sábado, 12 de noviembre de 2011

pasar lista...

Pasar lista por la mañana. Oír tu nombre pronunciado por la voz del profesor es como un segundo despertar. El sonido que tu nombre hace a las ocho de la mañana tiene vibraciones de diapasón.
—No puedo prescindir de pasar lista, sobre todo por la mañana —me explica otra profesora, de mates esta vez—, aunque tenga prisa. Recitar una lista de nombres como si contaras ovejas, no es posible. Llamo a mis bribones mirándoles, les recibo, les nombro uno a uno, y escucho su respuesta. A fin de cuentas, la lista es el único momento del día en que el profesor tiene la ocasión de dirigirse a cada uno de sus alumnos, aunque solo sea pronunciando su nombre. Un mínimo segundo en el que el alumno debe sentir que existe para mí, él y no otro. Por mi parte, procuro captar tanto corno puedo su humor del momento por el sonido que su «presente» hace. Si su voz suena quebrada, eventualmente habrá que tenerlo en cuenta.
La importancia de pasar lista...
Mis alumnos y yo jugábamos a un jueguecito. Yo les llamaba, ellos respondían y yo repetía su «Presente» a media voz pero en el mismo tono, como en un eco lejano:
—¿Manuel?
—¡Presente!
—«Presente.» ¿Laetitia?
—¡Presente!
—»Presente.» ¿Victor?
—¡Presente!
—«Presente.» ¿Carole?
—¡Presente!
—«Presente.» ¿Rémi?
Imitaba yo el «Presente» contenido de Manuel, el «Presente» claro de Laetitia, el «Presente» vigoroso de Victor, el «Presente» cristalino de Carole... Yo era su eco matinal. Algunos procuraban hacer su voz lo más opaca posible, otros se divertían cambiando de entonación para sorprenderme, o respondían «Sí», o «Aquí estoy», o «Soy yo». Yo lo repetía todo en voz baja, fuera lo que fuese, sin manifestar sorpresa. Era nuestro momento de convivencia, el buenos días matutino de un equipo que iba a ponerse manos a la obra.
Mi amigo Pierre, en cambio, profesor en Ivry, nunca pasa lista.
—Bueno, dos o tres veces a principios de curso, el tiempo de conocer sus nombres y sus rostros. Mejor pasar enseguida a las cosas serias.
Sus alumnos esperan en fila, en el pasillo, ante la puerta de clase. En el colegio se corre, se grita, se empujan sillas y mesas, se invade el espacio, se satura el volumen sonoro por todas partes; Pierre, por su lado, aguarda a que se formen las filas, luego abre la puerta, mira a los chicos y chicas que entran uno a uno, intercambia aquí o allá un «Buenos días» que cae por su propio peso, cierra la puerta, se dirige a mesuradas
zancadas hacia su mesa, mientras los alumnos aguardan de pie detrás de las sillas. Les ruega que se sienten y comienza: «Bueno, Karim, ¿dónde estábamos?». Su curso es una conversación que se reanuda donde quedó interrumpida.

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