizaba desde Avignon una eficiente burocracia: basta comparar la riqueza de sus registros con los de Urbano para comprender la diferencia. Ello no obstante, el papa de Avignon comenzó a perder apoyos. La Universidad de París, en una asamblea (20 de mayo de 1381), acordó defender la tesis de que sólo el concilio podría ser vía eficaz para la solución del cisma. Mientras vivió Carlos V y la influencia angevina permaneció dominante, la corte se mostró firme: Pedro de Ailly y Jean Rousse que fueron a llevar la preocupación de los universitarios, obtuvieron una pésima acogida. De todas formas, decían los expertos, el concilio presentaba una dificultad: para ser legítimo es preciso que un papa firme la convocatoria. Evidentemente, ninguno de los dos estaba dispuesto a hacerlo. Algunos profesores abandonaron la universidad y se pasaron al urbanismo. Hasta el final, Clemente VII creyó que la solución al problema era únicamente militar: que su rival fuera destruido. Los errores de Urbano VI y el asesinato de Carlos de Durazzo le dieron grandes esperanzas. El matrimonio de Luis de Turenne con una Visconti y el movimiento que favorecía las aspiraciones de Luis II de Anjou al trono de Nápoles, ofrecían buenas perspectivas, ya que Urbano estaba absolutamente desprestigiado. Paradójicamente, su muerte iba a permitir la recuperación de su bando.

Bonifacio IX (2 noviembre 1389 - 1 octubre 1404)
Recuperación.
Los catorce cardenales urbanistas supervivientes se reunieron en Roma rechazando la fórmula de liquidación rápida del cisma que hubiera sido la elección de Clemente. Dos previos candidatos, Poncello Orsini y Angelo Acciauoli, fueron incapaces de reunir los votos necesarios y hubo que llegar a un compromiso para elegir a Pietro Tomacelli, a quien había nombrado cardenal Urbano VI, en 1381, y que era como él oriundo de Nápoles. Muy elocuente y diestro en el manejo de la diplomacia, no poseía una gran preparación ni tampoco formación intelectual. Con gran decisión defendió su legitimidad, rechazando cuantos medios se le proponían para acabar con el cisma. Su influencia fuera de Italia fue aún menor que la de su antecesor, pero en cambio reforzó el dominio sobre las posesiones en la península. En el momento de la muerte de Urbano estaba en marcha un gran proyecto clementista que consistía en hacer de Luis II de Anjou (1377-1417) un feudatario de la Santa Sede con la totalidad de los dominios de Ancona, Romagna, Ferrara, Rávena, Bolonia, Perugia y Todi, bajo el título de reino de Adria. Bonifacio consiguió desbaratar este plan coronando a Ladislao (1386-1414), hijo de Carlos de Durazzo, y operando con él y sus partidarios un giro en la conducta hacia la reconciliación. Los angevinos fueron expulsados de la parte que ocupaban en Nápoles y en los Estados Pontificios. Puede decirse que de este modo la via facti quedó pulverizada. Dejaba tras de sí pesadas consecuencias: las campañas de Italia, el lujo de una corte que con menos países quería seguir manteniendo las mismas dimensiones del pasado y la necesidad de indemnizar a los capitanes de mercenarios --entre los que figuraba un sobrino de Gregorio XI llamado Raimundo de Turenne--, agotaron todos los recursos. Avignon dependía prácticamente de Francia, pues sólo ésta, y en menor medida España, se hallaba en condiciones de remediar sus necesidades. No muy distinta era la situación de Bonifacio IX, obligado a combatir en todos los frentes. Coronó en Gaeta a Ladislao de Nápoles (29 de mayo de 1390). Encomendó las lugartenencias de Spoleto y la marca de Ancona a dos de sus hermanos y se ocupó personalmente de someter a Roma. La guerra de Nápoles duraría diez años y las contiendas romanas no concluyeron hasta 1398, consumiendo grandes cantidades de dinero. Precisamente las reformas de Bonifacio ponen punto final a la estructura republicana que se arrastraba desde la época avignonense. Sus fuentes de ingresos estaban reducidas a las rentas de los Estados Pontificios. No es extraño que reapareciese la simonía a gran escala. No expresó Tomacelli nunca la menor duda de que era el legítimo papa: la posesión de Roma le parecía una señal inequívoca. En consecuencia, no tenía previsto para el cisma otro final que la renuncia de su contendiente; en 1390 propuso a Clemente que, si abdicaba, él y sus cardenales conservarían esta condición, reconociéndosele además una legación sobre Francia y España, que eran precisamente los territorios que dirigía. La propuesta no fue ni siquiera escuchada.
Las vías de la universidad de París.
Ahora la posición de Francia había cambiado y se deseaba la conclusión del cisma. Pero como ya explicara K. Eubel {Die Avignonische Obedienz der Mendikanten-Orden sowiet der Orden del Mercedarier und Trinitarier zur Zeit des grossen Schismas, Paderborn, 1900), no era posible, dado el profundo esquema de división que se había producido, llegar a un punto en que se reconociese que una mitad de la cristiandad había vivido en el error y la otra mitad en la legitimidad. El 6 de enero de 1391 el canciller de la Universidad de París, Juan Gerson (1363-1429), acusó a la corte de mantener el cisma por razones políticas. Se hizo una primera gestión cerca de Clemente VII, formulándose la propuesta de que ambos papas abdicasen, permitiendo a los cardenales reunirse para elegir otro sin disputa. La respuesta fue negativa. El papa se limitó a ordenar la celebración de la misa pro sedandis schismatis (29 octubre 1393). En octubre de 1394, tras la caída de los marmousets y la asunción del poder por los duques de Berry, Borgoña y Orléans, el Consejo real de Francia pidió a la Universidad de París que elaborara una propuesta acerca de los medios que podían aplicarse para la liquidación del cisma. Se hizo una consulta mediante votación secreta y en pocas semanas se recogieron más de 10.000 boletos. Resultado final de la consulta fue la formulación de tres vías: a) cessionis, consistente en que ambos papas renunciaran simultáneamente; b) transactionis, mediante una negociación entre ambas partes para descubrir quién era el legítimo, recurriendo si era necesario a un procedimiento de arbitraje; y c) concilii, convocatoria de un concilio ecuménico. Se recomendó particularmente la primera por ser la que menos dificultades presentaba. A. Esch (Bonifaz IX und der Kirchenstaat, Tübingen, 1969) hace una advertencia: las tres vías parisinas se produjeron únicamente en el ámbito de obediencia clementista, pues Bonifacio rechazó resueltamente cualquier propuesta que no fuera de reconocimiento de su propia legitimidad.
Pedro de Luna, papa.
Murió entonces Clemente VII (16 de septiembre de 1394) y la corte francesa ejerció presiones sobre los cardenales para que no procediesen a una nueva elección. Ellos argumentaron como sus colegas de Roma: eso era tanto como admitir que durante quince años ellos habían actuado con ilegalidad. Aceptaron en cambio firmar un documento comprometiéndose a poner todos los medios, incluso la abdicación, para acabar con el cisma. Por unanimidad, el 28 de septiembre, fue elegido Pedro Martínez de Luna, nacido en Illueca (Aragón), de 66 años, cardenal de Santa María in Cosmedin y una de las primeras autoridades en derecho canónico de su tiempo. Elevado al cardenalato en 1375, era un hombre de irreprochable conducta y sumamente enérgico, si bien S. Puig y Puig {Pedro de Luna, Barcelona, 1920) reconoce que a veces era difícil distinguir la firmeza de la terquedad. Testigo de primera magnitud en el cónclave de 1378, se había convertido luego en uno de los principales colaboradores de Clemente VII, siendo decisiva su parte en la obediencia de España. En 1393, estando en París, había defendido la tesis de la abdicación si era precisa para liquidar el cisma. Apenas elegido escribió a Carlos VI: era su firme voluntad poner todos los medios precisos para una justa solución del problema. Fue encargado de llevar la respuesta del Consejo el maestro Pedro de Ailly, a quien el papa, según L. Salembier {Le cardinal Pierre d'Ailly, chancelier de l'Université de París, évé- que du Puy et de Cambrai, Tourcoign, 1932), atraería para su causa, convenciéndole de que su propuesta de negociación era la correcta. Mientras tanto, un nuevo personaje, Simón Cramaud, que desde 1391 era patriarca de Alejandría y administrador apostólico de la diócesis de Avignon, entraba en escena. Según H. Kaminsky («The carlier career of Simón Cramaud», Speculum, XIX, 1974), se trataba de un ambicioso que había hecho de la abdicación del papa un objetivo que llegaría a obsesionarle. Se encargó de presidir una asamblea del clero en París (2 febrero de 1395), contando con el apoyo del duque de Berry, en la cual los 109 asistentes concluyeron que debía exigirse, sin más demora, la abdicación de Benedicto XIII. Los duques de Berry, Borgoña y Orléans viajaron a Avignon en mayo de 1395 para exigir sin ambages dicha fórmula. La corte francesa, que ya no manejaba a Benedicto, tampoco tenía el menor interés en sostenerle.
Camino del galicanismo.
La respuesta de don Pedro de Luna fue que la via cessionis era anticanónica (un papa no puede ser obligado a abdicar) y creaba males mayores que los que se trataba de remediar, pues en adelante el primado romano quedaría sometido a las veleidades de la política. Y en el momento actual, su renuncia, conocida la negativa de Bonifacio, dejaría al descubierto la cuestión de la legitimidad. Propuso la que llamó via conventionis o via iustitiae: los dos papas se reunirían para conversar o negociarían por medio de plenipotenciarios, siendo ellos, sin interferencias exteriores, quienes aclarasen la cuestión de la legitimidad; en caso de no obtener resultados, ambos, de consuno, abdicarían, fijando las condiciones para la elección del nuevo papa sin disputa. Una nueva asamblea del clero francés, más agria, rechazó la via conventionis (agosto de 1396). Por su parte, Benedicto XIII envió procuradores a Roma en dos momentos (diciembre 1395 y otoño 1396) intentando el contacto directo con Bonifacio, aunque sin resultados. El obispo de Elna fue acusado de intentar en Roma una revuelta. Al de Tarazona se dijo que ni por medio de entrevista directa ni por vía de plenipotenciarios estaba el papa dispuesto a negociar. Los consejeros de Carlos VI tomaron contacto con sus aliados de España y con los reyes de Inglaterra y de Alemania aprovechando un tiempo de tregua. El objetivo era formar una embajada de príncipes de las dos obediencias para presentar la propuesta de abdicación. Al final, sólo Enrique III de Castilla (1390-1407) y Ricardo II de Inglaterra (1377-1399) incorporaron sus procuradores a los de Francia (junio de 1397). Colard de Caleville conminó a Benedicto en Avignon; los británicos formularon en Roma a Bonifacio IX la misma demanda. En mayo de 1398 Wenceslao, por propia iniciativa, haría una gestión semejante. Todas fracasaron. Pedro de Luna se atrincheró tras su propuesta de negociación y Tomacelli en su indiscutible legitimidad. De modo que se cumplieron los plazos del ultimátum (febrero de 1398) sin que ninguno de los papas diera un paso hacia la solución del cisma. El 22 de mayo de 1398, una nueva asamblea del clero francés acordó que el único modo de obligar a Benedicto a entrar por la via cessionis era «sustraerle» la obediencia, es decir, bloquear absolutamente las rentas que desde Francia se le suministraban. Francia ejecutó la sustracción el 27 de julio de este mismo año y Castilla el 13 de diciembre. Escocia, Navarra y Aragón, rechazaron el procedimiento. En aquella asamblea, lo mismo que en la literatura doctrinal que siguió, se formularon ya tesis de sometimiento a la monarquía que forman el precedente del galicanismo y del anglicanismo. Se dijo que al rey corresponde velar por la salud espiritual de sus súbditos incluso contra el papa. Pierre Plaoul añadió que el pontífice es tan sólo mandatario de la Iglesia, elegido, mientras que el monarca, suscitado por Dios desde la cuna, es vicario del mismo Dios. Pierre le Roy sostuvo que, en consecuencia, el papa está sometido al concilio, que es la expresión de la Iglesia. Sin embargo, la sustracción revelaría, con su fracaso, lo que podía esperarse de un sometimiento de la Iglesia al Estado. Las universidades, privadas de libertad y de muchos de sus medios de vida, fueron las primeras que reclamaron el retorno a la normalidad.
Sin obediencia.
Sobre Benedicto se ejercieron muy fuertes presiones. Tras la sustracción, sólo cinco cardenales permanecieron a su lado; los demás se trasladaron a Villeneuve-les-Avignon, al amparo de las tropas francesas que, mandadas por Godofredo Boucicaut, sitiaron estrechamente el palacio, fuertemente defendido por doscientos soldados aragoneses que rechazaron incluso un asalto. Enrique III protestó de esta violencia y Martín I de Aragón (1395-1440) envió una flota que remontó el Ródano hasta Arles, logrando una especie de tregua (10 de mayo de 1399) tras haberse obtenido del papa una promesa de abdicar en el caso de que su rival lo hiciese o muriera sin que se eligiese sucesor. Pero el papa había hecho levantar acta de que tal juramento era inválido al serle arrancado por la fuerza. El asedio se convirtió en bloqueo. Estas circunstancias permitieron a Bonifacio IX afirmarse. Genova y Nápoles le ofrecieron obediencia, de modo que prácticamente toda Italia --pero sólo Italia-- le obedecía. Para conservar la frágil fidelidad de Ricardo II y de Wenceslao --que sería sustituido por Roberto el Palatino en agosto de 1400—hizo concesiones, como la entrega de los diezmos eclesiásticos, que prácticamente desmantelaban la independencia de las Iglesias locales. Bonifacio se desprestigió porque la simonía y la venta de indulgencias eran el único medio desesperado que tenía para procurarse dinero. Había un terrible contraste entre el papa, desprendido y austero, y los abusos escandalosos de la curia. En 1402 las cosas comenzaron a cambiar en favor de Benedicto XIII. Los eclesiásticos estaban cada vez más asustados ante la intrusión de los laicos. La Universidad de París, privada de beneficios y rentas, hubo de cerrar sus aulas en 1400. Las de Orléans y Toulouse se pronunciaron abiertamente contra la sustracción. Provenza restituyó la obediencia y Luis II de Anjou se convirtió en un firme apoyo para la causa del papa. En la noche del 11 de octubre de 1403, con hábito de cartujo, el papa abandonó el palacio, al que jamás regresaría, refugiándose en casa del embajador catalán, Jaime de Prades, desde donde pasó a Chateau-Rcnard. Entonces los habitantes de Avignon, en la mañana del 12 de octubre, se amotinaron contra las tropas francesas aclamando al papa. Los cardenales acudieron también a su lado. Enrique III restableció la obediencia y, al final, Carlos VI tuvo que hacer lo mismo. Al finalizar el año 1403, don Pedro de Luna estaba instalado en Marsella anunciando que iba a poner en marcha la vía iustitiae. Envió una embajada a su rival que alcanzó Roma el 22 de septiembre de 1404. Bonifacio estaba muy enfermo. Los avignonenses proponían una entrevista personal entre ambos papas con el compromiso moral de abdicar si no se llegaba a un acuerdo. Las discusiones, especialmente el 29 de septiembre, fueron tormentosas. Como el papa murió a los dos días, los cardenales culparon a los embajadores de su fallecimiento, les redujeron a prisión y obligaron a pagar un fuerte rescate.


Inocencio VII (17 octubre 1404 - 6 noviembre 1406)
Nueva elección.
El cónclave romano no necesitó mucho tiempo para llegar a la elección de Cosimo Gentile de Migliorati, arzobispo de Bolonia y cardenal presbítero, un hombre que iba a cumplir 70 años y cuya más importante trayectoria le situaba en el estudio del derecho. Legado en Toscana y Lombardía, había prestado grandes servicios a Bonifacio IX. Los cardenales se negaron a atender los ruegos de los embajadores de Benedicto, que proponían retrasar la elección hasta llegar a un acuerdo que permitiera la liquidación del cisma. El que pasó a llamarse Inocencio VII se había comprometido bajo juramento, antes de su elección, a poner todos los medios a su alcance para restaurar la unidad, incluyendo su propia abdicación. Presionado por el rey de Romanos, accedió a convocar un concilio que debería reunirse en Roma el 1 de noviembre de 1405, pero los embajadores de Benedicto XIII, rescatados al fin, regresaron a Marsella con el convencimiento de que nada iba a hacerse. De hecho el concilio, pospuesto dos veces, acabaría siendo olvidado. Benedicto XIII abandonó Marsella el 2 de diciembre de 1404, dirigiéndose a Italia: con él viajaban sus dos grandes aliados, Luis II de Anjou y Martín I; suya era la flota que les transportaba. Los colectores de Francia y el soberano aragonés contribuyeron a reunir la suma de 128.000 francos de oro en que se cifraban los costes de la operación. El 21 de diciembre llegaba a Niza. Monaco envió al papa las llaves. Toda la Costa Azul se declaraba en favor suyo. El 16 de mayo de 1405 fue recibido en Genova con todo honor. San Vicente Ferrer, con su palabra y sus prodigios, contribuía a dar un ambiente popular a la expedición. Las noticias que llegaban del otro campo eran muy favorables: a causa de los disturbios acaecidos en Roma, Inocencio VII había tenido que refugiarse en Viterbo. Benedicto comunicó que estaba dispuesto a ir a esta ciudad, si se le proporcionaba un salvoconducto, para tener allí la entrevista. Pero Inocencio se negó en redondo a ambas cosas. Una gran decepción se produjo en todo Occidente cuando Benedicto regresó a Marsella el 4 de diciembre del mismo año.
Interviene Ladislao.
En el fondo, Inocencio era un instrumento en manos del rey Ladislao, que temía que una reconciliación con Luis II de protagonista significara el desconocimiento de sus derechos a Nápoles: hizo jurar al papa que ninguna clase de acuerdo concluiría sin que se incluyese la confirmación de su legitimidad. Las tropas napolitanas habían aprovechado la ausencia del papa para adueñarse de Roma, incluyendo el castillo de Sant'Angelo. Aunque Inocencio llegó a fulminar la excomunión contra Ladislao por estas usurpaciones (marzo 1406), no le quedaba otro remedio que rendirse: fuera de Ladislao no tenía ningún otro punto de apoyo. Y así el 1 de septiembre de 1406 le nombraría gonfaloniero de la Santa Sede y protector de los Estados Pontificios. Cuando Benedicto XIII envió a París al cardenal Antonio Challant para dar cuenta de sus gestiones, fue recibido con absoluta frialdad. El duque de Borgoña, que gobernaba en nombre de Carlos VI, a quien la pérdida de razón in- capacitaba, se mostró declarado enemigo de don Pedro de Luna, cuya abdicación exigía sin condiciones. Una embajada de Enrique III volvió a insistir: la vía cessionis era la más conveniente. En una nueva asamblea del clero, Simón Cramaud se mostró sumamente crítico no sólo en relación con ambos papas, sino con la institución misma del pontificado, tal y como había salido de la experiencia centralizadora de Avignon. Cuando la asamblea clausuró sus sesiones, el 4 de enero de 1407, quedó flotando en el aire la idea de que había que reclamar a toda costa las «libertades de la Iglesia de Francia». Los medios prácticos para acabar con el cisma estaban pasando a un segundo plano ante esta explosión de galicanismo. En este momento llegó la noticia de que Inocencio VII había muerto en Roma el 4 de enero de 1406.

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