jueves, 10 de noviembre de 2011

Los Papas - 1

Pedro, en Roma.
Los historiadores no discuten la veracidad de la noticia de la estancia de san Pedro en Roma: aparece corroborada por fuentes de las
que no es posible dudar. Si aceptamos que la noticia de Tácito (54? - 117?) acerca de la expulsión de los judíos por Claudio el año 49, a causa de las alteraciones que en ellos causaba un cierto Chrestus, demuestra la existencia de una primitiva comunidad cristiana, es necesario admitir que la llegada del príncipe de los apóstoles a la capital del Imperio se produjo estando ya constituida dicha comunidad. La I Epístola de san Pedro, datada en torno al 64, en la que se menciona la colaboración de Marcos, se escribe desde «Babilonia», que es el nombre clave para referirse a Roma. La Carta de san Clemente Romano hace referencia expresa cuando Pedro y Pablo «moraban entre nosotros». San Ignacio de Antioquía (50? - 115?) («yo no os mando como Pedro y Pablo») da por sentada la presencia de ambos apóstoles. Lo mismo señalan expresamente Ireneo de Lyon, hacia el 180, y Tertuliano en el 200. Pocas noticias de la Antigüedad aparecen confirmadas por testimonios tan próximos y fehacientes. Habría que añadir que no existe dato alguno que indique contradicción. Numero sas leyendas se elaboraron más tarde en torno a esta estancia, que no deben ser tenidas en cuenta.
Al final del Cuarto Evangelio («Cuando envejezcas, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras; esto lo dijo [Jesús] indicando con qué muerte había de glorificar a Dios») encontramos un testimonio acerca del suplicio que acabó con la vida de san Pedro. Esa noticia aparece corroborada: «marcha, pues, a la ciudad de la prostitución y bebe el cáliz que yo te he anunciado». No hay duda, pues, de que Pedro murió en Roma y ningún autor ha podido aportar pruebas en contra. Es imposible fijar la fecha exacta, si bien se abrigan escasas dudas acerca de que su martirio debe incluirse en el de la «gran muchedumbre» que, según Tácito, pereció a consecuencia de la persecución de Nerón, debido a que la nueva religión cristiana no había obtenido el reconocimiento de su licitud como parte de la judía. En la época del papa Ceferino (198-217) el presbítero Gayo confirma la noticia de que Pedro y Pablo murieron respectivamente en la colina Vaticana y en la vía Ostiensc, siendo enterrados en lugares inmediatos al de su ejecución. Las excavaciones efectuadas entre 1940 y 1949 en el subsuelo de la basílica de San Pedro revelaron la existencia de un cementerio y en él un sepulcro modesto, anterior a la construcción de la gran iglesia constantiniana, pero rodeado de tales muestras de respeto que bien puede indicar la ubicación de la primera tumba del apóstol.

Lino, san (67? - 79?)
Las más antiguas fuentes, Ireneo de Lyon (140 - 201?), que escribe en torno al 180, Hegesipo, del siglo ni, Eusebio de Cesárea (265-340) y el Catálogo de Libcrio del siglo iv, coinciden en decir que san Lino fue nombrado obispo de la comunidad de Roma por el propio apóstol. El personaje aparece mencionado en la II Epístola de san Pablo a Timoteo, entre los que acompañaban al autor en Roma. Es insignificante la noticia que de él tenemos: ignoramos incluso la forma en que estaba constituida la comunidad romana. Una tradición muy posterior le atribuye la disposición que obligaba a las mujeres a usar el velo, signo de distinción de las damas romanas, durante las ceremonias litúrgicas. Originario de Toscana, era, por tanto, súbdito imperial; de modo que la presidencia de una religión «no lícita» le colocaba fuera de la ley. Es tardía y poco fiable la tradición que le permite compartir el martirio con san Pedro.

Anacleto, san (79? - 91?)
Su nombre, Anenkletos, que significa en griego «irreprochable», permite suponer un origen helénico y no latino; esa significación ha dado origen a. sospechas, pues coincide explícitamente con la condición que se requiere para los obispos en la Epístola de san Pablo a Tito. A veces se abrevia este nombre como Cleto y así aparece en los textos de la antigua liturgia romana. Algunos autores han llegado a pensar que pueda tratarse de dos personas distintas: Cleto y Anacleto. El nombre Anenkletos era frecuente entre los esclavos. Según Eusebio murió mártir en el año 12 del reinado de Domiciano (81-96).

Clemente, san (91 - 101)
En la lista proporcionada por Eusebio, que Erich Caspar (Die alteste Rómische Bischofsliste, Berlín, 1926) considera fidedigna por haberse redactado con fines apologéticos, figura san Clemente como el tercero de los obispos de Roma. Tal parece ser lo cierto, aunque Tertuliano (160? - 220?) y san Jerónimo prescindieran de los dos primeros y le presentaran como ordenado por san Pedro. La noticia de Ireneo, que le hace un poco depositario de la doctrina del príncipe de los apóstoles, parece más correcta: en la Epístola a Timoteo se menciona a un Clemente entre los que forman el equipo apostólico. Existen en torno a él dos leyendas que deben considerarse falsas: la que pretende identificarle con el
primo de Domiciano, Flavio Clemente, antiguo cónsul, ejecutado por «ateísmo»; y aquella otra que le presenta como de nacimiento judío, condenado a trabajos forzados en Crimea y ejecutado después, atándole al ancla de un buque. Ni siquiera estamos seguros de que pueda ser considerado como mártir. Es bien claro que en ese momento --que coincide con el reinado de Domiciano-- el cristianismo se hallaba presente en esferas sociales muy elevadas. Además de Flavio Clemente hay noticias de otro cónsul, Acilio Glabrio, ejecutado por el mismo delito que se atribuía normalmente a los cristianos. El apellido Clemente puede indicar alguna clase de relación con esa importante gens romana. Ignoramos todas las circunstancias de su pontificado, incluso las de su muerte. En aquel tiempo el culto cristiano giraba en torno a la liturgia de la «fracción del pan». El único dato comprobado es que se trata del autor de una «Epístola» dirigida a los corintios, principal obra literaria de las postrimerías del siglo I, que convierte a san Clemente en el primero de los Padres occidentales. Su estilo revela una formación helenística, aunque muestra preferencias muy acusadas por las figuras del Antiguo Testamento. Rivalidades mal conocidas provocaron disturbios en la Iglesia de Corinto entre los años 93 y 97. Los corintios acudieron a Roma reconociendo de este modo una superioridad jerárquica. Clemente intervino y no a título personal, sino en nombre de la Sede Apostólica y afirmando el sentido jerárquico esencial de la Iglesia: los laicos se encuentran sometidos a los presbíteros, que reciben de Dios su autoridad; ésta, dispensada directamente por Cristo a los apóstoles, se continúa, sin solución, a través de los sucesores en las Iglesias por aquéllos fundadas. Roma es la continuadora de Pedro. Según señala Karl Baus (De la Iglesia primitiva a los comienzos de la gran Iglesia, Barcelona, 1966), la Epístola de Clemente aparece como el primer ejemplo de que un obispo interviene en los asuntos interiores, propios de otra sedes, y de que dicha intervención fuera acogida con tanto reconocimiento que su texto fue incorporado
como lectura en la liturgia de Corinto. Gozó Clemente de tanta fama que con posterioridad se le atribuirían algunas obras apócrifas y también la primera colección de leyes canónicas. La actual basílica de San Clemente trata de indicar el lugar que ocupó su casa. En la Epístola hay una referencia a que san Pablo llegó «hasta los términos de Occidente», que parece confirmar el viaje del apóstol a España.

Evaristo, san (100? - 109?) Euaristós o, simplemente, Aristós, es, para nosotros, un perfecto desconocido. Las fuentes tradicionales, el Liber Pontificalis, ni siquiera se ponen de acuerdo sobre la duración de su pontificado, entre ocho y once años. El nombre revela que se trata de un griego, pero la noticia de que hubiera nacido en Belén, así como la de que sufrió el martirio, carecen de toda posible confirmación. Se le atribuye la creación de los siete diáconos y la asignación de parroquias a los presbíteros; no existe la menor garantía para tales noticias.

Alejandro I, san (109? - 116?)
Considerado como mártir, probablemente se le ha confundido con otra persona del mismo nombre, cuyas reliquias fueron encontradas a mediados del siglo xix en el lugar donde se señalaba su enterramiento, en la vía Nomentana. Otra tradición imposible de comprobar le atribuye la introducción de la costumbre de bendecir los hogares con agua y sal; se trata, sin duda, de un anacronismo. Sin embargo, en medio de este silencio, se produce el hecho singularmente importante de la Epístola que san Ignacio de Antioquía dirigió a la Sede Apostólica, «que preside en la capital del territorio de los romanos» y que está «puesta a la cabeza de la caridad». San Ignacio no da el nombre del obispo que gobierna de caridad que formaban todas las Iglesias cristianas, a la de Roma correspondía ser la cabeza.

Sixto I, san (116? - 125?)
La forma correcta de escribir su nombre es, probablemente, Xystus; la coincidencia con el ordinal sexto, que le corresponde en la sucesión de san Pedro, ha inducido a algunos autores a sospechas. Todas las acciones a él atribuidas aparecen en noticias muy posteriores. Se afirma en el Líber Pontificalis que su padre era un griego, llamado Pastor, pero la grafía griega de su nombre debe guardar relación con su origen. Se le rinde culto como mártir, pero es sorprendente que no figure como tal en la lista de san Ireneo, en donde sí aparece el martirio de su inmediato sucesor, Telesforo.

Telesforo, san (125? - 136)
Las fuentes antiguas se muestran precisas al asignarle once años de pontifi- cado. Comenzamos a pisar un terreno más firme en cuanto a las funciones y cronología de los papas. Su nombre corresponde a la calidad de griego que se le atribuye. En su tiempo se detecta la primera diferencia entre las Iglesias latina y griega en relación con el cómputo de la Pascua. Eusebio, que confirma el dato de san Ireneo de que murió mártir, fecha este martirio en el primer año del emperador Antonino Pío, lo que nos obligaría a retrasar dos años la fecha tradicionalmente asignada a su fallecimiento. Sin embargo, el dato de su martirio parece establecido con seguridad.

Higinio, san (136? - 142?)
Las fechas asignadas al comienzo y final de su pontificado pueden considerarse correctas aunque se escriban con interrogantes para demostrar que no hay seguridad absoluta; coincide Eusebio con el Líber Pontificalis. Griego ateniense, había ido a Roma en calidad de profesor de filosofía. San Ireneo dice que fue precisamente durante su gobierno cuando aparecieron en Roma los dos primeros maestros gnósticos, Cerdón y Valentín, procedentes de Egipto y de Siria respectivamente; sostenían, entre otras cosas, que Jesucristo, además de las enseñanzas impartidas al pueblo, había comunicado a unos pocos discípulos una doctrina esotérica muy distinta a la de los apóstoles y que sólo podía comunicarse por vía de iniciación. San Higinio se vio, pues, obligado a combatir la peligrosa herejía, y esto puede explicar que se le eligiera en su calidad de filósofo. El gnosticismo se organizó en Roma como una Iglesia nueva y no como una simple disidencia: sus miembros se calificaban de «pneumáticos» por atribuirse una especial condición espiritual.

Pío, san (142 - 155)
Hijo de cierto Rufino, había nacido en Aquileia. En el Códice Muratoriano se afirma que Hermas, autor de la importante obra conocida como El Pastor, fue hermano de este papa. El libro, de escasa extensión, permite descubrir que los obispos de Roma habían llegado a concentrar en sus manos un gran poder, que hacían extensivo a otras sedes: aunque los grandes centros teológicos se encontraban fuera de Roma, especialmente en Alejandría y Antioquía, El Pastor formula, entre otras, una importante doctrina sobre la penitencia que no limita a un determinado territorio, sino que la hace válida para toda la Iglesia. Coetáneo de san Pío I es también san Justino, el famoso apologista. Hacia el año 140 había llegado a Roma Marción: excomulgado por su propio padre, había conseguido reunir una gran fortuna con negocios navieros, la cual permitió que se le acogiese muy bien en la comunidad romana. Pronto, sin embargo, se apartó de ella para fundar una nueva Iglesia gnóstica: sin entrar en
disquisiciones teológicas ajenas a este libro, conviene sin embargo explicar que, en esencia, Marción afirmaba la existencia de dos principios divinos contrapuestos, el Demiurgo creador del Antiguo Testamento, duro y justiciero, y el Dios bueno y misericordioso, Dios Padre, que Jesucristo habría revelado y corresponde al Nuevo Testamento. Las consecuencias de este dualismo, al que san Pío I hubo de enfrentarse, eran muy graves: la materia pasaba a ser considerada esencialmente mala, con independencia del uso que de ella se haga; instalado el sexo en la zona del mal, el matrimonio se convierte en un pecado exactamente igual al simple concubinato. En julio del 144, el papa Pío presidió un sínodo de presbíteros excomulgando a Marción, condenando severamente su doctrina. El martirio, que algunos textos muy tardíos atribuyen a Pío I, no ha sido comprobado.

Aniceto, san (155 - 166)
Dos noticias muy concretas: procedía de Emesa (Siria) y, según Eusebio, llegó a reinar once años. Roma era ya, en esos tiempos, el centro que atraía desde todos los rincones de la cristiandad, y no sólo a los grandes maestros de la ortodoxia, sino también a Marción y a Valentín (130? - 160?), los predicadores del gnosticismo que daban la sensación de que el triunfo de su causa dependía de lo que sucediera en la gran capital del Imperio. Era inevitable que se produjera cierta confusión, pues eran muchos quienes establecían una relación de dependencia con el hecho mismo de la capitalidad. Poco después de su elección, Aniceto recibió la visita de san Policarpo de Esmirna, octogenario, que solicitaba del papa una decisión respecto a la fecha en que cada año debía conmemorarse la Pascua, esto es, la fecha correspondiente al 14 del mes lunar de Ni-
san. Roma no paraba mientes en la fiesta anual: cada domingo conmemoraba la Resurrección del Señor. Por lo tanto, san Aniceto no opuso ningún obstáculo a lo que le solicitaban. Policarpo celebró la misa en presencia del papa manifestando así la perfecta comunión entre ambos. Policarpo sumó sus esfuerzos a los de otros grandes colaboradores de la Sede Apostólica empeñados en la lucha contra el gnosticismo. Entre ellos hay que destacar a Hegesipo, autor de importantes obras, al ya mencionado Justino y, sobre todo, a Ireneo, discípulo de san Policarpo. Probablemente fue también Aniceto quien erigió la lauda sepulcral de San Pedro en el Vaticano, que se menciona ya como lugar de peregrinación a principios del siglo iii y cuya existencia han confirmado las modernas excavaciones. No existe, en cambio, comprobación de la noticia de que san Aniceto hubiera adoptado las primeras disposiciones acerca del traje clerical, prohibiendo a los presbíteros el uso de melena larga. La tradición no le cuenta tampoco entre los mártires.

Sotero, san (166 - 174)
Originario de Campania, se han suscitado algunas dudas en torno a las fechas de su pontificado. En una fecha indeterminada escribió al obispo Dionisio de Corinto, acompañando su carta de regalos y recomendaciones; se han conservado únicamente fragmentos de la respuesta, sumamente afable, los cuales permiten establecer que se mantenía una relación de primacía entre Roma y Corinto y que, en tiempos de persecución, eran más frecuentes las condenas a trabajos forzados en las minas que las penas de muerte. Por otra parte, la respuesta de Dionisio de Corinto induce a los historiadores a pensar que la carta perdida de san Sotero contenía reprensiones y advertencias contra cierta laxitud de costumbres. Bajo Sotero se establece la conmemoración anual de la Resurrección, pero fijándola no en el día 14 de Nisan con independencia de su colocación dentro de la semana, sino en el domingo inmediatamente posterior a dicha fecha; una diferencia, en relación con las Iglesias orientales, que daría lugar posteriormente a ciertas discusiones. Noticias más tardías y no comprobadas atribuyen a san Sotero una carta contra el montanismo. Era éste un movimiento nacido en Frigia, que se deno minaba a sí mismo «nueva profecía»; el término montanismo se debe a que fue Montano su principal difusor (el cual pretendía que, por directa inspiración del mismo Jesucristo). Los montanistas exigían un rigor extremo en la vida, con fuertes ayunos, abstinencia de matrimonio y abandono de los negocios de este mundo. La visión extremada del montanismo perjudicó grandemente a la Iglesia ante las autoridades del Imperio romano, que distinguían mal entre la secta y los cristianos.

Eleuterio, san (174 - 189)
Ultimo de los papas mencionados en la lista de san Ireneo que estuvo estrechamente vinculado a su persona. Griego procedente de Nicomedia (parece que la grafía correcta es Eleutherus), actuó como diácono durante el pontificado de san Aniceto. Coincidiendo el de san Eleuterio con los gobiernos de Marco Aurelio (161-180) y Commodo (180-192), durante los cuales disminuyeron las persecuciones, pudo discurrir pacífico en cuanto a sus relaciones con el exterior. Lucio Septimio Megas, Abgar IX, rey de Edessa, situada en el norte de Mesopotamia, envió mensajeros a san Eleuterio solicitando ser bautizado e instruido en la fe, algo que conocemos por datos posteriores fidedignos. Las preocupaciones principales del pontificado llegaban ahora del interior: valentinianos, marcionitas y montañistas creaban fuertes movimientos de disensión que amenazaban la unidad y la estabilidad de la propia Iglesia. Hacia el año 177 san Ireneo regresó desde Lyon a Roma para plantear, en pleno reconocimiento de su primado, las dos cuestiones que aquejaban a su Iglesia: una fuerte persedición local y la presencia de los montanistas. Parece que, al principio, el papa no quería dar demasiada importancia a estos últimos, que se presentaban tan sólo como excesivos rigoristas, pero al final tuvo que condenar su doctrina como contraria a una de las aserciones fundamentales del cristianismo: no son las cosas materiales en sí buenas o malas, sino el uso que de ellas se haga.

Víctor I, san (189 - 198)
Nacido en África, es el primer papa de quien consta la calidad de latino; en adelante se registrará un predominio de éstos sobre los griegos. Las manifestaciones de superioridad de Roma sobre las demás Iglesias hasta entonces detectadas se limitaban a la primacía de honor y de consejo. San Víctor la invoca en un sentido disciplinar, aplicándola a la cuestión de la Pascua. Sotero había aceptado establecer una solemne conmemoración anual de la Pascua del Señor, pero insistiendo en señalar el domingo como día de la Resurrección (dies Dominí). Algunas Iglesias orientales seguían con la costumbre de celebrarla el 14 Nisan con independencia de cuál fuera el día de la semana. Sínodos celebrados en Roma y otros lugares fueron aceptando el nuevo cómputo «romano»,coherente con el Símbolo de Fe de que «al tercer día resucitó». Las Iglesias de Asia Menor se negaron a cambiar la costumbre y Víctor I declaró que quedaban excluidas de la comunión con la Iglesia universal. No faltaron observaciones en contra, entre ellas de san Ireneo, que era el más firme defensor del primado romano, pero el papa no cedió. Quedaba sentado el principio de que en materia de fe y costumbres a Roma correspondía la decisión. Idéntica energía mostró frente al «adopcionismo», que en torno al 190 un curtidor muy culto, Teodoto de Bizancio, había comenzado a enseñar. Consistía esta doctrina en afirmar que, hasta el bautismo, Jesús había sido simplemente un hombre como los demás. El Espíritu Santo había descendido sobre él adoptándole como Hijo de Dios y retirándose luego en el momento de la Pasión. Víctor pronunció la excomunión contra Teodoto y sus seguidores y la hizo extensiva a toda la Iglesia.

San Jerónimo (350? - 420) atribuye también a este papa la redacción de obras latinas de bastante calidad. La maduración del cristianismo se revelaba en la elevación del tono social de sus fieles: una concubina de Commodo, Marcia, fue cristiana y ayudó al papa cuando éste gestionó la libertad de mártires condenados a las minas de sal en Cerdeña; entre ellos había el futuro papa Calixto.

Ceferino, san (198 - 217)
Versión negativa. Hijo de Abundio, Zephyrinus aparece, en medio de las tormentas doctrinales, como un hombre sencillo que se aferra a las verdades esenciales de la fe con absoluta claridad: no hay sino un solo Dios y de su divinidad participa Jesucristo, que nació, murió y resucitó. Hipólito (160? - 235), que sería después el primer antipapa conocido, le califica de débil, irresoluto, de escaso talento y poco dotado para los negocios de la Iglesia, por lo que se dejó seducir por Calixto, a quien presenta como un «ambicioso, ávido de poder, hombre corrompido». Pero este testimonio de Hipólito en su obra Philosophoumena, hallada en 1842, es considerado por los historiadores como un producto inválido del apasionamiento. Calixto, esclavo de Carcóforo e hijo también de esclavo, poseía un buen talento para los negocios: administraba los de su amo cuando éstos sufrieron una quiebra, y fue condenado a las minas de sal de Cerdeña, donde permaneció tres años; fue, como sabemos, uno de los liberados por las gestiones de Marcia. Víctor I le había encargado cierta tarea en Actium, que cumplió satisfactoriamente. Por eso Ceferino le rehabilitó, encomendándole la dirección del bajo clero y la administración del gran cementerio Que era entonces la primera propiedad importante de la sede romana. Se trata de las catacumbas que hoy se conocen precisamente como de San Calixto, cerca de la Vía Apia. Hipólito. La llegada de Septimio Severo (193-211) al poder había puesto fin al tiempo de tregua. Pero más que las persecuciones, de diverso matiz según las regiones del Imperio, sufría la Iglesia por el debate interno, que no siempre se presentaba con suficiente claridad. Esto explica que Hipólito, que se consideraba a sí mismo como un gran teólogo, el único capaz de confundir a los herejes, alcanzara tanta importancia: su ambición era ser papa, pues únicamente la autoridad suprema sobre la Iglesia podía garantizar el triunfo de su a sus colabora- dores. El gnosticismo, todavía vigoroso, se había separado creando una Iglesia propia: pero montanistas y adopcionistas aspiraban a permanecer dentro de la Iglesia romana universal haciendo que se aceptaran sus doctrinas. Aunque Tertuliano (160? - 220?) insiste en que Víctor I estaba dispuesto a aceptar el montanismo, del que le separaban influencias extrañas --Tertuliano era entonces un montanista--, lo único que parece claro es que el papa condenó tanto a unos como a otros. Ahora bien, Roma practicaba desde antiguo la norma de que el hereje arrepentido, tras suficiente penitencia, podía y debía ser restituido a la Iglesia. Fue precisamente esta doctrina la que tanto Tertuliano como san Hipólito reprocharon a san Ceferino, como si se tratara de una peligrosa novedad. La excomunión contra Teodoto y su discípulo Asclepiodotus fue renovada, pero el obispo Natalias, arrepentido, volvió a la comunión. Según Tertuliano, la persona que había inducido a san Ceferino a la condena del montanismo era cierto maestro llamado Praxeas, que apareció en Roma hacia el 213. Junto con Noetus y Sabelio, Praxeas enseñaba una doctrina que hacía caso omiso de la distinción de personas en la Trinidad. Esta doctrina, que conducía a entender que el Padre también compartía la Pasión («patripasionismo» o «modalismo») con el Hijo, era herética. Hipólito acusó a Ceferino de no haber defendido frente a ella la ortodoxia, pero las dos afirmaciones que le atribuye («yo sólo conozco a un solo Dios, Cristo Jesús, y ninguno fuera de él, que nació y padeció» y «no fue el Padre quien padeció sino el Hijo») demuestran claramente que no hubo ninguna concesión al modalismo aunque faltasen las explicaciones amplias y matizadas que la teología reclamaba. Orígenes, que enseñaba en Roma por esos años, demostró hacia la «más antigua Iglesia» una veneración que muestra cómo Roma era reconocida fuente de unidad.

Calixto I, san (217 - 222)
Las noticias más detalladas de la vida de este papa, Callistus, proceden de Hipólito; es natural que se formulen dudas acerca de su exactitud. Parece seguro, sin embargo, que llegó a convertirse, como diácono, en el hombre de confianza de Ceferino, el más influyente. No sorprende que en el momento de la muerte de éste fuera aclamado como su sucesor. Hipólito se negó a confirmar el nombramiento y se hizo elegir papa, a su vez, por un grupo de correligionarios. De este modo se produjo un cisma con resonancias doctrinales: los partidarios de Calixto reprochaban a aquél su rigorismo excesivo. El cisma había de prolongarse durante los dos pontificados inmediatos siguientes. Calixto sería expresamente acusado por Hipólito de concesiones en la doctrina; no pueden confundirse con el modalismo, ya que éste fue expresamente condenado por el papa, que exigió la expresa afirmación de que Padre, Hijo y Espíritu Santo representan distinciones reales en la divinidad, siendo ésta una y trina. De hecho, sucedía que el papa estaba tratando de evitar los excesos en que incurrían los del extremo contrario al reconocer distinta naturaleza en el Padre y el Hijo. También reprochaba Hipólito a Calixto que hubiera otorgado perdón a un obispo culpable de graves pecados y arrepentido, o que admitiera el segundo y hasta el tercer matrimonio en caso de fallecimiento de uno de los cónyuges. Pero en ambos casos es forzoso reconocer que Calixto estaba en línea con la que había sido siempre la actitud de la Iglesia, e Hipólito no. Pues la Iglesia se define como hogar común de santos y pecadores, siendo la penitencia el vehículo de conversión. Calixto estableció los tres ayunos correspondientes a los sábados anteriores a las grandes fiestas agrícolas: comienzo de la recolección de cereales, vendimia y recogida de la aceituna. La ley romana prohibía el matrimonio de pleno derecho (confarreatio) entre un ciudadano y una mujer o varón de clase inferior. Calixto recordó que, siendo sacramento, el matrimonio surtía efecto en orden a la santificación con independencia de la condición social de los contrayentes, incluso en el caso extremo de un esclavo y un miembro del orden senatorial. Ésa fue una de las decisiones más fuertemente criticadas por Hipólito. En ambos casos --el perdón
para cualquier clase de pecado con arrepentimiento, separación entre el sacramento del matrimonio y las circunstancias jurídicas--, el pontificado de Calixto I se señala como un progreso social considerable. El caso de san Hipólito, primer antipapa, es psicológicamente importante.
Nacido antes del año 170, parece que llegó a Roma desde Oriente, siendo ordenado presbítero por el papa Víctor I. Inmediatamente planteó la cuestión: ¿debe un gran maestro, superior en conocimientos, griego de Alejandría, discípulo sobresaliente de san Ireneo, rendir su mente ante personas intelectualmente mediocres como Ceferino, Calixto, Urbano o Ponciano? ¿No están llamados los teólogos a ser los grandes directores de la Iglesia? Lo poco que de sus muchas obras se ha conservado revela que era un hombre polifacético, de amplio saber, aunque no tan profundo como su coetáneo Orígenes (184- 253). La doctrina que reconocía legitimidad plena al antiguo concubinato romano, y la de otorgar perdón a todos los pecadores fructuosamente penitentes, le parecía un monstruoso error. Explicó con claridad la doctrina del logos y cómo el Verbo es hipóstasis o persona distinta del Padre, acusando a Ceferino y a Calixto de no defenderla; sus rivales denunciaban, en cambio, el peligro de poner demasiado énfasis en la tesis que podía llevar a un «diteísmo», es decir, a la defensa de dos naturalezas. Probablemente ambos contendientes exageraban. El año 217, cuando Calixto fue reconocido papa, Hipólito y sus seguidores se mantuvieron en minoría apartada y en discordia. Su rigorismo les empujó a excluir definitivamente de la Iglesia a todos los pecadores, y a sostener que la validez de los sacramentos dependía del grado de pureza de los ministros encargados de impartirlos.

Urbano I, san (222 - 230) El Líber Pontifícalis le presenta como un romano, hijo de Ponciano; añade después algunos detalles que constituyen una evidente extrapolación. Su pontificado se desarrolló bajo el imperio de Alejandro Severo (222-235), coincidiendo por tanto con uno de los períodos de paz para la Iglesia. Hipólito se negó a reconocerle, pero carecemos de noticias acerca de las relaciones entre ambos. La noticia de que murió mártir no es correcta, pues probablemente murió de causas naturales, siendo enterrado en las catacumbas de San Calixto, donde se ha descubierto una inscripción griega con su nombre.

Ponciano, san (21 julio 230 - 28 septiembre 235)
Romano, hijo de cierto Calpurnio. Prácticamente lo ignoramos todo sobre su pontificado, pero tuvo que presidir el sínodo en que se confirmó la sentencia dictada contra Orígenes por Demetrio de Alejandría y su Iglesia. Orígenes fue expulsado del colegio de presbíteros y excomulgado. También sabemos que Hipólito continuó su cisma. En marzo del 235 fue elevado al trono Maximino Tracio (235-238), el cual desató una nueva persecución contra los cristianos. Una antigua tradición pretende que Ponciano e Hipólito fueron simultáneamente detenidos y enviados a Cerdeña para trabajar en las minas de sal hasta su muerte; aquí comprendieron el daño que con sus divisiones estaban haciendo a la Iglesia y se reconciliaron, renunciando Ponciano a su dignidad a fin de facilitar la pervivencia de la comunidad (28 de septiembre del 235). El consejo que ambos mártires dieron a sus seguidores fue el de «manteneos fieles a la fe católica y restaurad la unidad». Según esta misma fuente, Hipólito y Ponciano no tardaron en fallecer, el segundo --según anota el Líber Pontificalis--, «afflictus et maceratus fustibus». El año 236 o 237 sus cuerpos fueron rescatados por el papa Fabián y enterrados en San Calixto. En efecto, en 1909 se descubrió en esta catacumba un fragmento con el nombre y título de san Ponciano, en griego.
Los investigadores formulan serias objeciones a esta tradición, ya que entienden que el Hipólito que acompañó a san Ponciano en su martirio pudo ser otro clérigo del mismo nombre. En 1551 fue descubierta en la vía Tiburtina una estatua de mármol que representa la figura de un filósofo con la lista de sus escritos, considerada como retrato de Hipólito. Es la que, por disposición de Juan XXIII, se encuentra en uno de los vestíbulos de la Biblioteca Vaticana desde 1959. La lista de obras suscita, sin embargo, fuertes dudas.

Antero, san (21 noviembre 235 - 3 enero 236)
Su nombre indica origen griego. Fue elegido para cubrir la vacante dejada por la abdicación de Ponciano. El Líber Pontificalis le atribuye únicamente haber comenzado la recopilación de las Actas de los mártires, pero puede tratarse de una noticia errónea. Aunque algunas veces se le haya señalado como mártir en el catálogo de Liberio, figura entre los que fallecieron de muerte natural. Sus restos mortales inauguraron la cripta preparada para los papas en la catacumba de San Calixto; se han encontrado abundantes fragmentos de inscripciones que corroboran esta noticia. Seis semanas indican un pontificado demasiado breve.

Fabián, san (10 enero 236 - 20 enero 250)
La leyenda. Se trataba de un laico que hubo de ser ordenado antes de comenzar su gobierno. Una leyenda, recogida por Eusebio, pretende que cuando la asamblea deliberaba acerca de la sucesión de san Antero, una paloma se posó sobre la cabeza de Fabián, que fue inmediatamente aclamado: le había designado el Espíritu Santo. Esta leyenda indica un estado de conciencia que ve en el papa una directa designación por Dios. Fue el suyo un tiempo excepcional de paz y prosperidad para la Iglesia, pues Gordiano III y Felipe el Árabe (244-249) se mostraron incluso favorables a la comunidad cristiana. Pero el espectáculo que ésta ofrecía era de ruina: los efectos del cisma se sumaban a las desoladoras consecuencias de las herejías. Todo tenía que ser reconstruido. Esenciales resultaban para la conciencia de la cristiandad esas memorias conocidas como «actas de los mártires», porque la sangre vertida era el mejor signo de identidad. Por esta misma causa se concedía mucha importancia a la conservación y ampliación de los cementerios, primeras propiedades que fueron reconocidas a la Iglesia. La noticia de que lograra rescatar los restos de Ponciano e Hipólito parece demostrar que existía ya una penetración cristiana en la casa imperial, pues era imprescindible la autorización del emperador para la entrega de los difuntos en el exilio. Todos nuestros datos, aunque escasos, coinciden en destacar la importancia que la sede romana había llegado a alcanzar. Una comunidad tan numerosa como la que en la antigua capital se congregaba, exigió su división en siete distritos, al frente de cada uno de los cuales aparecía un diácono, un subdiácono
y seis asistentes. Cuando los obispos Donato de Cartago y Privatus de Lambaesis fueron condenados por un sínodo africano, la sentencia no se consideró firme hasta ser refrendada por su homólogo romano. También Orígenes apeló al papa tras ser condenado en Alejandría, reconociendo de este modo la superioridad.
Novaciano. Un gran nombre aparece en este tiempo que recuerda en muchos aspectos la figura de Hipólito: se trata de Novaciano. Tenía alrededor de cincuenta años cuando, llegado de Oriente con toda probabilidad, apareció en Roma; el origen frigio que se le atribuye carece de fundamento. Bautizado in extremis durante una grave enfermedad, esta circunstancia le incapacitaba para el presbiterado, pero san Fabián apreció en él tan excepcionales cualidades que le dispensó del impedimento, ordenándole. Desde entonces se convirtió en el principal de los presbíteros romanos: se encargaba de responder a las cuestiones doctrinales y disciplinarias que llegaban de muy diversos puntos.
El año 250 Decio emprendió la primera de las persecuciones sistemáticas: no buscaba tan sólo castigar a los cristianos, sino destruir la Iglesia entera. San Fabián fue de los primeros detenidos y muertos. Durante dieciséis meses la sede permaneció vacante, porque las excepcionales circunstancias impedían la elección. Novaciano, que ejercía un papel directivo, abrigó la esperanza de ser reconocido como sucesor.

Cornelio, san (marzo 251 - junio 253)
Verdad y leyenda. Muchos de los que reunían condiciones para ser elegidos estaban en la cárcel. Pero en la primavera del 251 la persecución se detuvo. Novaciano, contra sus esperanzas, no fue papa; el clero y el pueblo prefirieron a Cornelio, que puede tener alguna relación con la familia patricia de este nombre. La razón de la preferencia parece simple: el rigor sistemático de la persecución de Decio había multiplicado el número de quienes ocultaban su condición de cristianos o, incluso, ofrecían sacrificios a los dioses. Ahora querían volver a la Iglesia. Cornelio, a quien san Cipriano describe como amable y sin ambición, se inclinaba al perdón y a la reconciliación. Novaciano rechazó la elección y encontró a tres obispos dispuestos a consagrarle papa; la Iglesia se encontró nuevamente en cisma. Se ahondaron las diferencias en torno a esta cuestión: si los pecadores arrepentidos deben ser perdonados. Cornelio juzgó imprescindible que su doctrina fuera admitida en toda la Iglesia, porque se encuentra en la raíz del cristianismo. Por otra parte, Novaciano había escrito un tratado Sobre la Trinidad que podía ser acusado de tendencias subordinacionistas, ya que afirmaba que la divinidad de Cristo estaba subordinada al Padre como la del Espíritu Santo se encuentra subordinada al Hijo. En el otoño del año 251 un sínodo, al que asistieron más de sesenta obispos, se reunió en Roma. Contaba con un precedente: san Cipriano, obispo de Cartago, al contemplar el problema de los llamados lapsi (los que cedieron ante la persecución para salvar su vida), concluyó que una verdadera y fructuosa penitencia conduce al perdón de los pecados y que el rigor extremo de Novaciano no estaba de acuerdo con la tradición cristiana. Dionisio de Alejandría se sumó también a las conclusiones del sínodo de Roma que había excomulgado a Novaciano. Faltaba la cuarta de las grandes sedes, Antioquía, y Cornelio escribió al patriarca Fabián comunicándole los acuerdos: los fragmentos que Eusebio ha conservado de esta correspondencia son reveladores. Cornelio explica en ella cómo la sede romana había alcanzado grandes dimensiones: aparte de los numerosos presbíteros que, por delegación suya, administraban los sacramentos, había siete diáconos, otros tantos subdiáconos, 42 acólitos y 52 ministros más entre lectores y ostiarios. Los lectores tenían gran importancia; se exigían especiales condiciones de instrucción y cultura.
Papel de san Cipriano. El reconocimiento que san Cipriano de Cartago hizo de la primacía de Roma, es un dato de importancia; no se limitaba al honor, sino que se hacía extensiva a la jurisdicción. Así, al denunciar la extensión del novacianismo a Arles, entiende que es el papa quien debe corregirlo destituyendo al obispo de aquella sede. La tesis que san Cipriano parece sostener es que «de la silla de Pedro», que es «la iglesia principal», «procedió la unidad de los obispos». En esta unidad, que se forma sobre el vínculo de la caridad, reconoce sin la menor duda que Roma es «el lugar de Pedro». En su tratado sobre la unidad de la Iglesia, el obispo de Cartago trae a colación el pasaje de Mt. 16, 18, en el que Jesús llama a Simón la Roca y concluye que «la unidad se deriva de uno solo». Todos los apóstoles, de quienes los obispos proceden, son iguales en su ministerio, pero únicamente a Pedro se confió la misión de salvaguardar la unidad. Este razonamiento lógico le llevaba a la conclusión radical: «el que abandona la cátedra de Pedro ¿cree estar aún dentro de la Iglesia?»; es compatible con la conciencia que Cipriano tuvo de atribuir dimensiones muy amplias a los poderes de cada obispo en su Iglesia local. Aunque sólo se hayan conservado fragmentos de la carta a Fabián de Antioquía y de dos epístolas a Cipriano, es aceptable la noticia de que Cornelio escribió otras varias, de contenido doctrinal. Cuando el emperador Galo (325- 354) renovó la persecución en junio del 352, acusando a los cristianos de propagar la peste, Cornelio fue desterrado a Centumcellae (Civitavecchia), donde murió, al parecer un año más tarde. Su cuerpo fue llevado a Roma para ser depositado en la cripta Lucina de las catacumbas de San Calixto; por vez primera, su lauda sepulcral se redacta en latín y no en griego. No hay base histórica para otras leyendas, como la de su martirio. Siglos más tarde se extendió por Inglaterra una leyenda que, en razón de su nombre, le convertía en patrón del ganado, representándole con dos cuernos. Y en Bélgica se le asignó la curación de los epilépticos a los que, en la Edad Media, se hacía respirar el nauseabundo olor de cuerno quemado. Según el historiador Sócrates, Novaciano murió mártir o confesor el año 258 durante la persecución de Valeriano (253 - 259/60). Una tumba hallada en 1932 en la vía Tiburtina parece confirmar este dato; pero no hay seguridad absoluta de que se trate del famoso antipapa y no de otro mártir de igual nombre. San Jerónimo menciona nueve obras suyas, aunque advierte que escribió algunas más. Ellas permiten una aproximación a su doctrina, caracterizada por el rigorismo: rechazaba las prescripciones alimenticias judías, prohibía a los fieles la asistencia al teatro, circo y toda clase de espectáculos, era muy riguroso en la fidelidad absoluta dentro del matrimonio, único, y del que excluía a viudos o viudas, y exaltaba la defensa de la virginidad.

Lucio, san (25 junio 253 - 5 marzo 254)
Romano, por el lugar de su nacimiento, fue elegido en el momento en que la persecución desatada por Treboniano Gallo (251-253) se desarrollaba con más fuerza. Inmediatamente fue desterrado. Como el emperador murió asesinado a los pocos meses, pudo regresar a Roma: san Cipriano le escribió entonces una carta de congratulación. Falleció al poco tiempo de muerte natural. No conocemos de su pontificado otra noticia salvo que compartía en relación con los lapsi la misma actitud que san Cipriano: por esta causa Novaciano persistió en su oposición. Se ha identificado parte de su epitafio en la catacumba de San Calixto, escrito en griego.

Esteban I, san (12 mayo 254 - 2 agosto 257)
Nacido en Roma, parece que tenía alguna clase de relación familiar con la gens lidia, de la que salieron los primeros emperadores. Es posible que esto explique la singular energía en su conducta, que no excluyó algunos enfrentamientos serios con la otra gran figura de san Cipriano de Cartago. Dos obispos españoles, Basílides de Astorga y Marcial de Mérida, se habían procurado durante la persecución el libelo que les acreditaba como sacrificadores ante los dioses. Fueron depuestos por sus colegas. Uno de ellos viajó a Roma para explicar su caso, acogiéndose a la doctrina de la penitencia, y fueron rehabilitados. Las Iglesias de España escribieron a Cipriano, el cual demostró a Estebancómo había sido sorprendido en su buena fe, pues la penitencia es válida para reintegrarse a la Iglesia, pero no para conservar los obispados. Paralelamente se planteaba la cuestión del obispo Marción de Arles que, inclinado al novacianismo, negaba la reconciliación a los arrepentidos incluso en el momento de la muerte. Sus sufragáneos de las Galias, decepcionados por la lentitud de Esteban, acudieron a san Cipriano. Los dos casos dieron oportunidad a una correspondencia en la que se advierte que, desde Cartago, se reconocía la plenitud de dominio de Roma, al menos sobre las Iglesias de las Galias y España. Lo que desconocemos es el grado de autonomía que cartagineses y orientales reservaban para cada obispo en su sede; indudablemente se trataba de un espacio muy amplio. Surgió una cuestión todavía más delicada: la validez de un bautismo impartido por herejes. El año 255 san Cipriano la trató en un sínodo del que remitió después las actas al pontífice: indirectamente se reprochaba a Roma que dijese que no era necesario rebautizar a los fieles que lo recibieran de un hereje, bastando la imposición de manos para una reconciliación. Cipriano decía: no basta la imposición de manos o la confirmación, pues éste es un sacramento de vivos, y estando los herejes espiritualmente muertos se necesitaba del segundo bautismo para su revivificación. Ignoramos cuál fue la respuesta concreta del papa, aunque no hay duda de que sostuvo su opinión con gran energía, afirmando «nihil innovetur nisi quod traditum est». Esteban llegó a acusar a Cipriano de innovador; éste calificaba al papa de soberbio c impertinente. Por una carta que Firmiliano de Cesárea escribió a san Cipriano, sabemos que el papa se dirigió a las Iglesias orientales reclamando unidad en esta cuestión. Así pues, el metropolitano de Cartago convocó un segundo sínodo en el otoño del 256 al que asistieron bastantes obispos del norte de África. Se había llegado a un punto que presagiaba la ruptura, pues los asistentes al sínodo afirmaron que ciertas cuestiones como la del bautismo de herejes eran competencia de cada Iglesia local en particular y no de Roma en nombre de todas. Esta vez Esteban se negó a recibir a la delegación que le llevaba las actas del sínodo e incluso se las ingenió para que les fuera negado el alojamiento. El fallecimiento del papa (257) y el de san Cipriano, mártir glorioso (258), evitaron que la querella prosperase.

Sixto II, san (31 agosto 257 - 6 agosto 258)
Griego de origen, su pontificado, aunque breve, resulta importante. El biógrafo de san Cipriano le describe como «bueno y pacífico sacerdote». No modificó la doctrina sostenida por su antecesor, y en un breve fragmento conservado de su carta a Dionisio de Alejandría, se contiene la defensa de la validez del bautismo de herejes, siempre y cuando hubiera sido administrado en nombre de la Santísima Trinidad. Las relaciones con san Cipriano volvieron a ser amistosas, sin duda porque fue aceptada la postura de éste: que pudiera ser competencia de cada obispo, en su propia Iglesia, la solución de los casos que se presentaran. En lo que las dos partes estaban absolutamente conformes era en que la legitimidad de cada sede venía de su fundador, que era siempre, directamente o por jerarquía de discípulos, un apóstol: las enseñanzas recibidas desde aquél constituían un deber de obediencia. El emperador Valeriano, que comenzara mostrándose tolerante con los cristianos, modificó esta actitud a partir del año 257: se dictaron disposiciones que hacían obligatoria la participación en las ceremonias religiosas paganas y prohibían las reuniones en los cementerios. Esta última disposición exigió una nueva ley, pues quebrantaba la salvaguardia que siempre el derecho romano había otorgado a los cementerios. En pocos meses la persecución se endureció: obispos, presbíteros y diáconos fueron condenados a muerte mientras los laicos eran enviados a terribles trabajos forzados. El 6 de agosto del 258 los soldados entraron en la catacumba de Pretextato y encontraron a Sixto sentado en su cátedra, oficiando rodeado por sus diáconos. El papa y cuatro de éstos fueron decapitados en el mismo lugar; los otros tres sufrirían la misma suerte en los días siguientes. De este modo las autoridades imperiales creyeron haber arrancado de cuajo la Iglesia de Roma. De hecho, por la violencia de la persecución sería imposible dar a Sixto un sucesor durante dos años, hasta que llegaron las noticias de la prisión y muerte de Valeriano.

Dionisio, san (22 julio 260 - 26 diciembre 268)
Cuando la persecución de Valeriano cesó, y Galerio (293-311) otorgó a los cristianos incluso la devolución de sus propiedades y cementerios, el clero y el pueblo eligieron a este griego de origen, Dionisio, que había servido fielmente a Esteban y a Sixto, habiendo influido al parecer en el apaciguamiento que caracteriza el segundo pontificado de ambos. Llegaba a la Sede Apostólica en un momento especialmente difícil, de desorganización a causa de la reciente persecución. El Líber Pontificalis le atribuye la primera gran reorganización de la diócesis, colocando a presbíteros en lugar de diáconos al frente de los distritos parroquiales y creando obispados suburbicarios bajo su autoridad. San Basilio el Grande, que vivió un siglo más tarde, transmite el recuerdo de la riqueza que había logrado ya reunir la Iglesia romana: ésta permitía acudir en auxilio de otras, como la de Capadocia, que padecían necesidad, y organizar operaciones de rescate de cristianos cautivos. Llegaba a su fin la cuestión suscitada por el bautismo de herejes, aunque será preciso esperar a san Agustín (354-430) para alcanzar una explicación teológica aceptada por todos. Parece seguro que con ayuda de su homónimo de Alejandría, Dionisio logró una convivencia. Pero, justo entonces, surgió una nueva cuestión: algunos clérigos alejandrinos acusaron a su obispo de enseñar una separación tan radical entre el Padre y el Hijo que casi reducía a éste al nivel de las criaturas, negándose a proclamar la unidad esencial de ambos. La cuestión doctrinal era de tanta importancia que el papa decidió plantearla en un sínodo a celebrar en Roma. Allí se hizo, con la condena del sabelianismo y del subordinacionismo, una exposición doctrinal acerca de la Trinidad: tres personas en una sola esencia. Inmediatamente el papa remitió a Dionisio de Alejandría el acta, acompañada de una carta escrita con admirable sentido de la caridad: exponía cuál era la doctrina sostenida por la sede de Pedro e invitaba a Dionisio a explicar su propio pensamiento. Parece que la respuesta del patriarca de Alejandría fue plenamente satisfactoria porque la querella cesó. Otro sínodo reunido en Antioquía depuso a Pablo de Samosata por considerar que sus enseñanzas eran adopcionistas. El patriarca Máximo comunicó esta decisión buscando del primado romano una confirmación del acuerdo. Ignoramos si Dionisio llegó a conocer el documento a él dirigido puesto que murió en los últimos días de diciembre del 268, de enfermedad. Se tenía la impresión de que las horas amargas para la Iglesia habían pasado y que no estaba lejos de alcanzar una convivencia con el Imperio: esto ayuda a comprender el
desconcierto que provocó la inesperada persecución de Diocleciano.

Félix I, san (3 enero 269 - diciembre 274)
Romano, hijo de Constancio, es un papa del que se tienen pocas noticias a pesar de que corresponde a un tiempo en el que los conocimientos acerca de la historia de la Iglesia son más abundantes. Consagrado el 5 de marzo a él correspondió responder a la carta en que Máximo, patriarca de Alejandría, daba cuenta del sínodo contra Pablo de Samosata. Félix respondió satisfactoriamente y estableció la comunión con el sustituto de Pablo, Domno. Hizo más: como el depuesto se negara a abandonar su sede, acudió al emperador Aureliano (270-275), el cual ordenó que la Iglesia antiocena fuera entregada a «aquellos con quienes están en comunión los obispos de Italia y en particular el de Roma». El papa estaba, pues, presentándose como interlocutor válido ante la autoridad imperial y no dudaba en acudir en petición de auxilio para restablecer el orden. Félix es uno de los papas cuyo enterramiento en San Calixto se ha comprobado.

Eutiquio o Eutiquiano, san (4 junio 275 - 7 diciembre 283)
Salvo la fecha de su elección y muerte, así como de su origen toscano y el nombre de su padre, Marino, nada puede decirse de este papa, el último de los que fueron enterrados en el mausoleo de San Calixto. Remando Valeriano y luego Diocleciano (284-305) en sus comienzos, la Iglesia no padecía persecución y se iba afirmando. Se ha supuesto que los documentos que habrían podido dar cuenta de su gobierno fueron destruidos en la violencia del año 304.

Cayo, san (17 diciembre 283 - 22 abril 296)
De nuevo, por las razones apuntadas, nos encontramos con un papa sin historia. El Líber Pontificalis hace a Caius o Gaius originario de Dalmacia y aun pariente de Diocleciano; una noticia imposible de comprobar o de rechazar. La Iglesia parecía haber encontrado finalmente una paz de hecho, aunque no de derecho. Los emperadores ilirios, al reordenar todas las creencias vigentes en el Imperio en una especie de sincretismo, tendían a reconocer la existencia legítima de posturas religiosas distintas, debidas a la variedad de tendencias y tradiciones humanas: en otras palabras la religión era el «modo» como cada pueblo o grupo se dirige a la divinidad. Las leyendas en las monedas hacen referencia a esta doctrina. En este caso, el cristianismo podía ser considerado como uno de estos «modos» y ser dejado en paz. Pero la Iglesia tenía que rechazar el sincretismo: ella era la depositaría de una verdad absoluta, revelada por el mismo Dios, que hacía falsas las creencias, y la aceptación del cristianismo obligaba a prescindir de todo lo demás. Dos leyendas aparecen asociadas al nombre de Cayo, la de santa Susana, a la que se describe como su sobrina y cuyo culto se localizaría en las iglesias en que Cayo era titular, y la del martirio del soldado Sebastián a quien habría confortado. Ambas noticias parecen falsas. Fue enterrado en San Calixto, pero no en la cripta de los papas, por falta de espacio.

Marcelino, san (39 junio 296 - 25 octubre 304)
Se desconocen sus orígenes familiares. La única noticia comprobada es la autorización que concedió a uno de sus diáconos, Severo, para emprender reformas de ampliación en San Calixto, lo que prueba el crecimiento que había experimentado en este tiempo la comunidad cristiana. Su pontificado coincide enteramente con el gobierno de Diocleciano y la Tetrarquía. El cristianismo estaba penetrando en la misma casa imperial, donde Prisca, esposa del emperador, y su hija Valeria, mostraban evidentes muestras de simpatía hacia los cristianos. Uno de los césares, Constancio, había estado unido en concubinato (matrimonio de rango inferior) con una cristiana, Elena (t 330), de la que nació el futuro emperador Constantino. Este crecimiento era considerado por algunos colaboradores del emperador como un gran peligro. Y le incitaron a librar una batalla que por fuerza habría de ser decisiva: si el Imperio no lograba someter a la Iglesia, ésta impondría al Imperio sus condiciones de ser reconocida como «la» religión verdadera. Desde el año 297 se publicaron decretos que excluían a los cristianos de la Administración y del ejército. La Iglesia obedeció, esperando que pasara esta tormenta como las anteriores. Pero el 23 de febrero del 303 una ley válida para todo el Imperio, aunque luego sería desigualmente aplicada, ordenaba recoger todos los libros, confiscar los cementerios y demás propiedades. Quienes acudieran ante los tribunales de justicia tendrían que ofrecer incienso a los dioses. Los donatistas afirmaron posteriormente que san Marcelino y los tres presbíteros que habrían de sucederle, esto es, Marcelo, Milcíades y Silvestre, habían entregado los libros. San Agustín consideró la acusación absolutamente falsa. Es difícil pronunciarse sobre la cuestión: se trataba de soportar una tormenta que, por dura que fuese, habría de pasar y por tanto ciertos gestos podían constituir la mejor defensa. En tiempos posteriores, sin embargo, el nombre de san Marcelino fue omitido en la lista de papas y Dámaso I prescindió de él en los panegíricos ofrecidos a sus antecesores. El Líber Pontificalis, que dispuso de un acta de martirio de san Marcelino, dice que ofreció incienso a los dioses, pero que a los pocos días reconoció su error y fue entonces decapitado, junto con otros mártires. Este relato, ampliamente difundido en el siglo vi, carece de comprobación. En uno de los epigramas de san Dámaso se relaciona a Marcelino con quienes exigían penitencias muy serias para el perdón de los lapsi, que no se negaba. Murió Marcelino cuando la persecución estaba en sus comienzos y no pudo ser inhumado en San Calixto, seguramente porque este cementerio estaba confiscado. Se llevaron sus restos a otro, de propiedad privada, el de Santa Pastilla, que pertenecía a la poderosa familia de los Acilio Glabrio.

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