viernes, 16 de marzo de 2012

los papas - 16

Inocencio III (8 enero 1198 - 16 julio 1216)
Gran figura.
Los seis volúmenes que A. Luchaire (Innocent III, París, 1904-1908) publicó hace ya muchos años, que siguen siendo considerados como el gran estudio clásico, permiten establecer dos cosas: el pontificado de Inocencio III indica la cumbre de la monarquía eclesiástica medieval y, al mismo tiempo, señala el tránsito hacia una época nueva en que la Iglesia trata de organizarse mediante esquemas jurídicos que se apoyan en los Decreta de Graciano. Hijo de Trasimundo, conde de Segni, había nacido en Gravignando en torno a 1160; no había cumplido aún 38 años cuando, el mismo día de la muerte de Celestino III, los cardenales le designaron para sucederle, por mayoría simple en la primera votación y por unanimidad en la segunda. Gran orador, cantaba bien y se hacía notar por sus costumbres sencillas y una modestia que revestía de frugalidad. Sin embargo, como indica J. Clayton {Pope Innocent and his times, Milwaukee, 1941), la época, de plena madurez, desborda en ocasiones a la persona. «Demasiado joven», comentó el poeta Walter von der Vogelweide. No lo era intelectualmente. Hasta 1187 había estudiado en París, donde tuvo como maestro a Pedro de Corbeil y como compañeros a Esteban Langton y a Roberto de Courcon, que llegarían a ser cardenales y grandes colaboradores suyos. Pasó a Bolonia donde, con Huguccio de Pisa, se convirtió en verdadero maestro de leyes. En 1189 su tío, Clemente III, le nombró cardenal diácono de los Santos Sergio y Baco. Con Celestino III atravesó, a causa de rivalidades familiares, un tramo de oscuridad que aprovechó dedicándose a escribir. Dos obras suyas destacan especialmente: De miseria humanae conditionis (nada torna tan miserable al hombre como el pecado) y De missarum mysteriis, que es una explicación de la misa en términos alegóricos. Escogió el nombre de Inocencio como una memoria hacia la reforma que el papa de 1130 emprendiera, y retrasó deliberadamente su ordenación sacerdotal y consagración hasta el 22 de febrero para hacerlas coincidir con la fiesta de la cátedra de San Pedro. La gran preparación jurídica resultó esencial en toda su obra. En muchos de sus escritos hallamos una exposición de las ideas que tenía acerca del primado de Roma. El título de vicario de Cristo demostraba que el papa es un mediador entre Dios y los hombres cuya autoridad, en espíritu de servicio, se extiende no sólo a la Iglesia, sino al mundo entero, una idea que vemos reactivada en nuestros días a través del Concilio Vaticano II: como F. Kempf (Papsttum und Kaisertum bei Innocenz III, Roma, 1954) y algunos otros autores han señalado, tal autoridad, plenitudo potestatis que Inocencio reivindicaba, se refería al oden espiritual y no al temporal, y el servicio se refería a la humanidad entera más allá de los límites de la cristiandad. Esto no significa que no se produjesen intervenciones en el orden temporal, referidas a dos aspectos: la defensa de la moral, cuando era conculcada, y el restablecimiento de la paz entre cristianos. Ese derecho a intervenir se explicaba únicamente ratione peccati. No dejaba de llamar la atención a reyes y príncipes de que gobernaban hombres que, ante todo, eran cristianos, y que para éstos la salvación eterna, que únicamente la Iglesia hace viable, era la verdadera meta de la existencia. En el IV Concilio de Letrán se estableció que así como resultaba intolerable la intervención de los laicos en asuntos espirituales, debía rechazarse también la de los clérigos en los temporales.
El programa.
El pontificado de Inocencio III incluye un programa con cuatro puntos principales: el restablecimiento de la independencia de los Esta dos Pontificios, gravemente alterada por Enrique VI, lo que obligaría a medidas cerca del Imperio y de los reinos; desarrollo de la cruzada que restañase los terribles efectos de Hattin y enmendase los errores de la tercera; la destrucción de la herejía; y la reforma de la Iglesia en la cabeza y en los miembros. Estaba convencido de que la libertad de movimientos del pontificado estaba ligada a la libre posesión del antiguo Patrimonium Petri. Hubo de emplear en esta tarea muchos años. Hasta 1206, habiendo ya recobrado el ducado de Spoleto y la marca de Ancona (nunca lograría la devolución de Toscana ni de Romagna) no quedó perfilado el espacio territorial que debería conservar la Iglesia, con dificultades, durante siglos: una franja de mar a mar que separaba la Italia del norte de la del sur. Ese sur, consolidado como reino de Nápoles, era de hecho, vasallo de la sede romana. Ayudó, en consecuencia, a Constanza, la reina viuda, a ejercer la regencia de su hijo Federico II y, cuando ella murió (27 de noviembre de 1198), el propio papa asumió estas funciones. Para salvaguardar la herencia de Federico II tendría que batallar durante diez años y a veces con rudeza. Es indudable que uno de los objetivos que interesaba conseguir era la separación de Sicilia y el Imperio, aunque, llegado cierto momento, tampoco tendría inconveniente en impulsar la candidatura del joven rey de Sicilia para el Imperio. No cabe duda de que Inocencio III prestó al Staufen un enorme servicio: probablemente sin él no habría podido Federico ni siquiera conservar Sicilia. El vasallaje era una condición seria. Se hizo extensiva a otros reinos, Aragón, Hungría y Dinamarca, cuyos soberanos le consideraban como salvaguardia. En numerosas ocasiones Inocencio III explicaría que la paz y la justicia han sido encomendadas por Dios a dos potestades, la espiritual, que es única, y la secular, que ejercen diversos príncipes compartidamente. En consecuencia, la autoridad del papa es universal, mientras que la del emperador en relación con toda la cristiandad se limita a cierta superioridad de honor. La diferecia con nuestro propio tiempo se aprecia mejor si se tiene en cuenta que muchas de las cuestiones actualmente reguladas por el derecho civil, como el matrimonio, la familia, la propiedad, la herencia y los créditos, estaban entonces en el ámbito del canónico, resultando además sumamente difícil separar las acciones políticas del comportamiento moral. La doctrina del dominium Mundi que enarbolara Reinaldo de Dassel en la época de Federico I, era radicalmente rechazada.
Güelfos y gibelinos.
Los príncipes alemanes aprovecharon la oportunidad de la muerte de Enrique VI para reafirmar el carácter electivo de la corona imperial. Prescindiendo de Federico, demasiado niño, se dividieron: la mayoría se (inclinaba en favor de Felipe de Suabia, hermano de Enrique VI; pero una minoría importante lo hizo por Otón de Brunswick (1175-1219), el hijo de Enrique el León. En Italia la división se materializó en dos partidos, los gibelinos en favor de los Staufen y los güelfos que aclamaban a su rival. Más allá de los candidatos, güelfismo y gibelinismo iban a significar doctrinas políticas distintas: el primero aceptaba la supremacía pontificia, reclamando una pluralidad temporal que sustentaba también el autogobierno de las ciudades; el segundo la rechazaba. Estalló en Alemania, como en Italia, la guerra civil. Inocencio, por medio de su legado, el cardenal Guillermo de Palestrina, trató de intervenir sin inclinarse al principio en favor de ningún bando. El legado llegó a proponer a los dos partidos como solución un arbitraje papal, con la posibilidad de escoger a un tercero si no llegaban ambos rivales a un acuerdo. Otón de Brunswick, siendo al principio el más débil, negoció con el papa. Felipe de Suabia rechazó toda intervención. De este modo se llegaría a la decisión que se comunicó el 1 de marzo de 1201: Otón de Brunswick iba a ser reconocido. Cuando los partidarios de Felipe de Suabia protestaron, el papa explicó su doctrina en la bula Venerabilem: a los príncipes corresponde sin duda elegir emperador, pero es atribución del papa escoger entre los electos quién puede servir mejor a la Iglesia.
El choque con Francia.
Esta decisión afectaba no sólo a Alemania, sino a lodo el Occidente. J. A. Watt {The theory of papal Monarchy in the Thirteenth Century, Londres, 1965) insiste en considerar que es precisamente en Inglaterra y Francia donde se descubren mejor las implicaciones de la autoridad universal que Inocencio III reclamaba. Felipe II era un aliado imprescindible frente a los gibelinos, pero se hallaba inmerso en un problema moral de grandes proporciones: casado con Ingeborg de Dinamarca, la había abandonado tras la noche de bodas declarando que la dama padecía frigidez tan absoluta que hacía imposible las relaciones conyugales; una asamblea de obispos reunida en Compiegne (1193) aceptó, con otro tipo de argumentos, la nulidad de dicho matrimonio y que Felipe casara con Inés de Meraunia. Inocencio no podía aceptar ese atentado a la moral: amenazó con la excomunión si no se reintegraba a Ingeborg al trono, haciendo que todo el asunto se examinase en un sínodo especialmente convocado en Soissons para el mes de marzo de 1201. Felipe debía demasiadas cosas al papa, aunque también esperaba mucho de su alianza con los Staufen. El legado Pedro de Capua había intervenido hasta conseguir que Ricardo de Inglaterra hiciera un alto en sus ataques y firmara una tregua de cinco años (1198) cuando las cosas iban mal para Francia. El rey de Inglaterra murió poco tiempo después cuando sitiaba un castillo rebelde. Su sucesor, Juan sin Tierra (1199-1216), agriamente denostado en su propio país, ya no resultaba peligroso: los franceses comenzaron a invadir territorios del Imperio angevino. Inocencio, que necesitaba de la paz para impulsar la cruzada, intervino con gran fuerza: el acuerdo de Peronne (2 enero 1200) pacificó la frontera de Flandes; el de Goulet (22 mayo 1200) selló la reconciliación de Felipe con Juan sin Tierra. La boda de Blanca de Castilla, sobrina de Juan e hija de Alfonso VIII de Castilla, con el futuro san Luis, iba a ser la garantía suprema de paz. Una enorme indemnización fue ofrecida en concepto de dote, tomándola de lo que en tiempos fueran dominios de la abuela de la novia, Leonor de Aquitania. Felipe II protestó de las intenciones de Inocencio de reconocer a Otón de Brunswick; se iba a constituir una alianza entre Alemania e Inglaterra muy perjudicial para su propio reino. La preocupación en estos momentos le inspiró, tal vez, la conducta en el sínodo de Soissons, que se reunió como estaba previsto. Felipe interrumpió las deliberaciones presentándose en el aula, afirmó que reconocía a Ingeborg como su esposa, la subió a caballo y se la llevó... para encerrarla en la torre de Étampes. La reina consiguió sin embargo burlar la vigilancia a que estaba sometida, y hacer llegar al papa un mensaje lleno de angustia. Inocencio III montó en cólera. Era el momento difícil de la gran rebelión en Sicilia contra Federico II y esto le obligaba a negociar, pero sin contemplaciones: tardaría muchos años, hasta el 1213, pero Ingeborg fue reina de Francia. Las protestas francesas fueron eficaces. Inocencio III no llegó a romper las relaciones con Felipe de Suabia y, propugnando una paz negociada, volvió a la que podría calificarse de postura neutral. Los Staufen triunfaban, Otón daba pocas muestras de respetar los derechos de la Iglesia y, de hecho, el conflicto creciente con Juan sin Tierra inspiraba desconfianza por su alianza con los ingleses. Además, el proyecto de cruzada estaba sufriendo uno de los golpes más demoledores que cabe imaginar.
Cruzada de 1204.
Inocencio había puesto mucho empeño en resolver la cuestión de Oriente, en sus dos facetas, muy mezcladas entre sí: lograr la unidad de las dos Iglesias y recobrar el dominio de los Santos Lugares. Al ser Jerusalén un reino vasallo, en las mismas o más fuertes condiciones que el de Sicilia, respecto a la Sede Apostólica, el papa desempeñaba en este tema un protagonismo muy especial. Inocencio recogió una tendencia heredada pero inyectó nuevo vigor: dos predicadores, el abad cisterciense del monasterio alemán de Pairis (Colmar) y el francés Fulco de Neully, estaban tratando de galvanizar a los caballeros para conseguir, como en 1095, un gran ejército más homogéneo, sin que estuviesen presentes los reyes con sus rivalidades. A finales de 1199 parecía convenido que el conde Teobaldo de Champagne fuera el jefe de este ejército que, por hallarse cerrados los caminos de tierra, era preciso transporlar por mar. Inocencio III tomó contacto con Amalrico II de Jerusalén, que en realidad poseía sólo Acre y algunas otras fortalezas de la costa, y con León de Armenia de Cilicia, porque estos dos territorios debían ser la base de partida. En 1200 escribió a Alejo III de Constantinopla (1195-1203) explicándole estos proyectos, recabando su colaboración y aludiendo en defintiva al siempre espinoso problema de la unión. Pero Alejo no era un aliado seguro: se trataba de un usurpador que tenía al emperador Isaac II (1185-1195) ciego y en la cárcel, mientras que el hijo de éste, también llamado Alejo, se encontraba en Venecia. La experiencia recogida aconsejaba utilizar este ejército, sobre el papel muy considerable, para la conquista del delta del Nilo, que era la verdadera garantía de que pudiera retenerse Jerusalén. Era una empresa que afectaba directamente al comercio veneciano. En febrero de 1201 seis caballeros, entre ellos el cronista Godofredo de Villehardouin (1160? - 1212?), negociaron en Venecia las condiciones para el transporte. El dux Enrique Dándolo (1192-1205) se comprometió a conducir un contingente de 4.500 caballeros, 9.000 escuderos y 20.000 infantes --cifra que nunca se alcanzó-- a cambio de 85.000 marcos de plata que debían serle entregados antes de mayo de 1202 y de la mitad de las conquistas que en la expedición se lograsen. Inocencio puso como condición a este contrato que no fuera dañado en sus derechos ningún príncipe o súbdito cristiano. Llegado el momento, y como los cruzados no habían podido reunir más que 50.000 marcos, el dux propuso a Bonifacio de Monferrato (1192-1207), que por muerte de Teobaldo mandaba la cruzada, que se le indemnizase ayudándole en la conquista de Zara. Los cruzados, concentrados en el Lido y sin recursos, aceptaron la propuesta. Inocencio se encolerizó, pues Zara era una ciudad cristiana, y excomulgó a Enrique Dándolo. Felipe de Suabia y el dux de Venecia pusieron a Monferrat en contacto con aquel príncipe Alejo, hijo de Isaac II, que había venido a buscar ayuda en Occidente. Les propuso, si restauraban a su padre en el trono, contribuir a la expedición con 200.000 marcos de plata y 10.000 hombres. Cogidos ya en la trampa los cruzados aceptaron lo que Steven Runciman (Historia de las Cruzadas, 3 vols., Madrid, 1965) llama «descomunal locura». Convertidos en mercenarios expulsaron a Alejo III, le sustituyeron por Alejo IV, y cuando éste fue derribado por un usurpador, Murzuplos (Alejo V), simplemente tomaron la ciudad y se quedaron con ella. Los actos de pillaje y crueldad fueron espantosos. Los cruzados restablecieron el Imperio, pero eligiendo a uno de los suyos, Balduino de Flandes (1204-1205), como emperador; al otro lado del Bosforo los bizantinos organizaron inmediatamente la resistencia.
Imperio latino.
Se había colocado al papa ante hechos consumados. Inocencio mostró una profunda indignación cuando supo lo que había sucedido y más aún cuando conoció que su legado, el español Pelagio, había cambiado el voto de los cruzados de ir a Tierra Santa por el de defender durante dos años la nueva Romanía. Es indudable que se habían cometido tres gravísimos errores que durante siglos pesarían sobre la vida europea:
a) No se habían llevado los refuerzos imprescindibles para sostener las posiciones de Tierra Santa, encerradas en una defensiva sin esperanza. Por fortuna para estos puertos, el sultán había aceptado una tregua de diez años para evitar los desastres que temía, y Amalrico II había encontrado para su hija María un marido, Jean de Brienne (1148-1237), que gozaba de la confianza de las órdenes militares y tenía capacidad para la política que se precisaba.
b) Se había destruido la barrera bizantina que defendía Europa de los turcos, y aunque Teodoro Lascaris, en Nicea, había restablecido el Imperio, éste era apenas una sombra y jamás se recobraría.
c) La separación entre las dos Iglesias había dejado de ser una cuestión de disciplina religiosa para convertirse en nacional. «Griego y ortodoxo» se identificaron frente a «franco y papal», que despertaba el odio popular. Inocencio III trataría de enmendar el desastre sacando ventajas de una mala situación. Ante todo envió 40.000 libras de plata (Felipe II hizo otro tanto) a Jean de Brienne para emplearlas en la defensa. Intentó que el patriarca Juan Camatero, huido el mismo día de la toma de Constantinopla (12 de abril de 1204) regresara a su sede. Por medio de otros legados, Pedro de Capua y Benedicto cardenal de Santa Susana, intentó luego la negociación con los eclesiásticos bizantinos, pero la oposición fue absoluta. Un nuevo patriarca ortodoxo fue elegido en Nicea. En 1214, y coincidiendo con el Concilio de Letrán, el papa llegaría incluso al reconocimiento de Teodoro Lascaris, intentando la reconciliación. Demasiado tarde: los odios habían crecido demasiado.
Rigor en la moral.
El dramático suceso de 1204, del que Inocencio III fue víctima y no autor, pesó sin embargo sobre una política que se estaba haciendo presente en toda Europa. Dos prelados, Absalon de Lund y Enrique Kietlicz, de Gniesen, ejercieron la representación de dicha autoridad en Escandinavia y Polonia respectivamente. Mantuvo firmes los principios de la moral: negó a Pedro II de Aragón, su vasallo, el divorcio que reclamaba respecto a María de Montpellier (la madre de Jaime I) y mantuvo con firmeza la separación de Alfonso IX de León de sus respectivas esposas, Teresa de Portugal y Berenguela de Castilla, por razón de parentesco. El sacramento del matrimonio era igual para reyes y súbditos. La política de cruzada se apuntó en la península un gran éxito cuando, en 1212, en la batalla que se llamó luego de las Navas, el Imperio almohade recibió el golpe que le haría desaparecer.
El domingo de Bouvines.
La alianza güelfa, que se presentaba a sí misma como favorable al papa, estaba revelando ya matices muy distintos. En julio de 1025 murió el arzobispo Walter de Canterbury. Los canónigos, que formaban una congregación, eligieron al subprior de la misma, Reginaldo, pero los obispos sufragáneos se quejaron al rey de no haber sido consultados y Juan aprovechó la oportunidad para forzar una nueva elección en favor del obispo de Norwich, Juan Gray. Inocencio III recibió la causa en grado de apelación y, utilizando a los ingleses que residían en Roma, hizo elegir a su compañero de estudios el cardenal Esteban Langton, al que personalmente consagró (junio de 1207). En una carta del 26 de mayo de este mismo año, el papa había puesto a Juan en guardia contra los malos consejeros que le rodeaban, apartándole de Dios y de la Iglesia. La respuesta del rey fue prohibir a Langton la entrada en Inglaterra y la persecución de clérigos y monjes que se oponían a su gobierno, confiscando bienes. En marzo de 1208 Inocencio pronunció el entredicho sobre Inglaterra y, pocos meses más tarde, excomulgaba a Juan. De pronto llegó la noticia de que Otón de Wittelsbach había asesinado a Felipe de Suabia (21 junio 1208). Unánimemente las Dietas de Halberstadt y de Frankfurt reconocieron entonces a Otón IV. El 22 de marzo de 1209, en Spira, garantizó a los legados pontificios las tres condiciones esenciales que formaban la promesa del güelfismo: libertad en las elecciones eclesiásticas, derecho a apelar en todas las causas a Roma, y garantía para el Patrimonium Petri en la forma tradicionalmente establecida. El 4 de octubre del mismo año, Otón era coronado en Roma. Pero el emperador no cumplió su palabra. Afirmaba que la soberanía temporal le correspondía en todos los casos y que Sicilia formaba parte del Imperio. Cuando las tropas alemanas, en el otoño de 1210, cruzaron la frontera de Nápoles, Inocencio, que era el soberano feudal del Realme y regente del mismo, excomulgó a Otón y desligó a sus súbditos del juramento de fidelidad. El papa recomendó entonces a los príncipes electores que eligieran al hijo de Enrique VI, aquel Federico que era su pupilo y protegido. Ellos lo hicieron así en la Dieta de Nurenberg. A su paso por Roma, Federico garantizó las libertades de la Iglesia, el esfuerzo del Imperio en favor de la cruzada, y la separación entre Sicilia y Alemania. El 5 de diciembre de 1212 Federico era reconocido como emperador electo y establecía una alianza, como ya tuviera su padre, con Felipe II de Francia. Los términos se habían invertido. El papa era gibelino y los reyes güelfos estaban excomulgados. Una guerra general entre ambos mandos iba a resolver el futuro de Europa. En febrero de 1213 Inocencio desligó a los británicos del juramento de fidelidad y encargó a Felipe II del cumplimiento de la sentencia. En la propia Inglaterra, donde Esteban Langton era ya una bandera, los barones vieron la gran oportunidad para sacudirse la «tiranía» del rey Juan. Mientras la guerra general en Europa alcanzaba su punto culminante, Juan sin Tierra tuvo que capitular: pidió perdón al legado Pandulfo, admitió a Langton y declaró a sus reinos vasallos de la sede romana, comprometiéndose a pagar un censo anual de mil libras, 700 por Inglaterra y 300 por Irlanda. Dicho censo sería abonado regularmente hasta 1366. También Federico II hizo semejantes promesas. La bula de oro de Eger (12 julio 1213) --sellar con oro era la forma más solemne de la cancillería imperial-- garantizaba las promesas dadas y la separación entre Sicilia y el Imperio. La guerra entre las dos coaliciones se resolvió un domingo --lo cual era un atentado o una prueba del principio de la Tregua de Dios-- en Bouvines (27 de julio de 1214). Juan sin Tierra volvió a su país derrotado y Otón IV prácticamente desapareció. El legado Roberto de Courcon, otro de los hombres de confianza de Inocencio, medió para lograr una paz de cinco años (18 septiembre 121.4) en que cada parte conservaba sus posiciones. Los nobles no se conformaron con esle magro resultado y, agrupándose en torno a Langton, impusieron al rey la llamada Carta Magna, un documento que transformaba el compromiso vasallático en fundamento de las libertades del reino. Inocencio III condenó la Carta Magna, salvo unos pocos artículos, porque amenazaba los derechos de la Iglesia al establecer la preeminencia de la comunidad política y por el modo violento como había sido conseguida. Langton, suspendido de nuevo por el rey en sus funciones, acudió al Concilio de Letrán, pero la suspensión no fue levantada. A pesar de todo, Inocencio insistía en la necesidad de una cruzada que devolviese Jerusalén a la cristiandad. Ni siquiera el extraño episodio de la «cruzada de los niños» --un movimiento que afirmaba que sólo muchachos desarmados entre 10 y 18 años sería capaz de lograr esa restitución-- le desanimó. Uno de los grupos llegó a Roma desde donde fueron los niños devueltos a sus casas, pero los que se embarcaron en Marsella perecieron en naufragios o fueron vendidos como esclavos en Egipto. En 1213 la cruzada volvió a ser objeto de predicación, señalándose ya el lugar y la fecha en que tendría lugar la partida, Brindisi, el 1 de junio de 1217. Una nueva fuente de futuros daños para la Iglesia estaba surgiendo en torno a esta cuestión: la indulgencia plenaria (es decir, el perdón sobre el reato de pena que deja la culpa después de confesada) que se concedía a los cruzados podía lucrarse ahora mediante la entrega de dinero que permitiese armar soldados. Al mezclarse esta limosna con el diezmo destinado a las cruzadas se entraba en un peligroso camino, como si pudieran obtenerse tan importantes beneficios espirituales por medio de dinero.
Lucha contra el catharismo.
Estas dificultades avivaban en el papa los deseos de reforma. El catharismo se seguía extendiendo por el sur de Francia, haciéndose ya presente en países limítrofes. Inocencio pensaba que había una grave negligencia en esta cuestión. En la bula Urgentis et senium (25 marzo 1198) dirigida a Viterbo, equiparaba ya la herejía al crimen de lesa majestad. Alejandro III (1179) y Lucio III (1184) habían publicado disposiciones condenatorias, pero Inocencio III creía que era deber de la Iglesia intentar la conversión de los herejes antes que su represión, y en 1198 envió a dos cistercienses, Raniero y Prisco, a organizar una vasta campaña de predicación. Tras la muerte del primero de ambos, el equipo fue remodelado colocando a su frente a Juan Pablo, cardenal obispo de Santa Prisca, y a dos renombrados predicadores, Pedro de Castelnau y Rodolfo de Fontfroide. Un coloquio público, al que Pedro II de Aragón (1196-1213) estuvo presente, y en que los predicadores se enfrentaron al obispo cátaro Bernardo Simorre, demostró que la palabra no bastaba a la conversión. En 1206 Diego de Aceves, obispo de Osma, y Domingo de Guzmán, su vicario, trataron de convencer a Inocencio III de que sólo el ejemplo, unido a la palabra, podía ser eficaz: de este modo se inició la orden de los Predicadores (dominicos). Cuando el 14 de enero de 1208 Pedro de Castelnau fue asesinado, el papa se convenció de que se hallaba ante un movimiento de rebelión en toda regla. La voz pública acusó a Raimundo de Toulouse, que había tenido un serio enfrentamiento con el predicador, y a quien se acusaba de proteger a los herejes cuando eran sus vasallos. Entonces se encargó al abad general del Cister, Arnaldo Amaury, de predicar la cruzada, mientras Inocencio se dirigía a Felipe II, pidiéndole que extirpase la herejía. El rey no quiso intervenir. En junio de 1209 un ejército de cruzados se reunió en Lyon; como era ya frecuente, muchos de los enrolados estaban pensando en el botín más que en otra cosa. Cuando este ejército tomó Béziers, Narbona, Carcasona y otros castillos, saqueando y destruyendo a su paso, Raimundo VI maniobró para conseguir una reconciliación con la Iglesia (18 de julio de 1209). Pero entre tanto Simón de Monfort había conseguido ser reconocido jefe de la cruzada: ésta debía proporcionarle un vasto dominio en el sur de Francia, para lo que era preciso destruir a Raimundo VI y si era preciso a su yerno Pedro II de Aragón. Consiguió que un sínodo de Avignon excomulgase de nuevo al conde de Toulouse, que viajó a Roma y fue cariñosamente acogido por Inocencio. Pero el papa no tenía otra fórmula que la de dejar el asunto en manos del legado, el cual puso como condición que Raimundo abandonara sus Estados y se trasladara a Tierra Santa para no volver hasta que se le ordenase. Era tanto como poner sus feudos en manos de Simón, para que los robase. Pedro II, vasallo del papa, intervino en favor de su suegro. Inocencio III, que había confirmado la segunda excomunión de Raimundo (12 de abril de 1211) dando al de Monfort un arma definitiva, comprendió al fin la iniquidad que se estaba cometiendo, y en el verano de 1212 --mientras Pedro se cubría de gloria en las Navas-- tomó al conde de Toulouse y a sus bienes bajo su protección, ordenando a Simón de Monfort prestar vasallaje al soberano aragonés. Demasiado tarde. Simón no obedeció y en Muret (12 de septiembre de 1213) derrotaría y daría muerte a Pedro II. En pocos meses toda Occitania sucumbió: una civilización desapareció al paso de los cruzados. Cuando al fin el rey de Francia intervino, cortando tantas iniquidades, fue para hacer de Occitania una tierra propia.
IV Concilio de Letrán.
En todas partes, salvo en España (aquí los cruzados europeos se retiraron pronto sin tomar parte en la batalla), el pontífice iba descubriendo los riesgos que para él se escondían en el término cruzada. Sin embargo no tenía otro: era el medio único de que disponía la monarquía pontificia para su defensa contra los enemigos del interior y del exterior. De ella tuvo que ocuparse en primer término en el IV Concilio de Letrán, la magna asamblea convocada desde el 19 de abril de 1213, aunque las sesiones no comenzaron hasta el 11 de noviembre de 1215. A ella asistieron más de 400 obispos y 800 abades y prelados capitulares. Rodrigo Jiménez de Rada (1170-1247) fue una figura descollante con toda lógica, pues era el autor de la victoria en España. Los temas asignados eran dos: cómo hacer la cruzada y la nueva reforma de la Iglesia. Inocencio III tomó como lema de su discurso inaugural las palabras de Le. 22, 15: «he deseado con acucia comer esta Pascua con vosotros antes de mi Pasión», identificándose con el papel de vicario de Cristo. De nuevo el concubinato entre los eclesiásticos, el desorden matrimonial entre los laicos y la prostitución en general se habían extendido. Inocencio, que había publicado una bula (29 de abril de 1198) concediendo indulgencia plenaria a quien se casase con una ramera, librándola de este oficio, atribuía al lujo y al comercio del dinero, genéricamente asociado al pecado de usura, la causa principal. Los 70 decretos conciliares atienden a multitud de aspectos. Se trataba de conseguir que clérigos y religiosos viviesen de acuerdo con su regla y con su condición en espíritu de sacrificio. Se tomaron medidas muy rigurosas para asegurar el uso de las vestiduras eclesiásticas, que eran una especie de defensa de la conducta. En los laicos el eje fundamental se marcaba en la santidad del matrimonio, que los propios contrayentes establecen desde que efectúan el consensus de praesenti («palabras de presente hacen matrimonio», sería la fórmula legal) sin que pueda después disolverse. Entre las disposiciones conciliares que se estudian en otro lugar de este libro, además de la condena contra valdenses, albigenses y berengarios, destacan: el reconocimiento de Constantinopla como segunda sede de la cristiandad, la prohibición de establecer nuevas reglas para órdenes religiosas, el veto al matrimonio entre parientes hasta el cuarto grado, las disposiciones que obligaban a judíos y musulmanes a usar señales distintivas en la ropa, morando en barrios apartados, y la prohibición radical de todas las formas de usura. En cada catedral habría un magister scholarium y se dispondría de beneficios adecuados para que clérigos y monjes acudieran a los estudios generales. Letrán es, probablemente, el momento que marca la cumbre medieval. Se establecía la obligación de recibir una vez al año el sacramento de la penitencia y de comulgar al menos en Pascua. En el verano de 1216, contando apenas 46 años, Inocencio III, que había sufrido frecuentes ataques de fiebre, viajó al norte de Italia para establecer la paz entre Genova y Pisa, permanentes bases para los cruzados. Falleció de uno de esos ataques estando en Perugia y allí fue enterrado, hasta que León XIII dispuso el traslado de los restos a San Juan de Letrán.

Honorio III (18 julio 1216 - 18 marzo 1227)
Elección.
Los cardenales, reunidos en Perugia, delegaron en dos de ellos la elección del sucesor de Inocencio y coincidieron en Cencío Savelli, un anciano y enfermizo cardenal obispo de Albano, donde había nacido, antiguo camarlengo y autor del Líber censuum. Tutor en otro tiempo de Federico II, era dulce, pacífico y tan desprendido que había repartido casi todos sus bienes entre los pobres. A él iba a corresponder la puesta en marcha de los decretos del IV Concilio de Letrán, especialmente en tres aspectos principales: cruzada, represión de la herejía y renovación del episcopado. Según M. Gibbs y J. Land (Dishops and reform, 1215-1272, with special reference to the Lateran Council of 1215, Oxford, 1934), el cambio más significativo del concilio se advertía en el nuevo talante universitario que se trataba de introducir en el episcopado.
Federico II y la cruzada.
La cruzada estaba en marcha desde finales de 1215. Max Halbe (Friedrich und die papstliche Stuhl bis zum Kaiserkronung, Berlín, 1888) ya sostuvo la tesis de que tanto Inocencio III como Honorio se equivocaron seriamente: preparaban con ahínco a Federico II para que fuese el jefe de dicha cruzada y fortalecieron sin darse cuenta al más formidable enemigo de la Iglesia. Este error, sin embargo, respondía a un hecho cierto: cerrado el camino de tierra y llevada la cruzada de 1204 al escandaloso desastre, la operación planeada --una gran expedición marítima-- sólo podía alcanzar éxito si se disponía de una base mediterránea. Sicilia era adecuada, advierte Josef Derr (Papstum und Nordmannen: Untersuchungen zur ihren lehnsrechtlichen und kirchenpolitischen Beziehungen, Colonia, 1972) porque al ser feudo de la Santa Sede, su rey operaba como un mandatario. La entrega del estandarte (vexilla Petri) daba en este caso una significación más intensa que la que tenían los vasallajes de Hungría o Aragón. J. A. Watt (obra ya citada) destaca que la separación entre sacerdotium y regnum, tan nítida en Francia, por ejemplo, no aparecía en el sur de Italia, puesto que el papa tenía una parte en este regnum. Federico II había reiterado su juramento de ir a la cruzada y el 1 de julio de 1216 también el compromiso de separar Sicilia del Imperio: cuando fuera coronado emperador, cedería a su hijo Enrique el reino, restableciéndose así la situación que él mismo viviera. Pero en la Dieta de Frankfurt hizo que se reconociera a este Enrique como rey de Romanos, su sucesor también en el Imperio. Explicó que era éste el modo de asegurar el futuro evitando contiendas intestinas, y compensó el gesto con una Constitución en favor de los príncipes eclesiásticos (26 abril 1220) que ponía el poder temporal al servicio de los obispos. Pudo decir que la libertad de la Iglesia quedaba garantizada. El emperador viajó a Roma donde fue coronado el 22 de noviembre de 1220. En esta oportunidad promulgó una Constitución, que la investigación moderna ha descubierto que fue redactada en la curia, mediante la cual se ponía en vigor el canon 3 de Letrán, declarando la herejía como crimen de lesa majestad: a los obispos competía pronunciar sentencias sobre los herejes, que serían condenados a destierro y pérdida de bienes. Esta ley sería incorporada en 1226 a la legislación de Francia y de Aragón. Pero en 1224, por iniciativa propia, rompiendo las vacilaciones formuladas por la curia, Federico estableció pena de muerte en la hoguera para este crimen. Había precedentes de su aplicación en algunos casos en Lombardía y Languedoc. En la Dieta de Veroli, Federico logró un aplazamiento de la cruzada alegando que necesitaba poner orden en Sicilia (1222). Mientras tanto, la gran expedición que llamamos quinta cruzada, dirigida por Andrés II de Hungría (1175-1235) y Leopoldo VI de Austria (1198-1230), culminaba en un desastre. Era legado de la misma el cardenal español Pelagio (1216). Acudieron gentes de todas partes y en noviembre de 1219 se logró la toma de Damieta que parecía anunciar buenos logros. Una base en Egipto permitía enfocar nuevas operaciones. Pelagio cometió entonces dos errores: rechazar una oferta que hizo el sultán al-Kamel restituyendo Jerusalén a cambio de garantías, y lanzar una ofensiva tierra adentro en agosto de 1221. Los caballeros cubiertos de hierro no pudieron resistir bajo el calor del desierto: fue necesario entregar Damieta y hacer otras concesiones para recuperar los prisioneros. Honorio escribió una dolorida carta a Federico II dándole cuenta de la caída de Damieta y culpándole prácticamente del fracaso. Pero en las dos entrevistas que sostuvo con el papa, en Veroli (abril 1222) y Ferentino (marzo 1223) explicó sus razones: sin una Sicilia pacificada y en orden era un error lanzarse a la expedición. El papa aceptó estas explicaciones como también que, viudo de Constanza, contrajera nuevo matrimonio con María, la hija de Jean de Brienne que se titulaba rey de Jerusalén. Por último, un acuerdo en San Germano (julio de 1225) fijó la fecha de salida de la expedición para el verano de 1227; el emperador reconocía que si no cumplía esta vez el compromiso quedaría incurso en excomunión. Una cosa era cierta. Federico no tenía la menor intención de renunciar a la corona de Sicilia; estaba convirtíendo el sur de Italia en una base militar. Pedro de la Vigne y Roberto de Viterbo se encargaron de establecer un régimen de durísima disciplina. Tampoco se respetaba la independencia de los Estados Pontificios y Honorio III registró ingerencias en la marca de Ancona y el ducado de Spolcto. Por su parte Federico II le acusaba de apoyar los esfuerzos de las ciudades para reconstruir la liga.
Otros asuntos.
Un importante cambio se producía en Francia. La muerte de Simón de Monfort (1218) puso en manos de Luis VIII el mando de la cruzada contra los albigenses y de la batalla con los señores feudales. Era la Francia del norte que dominaba a la del sur. Cuando en 1229 se restableció la paz mediante sumisión de todos a la corona, el reino de Francia alcanzaba por fin los Pirineos. Honorio, que autorizó una nueva colección de Decretales, la Compilado quinta que se envió a todas las universidades para su enseñanza, debe ser recordado también por el impulso que proporcionó a nuevos movimientos religiosos. Favoreciendo la expansión del cristianismo por las tierras aún paganas de Livonia, Estonia, Samland y Prusia, tomó a los habitantes de ellas bajo su especial protección. Aceptó en 1216 las comunidades de beguinas dedicadas al cuidado de hospitales y leproserías. Otorgó por dos bulas (22 diciembre 1216 y 21 enero 1217) el pleno reconocimiento de la orden de los dominicos bajo la regla de san Agustín. Aprobó (22 noviembre 1223) la carta definitiva de los franciscanos en cuya redacción intervino el cardenal Ugolino, que sería su sucesor. Y confirmó en 1226 la regla que el patriarca Alberto de Jerusalén diera a los carmelitas. En el gobierno interior de la Iglesia reorganizó la penitenciaría, de acuerdo con el formulario de Tomás de Capua, convirtiéndolo en el gran órgano de gobierno que se encargaba de los pecados y censuras reservados al papa, de otorgar dispensas matrimoniales, casar sentencias injustas, aceptar o rechazar las modificaciones de votos y, en general, de los indultos y penitencias. Todo lo cual significaba una fuente de ingresos.

Gregorio IX (19 marzo 1227 - 22 agosto 1241)
Elección.
El colegio de cardenales creó una comisión de tres miembros para que escogiesen y, en segundo término, propusieron a un sobrino de Inocencio II, Ugolino dei Conti di Segni. J. Felten (Papst Gregor IX, Friburgo, 1886) ya demostró que había nacido en torno a 1170, por lo que es falsa la ancianidad que algunos textos le atribuyen. Cardenal diácono en 1198 y obispo de Ostia en 1206, había probado su destreza diplomática en Italia, Alemania y otros lugares, entregando a Federico II la cruz durante su predicación de la cruzada, una idea a la que se mantendrá fiel. Enérgico, era bastante riguroso en el cumplimiento de sus deberes religiosos, y en esto le influyeron los dominicos y especialmente san Francisco, su amigo, al que canonizó en 1228. Protector de la orden siendo cardenal, hubo de intervenir en las querellas que se suscitaron tras la muerte del fundador, disponiendo que su testamento no tenía fuerza de mandato, sino de consejo y orientación. Favoreció el crecimiento de las clarisas.
La extraña cruzada.
Como en otros tiempos los cistercienses y canónigos regulares, eran ahora los mendicantes el gran apoyo del papa. Ellos le ayudaron en la predicación de la cruzada: dos grandes contingentes, uno de ingleses en Apulia, y otro de alemanes a las órdenes de Luis, margrave de Turingia, esperaban la partida de la expedición. Gregorio IX hubo de recordar a Federico que pesaba sobre él la amenaza de excomunión si no la emprendía. El emperador embarcó en Brindisi en agosto de 1227, pero se sintió enfermo y ordenó al barco dar la vuelta. El gran ejército, desconcertado, comenzó a disolverse, y Gregorio no creyó en la realidad de la dolencia: fue formulada la excomunión que ratificó un sínodo romano en marzo de 1228. De hecho, se había llegado a una ruptura que los Frangipani trataron de aprovechar provocando una revuelta que obligó al papa a refugiarse en Rieti. A. di Stefano (L'idea imperiale di Federico II, Bolonia, 1952) ha profundizado en la postura del emperador que, desde luego, no quería ir a la cruzada como simple jefe de un ejército heterogéneo. Volviendo a la idea del dominium, entendía que el Mediterráneo tenía que ser eje fundamental del Imperio. Cedió parcelas importantes de su soberanía a los príncipes alemanes, primero los eclesiásticos y luego los laicos. Despojó a Jean de Brienne del título de rey de Jerusalén, incorporándolo a la corona de Sicilia. Y el 28 de junio de 1228 embarcó con un pequeño ejército, suyo propio, a fin de tomar posesión de este reino. Mantenía relaciones con al-Kamel desde algún tiempo antes. Al llegar a Acre, el 7 de septiembre, templarios y hospitalarios se mostraron adversos porque era un emperador excomulgado. Pero las negociaciones dieron como resultado el acuerdo de Yafo (4 de febrero de 1229) por el que los turcos entregaron Jerusalén y el camino de los peregrinos hacia la costa. Un extraño contrasentido tuvo lugar: fue pronunciado el entredicho sobre la iglesia del Santo Sepulcro. Comenzó a trazarse la espesa leyenda que presentaría a Federico como enemigo de la religión. Gregorio IX trató, sin éxito, de provocar una revuelta en Alemania, mientras Jean de Brienne invadía el reino, cuyos habitantes fueran desligados del ¡uramento de fidelidad. La noticia de que Federico II estaba de nuevo en Italia (junio de 1230) bastó para que estas fuerzas se disolvieran, comenzándose negociaciones que condujeron a la paz de San Germano (23 julio 1230): a cambio de garantías de libertad para la Iglesia, el papa levantó la excomunión. No era un acuerdo definitivo, sino el paso a una nueva etapa, destinada a durar nueve años, en que cada una de las partes intentaba fortalecer su posición. En la Iglesia como en el Imperio se contempla un desarrollo jurídico importante.
Constituciones.
Pedro de la Vigne trabajó en unas Constitutiones regnm regni Siciliae mediante las cuales se estableció por primera vez un absolutismo regio que sometía a la Iglesia y su doctrina a los imperativos del poder laico. La Dieta de Rávena (noviembre de 1231) declaró que la herejía era crimen de lesa majestad, siendo la pena de muerte en la hoguera el castigo adecuado para los que no se arrepintieran. En la primavera de 1232 se exigió de las ciudades lombardas juramento de fidelidad con vasallaje, y cuando estas ciudades trataron de resistirse renovando la liga, el emperador las aplastó en Cuortenuova (27 mas protestando del abandono de la soberanía que desmantelaba sus facultades de gobierno en Alemania y de la calificación política de la herejía, pues era un modo de desembarazarse de enemigos alegando razones religiosas. Federico redujo a este hijo rebelde a prisión, de la que nunca salió. Gregorio no renunciaba a la cruzada. Dos expediciones separadas, la de Teobaldo, rey de Navarra (1234-1253), y la de Ricardo de Cornwall (1209- 1272), viajaron a Tierra Santa, consiguiendo por medio de alardes militares y negociaciones la restitución de Galilea (1239-1241). De este modo resurgía el reino de Jerusalén, aunque por muy poco tiempo, ya que, como consecuencia remota de la expansión de los mongoles, los jaresmios tomarían en 1244 la ciudad santa.
Decretales.
El decenio de 1230 a 1240 señala un importante desarrollo interno en el gobierno de la Iglesia. Gregorio IX encargó a san Raimundo de Peñafort (1175-1275) una codificación legislativa que fue promulgada como Líber Decretalium extra decretum vagantium el 5 de septiembre de 1234 y constituye el primer código universal e indudable del derecho canónico. Los papas posteriores harían añadidos, obligando a Bonifacio VIII a otra refundición complementaria, pero de todas maneras la Iglesia iba a disponer del gran cuerpo de leyes que aseguraba su administración. Al mismo tiempo, el papa continuaba la centralización de poderes, reservándose las canonizaciones, restringiendo mucho el poder de los obispos para conceder indulgencias, y estableciendo como obligación la visita ad limina en que éstos daban cuenta del estado de su diócesis. En 1229 la Universidad de París, a causa de la querella entre sus profesores y los primeros maestros mendicantes, se había disuelto. Gregorio IX la restauró (bula Pareas scientiarum de 13 de abril de 1231), determinando que tres cátedras fuesen de los frailes, otras tres del cabildo de Notre Dame y las otras seis de régimen ordinario para el clero secular. Mucho más importante, en relación con este hecho, fue el nombramiento de una comisión encargada de examinar los textos de Aristóteles: el aristotelismo vencía las reticencias que se le oponían, y entraba en la universidad.
Inquisición.
El problema de la Inquisición suscita desde hace muchos años grandes debates. C. Douais (L 'inquisition, ses origines et sa procedure, París, 1906) fue el primero en establecer que el «procedimiento» inquisitorial había sido un instrumento de defensa del poder pontificio frente a la justicia imperial, suscitando la discrepancia de H. Kohler (Die KetzerpoUtik der deutschen Kaiser und Kónige in den Jahren 1152-1254, Bonn, 1913), que trataba de exculpar al emperador. H. Maisonneuve (Etudes sur ¡'origine de ¡'Inquisition: l'Eglise et l'État au Moyen Age, París, 1960) establece con claridad los hechos: Gregorio IX heredaba una tradición eclesiástica que declaraba la herejía como un crimen cuyo juicio correspondía a los obispos; se encontró con el decreto de la Dieta de Rávena que la declaraba «crimen de Estado» (lesa majestad) aplicando la pena más grave, muerte en la hoguera, o cremación del cadáver si el culpable se arrepentía. No intentó privar a los obispos de un derecho que de antiguo tenían, pero con su Decretal de 1231 trató de poner límite a lo que podía convertirse en un abuso político (Juana de Arco iba a demostrar la realidad de esos temores), acudiendo a san Raimundo de Peñafort y a los dominicos para establecer garantías en el procedimiento. No era la autoridad civil la que decidía la existencia del delito; sólo la eclesiástica podía hacerlo tras un examen de expertos. Hallado el culpable y probado el delito, se haría la entrega al brazo secular, que era el único capacitado para ejecutar la sentencia. A Federico II y, en general, a los reyes, no gustó porque les arrebataba un arma. Y de hecho la Inquisición medieval fue menos dura de lo que pudiera temerse, porque los poderes laicos desconfiaron de ella.
Nueva ruptura con el emperador.
Desde 1236 se registró un rápido deterioro de las relaciones entre Gregorio y el emperador. Protestaba el papa de los atropellos a la Iglesia, pues Federico despojaba de sus bienes a templarios y hospitalarios, impedía el nombramiento de obispos, trataba a los lombardos como herejes y permitía a sus tropas, en parte musulmanas, cometer terribles atropellos. Estas discordias alcanzaron el punto de ruptura cuando el emperador intentó crear un reino de Cerdeña (isla que formaba parte del Patrimonio de San Pedro) para su hijo bastardo, Enzio, casado con una dama de la nobleza insular, Adelasia. El 20 de marzo de 1239 Gregorio volvería a pronunciar la excomunión. La lucha se caracterizó por una propaganda verdaderamente feroz, creándose en torno a Federico la leyenda de que era un ateo blasfemo; los mendicantes predicaron en contra suya. Y entonces la suerte comenzó a abandonarle. Milán y Bolonia resistieron sus ataques y pronto se contagió el levantamiento. Cuando intentó apoderarse de Roma, las milicias ciudadanas consiguieron derrotarle. Gregorio optó por la convocatoria de un concilio (9 de agosto de 1241) que debía reunirse en Letrán en la Pascua del siguiente año, a fin de elevar la querella a su nivel más alto. Federico cerró los accesos a Roma mientras que Enzio de Cerdeña se apoderaba de los barcos genoveses en que viajaban los obispos frente a la isla de Montecristo: más de cien prelados, entre ellos los abades del Cister y de Cluny, quedaron prisioneros. En estas circunstancias murió Gregorio IX.

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