lunes, 12 de marzo de 2012

los papas - 12

Juan XIX (19 abril 1024 - 20 octubre 1032)
Persona discutida.
Se trata del hermano de Benedicto, que hasta entonces ejerciera las funciones de cónsul. Hubo de recibir todas las órdenes porque se trataba de un laico. Nuevamente quedaron en olvido aquellas cláusulas que determinaban que tuviera que haber un plácet previo del emperador. El cronista Raúl de Glaber, que tiene empeño en trazar una aureola siniestra en torno a su persona, afirma que repartió mucho dinero entre el clero y el pueblo para asegurar su elección; añade que durante el primer año de su pontificado recibió una embajada de Basilio II, «Macedónico» (963-1025), que mediante espléndidos donativos y ofertas trataba de obtener el reconocimiento de «ecuménico» para el patriarca de Constanlinopla, equiparándolo de este modo al papa y dividiendo por este medio a la Iglesia en dos partes absolutamente iguales, y que, movido por la codicia, Juan estuvo a punto de ceder, aunque se lo impidieron los cluniacenses. De todas estas noticias, propagandísticas en favor del Imperio, piensa H. E. J. Cowley (The Cluniacs and the Grogorian Reform, Oxford, 1970) que debe ser retenido al menos un dato. Contra lo que Tellenbach y la escuela de Friburgo sostuviera, la orden de Cluny no fue neutral en todo este proceso: ella estaba implicada en el refuerzo de la autoridad del papa precisamente porque la culminación de su empresa dependía de la supremacía romana. Juan XIX completó la inmunidad de la gran congregación eximiéndola de las sentencias de excomunión y entredicho pronunciadas por los obispos.
Relevo en el Imperio.
Había muerto, en 1024, san Enrique. Conrado II, que no tenía sus mismas aspiraciones espirituales, viajó a Italia, para posesionarse del reino lombardo y luego ser coronado emperador en San Pedro (26 de marzo de 1027). A esta ceremonia, que tuvo un gran relieve, asistieron dos reyes, Rodolfo III de Borgoña (993-1032), y Knut el Grande de Dinamarca e Inglaterra (1017-1035). Era una prueba de cuánto se había progresado en poco más de medio siglo. Knut obtuvo en esta visita que se cambiaran las gruesas sumas que había que abonar en el momento de la concesión del pallium, y se sutituyeran por una renta anual de carácter regular. Conrado, que permaneció poco tiempo en Italia, tuvo la impresión de que se hallaba ante un papa débil incapaz de oponerse a lo que a él convenía. Así consiguió que se colocara a Grado bajo la jurisdicción de Aquileia y se otorgara a ésta la condición de metropolitana. En un claro gesto de despotismo, el emperador, atendiendo las quejas del obispo de Constanza, obligaría a la abadía de Reichenau a entregar las vestiduras pontificales con las que su abad oficiaba, para ser destruidas.

Benedicto IX (21 octubre 1032 - septiembre 1044; 10 marzo - 1 mayo 1045; 8 noviembre 1047 - 16 julio 1048)
La elección.
Una amenaza terrible se cernía sobre el pontificado, al cerrarse el círculo familiar, cuando Alberico III, conde de Tusculum, y hermano de los dos anteriores papas, promocionó a su propio hijo, Teofilacto, que cambió su nombre por el de Benedicto. Era sin duda muy joven, aunque no un niño, como algunas fuentes tratan de decir. El poder iba a ser en la práctica ejercido por su padre. La Crónica de Desiderio de Montecassino atribuye a este papa toda suerte de vilezas, si bien los historiadores entienden que se mezclan evidentes exageraciones para la propaganda. Hubo, como puede suponerse, una línea de continuidad con el pontificado anterior, incluyendo la estrecha alianza con Conrado II. En Cremona el emperador exigió la deposición de Alinardo, arzobispo de Milán, para dar paso a un candidato suyo; el papa demoró un año la resolución, para dejar sentado que era necesario un juicio previo, pero al final accedió. Benedicto tomó parte personalmente en la expedición de Conrado al sur de Italia, aportando tropas que Pandulfo de Salerno, marido de su tía, proporcionó. Esta acción le permitió una ganancia: el 1 de julio de 1038 la abadía de Montecassino fue puesta bajo la directa dependencia de la Sede Apostólica. En el sínodo romano de abril de 1044, reinando ya Enrique III (1039-1056), devolvió a Grado su carácter de sede patriarcal.
La revuelta.
Las facciones romanas seguían en pie. En septiembre de 1044 los Crescencio provocaron una revuelta en Roma y obligaron al papa a huir. Durante meses dos bandos se combatieron en las calles de Roma. El 20 de enero de 1054 los Crescencio convencieron a Juan, obispo de la ciudad de Sabina, que era una especie de capital de sus dominios, para que aceptase ser elegido papa. Cambió su nombre por el de Silvestre III. Probablemente es falsa la noticia de que pagó abundantemente por este cargo. El 10 de marzo del mismo año, Benedicto conseguía regresar a Roma, expulsando a su rival, que retornó a Sabina, cubierto por la protección de los Crescencio, y reasumió sus funciones episcopales. La segunda etapa en el pontificado de Benedicto IX fue muy breve ya que el 1 de mayo abdicó en favor de su padrino Juan Graciano, arcipreste de San Juan ante Portam Latinam y perteneciente a una acaudalada familia de banqueros, Pierleoni, de origen judío. Benedicto había exigido como condición para su renuncia que se le indemnizase por los gastos sufridos, que se fijaron en la suma de 1.500 libras de oro. Esta transacción, en la que intervino un converso, pariente de Graciano, Baruc/Benito, constituía, por encima de las formas electorales que se cumplieron, un caso claro de simonía. Los que apoyaron al principio a Graciano con la esperanza de que diera el impulso decisivo a la reforma, en especial san Pedro Damiano, quedaron profundamente decepcionados.
Sínodo en Sutri.
Ahora había tres personas que podían titularse papas: Juan Graciano, que tomó el nombre de Gregorio VI en memoria de san Gregorio Magno; Benedicto IX, dimisionario, retirado a los dominios de su familia en Tusculum; y Silvestre III que vivía en Sabina. Enrique III, que estableció relaciones con Gregorio, como si aceptara su legitimidad, le invitó a convocar un sínodo en Sutri, cerca de Roma (20 diciembre de 1046) a fin de tomar decisiones que permitiesen aclarar la compleja situación. El rey de Romanos se demoró un tanto en Pavía para presidir una asamblea que renovase las sentencias contra la simonía. Silvestre III fue condenado a deposición y privado de las órdenes sagradas, debiendo pasar el resto de su vida en un monasterio, aunque sabemos que continuó durante años oficiando como obispo. Benedicto IX, que no asistió, fue también depuesto bajo la grave acusación de simonía. Respecto a Gregorio VI, cuyo nombre se mantendría en la lista de papas, hay cierta inseguridad: parece que fue obligado a abdicar señalándosele una nueva residencia en Renania bajo la custodia del obispo Hermann de Colonia. En este destierro le acompañaba uno de sus principales colaboradores, el monje Hildebrando, que llegaría a ser el alma de la reforma. En Sutri, según señala K.-J. Hermann (Die Tuskulaner...) se produjo un verdadero vuelco de la situación. Se volvía a la elección en presencia del emperador o sus mandatarios, lo que daba a éste un poder decisivo, y se rompía la norma ya secular de los papas romanos. Había triunfado la conciencia de que la cristiandad tenía que ser llevada lejos por el camino de la reforma.

Clemente II (24 diciembre 1046 - 9 octubre 1047)
El primero de los papas de la nueva serie respondió a una sugerencia directa
del emperador: se trataba de Suidger, obispo de Bamberg en Baviera, conde de Morsleben y Hornburg, que tomó el nombre de Clemente II. Se había ofrecido la tiara previamente a Adalberto de Hamburgo-Bremen (1000? - 1072?), pero este prelado de enorme prestigio se negó a aceptarla. El nuevo papa tenía tras de sí una larga y fructífera carrera eclesiástica. Su primer acto, el mismo día de Navidad, consistió en coronar emperadores a Enrique III y su esposa. El monarca volvió a asumir el título de «patricio de los romanos» y acompañó al papa en la presidencia del sínodo que se inició el 5 de enero de 1047 y en el que se adoptaron nuevas disposiciones en la lucha contra la simonía. Los papas de origen germánico, como ya señalara K. Guggenberger (Die deutschen Papste, Colonia, 1916), iban a mostrarse como hombres profundamente religiosos, denodados luchadores en favor de la reforma. Entre los obispos alemanes comenzaban a surgir voces críticas: el «cesaropapismo», es decir, el sometimiento de los papas al emperador, no resultaba conveniente. Wazon, en Lorena, estaba ya sosteniendo algunos argumentos como que la abdicación forzada de Gregorio VI no era legítima y que la reforma tenía que ser emprendida desde el interior de la Iglesia y no desde el Imperio. Concluido el sínodo, Clemente II acompañó al emperador en su viaje por el sur de Italia: pronunció el anatema sobre Benevento cuando esta ciudad se negó a abrir las puertas a Enrique. Volvió a Roma en febrero. No tenemos no ticias de que Miguel Cerulario (1043-1058), nuevo patriarca de Constantinopla, le enviara las cartas sinódicas acostumbradas; desde luego el nombre del papa había dejado de figurar desde bastantes años antes en los dípticos. Clemente acumuló privilegios sobre la sede de Bamberg, a la que no había renunciado. Pero también se volcó en favor de Cluny. Un hombre honesto, espiritual, aunque probablemente no genial, impulsaba desde dentro la vida de la Iglesia. Murió en la abadía de San Tommasso, cerca de Pésaro, el 9 de octubre de 1047. Su cadáver sería enviado a Bamberg para su inhumación.

Dámaso II (17 julio - 9 agosto 1048)
Un nuevo poder estaba emergiendo en el centro de Italia, afectando a la vida de los Estados de la Iglesia: Bonifacio di Canossa, que al contraer matrimonio con Beatriz de Lorena se convertiría en marqués de Toscana. Antonio Falce {Bonifacio di Canossa, padre di Matilde, Reggio, 1927) ha demostrado cómo la política alemana tuvo en él un apoyo absoluto, pero tan sólo en la medida en que esta política coincidía con los intereses de la sede romana. En el momento de la muerte de Clemente II, mientras los enviados de la aristocracia y del clero romanos viajaban para pedir al emperador un nuevo candidato, Benedicto IX acudió a Roma desde Tusculum, intentando convencer a Bonifacio de que su regreso era regular. Las órdenes de Enrique III fueron bien distintas: había designado a Poppo de Bressanone, obispo de Brixen. El 17 de julio de 1048 el marqués de Toscana expulsó definitivamente a Bonifacio. Poppo, que tomó el nombre de Dámaso II, sólo reinó veintitrés días.

León IX (12 febrero 1049 - 19 abril 1054)
La elección.
Ante los propios romanos, el prestigio de Enrique III había crecido: las personas por él escogidas habían devuelto al pontificado su alto significado espiritual y a la ciudad el orden y la paz; de ahí que al producirse la muerte de Dámaso II, el Senado y el clero se dirigieran a él pidiéndole una nueva propuesta. Al principio su preferencia se dirigía a Alinardo, obispo de Lyon, pero acabó decidiéndose por Bruno, obispo de Toul, que había demostrado una gran eficacia en varias misiones. Nacido el 21 de junio de 1002, hijo de Hugo, conde de Egisgheim y de Dagsbourg, alsaciano, estaba muy enraizado con los programas de reforma de los monasterios de aquella región. Conrado II, su pariente, le había encomendado misiones diplomáticas, pero era en su calidad de obispo como demostró energía, habilidad y espíritu sacerdotal. Cuando Enrique III, estando en Worms, le comunicó su decisión, en diciembre de 1048, le respondió que sólo aceptaría si los romanos le reconocían unánimemente. Así pues, viajó a Roma en hábito de peregrino y fue recibido con aclamaciones, pudiendo ser consagrado el 12 de febrero de 1049. El nombre escogido apelaba a la protección del Magno.
Equipo de reformadores.
En ese gesto no había ninguna desconfianza al emperador, aunque sí la afirmación de un espíritu de libertad interna que es la misma que exigía en el Concilio de Reims del 1049. W. Brocking (Die Franzosische Politik Papst Leo IX, Stuttgart, 1891) ya destacó, hace más de un siglo, que este sínodo fue como el acelerador de la reforma. Precisamente en Francia comenzó entonces a marchar con mayor rapidez porque los Capetos, que deseaban corregir los excesos del vasallaje, esperaban de ella un fortalecimiento y no una debilidad de su poder. Pero León IX hizo algo más importante todavía: crear el equipo colectivo de la reforma, con un predominio bastante claro de loreneses: Humberto de Moyenmoutier, Federico de Lorena, Hugo el Blanco, Pedro Damiano y, desde luego, san Hugo de Cluny (1024-1109). Desde Lorena trajo también a Hildebrando, el colaborador de Juan Graciano, al que ordenó de subdiácono para ponerle al frente de la administración romana. A. Fliche (Études sur la polémiquc religieuse á l'époque de Grégoire VII. Les prégrégoriens, París, 1916) insiste: ha habido cierta exageración al atribuir a Hildebrando un papel de dirección casi absoluta en la reforma: la huella de los loreneses es muy profunda; fueron ellos los que descubrieron que sin libertad en las elecciones eclesiásticas, dicha reforma se encontraría desprovista de raíces. León IX atacó muy duramente el concubinato de los clérigos en Roma, pero necesitaba de los obispos en cada sede, para atacar con eficacia un problema que no bastaba con denunciar. Llegó a la conclusión de que en la simonía, ese complejo tráfico de los grandes oficios, se encontraba la clave de todo. La simonía fue declarada pecado contra la fe, pues se opone a la acción del Espíritu Santo, y convierte lo sagrado en profano. En cierta ocasión el papa llegaría a plantear la cuestión de si debían considerarse inválidas las ordenaciones de manos de un obispo simoníaco --un debate que se había producido ya en el pasado al anularse los actos de un antipapa o antipatriarca--, pero Humberto, cardenal de Silva Candida, en su Líber gratissimus explicó que, en términos de doctrina cristiana, la validez de un sacramento es independiente de la dignidad o indignidad del ministro.
Frente a la herejía.
Para extender su doctrina, León IX viajó infatigablemente. De este modo se daba la sensación, de un modo práctico, de que el papa era y actuaba como cabeza de la cristiandad y no simplemente como el primero de los obispos residentes en Roma. En mayo de 1049 presidió un sínodo en Pavía. Luego fue a Colonia, Aquisgrán, Lieja, Tréveris y, naturalmente, Toul. En octubre de ese mismo año estaba presidiendo el ya mencionado sínodo de Reims. Una asamblea, celebrada en Maguncia, contó con la presencia del emperador. En 1050, vuelto a Italia, León recorrió el sur de la península, ahora libre de sarracenos, visitando Salerno, Amalfi, Benevento, Gargano y Siponte, dejando en todas partes claramente establecida la autoridad romana. En ese preciso momento, y como una de las secuelas doctrinales generadas por la simonía, el papa se enfrentó con el primer hereje moderno occidental, Berengario de Tours (1000? - 1088). Aunque no son demasiado precisas nuestras fuentes de información, Berengario afirmaba, al parecer, que la presencia de Cristo en la eucaristía no es «real» sino «virtual». De este modo resolvía las dudas que se venían formulando en torno a la validez de los sacramentos impartidos por simoníacos y nicolaístas: el pan seguía siendo pan y el vino vino, antes como después de la consagración. El sínodo de Letrán de 1050 declaró que dicha doctrina era herética, invitando en consecuencia a Berengario a arrepentirse y a suscribir una declaración de ortodoxia. Bercngario buscó el amparo de Enrique I, rey de Francia (1031-1060), y acabó sometiéndose. Ante el concilio que presidía en Tours Hildebrando, en calidad de legado apostólico, firmó la declaración de fe que se le pedía. Otros sínodos, en Velletri y Florencia, se ocuparon de posibles errores en torno a la eucaristía.
Cividale.
Antes de fin de año, León IX había reemprendido sus viajes: por Borgoña, Lorena y Alsacia, alcanzó Augsburgo para presidir, junto con Enrique III, otro sínodo (2 febrero 1051). Recorrería después el norte de Italia, comprobando la marcha de la reforma. El año 1052 volvería a Alemania para tratar con el emperador de otro asunto, esta vez político. Los mercenarios normandos, a los que el propio pontificado pusiera en relación con el rebelde Mcles, crecidos en número por sucesivas emigraciones, se habían agrupado en torno a los cuatro hijos de Tancredo de Hauteville y actuaban con absoluta independencia. Argiro, el hijo de Meles, reconciliado con Bizancio, proponía ahora una alianza entre el emperador Constantino y León para acabar con estos rebeldes que se habían vuelto peligrosos. Enrique III accedió a transferir a la sede romana el gobierno de Benevento y otros lugares inmediatos pero, aconsejado por su canciller, Gebhardt de Eichstadt, eludió participar en la campaña. Operando por su cuenta, los bizantinos fueron derrotados. También León IX sufrió un duro revés en Cividale (16 julio 1053) y cayó prisionero. Antes de recobrar la libertad hubo de firmar un tratado que significaba el pleno reconocimiento del principado normando.
Cisma de Oriente.
Hubo una consecuencia inesperada. El patriarca de Constantinopla, Miguel Cerulario, era opuesto a los planes de Argiro y del emperador, pues entendía que la intervención del papa en aquella campaña implicaba un reconocimiento de su autoridad sobre las Iglesias del sur de Italia. Decidió forzar una nueva ruptura. Para ello, en 1053 inspiró una carta del metropolitano de Bulgaria, León de Acrida, al obispo Juan de Trani, en la que se acusaba a los occidentales de serias desviaciones doctrinales: uso de pan ázimo en la eucaristía, ayuno en los sábados y autorización para comer animales ahogados. El cardenal Humberto de Silva Candida dio la respuesta, afirmando al mismo tiempo la supremacía de la sede romana. Confiando en su alianza con el emperador, León IX decidió el envío a Constantinopla de una embajada en la que, junto al mencionado cardenal, figuraban Federico de Lorena y el obispo Pedro de Amalfi. Cerulario preparó ruidosas manifestaciones de protesta y exigió de los legados que le prestaran homenaje. Luego rompió las negociaciones afirmando que las cuestiones doctrinales eran competencia exclusiva del santo sínodo oriental. Los legados abandonaron Constantinopla. El emperador, que quería salvar in extremis la alianza, les volvió a llamar, pero Cerulario, que dominaba la situación, invocó al pueblo en alboroto y logró que el sínodo formulara acusaciones contra Roma. Los legados se encolerizaron y, a punto de abandonar definitivamente la ciudad, depositaron en el altar de Santa Sofía, el 16 de julio de 1054, una bula de excomunión. Seguramente no se percataban de que esta vez la ruptura iba a ser definitiva. Las dos excomuniones eran defectuosas, pues se hacían en nombre de un papa que había fallecido y estando la sede vacante a un patriarca que no había tenido ocasión de redactar nuevas cartas sinodales. Entre otras decisiones de este importante pontificado figuran la prohibición de calificar a Compostela de sedis apostolicae y la de otorgar a los arzobispos de Hamburgo-Bremen la vicaría general sobre los países del norte.

Víctor II (13 abril 1055 - 28 julio 1057)
Vacante el solio, el clero romano despachó una legación, presidida por Hildebrando, para pedir al emperador un candidato. Cinco meses de negociaciones transcurrieron hasta que fue designado Gebhardt de Eichstadt, el canciller antes mencionado. Nacido en Suabia, en torno al 1018, e hijo del conde Hartwig, gozaba de la plena confianza de Enrique III; exigió, como condición previa a la aceptación, que fueran devueltos a la sede romana algunos territorios que usurpaban las autoridades imperiales. Tomó el nombre de Víctor II y mantuvo en plenitud de funciones el equipo de reformadores. En el Concilio de Florencia (4 de junio de 1055) que presidió junto con Enrique II, al renovar las sentencias contra la simonía y el nicolaísmo, éstas se hicieron extensivas a cuantos enajenasen bienes eclesiásticos. Logró que el emperador le transfiriera el ducado de Spoleto con Trani a fin de fortalecer la defensa del Patrimonium frente a los normandos; sin embargo, mantuvo escrupulosamente la tregua firmada por su antecesor. En el equipo llegó a faltar Federico de Lorena. El hermano de éste, Godofredo el Barbudo, con gran disgusto del emperador, se había casado con Beatriz de Lorena, viuda ya de Bonifacio de Toscana. De este modo dos grandes dominios, vitales para el Imperio, se unían peligrosamente en una sola mano. La persecución desencadenada por Enrique III llevó a Beatriz y a su hija Matilde (1055-1115) a prisión y a Federico de Lorena a buscar refugio en Montecassino. Pero el 5 de octubre de 1056 murió el emperador. Víctor II, que se hallaba presente, tomó muy eficaces disposiciones para asegurar al niño Enrique IV (1056-1106) en el trono y a su madre Inés en la regencia hasta que el nuevo príncipe alcanzara la mayoría de edad. Desde esta posición logró la reconciliación con Godofredo y la sede romana pudo contar con un muy fuerte apoyo en Toscana, que resultaría precioso en los difíciles tiempos posteriores. Federico de Lorena se reincorporó a la corte pontificia siendo ahora abad de Montecassino y cardenal de San Crisógono. En estos años Hildebrando, legado en Francia al igual que los arzobispos de Arles y de Aix, impulsaba poderosamente la reforma en este país. La investidura no tenía en él las características que había llegado a cobrar en Alemania. La popularidad de Víctor II se mide por un hecho. Cuando falleció en Rávena, los moradores en esta ciudad se negaron a que sus restos fuesen enviados a Alemania y los sepultaron en Santa María la Rotonda, junto a la tumba de Teodorico el Ámalo.


Esteban IX (2 agosto 1057 - 29 marzo 1058)
La elección.
La estrecha vinculación entre el pontificado y el Imperio había conseguido no sólo hacer viable la reforma de la sociedad cristiana, sino fortalecer la sede romana. A juicio de Antón Michel (Humbert und Kerularios, Paderborn, 1925-1930), se había pagado un precio muy alto: la división de la Iglesia en dos mitades, pues a partir de este momento el papa sería cabeza únicamente de la Iglesia occidental; la destitución de Cerulario no restablecería la unidad. En 1057, uno de los depositarios que marcó aquella ruptura, Federico de Lorena, ceñía la tiara. Según Giuseppe Alberico {Cardinalato e collegialitá: studi sull'ecclesiologia tra l'IX e il XV secólo, Florencia, 1969), los cardenales habían conseguido ser los únicos representantes del clero de Roma. Y ellos protagonizaron un giro, todavía no muy brusco, pero que rompía la línea hasta entonces seguida de solicitar del emperador un candidato: ellos le eligieron el 2 de agosto --de ahí que Federico de Lorena tomara el nombre de Esteban—sin que se alterara en lo más mínimo la promesa de concordia. Inmediatamente después de la elección, una legación presidida por Hildebrando viajó a Alemania para comunicar el hecho a la regente Inés. Pero no se trataba ya de recabar una autorización, sino de colocar a la corte ante los hechos consumados, pues el día 3 de agosto Esteban IX había sido consagrado.
Derivaciones: la patada.
Hildebrando había recibido en este viaje otra misión: informarse de los graves sucesos que estaban produciéndose en Milán, donde la reforma, unida a la protesta por la mala conducta de los eclesiásticos, se estaba convirtiendo en una revuelta en favor de la pobreza (pataria). Un sacerdote, Ariando de Varese, y un noble, Landulfo Cotta, aparecían al frente del movimiento, cuyo extremismo podía perjudicar la reforma. Esteban, entre tanto, elevaba a san Pedro Damiano al rango de obispo de Ostia y cardenal, lo que le situaba en una especie de segundo puesto. J. Leclercq {Saint Pierre Damien, cremite et homme d'Église, Roma, 1960) explica cómo este gran motor de la reforma disentía de algunos otros miembros del equipo en que consideraba imprescindible la colaboración del emperador para llevar adelante el programa, En el extremo opuesto, Humberto de Silva Candida, que a su regreso de España estaba componiendo el Adversas simoniacos, estaba dando un paso adelante de gran significado: simonía era cualquier intervención de laicos en nombramientos eclesiásticos y la reforma tenía que coincidir con una radical independencia. Aunque parece que Esteban IX compartía más el punto de vista del segundo que del primero, no quiso prescindir de nadie dentro del equipo. La reforma parecía contar ahora con tres puntos de apoyo: Hildebrando, Humberto y Pedro Damiano, cuyas opiniones no coincidían en todo. Detrás estaba Godofredo el Barbudo, el hermano del papa, a quien se encomendó el gobierno de la marca de Ancona y de Spoleto; unidos estos dominios a Toscana, proporcionaban una plataforma militar. Poco antes de morir, Esteban IX recomendó a quienes le rodeaban que no procedieran a una nueva elección hasta que Hildebrando hubiera regresado de su viaje. Y fue obedecido. Murió en Florencia.

Nicolás II (6 diciembre 1058 - 19 o 26 julio 1061)
Elección en discordia.
Hubo un interregno. La nobleza romana, dirigida por Gregorio de Tusculum y Gerardo de Galería, aprovechó la ausencia de los cardenales para intentar una recuperación de su poder, haciendo aclamar por el pueblo a Juan, apodado Mincius, cardenal obispo de Velletri, que tomó el nombre de Benedicto X. La elección podía calificarse de prudente, pues Juan Mincius pertenecía al grupo de reformadores y su nombre había sonado incluso entre los posibles papas. Como Pedro Damiano se negó a consagrarlo, tuvo que acudir al arcipreste de Ostia. Los cardenales que permanecían en Roma le negaron obediencia y fueron a reunirse en Florencia con los demás miembros del colegio. Hildebrando había regresado y estaban en marcha negociaciones con la regente Inés y con Godofredo de Lorena. Asegurados estos apoyos se reunieron en Siena para elegir al obispo de Florencia, Gerardo, que tomó el nombre de Nicolás II. Durante nueve meses pudo Benedicto X ejercer en Roma funciones de papa. Un sínodo reunido en Sulri excomulgó a Juan Mincius, despojándole de sus beneficios. Las tropas loscanas se encargaron de expulsarle de Roma y, después, de poner cerco al castillo de Galera hasta conseguir que el conde Gerardo le entregara. Bonifacio reconoció la legitimidad de la sentencia contra él, se despojó de sus cargos y se retiró a una de las propiedades de la familia. Los reformadores no se conformaron. Hildebrando se encargó de conducirlo preso a Roma para ser sometido a juicio, mientras él protestaba de que había sido elegido papa contra su voluntad. Considerado culpable, fue degradado en ceremonia pública y encerrado en el hospicio de Santa Inés en la vía Nomentana. El resultado de esta contienda era bien claro: los cardenales, ausentes de Roma y sin consulta al pueblo, habían procedido a rechazar a un candidato y elegir a otro, entronizándolo después.
Decreto electoral.
Esta victoria y el cambio subsiguiente fueron confirmados en el sínodo romano de la primavera de 1059 que aprobó el decreto Praeducens sint, determinando el procedimiento que debía seguirse en la elección de papa. Constaba de tres fases: primero, los cardenales obispos se reunirían para escoger un candidato; luego comunicarían con los otros cardenales el resultado de su decisión; por último, el electo sería presentado al pueblo para su aclamación. Antón Michel (Papstwahl und Kónigsrecht, oder das Papstwahl- Konkordat von 1059, Munich, 1936) descubre en el documento un aspecto capital. En adelante, y como resultado de los trabajos de Humberto de Silva Candida, el mecanismo electoral se reducía a un colegio muy reducido de cardenales obispos y ni siquiera sería necesario que se reuniesen en Roma. A pesar de que --sobre esto llama la atención A. Fliche {La reforme grégorienne, I, París, 1924)-- se introdujese en el documento la fórmula de estilo, «salvo debito honore et reverentia dilecti filii nostro Henrici», era evidente la intención de prescindir en absoluto de la intervención del emperador o de sus representantes. El decreto de 1059 establecía el procedimiento de elección colegial que, con algunas variantes, ha perdurado hasta nosotros. Esto no significa que se aplicara en todas las vacantes posteriores. En aquel momento los cardenales eran 53, de los cuales 25 poseían «título» sobre una de las iglesias romanas, y siete eran obispos suburbicarios (Ostia, Porto, Albano, Santa Rufina o Silva Candida, Sabina, Frascati --Tusculum-- y Preneste --Palestrina--). En el mismo sínodo de 1059, al renovar los cánones contra la simonía y el nicolaísmo se mencionó por vez primera una condena de la «investidura», esto es, la entrega de un oficio eclesiástico por parte de un laico a un clérigo. De momento, la nueva ley no se aplicó porque se temía la reacción de los príncipes soberanos y especialmente del emperador. Pero el principio jurídico se había establecido. Había motivos sobrados para este temor. Toda la estructura social y la de gobierno se apoyaban entonces en el vasallaje, es decir, el principio contractual de una fidelidad personal a la que se hacía coincidir con la libertad; fuera de ella sólo quedaban los siervos o los semilibres. La idea de que existe una obligación pública, como de súbdito a rey, general, había sido sustituida prácticamente y de manera universal por esa obligación privada de vasallo a señor. Las iglesias, parroquiales o episcopales, en cuanto que formaban parte del entramado social, se sujetaban a ese principio mediante la investidura, un término que en principio significaba la entrega de un beneficio por el señor al vasallo. Para el emperador la cuestión era especialmente grave, ya que los vasallos eclesiásticos, célibes, constituían el principal apoyo de su gobierno. Ahora los cánones del 1059 no sólo le despojaban de su intervención en el nombramiento de papas (algo que podía presentar como un poderoso servicio a la Iglesia, al liberar a su cabeza de la opresión a que la sometieran las facciones romanas), sino que ponía en peligro la estructura misma del Imperio. El sínodo había revelado, además, cuánta energía acumulada tenían los reformadores: Berengario de Tours fue de nuevo juzgado y obligado a firmar un texto en que se reconocía la presencia real de Cristo en la eucaristía sin que se admitiesen tergiversaciones ni simples disquisiciones dialécticas.
Acuerdo con los normandos.
Para prevenirse de una probable reacción imperial, Nicolás II, siguiendo los consejos de Hildebrando y de Desiderio de Montecassino, decidió operar una reconciliación plena con los normandos: en el sínodo de Melfi (agosto de 1059), uno de los hijos de Tancredo de Hauteville fue investido como vasallo de la sede romana en razón de su título de príncipe de Apulia y Calabria, con derecho de conquista sobre Sicilia, en poder de los musulmanes. El primer servicio que los normandos prestaron fue, precisamente, el asedio y rendición de Galería. Nuevos sínodos, en 1060 y 1061, insistieron en sus sentencias contra la simonía. Nicolás II envió legados a todos los países de Occidente para reclamar el establecimiento de la liturgia romana, comunicar los decretos de reforma y explicar los objetivos que con ella se perseguían. Pedro Damiano y Anselmo de Lucca visitaron Milán, entrando en contacto directo con los «patarinos» y buscando el modo de reducir a disciplina el movimiento. Guido, el arzobispo, y sus clérigos, manifestaron que aceptaban plenamente la reforma; en un gesto lleno de significado, el prelado compareció ante el sínodo romano de 1060, recibiendo del papa el báculo y el anillo, como si considerara inválida o insuficiente la anterior investidura que obtuviera de manos del emperador. Sin embargo, cuando el cardenal Esteban, a quien se confió la legación en Alemania, llegó a la corte de Enrique IV, encontró un ambiente muy desfavorable. El arzobispo Annon de Colonia, que había llegado a convertirse en uno de los principales consejeros, maniobró de forma tal que el legado no fue recibido. Presagio de ruptura en torno a la cuestión concreta de las investiduras laicas. En 1061 un sínodo de obispos alemanes rechazó los decretos del 1059, ex- comulgó a Nicolás II y declaró nulos sus actos. De modo que las espadas estaban en alto cuando la muerte del papa, en Florencia, evitó lo que parecía un choque frontal.

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