martes, 20 de marzo de 2012

los papas - 18

Martín IV (22 febrero 1281 - 28 marzo 1285)
Golpe de Estado.
De nuevo una vacante de seis meses con un final muy grave. Los cardenales, reunidos en Viterbo, no lograban ponerse de acuerdo, cuando Carlos de Anjou decidió dar un golpe de Estado valiéndose de las autoridades de la ciudad, que aprisionaron a dos de los purpurados, mientras el rey presionaba a Mateo Rosso Orsini para impedir que interviniese. Por esta vía se eligió a Simón de Brie, antiguo archidiácono de Rouen, tesorero de San Martín de Tours y canciller y guardasellos de san Luis. Cardenal de Santa Cecilia desde 1264, vivía entregado con todo entusiasmo a la misión de hacer triunfar los proyectos de Carlos de Anjou. Tomó el nombre de Martín IV, por el patrón de Francia y por el error de haber confundido a Marino I y II con Martín. Ha sido definido como «el más francés de todos los papas» por su empeño en propiciar el triunfo absoluto de los angevinos. No sólo renunció en Carlos el oficio de senador, sino que le entregó el gobierno de todos los Estados Pontificios; Jean d'Eppe se hizo cargo de Romagna y Guillermo Durando, el famoso autor del Speculum iudiciale, fue nombrado vicario general. Las relaciones con Rodolfo de Habsburgo se mantuvieron correctas porque el rey de Romanos se abstuvo cuidadosamente de intervenir en los asuntos de Italia.
Vespro.
Nacía así un Imperio angevino tan amenazador para la independencia de la Iglesia como lo fuera en tiempos el de los alemanes. Carlos compró a María de Antioquía sus derechos sobre Jerusalén y comenzó a usar este título enviando a Rogerio de San Severino en calidad de bailío a tomar posesión de las escasísimas reliquias que aún sobrevivían del antiguo reino. Al mismo tiempo mantenía abiertas relaciones comerciales con Egipto para evitar amenazas desde este sector. Poco a poco iba aumentando sus dominios. Gobernaba Albania y Acaya, esta última en nombre de su nuera, y ostentaba la soberanía feudal sobre Atenas y los otros señoríos latinos en Grecia. El objetivo final era la conquista de Constantinopla, presentándose como heredero de Balduino II. Todo estaba preparado cuando se negoció en Orvieto, interviniendo la cancillería pontificia, una alianza entre Carlos, Felipe de Courtenay y la República de Venecia (3 de julio de 1281). Martín IV dio la señal: sin que se hubiera dado motivo alguno, excomulgó a Miguel VIII (18 noviembre 1281), prohibió a los católicos prestarle cualquier clase de ayuda (26 marzo 1282) y finalmente declaró nula la unión que tan trabajosamente se consiguiera en Lyon. Martín, mientras tanto, no residía en Roma: estableció en Orvieto y en Perugia su residencia. Los manifiestos errores de Martín IV causaron un indudable daño a la Iglesia pues la convirtieron en un satélite de la política francesa, y a Italia porque la lanzaron de nuevo por el camino de la guerra: el primero de mayo de 1282 los gibelinos, mandados por Guido de Montefeltro, derrotaron a las tropas pontificias; el 30 de marzo, tras una delicada operación de acercamiento entre la nobleza siciliana, el rey Pedro III de Aragón (1276-1285) y el emperador Miguel, aclarada por Steven Runciman (The Sicilian Vespers, Cambridge, 1958), estallaba la gran revuelta conocida como las «Vísperas Sicilianas». Los rebeldes acudieron a Martín IV como a su señor natural, pero él los rechazó con dureza ordenándoles someterse sin condiciones a Carlos de Anjou. Pedro III, yerno de Manfredo, aceptó la corona y el papa le excomulgó. Esfuerzo inútil: la flota catalana, reforzada en Sicilia, hizo añicos el Imperio angevino. Sin proponérselo, los aragoneses habían prestado un servicio al papa, pues dividieron el reino en dos, alejando el agobiante dominio que desde él se ejercía. Protector de los franciscanos, Martín IV publicó la bula Ad fructus liberes (13 diciembre 1281), autorizándoles la predicación y la confesión. Este privilegio provocó la resistencia del clero secular, que lo consideraba como una ingerencia en sus propias funciones. Martín IV murió en Perugia, pocas semanas después del fallecimiento de Carlos de Anjou.

Honorio IV (2 abril 1285 - 3 abril 1287)
Los cardenales reunidos en Perugia se dieron prisa y en sólo cuatro días eligieron a Jacobo Savelli, cardenal de Santa María in Cosmedin, evitando de este modo las ingerencias. Perteneciente a una ilustre familia romana, estudiante en París y sobrino nieto de Honorio III, cuyo nombre adoptó. Con 75 años de edad y medio paralítico, había sido elegido para que intentara subsanar los errores de su antecesor, pero conservando las relaciones excelentes con la Casa de Anjou. El 20 de mayo fue consagrado en Roma, en medio de un entusiasmo delirante de su población, al que correspondió fijando su residencia permanente en la ciudad y asumiendo de nuevo la senatoria que su hermano Pandulfo gestionó en la práctica. La mayoría francesa en el colegio de cardenales obligaba a conservar una política proangevina en la guerra. Honorio rechazó las propuestas de Eduardo I de Inglaterra (1272-1307), que quería mediar, y otorgó a Felipe III los beneficios de cruzada para la guerra que emprendía contra Pedro III y que se cerró en un fracaso. Cuando estos dos reyes murieron en el otoño de 1285, pudo abrirse, al fin, el camino de las negociaciones. Alfonso III (1285-1291) reinaba en Aragón, firmando tregua con Francia; su hermano Jaime fue coronado como rey en Palermo, ganando con ello la excomunión. Pero la derrota angevina en Castellamare (1287) obligó a reconocer el fallo, abriéndose negociaciones que condujeron al tratado de Oloron (25 julio 1287), firmado cuando el papa ya había muerto. Se reanudaron los contactos con Rodolfo de Habsburgo, preparándose la coronación imperial. Pero los príncipes alemanes negaron el dinero para el viaje porque el legado, cardenal Juan de Tusculum, había solicitado fuertes compensaciones económicas para la Cámara y sospecharon que se estaba tendiendo una intriga para declarar a Alemania monarquía hereditaria como las demás de Europa. Aunque Honorio restauró los derechos y privilegios del clero secular y condenó en 1286 una secta de extremada pobreza fundada en Parma con el título de «apostólica» (1260), fue también un protector de las órdenes religiosas, especialmente dominicos y franciscanos, a los que trataba de convencer de que estableciesen cátedras de árabe a fin de preparar misioneros para tierras musulmanas.

Nicolás IV (22 febrero 1288 - 4 abril 1292)
Elección.
La supresión del decreto de Gregorio X había permitido el retorno a las elecciones prolongadas: más de once meses duró esta vez la vacante. Calores excesivos y peste causaron la muerte de seis cardenales y la dispersión de todos los demás excepto uno, el franciscano Jacobo de Ascoli, del título de Palestrina. Cuando los purpurados regresaron a Roma, le eligieron por unanimidad. Nacido en Lisciano, cerca de Ascoli, el 30 de septiembre de 1227, e hijo de clérigo, sucedió a san Buenaventura como general de su orden en 1274. Había sido uno de los negociadores de la unión con los griegos. Colaborador de Nicolás III en la bula Exiit qui seminat, este papa le nombró cardenal. Se trata del primer franciscano que llegó al solio. Protector de artistas como Arnolfo di Cambio o Pietro Cavallini, reconstruyó San Juan de Letrán y Santa María la Mayor. Protegió, seguramente con exceso, a los Colonna, procedentes de Nápóles: Giovanni Colonna, senador único, en lucha con los Orsini y los Savelli, creó en Campania un gran poder.
Cardenales.
La bula Coelestis ahitado (18 de junio de 1289) reconoció a los cardenales el derecho a percibir la mitad de las rentas correspondientes a la curia. Estableció de este modo un precedente de importancia, abriendo el debate en torno a las funciones del colegio, en especial durante las vacantes en el solio. Dos corrientes de opinión se dibujaban: aquella que sostenía que los cardenales compartían con el papa la plenitudo potestatis, por lo que, en los interregnos, gobernaban a la Iglesia por derecho propio; y aquella otra que afirmaba ser únicamente un organismo consultivo (consistorio) cuyos miembros recibían del papa todas las funciones y, durante las vacantes, asumía provisionalmente funciones que no eran suyas.
Nápoles.
Apoyó a Carlos II de Anjou (1285-1309) con todas sus fuerzas aunque mantuvo buenas relaciones con Rodolfo, reconociendo su derecho a ser coronado. La muerte del rey de Romanos en 1291 impidió definitivamente la coronación. Mediante negociaciones intentó que, anulado el tratado de Canfranc (28 octubre 1288) --por el que se daba a Carlos II libertad a cambio de reconocer a Jaime II como rey de Sicilia--, los Anjou recobrasen la totalidad de sus dominios. No pudo conseguirlo, pero logró al menos que, levantando la excomunión que pesaba sobre Alfonso III, se negase desde Aragón toda clase de ayuda a los rebeldes. Sin embargo Alfonso murió el 18 de junio de 1291 y fue precisamente Jaime quien le sucedió, dejando a su hermano Federico en Sicilia como lugarteniente. Cuando el papa coronó en Rieti a Carlos II lo hizo en calidad de rey de todo el Realme y no sólo de Nápoles.
Oriente.
En un último esfuerzo para salvar las posiciones de Tierra Santa, tras el saqueo de Trípoli (abril de 1289), Nicolás IV dispuso la predicación de la cruzada (1290) c incluso llegó a enviar una pequeña flota en auxilio de san Juan de Acre. En 1291 Enrique II, rey de Chipre y de Jerusalén, abandonó esta última ciudad, que sucumbió al asalto el 18 de mayo del mismo año. Las noticias que llegaron a Occidente eran espeluznantes: el maestre del Temple Guillermo de Beaujeu, y el mariscal del Hospital, Mateo de Clermont, murieron luchando heroicamente, y las monjas clarisas se cortaron la nariz para evitar ser violadas. Causaron un gran impacto. El franciscano Fidenzio de Padua envió al papa un Líber de recuperatione Terre Sáncte, incitándole a realizar un gran esfuerzo para recobrar Palestina, de cuya pérdida Tadeo de Nápoles culpaba a los reyes y caballeros occidentales. Pero fue Ramón Llull (1232-1316) quien envió el programa más eficaz: un plan de estudios para disponer de personas que conociesen el árabe y el hebreo a fin de penetrar en los espacios orientales y africanos; la centralización de las misiones bajo el mando de un solo cardenal; y la refundición de las órdenes militares hasta crear con ellas el gran ejército de caballería que la cristiandad necesitaba. Nicolás atendió también al otro horizonte que se había abierto. En 1290 Argun, nieto de Hulagu Khan, dueño de Bagdad, se puso en contacto con Roma a través de un converso, Andrés Chagan o Zagan, pidiéndole como su abuelo el envío de personas instruidas porque en sus dominios había comunidades cristianas. Paralelamente, otro franciscano, Juan del Monte Corvino, que había actuado en Armenia, llegaba a ponerse en contacto con los keraitas nestorianos: por el camino de Mongolia llegó a la corte de Kublai Khan (1260-1294) en Pekín. Desde Orvieto fueron enviados algunos franciscanos para ayudarle. El papa otorgaría a Monte Corvino el título de obispo de Pekín.

Celestino V, san (5 julio - 13 diciembre 1294)
Un papa «angélico».
Muchas fantasías literarias se siguen vertiendo en torno a este papa que tomó la decisión excepcional de abdicar y al que algunos autores siguen llamando «papa angélico», como lo hicieran los franciscanos «espirituales» en su propio tiempo. Hace más de un siglo F. Ehrle (Die Spirituales, ihr Verlhaltniss zum Franciscanerorden und zu den Fratricellen, 4 vols., Berlín, 1885-1888) puntualizó la necesidad de distinguir entre estos «espirituales», rigoristas que preceden a la observancia, que aparecen íntimamente ligados al nombramiento y gestión de san Celestino, y los fratricelli posteriores, en los que, como clara desviación de esta postura, se mezclaron la resistencia al papa y algunas doctrinas heréticas milenaristas. Por su parte, F. X. Seppelt (Monumento Coelestiniana, Paderborn, 1921) ha trabajado para recopilar la abundante literatura en torno a Celestino, a fin de separar los elementos reales de los legendarios, reconociendo la importancia que en 1294 revestían las ideas rigoristas. Estas pretendían, frente a los intereses políticos y de familia, dar un salto radical entregando el pontificado a un santo, que lo fuera en el sentido más simple y directo de la palabra. Tras la muerte de Nicolás el solio estuvo vacante dos años y tres meses: divididos en facciones, los doce cardenales eran incapaces de llegar a un acuerdo que atribuyese los doce votos que se necesitaban. Tras dos interrupciones, el cónclave volvió a reunirse en Perugia en octubre de 1293; se produjo entonces una fuerte presión de Carlos II, que necesitaba de un papa que confirmase el acuerdo que acababa de concluir con Jaime II en La Jonquera, el cual incluía la orden a Federico para entregar Sicilia. Los cardenales no se rindieron a las presiones, pero fueron conscientes de la necesidad de poner rápidamente fin al interregno porque se estaban produciendo graves desórdenes. El decano del Sacro Colegio, Latino Malabranca, dijo que un santo ermitaño, Pedro de Morro---, había profetizado un castigo de Dios si seguían demorando la elección, y añadió que este hombre santo era precisamente su candidato. Con bastante rapidez los cardenales le proclamaron por unanimidad. Pedro era hijo de aldeanos y tenía 85 años; educado por los benedictinos de Santa María de Faifula, se había retirado a una cueva del monte Morrone, de donde procedía el nombre con que sustituyera el de Pedro Angelario, que recibiera en el bautismo. El apellido familiar se prestaba a interpretaciones relacionadas con el advenimiento de un «papa angélico» que iniciaría la nueva etapa en la vida de la Iglesia, dominada por el Espíritu según las profecías de Joachim de Fiore (1130? - 1202). Al acudir a él numerosos discípulos, decidió construir una iglesia dedicada a Santa María al pie del Morrone y crear una fraternidad reconocida por Gregorio X en 1274, pero dentro de la orden y regla de san Benito, que pretendía observar con todo rigor. Carlos II tomó la hermandad bajo su protección y Pedro Angelario fue elegido abad del monasterio de Faifula, donde se educó. Pero en 1293 había tomado la decisión de retirarse de nuevo a una gruta en el Morrone para ser otra vez ermitaño.
Fracaso y abdicación.
Costó trabajo convencerle para que aceptara. Pero un vasto clamor se extendió por Italia: al fin la santidad estaba en la cátedra de Pedro. Los «espirituales» le consideraron como uno de los suyos --de ahí el error de que a veces se le tuviera por franciscano-- y Carlos II le tomó bajo su guía y protección. Con escolta napolitana llegó a L'Aquila, en cuya iglesia de Santa María de Colmaggio fue consagrado el 29 de agosto. Celestino no fue nunca a Roma: el rey preparó para él una residencia en el Castilnuovo de Nápoles. Incapaz de usar el latín, hablaba en italiano con sus cardenales. Pronto se demostró que santidad y gobierno son valores distintos: pueden coincidir, pero pueden también ser divergentes. Nombró doce cardenales, sobre una lista que le proporcionó Carlos II (siete eran franceses y todos angevinos), confirmó el acuerdo de La Jonquera, dando un plazo de tres años a los aragoneses para restituir Sicilia, y nombró a un niño de pocos años, hijo de Carlos II, arzobispo de Toulouse. La confusión en la curia se hizo terrible: algunos beneficios eran atribuidos simultáneamente a varias personas por ignorancia absoluta del asunto. Llegado el tiempo de Adviento propuso retirarse a un lugar aislado a fin de entregarse a la oración contemplativa en riguroso ayuno, dejando a tres cardenales el gobierno de la Iglesia. Cuando el colegio rechazó esta propuesta que consideraba muy perjudicial, consultó con uno de sus miembros, Benito Gaetani, notable canonista, si existían precedentes de una abdicación. La respuesta fue afirmativa aunque errónea. Entonces, el 10 de diciembre de 1294, publicó una bula que hacía extensivo el procedimiento del cónclave de Gregorio X, previsto para la muerte de un papa, al caso de una renuncia, y el 13 del mismo mes, en un consistorio, se dio lectura a un acta de abdicación que el propio Gaetani preparara. Sin duda Celestino, de nuevo Pedro Angelario del Morrone, confiaba en volver a su vida de santo ermitaño. No se lo consintieron: podía convertirse en bandera para los «espirituales». Tratado con toda dignidad, se le puso vigilancia, de la que huyó tratando de volver al yermo. Fue entonces cuando Bonifacio VIII le encerró en Castel Fumone, cerca de Ferentino. Es seguramente falsa la noticia de que se le maltratara: murió el 19 de mayo de 1296. Fue canonizado el 5 de mayo de 1313 como confesor de la fe.

Bonifacio VIII (24 diciembre 1294 - 12 octubre 1303)
La persona.
Restablecida por Celestino V la constitución del Concilio de Lyon, los cardenales se reunieron en el Castilnuovo de Nápoles, diez días después de la abdicación de aquél, y habiendo rechazado la elección Mateo Rosso Orsini, escogieron precisamente a Benito Gaetani. Nacido en Anagni en 1240 de una familia de baja nobleza, educado por su tío el obispo de Todi, había adquirido una sólida formación en ambos derechos, estudiando en Bolonia. Había prestado importantes servicios como legado en Francia e Inglaterra, mostrándose favorable a la primera, y Martín IV le premió haciéndole cardenal diácono en 1281 y presbítero en 1291. En ambos casos retuvo importantes beneficios que le permitían acumular considerables propiedades en favor de su familia: empleaba sus recursos en la adquisición de propiedades que diesen origen a un patrimonio para los Gaetani. Sus mayores éxitos antes de la elección le ponían en relación con Francia: negoció el tratado de Tarascón de 1291, que aparentemente ponía fin a las hostilidades con Aragón y evitaba una ruptura con Inglaterra, y defendió brillantemente a los mendicantes en su pleito con la Universidad de París. Los «espirituales» fueron sus enemigos declarados porque le atribuían la eliminación del «papa angélico». Apenas elegido, Bonifacio anularía todas las disposiciones de su antecesor, despegándose de la influencia angevina y limpiando la curia de partidarios de Carlos II. Se instaló en Roma, donde fue coronado el 23 de enero de 1295. T. R. S. Boase (Boniface VIII, Londres, 1933) pone en guardia contra uno de los errores más frecuentes: reducir este importantísimo pontificado a uno sólo de sus aspectos, el de la lucha contra el rey Felipe IV de Francia. Probablemente, como Heinz Góring (Die Beamten der Kurie unter Bonifaz VIII, Konigsberg, 1934) estableciera, a él corresponde una reforma fiscal de grandes proporciones, que proporcionó a la curia recursos abundantes. Tres casas de banca florentinas se encargaron, naturalmente con beneficios para ellas, de manejar tales fondos, que permitieron, ante todo, una política de pacificación interna aplicada con energía, mediante la cual el papa tuvo verdadera posesión de los Estados Pontificios. Sus cartas demuestran que se consideraba árbitro supremo entre todos los poderes de la cristiandad, mostrando empeño en desempeñar un papel decisivo: fue este empeño, precisamente, el que según G. Digard (Philippe le Bel et le Saint Siége, 1285-1304, 2 vols., París, 1966) le condujo al enfrentamiento que provocó la grave derrota del pontificado.
Caltabellota.
Confirmando su política como cardenal quería que se entregase Sicilia a Carlos II de Anjou, según lo previsto en el tratado de Tarascón, y que cesaran las hostilidades entre Francia e Inglaterra reanudadas durante el interregno en el pontificado. Sobre esta base negoció con los tres enviados de Jaime II, Manfredo Lanza, Juan de Prócida y Roger de Launa: el rey se comprometía a evacuar Calabria y entregar Sicilia, casándose con una hija del angevino. Fadrique sería compensado mediante su matrimonio con Catalina de Courtenay y con los dominios que en Oriente pertenecían a esta señora. Se negociaba también en torno a la entrega de Córcega y Cerdeña, feudos de la Iglesia, al soberano aragonés. Pero el proyecto fracasó: Felipe IV no quiso consentir en el matrimonio de Catalina, y los sicilianos reafirmaron su independencia, coronando rey a Federico en Palermo (26 marzo 1296). Con natural repugnancia, Jaime II prometió el envío de una flota y de un ejército para combatir a este hermano rebelde que, entre tanto, estaba lanzando su ofensiva sobre Apulia y Calabria. Recibiendo mucho dinero, el aragonés adquirió el compromiso de emprender la lucha en 1297; en la práctica el ataque sólo se produjo en 1299. La flota catalana obtuvo una victoria en cabo Orlando (5 julio 1299), pero cuando los angevinos intentaron la invasión de la isla fueron estrepitosamente derrotados en Falconaria. De modo que la solución final fue muy distinta a la que Bonifacio preconizara: la paz de Caltabellota (1302) reconoció la independencia de Sicilia.
Italia y Alemania.
Idénticos fracasos, según H. Finke (Vorreformatione geschichtlichen Forschungen. Aus den Tagen Bonifaz VIII. Funde und Forschungen, Münster, 1902), se registraron en todas o casi todas las cuestiones en que el papa se empeñó en intervenir. Nunca pudo lograr la reconciliación entre Genova y Venecia, a las que trataba de interesar en la cruzada, ni sostener la independencia de Escocia frente a Inglaterra, ni menos hacer triunfar la causa de Carlos Roberto de Hungría. La experiencia que se estaba recogiendo marcaba la diferencia con los días de Inocencio III: los poderes fácticos de las monarquías eran ya superiores. Únicamente se registra un éxito en Italia al extender a Toscana la tutela de la Santa Sede; pero esta influencia era tan sólo el resultado de los compromisos adquiridos con la banca florentina que ligaban a la Iglesia con los llamados «negros» de la parte güelfa, es decir, los elementos más conservadores. En 1298 Adolfo de Nassau (1292-1298), rey de Romanos, fue derrotado y muerto en Gollheim por Alberto de Habsburgo (1298-1308), el cual le sustituyó en el trono. Bonifacio trató de oponerse a este último comprometiéndose incluso con los príncipes que en 1301 intentaron una insurrección. Pero la rebelión fue dominada y el papa, por la bula Aeterni Regís (30 abril 1303), se vio obligado a reconocer la legitimidad de Alberto. Éste se comprometió a no ayudar a Francia en la polémica que entonces alcanzaba su punto más agudo y a desentenderse de los asuntos italianos: los vicarios imperiales en Lombardía y Toscana requerirían, para su nombramiento, la aquiescencia de la Santa Sede. Pero este cambio de política no era mérito de Bonifacio, sino resultado de un giro en la orientación que se registraba en Alemania. La época del dominium Mundi había pasado para siempre.
Primera fase del conflicto.
La causa de la guerra franco-británica estaba en los feudos de Guyena: iniciada cuando la sede romana estaba vacante, los dos reyes, Eduardo y Felipe, comenzaron a recabar tributos sobre las rentas del clero sin el preceptivo consentimiento de la curia. Protestaron los simples clérigos, guiados por cistercienses, pero no los obispos. El 24 de abril de 1296 Bonifacio publicó la bula Clericis laicos, no dirigida específicamente a Francia, pero que endurecía las penas canónicas contra quienes, sin permiso, cobrasen tributos. En Inglaterra fue aprovechada por los eclesiásticos, y también por los barones, para negarse a contribuir. El 18 de agosto del mismo año, Felipe IV publicó una disposición que prohibía la salida de metales, moneda y letras de cambio: las rentas pontificias en Francia, las más cuantiosas, quedaron bloqueadas. Se presentó la medida no como una réplica, sino, simplemente, como emergencia en caso de guerra, pero Bonifacio entendió que estaba dirigida en contra suya. El 20 de septiembre escribió al rey una carta quejándose; en ella negaba taxativamente que la Clericis laicos estuviese dirigida contra Francia. Surgió una polémica doctrinal bastante agria. Los colaboradores de Felipe recurrieron a panfletos, como el titulado Disputas del clérigo y el caballero, en que se defendían tres tesis fundamentales:
-- La autoridad temporal debe ayudar a la espiritual sin que esto suponga reconocimiento de ninguna clase de superioridad.
-- La Iglesia limita sus funciones a los aspectos espirituales, la palabra, los sacramentos y el sacrificio, sin intervenir para nada en los temporales.
-- Al rey corresponde la defensa de la comunidad en todos los aspectos, incluyendo a su Iglesia, por lo que los clérigos están obligados a contribuir en sus necesidades. A ninguna de las partes convenía endurecer las posiciones. Menos que a nadie a la banca florentina, que estaba manejando las rentas pontificias. Fue por eso un banquero, Juan Francesi, llamado Musciato, quien intervino como mediador, logrando que el papa redujera sus pretensiones y accediendo a contestar afirmativamente a una demanda de contribución por parte del clero. Felipe envió entonces una embajada, presidida por Pedro Flotte, a Roma. El enviado descubrió una magnífica oportunidad en el choque entre el papa y los Colonna. Se trataba de una cuestión entre familias relacionada con la adquisición de ciertas fincas en Campania, pero a ella se mezclaron los «espirituales» franciscanos, descontentos porque no se les consentía formar una congregación aparte. En 1297 Esteban Colonna robó el dinero que el papa enviaba desde Anagni a Roma para completar la compra de Narni. Aunque los agresores devolvieron el botín (9 de mayo), Bonifacio excomulgó a los Colonna, deponiendo además a los dos cardenales de esta familia, Jacobo y Pedro, exigiendo el depósito de todas las fortalezas que ocupaban. De este modo Pedro Flotte pudo disponer en Roma de los servicios de un fuerte partido, que utilizó contra el papa, sin mezclarse en sus cuestiones: los Colonna depositaron en el altar de San Pedro un documento en que acusaban a Bonifacio de ilegitimidad, herejía, simonía y las acostumbradas y negras denuncias que formaban su secuela. El papa ordenó entonces a la Inquisición incoar un proceso. Pero ante los franceses se doblegó: el 31 de julio declaró que la Clericis laicos no era de aplicación en Francia y que el monarca estaba facultado para decidir cuándo necesitaba percibir impuestos. Otros abundantes privilegios fueron concedidos. Pero gracias a este repliegue los «espirituales» tuvieron que someterse y las tierras de los Colonna fueron ocupadas. Palestrina, principal de sus fortalezas, tomada en octubre de 1298, fue arrasada. Los dos cardenales se sometieron y volvieron a la comunión, pero no recuperaron el capelo.
Primer Año Santo.
El año 1300 era considerado de especial significación. Movido por fuertes presiones el papa publicó la bula Antiquorum habet fidem, en la que, declarándolo santo, por primera vez se otorgaba indulgencia plenaria a quienes, tras la debida confesión, visitasen las tumbas de los dos apóstoles: esta indulgencia podían lucrarla quince veces los peregrinos y treinta los romanos. De este modo se estableció la norma que ha continuado hasta hoy. La afluencia de peregrinos fue extraordinaria y las iglesias romanas se beneficiaron de las abundantes ofrendas. Bonifacio no obtuvo un gran rendimiento económico, pero sí un enorme prestigio que le proporcionó conciencia, tal vez excesiva, de su propio poder. Cuando el conflicto con Felipe IV rebrotó, se mostró sumamente fuerte, nada inclinado a complacencias.
Camino hacia Anagni.
En 1295, al crear la diócesis de Pamiers, el papa nombró, sin consulta previa, a Bernardo Saisset, preboste de los canónigos regulares de san Agustín. Saisset, que había chocado antes con el rey, se enfrentó al conde de Foix que, por cesión de Felipe IV, ejercía el patronato sobre Pamiers; apeló entonces al papa, profiriendo amenazas muy duras contra el conde. Frases imprudentes del obispo fueron causa de que se le detuviera, embargándose sus bienes (24 de octubre de 1301), y de que se le juzgara por un tribunal que presidía precisamente Flotte: los cargos eran insulto al rey, rebeldía, alta traición, simonía y herejía. La sentencia, condenatoria, fue comunicada al papa a fin de que éste pronunciara la degradación del obispo. Pero la respuesta de Bonifacio (5 diciembre 1301) fue contundente: Saisset tenía que ser puesto en libertad y reintegrado a su sede. Una bula, Salvator mundi, puso nuevamente en vigor la Clericis laicos, convocando a los obispos franceses a un sínodo que debía celebrarse en Roma el 1 de noviembre de 1302. El papa envió al rey una carta, Ausculta filii, en que hacía exposición de los agravios que la Iglesia estaba recibiendo. Pedro Flotte la interceptó, sustituyéndola por otra, Deum time, redactada por él mismo. Esta falsificación, llamada a demostrar que el papa hacía injurias al rey, circuló conjuntamente con una supuesta réplica de Felipe IV, Sciat máxima tua fatuitas, en que se descendía al terreno de los insultos. En el fondo, la batalla se estaba planteando en términos doctrinales. El papa invocaba para sí la supremacía espiritual única. El rey reclamaba un poderío «absoluto», esto es, sin limitaciones ni dependencias. Los Estados Generales, con escasa asistencia de obispos, apoyaron decididamente a Felipe IV, refiriéndose a la Deum time como si se tratara de un documento auténtico. En consistorio de cardenales, Bonifacio denunció la falsificación, y mantuvo que él no trataba de imponer ninguna clase de vasallaje a Francia, sino de pedir cuentas a un cristiano, el rey, ratione peccati. Al sínodo de Roma asistieron 39 obispos franceses, desafiando la cólera de Felipe IV. Inmediatamente después se hizo pública la bula Unam sanctam (18 noviembre 1302), uno de los documentos más controvertidos y, al mismo tiempo, más claros, cuyo probable redactor fue el cardenal francés Mateo de Acquasparta, que utilizaba la doctrina teológica elaborada en el siglo xiii, incluyendo a santo Tomás de Aquino: siendo la salvación eterna el único verdadero fin de la existencia humana, quien resiste al vicario de Cristo resiste a Dios; y todo hombre, si quiere salvarse, debe someterse al obispo de Roma. Era por tanto una pretensión absoluta de someter la existencia al espíritu. Pero esto, para las nacientes monarquías en las que el «poderío real absoluto» incluía ambos aspectos, el temporal y el espiritual de la existencia, resultaba ya intolerable. Acababa de morir Flotte en la batalla de Courtenay (11 julio 1302) y al lado de Felipe aparecía un nuevo personaje, Guillermo de Nogaret, cuyo protagonismo, desde que fuera establecido por R. Holtzmann (Wilhelms vori Nogaret, Rat und Grossiegelbelwahrer Philipps des Schonen vori Frankreich, Friburgo, 1898), no ha sido nunca discutido. Fue un gran daño para la causa de Bonifacio VIII que el cardenal Le Moine, a quien nombrara legado en Francia, se pa- sara al enemigo. El 12 de marzo de 1303 Nogaret presentó ante el consejo real, acusaciones formales contra el papa que coincidían con las que en 1297 formularan los Colonna, haciendo hincapié en la ilegitimidad y la herejía. Un concilio debía reunirse para juzgarle. El 13 de abril Bonifacio replicó fulminando la excomunión, pero su bula fue interceptada y nunca se dio a conocer. La acusación fue asumida por una asamblea general a mediados de junio, repitiéndose la apelación al concilio. Los clérigos que dirigidos por cistercienses y franciscanos osaron resistir, fueron encarcelados o desterrados. Una asamblea del clero (24 de junio 1303) se sumó a la acusación. Fue entonces cuando según R. Fawtier («L'attentat d'Anagni», Mél. École Franq. á Rome, LX, 1948, pp. 153-79), Nogaret, con sólo algunos acompañantes, emprendió el viaje a Roma para formular la acusación, citar a Bonifacio ante el concilio, y declararlo acusado bajo la protección del rey de Francia. Los Colonna vieron llegada la hora de su venganza personal y prepararon un atentado más violento. Bonifacio, instalado en Anagni, había redactado la bula Super Petri solio, que excomulgaba a Felipe y desligaba a sus súbditos del juramento de fidelidad. Iba a ser publicada solemnemente el 8 de septiembre de 1303. Pero el día anterior Nogaret, con Sciarra Colonna (t 1329) y hombres armados, se apoderó de Anagni invadiendo el palacio. Bonifacio, revestido de pontifical, desafió a sus acusadores mostrándose dispuesto a entregar su vida. Nogarel no se atrevió a llegar tan lejos. Los moradores de la ciudad, hasta entonces pasivos, tomaron las armas y liberaron al pontífice, obligando a los agresores a huir. Pero Bonifacio era ya un hombre acabado: regresó a Roma el 25 de septiembre y falleció el 12 de octubre.
Las reformas.
Graves defectos se han achacado a Bonifacio VIII: soberbia y arrogancia, nepotismo y desprecio hacia sus colaboradores, excesiva preocupación por el enaltecimiento de su familia. Pero, al mismo tiempo, poseyó extraordinarias cualidades. Muchas de sus realizaciones permanecieron largo tiempo. Publicó una nueva colección de cánones, el Líber Sextus, promulgada el 3 de marzo de 1298 e incorporada a las Decretales de Gregorio IX. Fue en realidad la obra de una comisión dirigida por Guillermo de Mandagout, arzobispo de Embrun, formada por 108 decretos de los papas anteriores, 251 del propio Bonifacio y los cánones de los concilios de Lyon. Supo dar estructura jurídica a la posición de aquellos obispos cuyas sedes estaban en territorio hostil (in partibus infideliuní), determinando que tendrían funciones espirituales pero no pastorales. Afirmó la inamovilidad de los obispos, estableciendo la norma de que se nombrara coadjutor, siempre con consentimiento del cabildo, en casos de enfermedad o ausencia prolongada. Reorganizó la Audiencia, formada por 14 jueces, en forma de Colegio (Audientia sacri palatií), que entendían en todas las causas, civiles o penales, de la competencia de la Santa Sede. Mediante la bula Super cathedram (18 febrero 1300) reguló las relaciones entre los mendicantes y el clero secular: tendrían libertad de predicación en sus iglesias propias, pero necesitarían de la licencia del párroco para predicar en otras, y del obispo para confesar; aunque podían tener enterramientos, la tercera parte del llamado derecho de estola correspondería a la parroquia del difunto. Aunque los mendicantes protestaron, estas disposiciones han seguido vigentes hasta hoy.

No hay comentarios:

Publicar un comentario