miércoles, 30 de noviembre de 2011

Los Papas - 3

Simmaco, san (22 noviembre 498 - 19 julio 514)
Cisma. La división del clero en dos facciones que se venía registrando desde la muerte de Gelasio I, quedó reflejada el 498 en un nuevo cisma. Los clérigos eran ya quienes desempeñaban el papel decisivo en la elección. La mayor parte se decidió por el diácono Simmaco, un corso que había nacido en el paganismo, y que fue inmediatamente consagrado en San Juan de Letrán. Pero los partidarios de Anastasio II que, aunque eran minoría, contaban con el apoyo de la aristocracia senatorial romana, nostálgica del Imperio, procedieron a elegir al archidiácono Lorenzo, inmediatamente consagrado en Santa María la Mayor. Las dos facciones acudieron a Teodorico, que poseía la autoridad delegada por el emperador, y él se inclinó en favor de Simmaco porque había sido elegido antes y por la mayoría. Simmaco tuvo que viajar hasta Rávena para alcanzar este resultado favorable. Apenas instalado, el nuevo papa convocó el sínodo (499) para elaborar las normas a que, en adelante, debía someterse la elección del pontífice: dicha elección correspondería exclusivamente a los clérigos, quedando excluidos los laicos. Lorenzo se sometió y fue compensado con el obispado de Noceria, en Campania, que desempeñó hasta su muerte. Teodorico visitó Roma el año 500, siendo recibido por Simmaco. La aristocracia romana, fuerte en sus grandes propiedades y en su condición de senadores hereditarios, que no estaba dispuesta a consentir la exclusión prevista en el sínodo del 499, aprovechó esta oportunidad y el enfriamiento de relaciones entre Rávena y Constantinopla para acusar a Simmaco ante el rey de graves delitos: no celebraba la Pascua en la fecha debida, malversaba las rentas, incluso cometía pecados contra la castidad. Simmaco se negó a comparecer ante el rey en su calidad de magistrado del Imperio, atrincherándose tras los muros del Vaticano. Teodorico dispuso entonces que un obispo, el de Altinum, se encargara provisionalmente de la administración de Roma hasta que los obispos de Italia, en un sínodo, tuvieran la ocasión de pronunciarse. El papa, que negó legitimidad al administrador, Pedro de Altinum, sí aceptó el concilio. Éste, el 23 de octubre del 502, decidió en forma taxativa que ningún tribunal humano puede juzgar al vicario de Cristo, una vez consagrado como tal; sólo Dios podía juzgarle.
Un papa no puede ser juzgado. La continuación de este concilio tuvo lugar el 6 de noviembre del mismo año, en San Pedro y bajo la presidencia de Simmaco. En él se renovaron las disposiciones del 499 acerca de la elección y se aprovechó la oportunidad para declarar nula la ley que invocaran los acusadores para atribuir a Simmaco malversación, con el argumento de que dicha ley había sido promulgada por Odoacro y ningún poder laico puede legislar en la Iglesia. El texto de dicha ley se convirtió en un canon que aprobaron el papa y los obispos reunidos. Teodorico comprendió que estas disposiciones eran una amenaza para el poder temporal que representaba: sus tropas permitieron a Lorenzo regresar a Roma e instalarse en Letrán. Durante cuatro años se produjo la extraña división, pues Simmaco pudo mantenerse en San Pedro y la zona del Vaticano, mientras Lorenzo, con ayuda de los senadores, administraba la mayor parte de las propiedades de la Iglesia. Ennodio y Dióscoro, diáconos de Roma y de Alejandría respectivamente, negociaron con Teodorico hasta convencerle de su error: nada podía perjudicarle tanto como esta división. El rey ordenó al senador Festo que expulsara a Lorenzo enviándolo de nuevo a su diócesis y así concluyó el cisma. Nunca lograría Simmaco la aceptación unánime: parte de su clero y de los senadores se mostraría recalcitrante. Algunas obras importantes se asignan a este pontificado. Confirmó a san Cesáreo de Arles en sus poderes como vicario, haciéndolos extensivos a cuestiones de fe y a las relaciones con los reyes merovingios y con los visigodos de España; le fue remitido el pallium como signo de autoridad. Fueron dictadas disposiciones contra los maniqueos, ordenando su expulsión de Roma. En las misas solemnes se cantaría en adelante el Gloria. Fue construida la nueva residencia pontificia en el Vaticano. En relación con Bizancio, mantuvo Simmaco la misma firmeza que sus antecesores, obligando al emperador Anastasio a capitular: estaba previsto que el papa presidiera un concilio en Heracleon de Tracia, pero la muerte se lo impidió. A su vez, el antipapa Lorenzo había muerto el año 508. Sus últimos meses se desarrollaron en medio de ejemplares ejercicios de piedad.

Hormisdas, san (20 julio 514 - 6 agosto 523)
Decreto del papa. De acuerdo con las normas de los sínodos romanos del 499 y 502, Hormisdas, probablemente recomendado por Simmaco, fue elegido por el clero por unanimidad. Era un hombre de paz que sabía aprovechar las coyunturas favorables. El emperador Anastasio, que veía crecer la resistencia de los calcedonianos, repitió la invitación para que el papa presidiera un concilio en Heracleion, a fin de restablecer la unidad. Hormisdas consultó con Teodorico, para tener la seguridad del respaldo de las autoridades italianas, y proveyó cuidadosamente de instrucciones a las legaciones que envió los años 514 y 517; no había en ellas el menor resquicio que permitiera ceder en dos puntos: el del primado romano y la profesión de fe en las dos naturalezas unidas en una persona. En consecuencia, los legados presentaron como inexcusables: la aceptación del Tomus Leonis, como fuera proclamado en Calcedonia; la sentencia de excomunión pronunciada contra Acacio; y el derecho de apelación a Roma de todos los obispos depuestos durante la querella. Anastasio, probablemente, no podía aceptarlas, pero su muerte, el 518, abrió paso a una solución. Justino (518-527), el nuevo emperador, que pronto asoció al trono a su sobrino Justiniano, abrigaba grandiosos proyectos de reconquista del Mediterráneo; era calcedoniano convencido (a pesar de lo cual los monofisitas conservarían mucha influencia a través de Teodora --527-548--, la esposa de Justiniano --527-565--) y sabía muy bien que la unión de las Iglesias era indispensable para el triunfo de sus proyectos. Tras haber proclamado en Constantinopla el Símbolo de Fe calcedoniano, en medio de grandes aclamaciones populares, Justino invitó al papa a enviar una tercera embajada: esta vez se incluyó al diácono alejandrino Dióscoro, que tanto había ayudado a Simmaco y cuya lengua era el griego. Iba provisto de un documento, Libellus fidel Hormisdae Papae, que expresaba con absoluta claridad la posición de Roma tanto en la cuestión cristológica como en la primacía de la Sede Apostólica. El documento fue presentado al emperador y los obispos, que lo asumieron. En él se contenía este texto: No puede silenciarse la afirmación de nuestro Señor Jesucristo que dijo: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia.» Estas palabras han sido confirmadas por los hechos: en la Sede Apostólica se ha conservado siempre, sin mácula, la fe universal. Ésta es la razón por la que yo espero estar en comunión con la Sede Apostólica en la que se encuentra la plena y verdadera religión. Posteriormente se ha dicho que fueron más de un millar los obispos que habían suscrito el texto, y la que se llamó «Fórmula de Hormisdas» pasó a ser uno de los documentos esenciales de la Iglesia católica; el Concilio Vaticano I la incorporaría a la declaración dogmática sobre la infalibilidad pontificia. Los monofisitas, sin embargo, que conservaban fuerza en la capital aunque fueran perseguidos, se atrincheraron en Egipto, en donde darían lugar a una disidencia permanente.
Dos Romas. Hormisdas tuvo la sensación de haber conseguido una gran victoria: los nombres de los últimos cinco patriarcas así como los de los emperadores Zenón y Anastasio, fueron borrados de los dípticos. Pero Justiniano también estaba convencido de haber alcanzado grandes metas: el patriarca Juan II, al firmar la Fórmula, manifestó la alegría de declarar que ahora las dos Romas, la vieja y la nueva, eran una sola. En los años siguientes los patriarcas ganaron terreno hasta conseguir, el 521, con Epifanio, el reconocimiento del canon 28 de Constantinopla que otorgaba a Bizancio el primer puesto inmediatamente detrás de Roma. Pero el emperador había conseguido que esta ciudad se sintiera parte del Imperio. Preparaba ya su reconquista militar. Al mismo tiempo estaba ejerciendo autoridad en asuntos puramente eclesiásticos. Había, pues, un reconocimiento de que Constantinopla era en cierto modo cabeza de las Iglesias orientales. Hormisdas aprovechó el caso de los monjes es- citas para demostrar que tal preeminencia no se extendía a cuestiones doctrinales. Dichos monjes, para evitar tendencias nestorianas, habían elaborado una fórmula («Uno de la Trinidad sufrió en la carne») que, aunque era teológicamente correcta, podía dar origen a ambigüedades. El papa no la condenó, pero tampoco la aceptó; dijo simplemente que bastaba con el Tomus Leonis aprobado en Calcedonia. Cuando Fausto de Riez fue acusado de pelagianismo, respondió que la doctrina de la Iglesia en este punto se había fijado por Celestino I y bastaba con atenerse a ella.
Líber Pontificalis. L. Duchesne {Le Líber Pontificalis, París, 1884-1885) pudo ya demostrar que en este tiempo se comenzaron a redactar las biografías de los papas a partir de documentos existentes en los archivos romanos. El Líber Pontificalis, como la traducción de los cánones griegos al latín (obra encomendada a Dionisio el Exiguo, el mismo monje que elaboró el cálculo del comienzo de la era cristiana) perseguían una meta: demostrar la continuidad apostólica sin fisuras. Consciente de la debilidad que podía acarrear el sometimiento al Imperio de Constantinopla, Hormisdas buscó un fortalecimiento con las Iglesias de Occidente: Cesáreo de Arles y Avito de Vienne se mantuvieron en muy estrechas relaciones con el papa; nombró vicarios en España, primero a Juan de Elche y el 521 a Salustio de Sevilla. A este último otorgó facultades para convocar y presidir concilios en Bélica y Lusitania, asegurando el cumplimiento de las disposiciones romanas.

Juan I, san (13 agosto 523 - 18 mayo 526)
Natural de Toscana, había figurado entre los seguidores del antipapa Lorenzo antes de someterse a Simmaco y ser ordenado diácono. Gozaba de un gran prestigio intelectual y era amigo de Boecio, con quien consultaba sus escritos teológicos para garantizar la ortodoxia. Se trataba, sin embargo, de un anciano y, además, enfermo. Con san Hormisdas compartía el convencimiento de que para el bien de la Iglesia convenía el estrechamiento de relaciones con Oriente. Siguiendo los consejos de Dionisio el Exiguo se adoptó el calendario litúrgico que se empleaba en Alejandría. La herejía, perseguida con apoyo de las autoridades imperiales, seguía retrocediendo. Pero desde el año 524 el emperador Justino hizo extensivas a los godos que vivían en sus dominios las leyes antiarrianas: se les prohibía ocupar cargos públicos, sus iglesias fueron confiscadas y algunos de ellos obligados a abrazar el catolicismo. Teodorico que, ante todo, se sentía rey de los godos, se enfureció: convocó a Juan I a Rávena y le encargó presidir una amplia embajada, con obispos y senadores incluidos, para exigir el cese de la persecución. Juan le advirtió que procuraría que fueran atendidas sus demandas, pero que la doctrina de la Iglesia le impedía solicitar el retorno de los conversos al arrianismo. La embajada llegó a Constantinopla unos días antes del 19 de abril en que se celebraba la Pascua y fue recibida con muestras exageradas de respeto: el papa celebró la misa tradicional de la fiesta, en latín, ofreciendo a Justino la corona. Podía interpretarse este hecho como una estrechísima vinculación de la Sede Apostólica al Imperio. Así lo entendió Teodorico. El emperador accedió a todas las demandas de Juan I, si bien en ellas no entraba el retorno de los conversos al arrianismo. Por otra parte, mientras la embajada seguía sus gestiones se deterioraba rápidamente la situación política en Italia: el rey entendió que se estaba alzando un movimiento probizantino e hizo ejecutar a algunas prominentes personas, entre ellas Boecio (480? - 524?) y su suegro el senador Simmaco. De modo que cuando el papa regresó a Rávena se vio tratado como un enemigo. No está muy claro el alcance que las represalias tuvieron contra él y sus colaboradores: sabemos que se le prohibió abandonar la ciudad y que algunas fuentes atribuyen a los malos tratos su enfermedad y muerte.

Félix III, san (12 julio 526 - 22 septiembre 530)
En muchos textos en los que se reconoce legitimidad al antipapa Félix, figura con el ordinal IV. La muerte inesperada del papa Juan produjo una vacante de 58 días, pues los dos bandos imperantes en el clero, progodo y prooriental, se enfrentaron. Amalasunta (526-534) presionó a su padre Teodorico para que forzara la elección (un dato que recoge el Líber Pontificalis) y Félix pudo ser consagrado. Las relaciones con los godos mejoraron al producirse la muerte de Teodorico y asumir Amalasunta las funciones de regencia de su hijo Atalarico; se aprecian las consecuencias de dicha mejora en un incremento del poder que los pontífices venían ejerciendo sobre la ciudad de Roma; hay datos que revelan que aumentaron las propiedades, bienes y edificios, que obligaron a Félix III a incrementar el número de presbíteros para atender las nuevas necesidades. La correspondencia de Félix III con Cesáreo de Arles revela una creciente preocupación por la mala formación de muchos presbíteros y por el retorno de algunos de éstos al estado laical. Para evitarlo, el papa recomendaba un examen riguroso de las condiciones de cada candidato. Como la necesidad de contar con el apoyo de los godos forzaba a suspender las medidas contra el arrianismo, Félix volcó sus esfuerzos en la lucha contra el pelagianismo. Por su encargo, Próspero de Aquitania recopiló textos de san Agustín hasta redactar un documento de 25 capítulos que definía la doctrina de la gracia. Dicho texto fue adoptado en el Concilio de Orange (julio del 529) y reveló ser eficaz. Los mosaicos de San Cosme y San Damián, antiguo templo pagano, ahora convertido en iglesia cristiana, muestran el que parece ser el retrato de Félix; se trata en tal caso del primero de los pontífices cuya imagen ha llegado a nosotros. Son muchas las edificaciones y obras que se le atribuyen, reflejando una voluntad de sustituir la imagen de Roma pagana por otra, de una ciudad cristiana. En sus últimos días intentó introducir una nueva norma, designando a su archidiácono Bonifacio como sucesor y entregándole el pallium. El Senado no quiso admitirlo: de ningún modo la aristocracia romana estaba dispuesta a renunciar a hábitos electorales que consideraba como derecho. La muerte del papa abrió así un serio debate.

Bonifacio II (22 septiembre 530 - 17 octubre 532)
La parte más antigua y menos fiable del Líber Pontiftcalis concluye con la muerte de Félix III: la obra será continuada por diversos autores. La designación previa de un sucesor obedecía probablemente al designio de conservar las buenas relaciones con Rávena en un momento en que, desencadenada la reconquista de África, aumentaba el número de probizantinos: aunque nacido en Roma, Bonifacio, hijo de Sigibuldo, era un germano. El Senado y la mayor parte del clero rechazaron esta designación y el mismo día 22 de septiembre procedieron a elegir a Dióscoro, el diácono alejandrino que tan importante papel desempeñara en la lucha contra el monofisismo; era, sin duda, el mejor candidato de los bizantinos. Pero murió el 14 de octubre, sin haber sido ordenado, y sus partidarios, desconcertados, reconocieron a Bonifacio. Como la oposición había sido tan fuerte y el Senado formuló serias amenazas contra quienes aceptaran ser designados en vida de su antecesor, Bonifacio decidió convocar un sínodo (27 de diciembre del 530) exigiendo de los 60 clérigos que proclamaran a Dióscoro un juramento firmado de fidelidad; al mismo tiempo hizo condenar la memoria del difunto como de un antipapa. En sentido contrario, afirmado en el poder, Bonifacio trató de ganarse a sus clérigos con donativos y prebendas. Nada de esto significaba renunciar a su origen, ya que estaba convencido de la necesidad de poner la Sede Apostólica a resguardo de la creciente influencia de los senadores. Otro sínodo celebrado en Roma (531) aprobó un canon que le permitía designar candidato a su propia sucesión: este candidato sería el diácono Vigilio. Estalló entonces una oposición tan formidable que el papa se vio obligado a reconvocar el sínodo declarando nula la anterior constitución. Su breve reinado obedece, sin embargo, a la misma línea de sus inmediatos antecesores: quería afirmar, ante todo, la primacía de la Sede Apostólica. Confirmó las actas del Concilio de Orange, celebrado antes de su elección, en un ocumento (25 enero del 531) que definía con carácter ecuménico la doctrina de la gracia. Cuando el patriarca de Constantinopla depuso al obispo de Larissa, un sínodo romano (532) le recordó que Grecia formaba parte del Iliricum y todo éste quedaba bajo la directa autoridad de Roma.

Juan II (2 enero 533 - 8 mayo 535)
Vientos de guerra comenzaron a soplar en Italia. Amalasunta, que apoyó a Justiniano durante la conquista de África, perdió la regencia al morir prematuramente su hijo Atalarico. Trató de mantenerse en el poder contrayendo nuevo matrimonio con su primo Teodahado (534-536), pero este la envió prisionera a un castillo del lago Bolzano y se proclamó rey. La princesa despojada pidió ayuda a los bizantinos. Son estos vientos los que explican que la sucesión de Bonifacio II se desenvolviera en medio de terribles debates entre ambos partidos, provocando que el solio permaneciera vacante dos meses y medio. Al final, en una especie de compromiso, fue elegido un anciano presbítero del título de san Clemente, llamado Mercurio. Como resultaba inadecuado el nombre de un dios pagano en la cabeza de la Iglesia, el electo lo cambió, tomando el de Juan, una costumbre que en el futuro se haría cada vez más frecuente. En uno de sus últimos actos como regente, Amalasunta confirmó un decreto anterior del Senado prohibiendo manipulaciones en la elección; pero añadió --precedente de mucha importancia-- que en caso de discordia, al rey correspondía el arbitraje. Justiniano, que influido por su mujer trataba de atraerse a los monofisitas moderados, logró que un sínodo aceptara la fórmula de los monjes escitas («Uno de la Trinidad sufrió en la carne») que Hormisdas rechazara por ambigua e innecesaria, y la impuso por decreto (15 de marzo del 533). Los monjes del monasterio Acoemetae («los que nunca duermen») protestaron. Esta vez el papa dio la razón al emperador: la fórmula era ortodoxa y si servía para con- vencer a algunos monofisitas para que admitieran el Símbolo de Nicea y Constantinopla, podía considerarse útil. Del mismo modo, Juan II hizo valer su primado cuando, en un sínodo presidido por él, Cesáreo de Arles condenó al obispo Contumelioso de Riez por su conducta pecaminosa: Arles actuaba en este caso como vicaria de Roma. Más clara resulta la actitud de la Iglesia africana. El año 535 Reparato de Cartago reunió un magno concilio al que asistieron 217 obispos. Se trataba de reorganizar la provincia tras la conquista. El concilio envió a Juan II un informe completo pidiendo la confirmación de sus actas. En todas partes la primacía de Roma era admitida; existían, sin embargo, discrepancias acerca de su extensión.

Agapito I, san (13 mayo 535 - 22 abril 536)
La prisión y posterior asesinato de Amalasunta dieron a Justiniano la oportunidad que desde hacía tiempo buscaba para desencadenar su ofensiva sobre Italia: dos ejércitos, desde África y desde Dalmacia, participaron en la invasión. En este clima de duros presagios tuvo lugar la elección de Agapito, hijo del presbítero Gordiano, que había muerto a manos de los partidarios de Lorenzo el año 502. Archidiácono, era un hombre cultísimo, poseedor de una importante biblioteca estudiada por I. Marrou («Autour de la biliothéque du papa Agapit», Mel. Archéologie et Hist., 48, París, 1931) y ubicada en su casa del Monte Celio. Gran colaborador de Cassiodoro, con él había construido el primer plan de enseñanza orgánica que conocemos como trivium (gramática, retórica, dialéctica) y quatrivium (aritmética, geometría, astronomía y música) y que es el fundamento de la escolástica europea. En este ámbito es el antecedente de san Isidoro. Una de sus primeras decisiones fue rehabilitar la memoria de Dióscoro. De carácter muy independiente, desplegó una gran energía en la defensa del primado romano. Así, cuando Contumelioso de Riez apeló la sentencia pronunciada contra él por Cesáreo de Arles, admitió la apelación y luego confirmó la sentencia. Justiniano le pidió concesiones en relación con los arríanos de África vueltos al catolicismo, pero él mantuvo firmemente la legislación romana, especialmente la que impedía a los sacerdotes arríanos ser luego sacerdotes católicos. En octubre del 535 fueron confirmados todos los cánones que regulaban la cuestión arriana. Teodahado pidió a san Agapito que encabezara una misión de paz en Constantinopla. Él aceptó porque era consciente, al igual que sus antecesores, de los graves daños que la guerra iba a significar para la Iglesia. Tenía el ejemplo de África: muchos clérigos y laicos se habían refugiado en Italia huyendo de las tropas bizantinas. Introdujo entonces una disposición que obligaba a dichos clérigos a proveerse de cartas de excardinación de sus propios obispos antes de incorporarlos al servicio de Roma. Aceptó, pues, la embajada, pero no quiso recibir dinero alguno: hubo de empeñar vasos de oro y plata de las iglesias de Roma para hacer frente a los gastos del viaje. En Constantinopla fue recibido con muestras de afecto y sumisión muy grandes (febrero del 536). Pero en relación con la guerra Justiniano le advirtió que las órdenes estaban ya cursadas y no era posible cambiarlas. Conoció Agapito que el patriarca Antimo de Constantinopla, designado a instancias de la emperatriz Teodora, era un monofisita, como ella misma, y le negó la comunión. Se sucedieron halagos y amenazas, igualmente resistidos hasta conseguir que se celebrara un debate público en que pudo demostrar que Antimo, efectivamente, sostenía doctrinas que ya habían sido condenadas. Justiniano, que no podía en aquellos momentos prescindir de Roma y de lo que la Sede Apostólica significaba, depuso a Antimo. San Agapito se encargó de consagrar a su sucesor, Menas, pero después de que éste hubiera firmado la «Fórmula de Hormisdas». Como compensación, confirmó el decreto de Justiniano de marzo del 533, pero advirtiendo que los laicos no tenían autoridad para predicar. Agapito no volvió a Roma: murió en Constantinopla el 22 de abril del 536. Un concilio celebrado poco después en esta ciudad, al que asistieron los miembros de su séquito, hizo la solemne condena del monofisismo. El cadáver del papa, encerrado en una caja de plomo, fue trasladado a Roma para recibir sepultura en San Pedro.

Silverio, san (8 junio 536 - 11 noviembre 537)
Hijo de un papa. La guerra gótica había comenzado cuando llegó a Roma la noticia del fallecimiento de Agapito. Teodahado pudo presionar por última vez sobre el clero de Roma para que eligiera inmediatamente un sucesor, confiando en que se promocionase alguna persona favorable a sus intereses. Fue designado un hijo del papa Hormisdas, nacido en Frosinone, y que sólo era sub- diácono, de nombre Silverio. Inmediatamente el clero cerró filas en torno a su persona para salvaguardar la unidad, preciosa en aquel momento. Este pontificado, breve y de acciones poco importantes, suscitó una cuestión que tardaría siglos en aclararse: ¿puede un papa abdicar? Silverio iba a encontrarse entre dos fuegos. Parecía, por una parte, que debía su nombramiento a las presiones de los ostrogodos; la emperatriz Teodora quería, por otra, conseguir la rehabilitación de Antimo. Apenas muerto Agapito, Teodora se había puesto de acuerdo con el apocrisiario, Vigilio, ofreciéndole la promoción a la Sede Apostólica si se comprometía a la rehabilitación de Antimo. Y él aceptó marchando con los soldados de Belisario cuando éstos, desembarcados en Nápoles, avanzaron hacia la antigua capital, que sería ocupada en diciembre del 536. Durante dos siglos, Roma iba a encontrarse dentro del espacio bizantino. Justiniano tenía, en relación con la Iglesia --nuclearmente inserta en el Imperio--, algunas ideas muy claras que conocemos a través de su legislación (Novelae). No formulaba ninguna duda acerca de que Roma fuese «cabeza de todas las Iglesias», aunque asociaba esta condición, no a la tumba de Pedro, sino al hecho de que a esta ciudad cabía «el honor de ser madre de las leyes» y «cima del supremo pontificado». Tras esta cabeza, a muy escasa distancia, se encontraba Constantinopla, la nueva Roma dotada de «precedencia sobre todas las demás sedes». En el siguiente rango aparecían aquellas Iglesias que compartían con las dos mencionadas el rango de patriarcales, esto es, Alejandría, Antioquía y Jerusalén. Desde el año 536 estas cinco indiscutibles cabezas estaban dentro del Imperio: sólo flecos de cristianismo permanecían fuera de él. El emperador consideraba a los cinco patriarcas como altos magistrados súbditos suyos que le debían obediencia, aunque él se declaraba sujeto a la doctrina y a la moral. ¿Puede un papa abdicar? M. Hildebrand (Die Absetzung des Papstes Silveríus, Munich, 1923) realiza la siguiente reconstrucción de los hechos: Belisario, llegado a Roma el 10 de diciembre del 536, pidió a Silverio, según las órdenes de la emperatriz, la rehabilitación del patriarca Antimo, y él se negó. El papa fue conducido a la residencia del general y acusado, mediante pruebas falsas, de haber conspirado para entregar Roma a los godos. De hecho se había producido lo contrario: el papa, junto con el Senado, había tratado de convencer a los bárbaros de que no ofrecieran resistencia dentro de la ciudad para evitar su demolición. Belisario arrebató a Silverio el pallium, le devolvió a su antiguo rango de subdiácono, y anunció al pueblo su deposición (11 marzo 537). El Imperio, tratando al pontífice como a cualquier funcionario desobediente, le desterró a Patara, en Asia Menor. Vigilio fue entronizado el 29 de marzo del 537. Miembro de la aristocracia senatorial romana, el antipapa era precisamente aquel mismo Vigilio a quien Bonifacio II quiso designar como sucesor. Rechazado por el clero romano, Agapito había buscado para él una compensación nombrándole su apocrisiario en Constantinopla. Allí, siendo ambicioso, entró en los planes de la emperatriz, adquiriendo el doble compromiso de rehabilitar a Antemio y de sustituir la confesión de Calcedonia. La deposición de Silverio permitió a Belisario promover una nueva elección, pero la posición de Vigilio se hizo sumamente difícil: seguía aún vivo el papa y la fe de Calcedonia era firme e indiscutida en todas las Iglesias de Occidente. En todas las zonas del Imperio se alzaban voces de obispos que rechazaban los sucesos de marzo del 537. El de Patara, huésped del desterrado, viajó a Constantinopla para explicar a Justiniano cómo Silverio había sido injusta e indebidamente privado de su oficio. Justiniano dispuso que Silverio regresara a Roma para ser sometido a juicio justo: si se le encontraba culpable sería transferido a otra sede, pero si era declarado inocente volvería a ocupar la cátedra de san Pedro. Vigilio y Belisario, que contaban con el apoyo de Teodora, decidieron impedir tal posibilidad. Silverio fue detenido durante el viaje y enviado bajo custodia a la isla de Palmaria, cerca de Gaeta. Allí, sometido a amenazas, abdicó (11 de noviembre), falleciendo poco después. Ahora el antipapa, reconocido por todos, era ya pontífice legítimo. Pero la abdicación planteaba, cuando menos, importantes dudas: si no se apreciaron las consecuencias fue sin duda porque en Roma se recibieron casi al mismo tiempo las dos noticias, de renuncia y de muerte. Quedaba en pie un hecho sustancial. Dueño de Roma, el Imperio se proponía tratar a los papas como a cualquier otro de sus funcionarios. Una situación que se prolongó hasta mediados del siglo VIII.

Vigilio (29 marzo 537 - 7 junio 555)
Querella de «Los Tres Capítulos». Aunque consagrado el 29 de marzo, Vigilio no fue verdadero e indiscutido papa hasta después del 11 de noviembre. Sobre la marcha advirtió a Antimo y a los otros patriarcas anticalcedonianos que, aunque compartía sus puntos de vista acerca del peligro que significaba el nestorianismo, era preciso obrar con cautela. Buscó ante todo el modo de reforzar su poder en Occidente, confirmando el vicariato de Arles y estableciendo con Profuturo de Braga, metropolitano en el reino suevo, relaciones que garantizaran su sumisión (29 de marzo del 538). Justiniano no podía esperar, pues las divisiones teológicas ponían en peligro su Imperio. Comenzó a desconfiar de aquel papa hechura suya cuando éste afirmó que la fe de la Iglesia coincidía con los cánones de Calcedonia y que repudiaba el monofisismo. En enero del 543 un rescripto imperial condenaba los «Tres Capítulos» (es decir, los escritos en que Teodoro de Mopsuestia, Teodoreto de Ciro e Ibbas de Edesa defendían la doctrina de las dos naturalezas en Cristo). Menas, patriarca de Constantinopla, firmó el rescripto: en realidad, se trataba de dar satisfacción a los monofisitas, que acusaban muy duramente a los tres autores mencionados. Patriarcas y obispos en Oriente obedecieron al emperador, pero en Occidente se produjo una fuerte resistencia, entre otras razones porque repugnaba a la conciencia que el emperador legislase acerca de lo que debía ser creído. Vigilio se mantuvo, en principio, al lado de los occidentales. Pero el 22 de noviembre del 545, cuando se hallaba celebrando misa, la policía imperial interrumpió la ceremonia y le prendió; conducido a Sicilia bajo escolta, llegó a Constantinopla en enero del 547. A pesar de sus debilidades, Vigilio era sin duda, sucesor de Pedro, custodio de la fe de la Iglesia. En Constantinopla se apartó de la comunión con Menas y rechazó el decreto justiniano. Era un prisionero, sobre el que pudieron ejercerse presiones y amenazas hasta que, finalmente, su voluntad se doblegó: estableció comunión con Menas y dictó una sentencia, el Iudicatum, rechazando los «Tres Capítulos». Estalló una verdadera tormenta: los obispos de África, que también eran súbditos del Imperio, convocaron un sínodo, excomulgaron a Vigilio (550) y vertieron contra él acusaciones corroboradas por individuos de su séquito, como si hubiera traicionado la fe de la Iglesia. El papa decidió retirar su Iudicatum, llegando a un acuerdo con el emperador: sólo un concilio ecuménico podía disipar las dudas y llegar a una solución. L. Duchessne («Vigile et Pélagie», Rev. Quest. Historiques, 1884) llegó a la conclusión de que el Iudicatum no había sido redactado en la cancillería del papa. En medio de la tormenta desatada quebraban los designios de Justiniano. Sin esperar al concilio, cuyo lugar y tiempo no estaban fijados, hizo que uno de sus consejeros, Askidas, redactara un nuevo decreto, omologia písteos, confirmatorio de la sentencia contra los Tres Capítulos, y lo promulgó sin dar cuenta al papa. Vigilio, que recobraba el sentido de su autoridad, excomulgó a Askidas y exigió la retirada del edicto; para evitar nuevas vejaciones, se refugió en la iglesia de San Pedro con los clérigos de su séquito. Pero la iglesia fue asaltada por los soldados del emperador y el papa quedó sometido a verdadera prisión domiciliaria (23 de diciembre del 551). Estos avatares servían, sin embargo, para que el pontífice descubriera cuánta era la fuerza moral que le asistía: el emperador necesitaba de su confirmación para evitar que sus actos carecieran de legitimidad. Una noche, Vigilio huyó de su casa, atravesó el Bosforo y se refugió en Calcedonia, precisamente en la iglesia en que se celebrara el concilio del 451.
La fuerza del emperador. Pacientes negociaciones permitieron alcanzar un acuerdo en junio del 552. Se haría la convocatoria del concilio. Aunque el papa propuso Sicilia, Justiniano impuso su voluntad y fue convocado para el 5 de mayo del 553 en Constantinopla. Es el quinto de los ecuménicos. Comprobando que la representación occidental era insignificante, el papa se negó a asistir, pero mantuvo a través del diácono Pelagio un diálogo constante con los padres conciliares, a los que presentó el 14 de mayo una constitución en la que se reconocían 60 proposiciones extraídas de los escritos de Teodoro de Mopsuestia que podían considerarse peligrosas, pero se guardaba silencio sobre los otros dos autores. Justiniano rechazó la constitución y mostró al concilio cartas de Vigilio en que éste se había comprometido a condenar los Tres Capítulos. Entonces el emperador tomó la dirección del concilio; estaba decidido a resolver las cuestiones doctrinales sin reparar en el precio. Dijo que suspendía la comunión con Vigilio, aunque no con la Sede Apostólica, cuya primacía espiritual seguía reconociendo. En su octava sesión, el concilio del 553 condenó solemnemente los Tres Capítulos. El Imperio dominaba ahora en el Mediterráneo. El año 554 Justiniano promulgó una pragmática sanción reorganizando las provincias de África, Italia y España; equivalía a una confesión de que la reconquista ya no podría ir más allá. Este Imperio se consideraba a sí mismo como la cristiandad y el concilio del 553 aparecía como el máximo logro de una política que comunicaba a sus súbditos, clérigos o laicos, la conducta a seguir. Pero Vigilio se resistía a confirmar los acuerdos, y en esta situación el concilio, rechazado en Occidente, no podía titularse ecuménico. Se ensayaron todos los procedimientos –detención y destierro de los consejeros del papa, amenazas y ofertas-- hasta conseguir (8 de diciembre del 553) que Vigilio firmara un largo escrito arrepintiéndose de su defensa de los Tres Capítulos porque al fin «Dios le había abierto los ojos». El 23 de febrero del 554 firmaría una segunda constitución por la que ratificaba todos los decretos del concilio. Era ya un papa desprovisto de prestigio, acusado de debilidades por los obispos occidentales. En estas condiciones, Justiniano no tuvo inconveniente en autorizar el regreso a Roma, de la que faltaba desde hacía nueve años. Vigilio decidió permanecer todavía un año en Constantinopla a fin de obtener de Justiniano concesiones que le permitieran defender su gestión. Ésta es la causa de que en la pragmática sanción se introdujera una cláusula aclaratoria que garantizaba las libertades eclesiásticas en las nuevas provincias. Con esta garantía mínima el papa se decidió a emprender el viaje. Nunca llegó a Roma: murió en Siracusa. Era tal su desprestigio que no fue sepultado en San Pedro, sino en San Marcelo, en la vía Salaria.

Pelagio I (16 abril 556 - 3 marzo 561)
Su nombre indica que se trataba de un romano, de vieja y noble estirpe. En el año 556 podía considerarse como el mejor preparado para ceñir la tiara. Ordenado diácono, acompañó a san Agapito en su embajada en Constantinopla y se convirtió en cabeza del grupo de clérigos romanos que, tras la muerte del papa tomaron parte en el concilio. En la crisis que siguió a la deposición de Silverio apoyó abiertamente a Vigilio, prestándole grandes servicios. Nombrado por éste apocrisiario en Constantinopla, pudo entrar en el grupo de confidentes de Justiniano y Teodora: a él se encomendó redactar el decreto imperial que condenaba las doctrinas de Orígenes. Luego se le confió la administración de Roma durante la larga ausencia de Vigilio: tomó abiertamente la actitud de los obispos occidentales en la querella de los Tres Capítulos y alcanzó una gran popularidad cuando el año 546 Tótila, rey de los godos, cercó y tomó la ciudad, pues evitó matanzas, saqueos y destrucciones. Tótila le pidió que regresara a Constantinopla, para negociar una paz, y allí permaneció, al lado de Vigilio, sosteniendo con energía su actitud frente al monofisismo, hasta el punto de ser enviado a prisión en un monasterio. Cuando el papa suscribió las Actas del Concilio de Constantinopla, su actitud cambió: no podía negarse que el de Constantinopla era un concilio verdaderamente ecuménico que obligaba a obediencia. Su firme actitud a favor del mismo le valió la estima de Justiniano, que le consideraba ya como el eclesiástico más importante del Imperio. Una especie de elección organizada por el emperador, fuera de Roma, le convirtió en papa. Los romanos le recibieron con la hostilidad que cabe suponer. Los obispos se negaban a oficiar en la consagración y sólo el 16 de abril un clérigo de Ostia, que decía tener la representación del obispo, junto con los de Perugia y Ferentino, accedieron. Comenzó su pontificado prestando solemne juramento de fidelidad a los concilios ecuménicos, especialmente al de Calcedonia y, asimismo, no haber tenido nada que ver con la muerte de Vigilio. De este modo venía a demostrar que nadie tiene poder para juzgar a un papa, que se exculpa por sí mismo. Sin embargo, era el representante imperial, Narsés, quien se encargaba de sostenerle en su puesto con sus soldados. A pesar de todo, y aunque los obispos de Aquileia y de Milán le negaron la comunión, iniciando un cisma que se prolongaría bastantes años, Pelagio fue un excelente papa: había decidido restaurar la unión entre los dos sectores de la Iglesia haciendo aceptable la doctrina de todos los concilios. Su gran cultura le permitió traducir al latín textos griegos del siglo v, Los dichos de los ancianos, que prestarían una gran ayuda en la formación de clérigos y monjes. Cuando Narsés instaló en Rávena la sede de su gobierno, el papa obtuvo amplios poderes sobre la ciudad de Roma, que había sufrido mucho durante la guerra gótica. Aprovechó también la oportunidad de las recuperaciones justinianeas para reorganizar las propiedades pontificias en Italia, Dalmacia y el norte de África, cuyas rentas, abundantes, le permitieron asumir plenamente la annona imperial o suministro de la ciudad. Su preocupación por la moral del clero, la energía con que defendió la ortodoxia y la eficacia de un gobierno que se aplicaba a restaurar la ciudad, le ganaron el respeto y la simpatía crecientes en Italia, sin que pudieran hacerse extensivos a las otras regiones de Occidente. Hay un silencio absoluto acerca de sus relaciones con España o las Galias. Justiniano no se vio defraudado: tuvo en Pelagio un excelente colaborador.

Juan III (17 julio 561 - 13 julio 574)
En la Pragmática Sanción, Roma aparecía descrita como un ducado dentro de la anarquía, que abarcaba toda Italia. El crecimiento del poder de los papas y el establecimiento de una guarnición militar con su mando, habían reducido al Senado a una mera distinción honorífica que ostentaban las grandes familias romanas, en general muy ricas: una de ellas era la del procurador Anastasio, cuyo hijo, Catelinus, fue elegido para suceder a Pelagio. Cambió entonces su nombre por el de Juan. Dos misiones fundamentales se asignó: atraer a los disidentes a la obediencia de Roma y organizar la nueva forma de vida religiosa que llamamos monaquismo. Logró reanudar las relaciones con las Iglesias de África, y el 573, cuando ya las invasiones alteraban profundamente la vida italiana, también la sumisión de Nápoles. Aquileia siguió negando la comunión. Desde mediados del siglo IV se había extendido a Occidente la costumbre oriental de la vida solitaria, en desprecio del mundo. Nacieron así los primeros cenobios, como fórmulas excepcionales, y para ellos se redactaron algunas reglas, bastante variadas. Fue san Benito de Nursia (480-529) quien realizó el gran esfuerzo de organizar en un solo texto, extraordinariamente inteligente, las experiencias recogidas en la vida cenobítica. Las comunidades benedictinas, equiparadas a familias --el superior recibía el afectuoso título de abba, «padre»-- se caracterizaban porque constituían un modo de vivir el cristianismo de una forma completa, que es lo que significa la palabra «perfección». Pelagio y Juan III se enfrentaron con el hecho de que el cristianismo podía vivirse de tres modos: clerical, monástico y laical. A fin de ordenar el monaquismo, Pelagio había traducido Los dichos de los ancianos {Verba seniorum); al mismo fin apuntaba otra compilación, la llamada Exposición del Heptateuco. Juan III esperó cuatro meses antes de ser consagrado: el tiempo necesario para que llegara el plácet del emperador. El 568 los lombardos, que habían figurado como tropas auxiliares de Narsés, desencadenaron su ataque sobre el valle del Po, apoderándose incluso de Milán: en Pavía instalaron una especie de capital. Cuando el avance de los invasores se hizo amenazador para Roma, el papa viajó a Nápoles tratando de convencer a Narsés de la necesidad de instalar en Roma su residencia. Pero la presencia del exarca, en un momento en que el prefecto de la ciudad era ya de nombramiento pontificio, provocó en los romanos una reacción tan desfavorable que el papa tuvo que abandonar Letrán, retirándose a la basílica de los Santos Tiburtino y Valeriano, en la vía Apia. Narsés y Juan III fallecieron en el mismo año con muy escasa diferencia de tiempo.

Benedicto I (2 junio 575 - 30 julio 579)
No conocemos sus antecedentes familiares, salvo que su padre se llamaba Bonifacio. Elegido inmediatamente después de la muerte de Juan III, tuvo que esperar once meses a que llegara la confirmación imperial; las comunicaciones con Constantinopla se habían hecho difíciles. Continuaba el avance de los lombardos que, a su paso, tendían a constituir ducados en el corazón de Italia; con uno de ellos, Spoleto, se vio obligado Benedicto a negociar por vez primera para conseguir que fueran respetadas las propiedades episcopales y de los monasterios. Los exarcas, atrincherados en Rávena, poco podían hacer. Una delegación, pontificia y senatorial, fue enviada a Constantinopla para conseguir ayuda, pero las tropas y suministros que Justino II (565-578) pudo emplear se revelaron muy escasos: en el verano del 579 la ciudad de Roma estaba asediada por los bárbaros y el hambre se adueñaba de la ciudad. En tan dramáticas circunstancias se produjo la muerte de Benedicto.

Pelagio II (26 noviembre 579 - 7 febrero 590)
Papa godo. Hijo de un godo, de nombre Wunigildo, había nacido en Roma. Las circunstancias extremas que atravesaba la ciudad impedían solicitar la confirmación imperial y por ello decidió hacerse consagrar inmediatamente (agosto del 579). Sin embargo, la fecha oficial que le asigna el Líber Pontificalis coincide con la llegada del plácet, el 26 de noviembre. Mientras tanto, tras negociaciones que desconocemos, había conseguido de los lombardos que levantaran el asedio, obteniendo de este modo la adhesión popular. Sabía llevar la caridad al extremo y casi al comienzo de su pontificado fundó un hospicio para pobres. Bizancio ya no estaba en condiciones de atender militarmente a Italia. Cuando el diácono Gregorio llegó a Constantinopla en calidad de apocrisiario, el emperador Tiberio II comentó con él dos posibles soluciones al problema: una negociación con los lombardos o una demanda de ayuda a los francos; era la primera vez que alguien mencionaba esta posibilidad.
Giro a Occidente. En octubre del 580 Pelagio II tomó contacto con el obispo de Auxerre, Aunario: pretendía que éste convenciera a Gontram, rey de Borgoña, de que, respondiendo a los designios de la Providencia, a él correspondía convertirse en protector de Italia y del pontificado. El merovingio prestó oídos sordos. De todo informó Pelagio a su embajador Gregorio que, entre tanto, había establecido relaciones con otro apocrisiario venido de España, san Leandro (t 600). Se abría una nueva oportunidad con los visigodos. El emperador nada podía hacer; había cursado órdenes a Smaragdo, el exarca, para que intentara una negociación con los lombardos. Éstos aceptaron, el 585, una tregua de cinco años. Durante este plazo algunos acontecimientos importantes tuvieron lugar. El primero de todos fue que se restablecieron las relaciones de la Sede Apostólica con el norte de Italia: la diócesis de Aquileia había sufrido tanto con las invasiones que su obispo, Elias, había trasladado su residencia a Grado, mientras que sus fieles se habían refugiado en las islas cercanas a la costa donde nacería Venecia. Los esfuerzos que el diácono Gregorio, vuelto de Constantinopla, realizó para conseguir que se reanudase la comunión, fracasaron, sin embargo. Pelagio II no renunció ni siquiera a solicitar de Smaragdo el empleo de la fuerza, pero nunca pudo conseguir su propósito. Venecia heredaría de Aquileia las pretensiones de autocefalia.
III Concilio de Toledo. Sostenido en este punto por Gregorio, Pelagio operaba ya una especie de giro hacia Occidente. Un nuevo rey, Autario (584- 590), gobernaba a los lombardos; estaba casado con una católica, Teodolinda (t 625), y se abrían grandes posibilidades para unos esfuerzos de conversión, que prosperaban. Pero el gran acontecimiento de este tiempo, saludado con entusiasmo en la correspondencia entre Gregorio y Leandro, sería el III Concilio de Toledo (589), que significaba el abandono del arrianismo por los visigodos. Una fuerte monarquía, profundamente enraizada en el derecho y la cultura romanos, estaba surgiendo en la península. En todo el Occidente se fortalecía el catolicismo y el repliegue bizantino hacía que dejaran de ser aquellas Iglesias llecos en el exterior para cobrar protagonismo. El 588 hubo de protestar Pelagio de que el patriarca Juan IV de Constantinopla asumiera, en un sínodo, el título de «patriarca universal». Se ordenó a Gregorio que rechazara las actas del sínodo y que rompiera la comunión con el patriarca hasta que éste se decidiera a reconocer que tal título correspondía únicamente al sucesor de Pedro. Como una reivindicación del mismo, ordenó cambiar de sitio el altar mayor de la iglesia de San Pedro a fin de que coincidiera exactamente con el lugar de la tumba del apóstol. Grandes inundaciones provocó el Tíber en noviembre del 589. Como con- secuencia, se difundió por Roma y su comarca una terrible epidemia. El papa hizo verdaderos alardes de heroísmo y abnegación acudiendo en ayuda de los afectados. Contrajo la enfermedad y murió, siendo enterrado en San Pedro.

Gregorio I Magno, san (3 septiembre 590 - 12 marzo 604)
Significación. Estamos ante una de las figuras capitales de la historia de Europa, cuya obra es más importante que la de ningún otro creador de Imperios. Nacido hacia el 540, pertenecía a una rica familia de patricios que diera ya a la Iglesia dos papas, Félix II y Agapito I. Se le preparó cuidadosamente --siempre en formación latina-- para una carrera política de muy alto nivel. A los 30 años de edad era ya prefecto de Roma, en un momento en que el pontificado comenzaba a intervenir en estos nombramientos (572-574). Los especialistas en la materia (The Earliest Life of Gregory the Great, Lawrence, Kansas, 1968) coinciden en afirmar que la experiencia recogida en la primera etapa de su existencia es imprescindible para explicar la importancia de su obra. La muerte de su padre, Gordiano, y el encuentro con la regla de san Benito, le llevaron a un proceso de rigurosa conversión: vendió todos sus bienes para fundar seis monasterios, entre ellos el de San Andrés de Celiomonte, que era su propio domicilio, y comenzó a vivir el riguroso ascetismo de los monjes. Años después recordaba este tiempo de ayuno y oración contemplativa como el más feliz de su existencia. Pero hacia el año 578 Benedicto I requirió sus servicios y le ordenó diácono. En calidad de tal le enviaría Pelagio a Constantinopla el 579. Aquí organizaría su residencia de apocrisiario, equivalente a una embajada, como un pequeño monasterio con otros monjes que le permitían seguir viviendo en comunidades. Este período, hasta el 585 en que hubo de regresar a Italia, reviste gran importancia: a instancias de san Leandro escribe las Moralia. Ganó la voluntad de las autoridades bizantinas, para las que pasó a ser candidato idóneo al pontificado. En los últimos años de Pelagio II se convirtió en el consejero indiscutible.
El papa. Pocas veces se había visto tanta unanimidad: Mauricio, el emperador, el clero y el pueblo le aclamaron y aplaudieron. Sólo él se mostraba reticente, pero acabó cediendo y fue consagrado el 3 de septiembre del 590. Una leyenda pretende que, para combatir la peste que asolaba Roma, hizo que salieran siete procesiones de otros tantos tituli, haciendo una llamada a la penitencia. La peste cesó. Alguien dijo que se había visto, sobre la mole Hadriana, un ángel que envainaba una espada de fuego: ésa es la razón de que se le conozca, todavía hoy, como castillo de Sant'Angelo. Manifestó el disgusto que le producía tener que cambiar la vida contemplativa por la tiara: de sus años mozos guardó siempre el convencimiento, que reflejan sus obras, de que el monacato es la forma superior de vida cristiana. Frente al patriarca de Constantinopla, que insistía en ser llamado «universal» --pretensión que san Gregorio siempre combatió-- puso en marcha una conciencia de servicio mediante la fórmula que aparece en adelante en los documentos pontificios, del «siervo de los siervos de Dios». La misión del papa coincide con la doctrina evangélica: el que quiera ser primero entre vosotros sea vuestro servidor. San Gregorio fue, ante todo, director espiritual de la Iglesia. Los tres sínodos que reunió dieron normas de vida religiosa. Fue, para Roma, un verdadero obispo que intentaba permanecer cerca de sus fieles y para ello estableció la costumbre de las «estaciones», que le permitía reunidos. Personalmente fue Gregorio un hombre de gran habilidad, determinación y energía, sostenidas por una muy frágil salud que acabó convirtiéndole en un paralítico. Realista, se distinguía especialmente por la humildad: a fin de cuentas la vida es sólo un breve tránsito temporal. La caridad destaca como una de sus virtudes más sobresalientes. Guerra, hambre y peste reclamaban medidas urgentes. La amenaza lombarda continuaba. El 592 y el 593 la ciudad de Roma sufrió dos asedios, el primero a cargo del duque Ariulfo de Spoleto y la segunda del rey Agiulfo; en ambas ocasiones el papa consiguió la retirada de los lombardos mediante negociaciones y una fuerte indemnización. Ya no era el gobernador bizantino sino el papa quien actuaba como defensor de Roma. Sin embargo, Gregorio se negó siempre a firmar acuerdos como la tregua del 598, porque ése era un cometido que correspondía al exarca y no a él.
«Patrimonium Petri». Como una parte de la reconstrucción se encuentra el esfuerzo para organizar el Patrimonium Petri, es decir, el conjunto de propiedades de la Sede Apostólica: además del patrimonium Romae incrementado con los bienes de Aquae Salariae, entraban en él las grandes fincas de Apulia, Calabria, Lucania, el Samnium, Campania, Capri, Gaeta, Toscana, Rávena, Córcega, Cerdeña y, especialmente, de Sicilia. Este enorme patrimonio estaba formado por fincas a las que se llamaba fundos. Una reunión de fundos, explotados por medio de campesinos establecidos en régimen de enfiteusis o arrendamientos, se llamaba massa y se evaluaba según el volumen de la renta que producía. El conjunto de las massae de una provincia se llamaba a su vez patrimonium y tenía a su frente un administrador directamente nombrado des- de Roma. Ninguno de estos patrimonios provinciales podía compararse con el de Sicilia, que nutría de trigo los almacenes de Roma y permitía al papa asegurar el alimento de la ciudad. San Gregorio decidió, prudentemente, que los administradores («rectores») fuesen en todo caso clérigos para evitar la formación de linajes que confundiesen la propiedad con la autoridad. El Patrimonium Petri, cuya existencia con la organización mencionada se comprueba al menos en la segunda mitad del siglo vi, fue el origen remoto de los Estados Pontificios, ya que, de acuerdo con la ley romana, los rectores, como el famoso subdiácono Pedro que administraba Sicilia, poseían funciones jurisdiccionales sobre colonos y arrendatarios. En tiempos de san Gregorio el conjunto del Patrimonium rendía 500.000 sueldos, una gran parte de los cuales recaudados en especie. Dos veces al año una flota procedente de Sicilia, arribaba a Ostia cargada de trigo: el mercado, los repartos gratuitos de grano, la construcción de iglesias y de otros edificios, hacían del papa el punto esencial de referencia para la vida de esta grande y frágil ciudad. Es cierto que seguía siendo un súbdito del Imperio y que los emperadores le trataban como uno de sus altos oficiales, pero las funciones en él subrogadas le convertían en el verdadero dueño de Roma. El fisco se entendía con él y no con los ciudadanos. De él y no del exarca se esperaban las medidas eficaces de defensa para las que se había comenzado a reclutar una guarnición, llamada «milicia romana». Sobre- vivía un senado pero enteramente supeditado al papa, que era quien nombraba al «prefecto de la ciudad». Por otra parte, el Senado había dejado de ser una asamblea: era tan sólo la élite de los grandes propietarios que usaban este título como signo de su elevada posición. El papa era ya, por tanto, un príncipe temporal, aunque no soberano. En las dos ocasiones mencionadas, para la liberación de Roma negoció directamente con los lombardos. Pero al exarca correspondía la representación política del emperador. El escritor. F. H. Dudden {Gregory the Great. His Place in History and Thought, Londres, 1967) y P. Batiffol {Saint Grégoire le Grand, París, 1.928) coinciden en señalar que, con todo, el más importante y duradero de los aspectos de la obra de san Gregorio se encuentra en sus escritos. Nunca quiso emplear en ellos el griego, aunque es indudable que lo hablaba por su larga estancia en Constantinopla. Era, pues, un latinista. Sus cartas, de las que 850 han llegado hasta nosotros, presentan un variado y rico muestrario de orientaciones pastorales que tienden a buscar la imitación de Cristo. Nadie puede tener la seguridad de estar salvado: de ahí la tensión en que ha de desarrollarse la existencia. Monje ante todo, quería que el espíritu monástico se difundiese por las venas de la Iglesia hasta alcanzar los últimos rincones. La Regula pastoralis, comenzada a redactar como una explicación de su resistencia a aceptar el cargo, llegó a ser el libro más importante acerca del oficio episcopal. Se ordena en cuatro partes: las condiciones que deben tener los candidatos; la forma de vida, profundamente religiosa, a que el oficio obliga; la discreción que se necesita para la predicación; y la humildad que debe presidir todos los actos del obispo ya que, a fin de cuentas, no es sino el servidor de sus hermanos en la fe. Ejemplares de la Regla fueron después adoptados en todos los países como norma de disciplina.
Las Moralia, comenzadas durante la estancia en Constantinopla, son un comentario al Libro de Job. Es significativo que, mientras buscaba interpretaciones alegóricas, afirmaba que la Escritura carece de sentido cuando se prescinde de su contenido histórico. La Biblia no proporciona únicamente textos para la predicación: es ante todo una lectura espiritual para el perfeccionamiento de cada hombre. Sus comentarios y sermones, contenidos en las Homilías sobre los Evangelios, Homilías sobre Ezequiel, Homilías sobre el Cantar de los Cantares y Comentarios sobre el Libro I de Samuel, le permitieron ahondar en una cuestión de importancia decisiva en la conformación de la mentalidad europea, a partir del gran debate sobre la gracia a que Pelagio y san Agustín dieran lugar. Para san Gregorio la gracia no es un elemento contundente capaz de anular la libertad humana: en esta condición esencial de la naturaleza humana, es decir, el libre albedrío, reside todo el mérito, pues si la gracia, ayuda de Dios, no falla, al hombre corresponde, en definitiva, aceptarla o rechazarla. Los Diálogos contienen, entre otras, una vida de san Benito de Nursia que es signo de absoluta fidelidad a su monaquisino.
La gran política. Polifacético, san Gregorio escribió, cuidó de los pobres, levantó iglesias, restauró Roma, hizo penitencia, enseñó con la palabra y el ejemplo, al tiempo que se ocupaba de las grandes cuestiones disciplinarias y políticas. En modo alguno sentía vacilar su conciencia de que Roma formaba par- te del Imperio ni de que la unidad de la Iglesia estuviese garantizada por la fidelidad a los cuatro concilios (Nicea, Constantinopla, Éfeso, Calcedonia), que llegaba a comparar con los cuatro Evangelios, incluyendo el debatido canon 28 que garantizaba a Constantinopla el segundo puesto («después», pero no «antes» ni a la par de Roma) dentro de la cristiandad. Sintió escándalo porque el patriarca Juan el Ayunador se titulase «ecuménico», un título que le parecía signo de soberbia y que él mismo se negó positivamente a usar. Protestó reiteradamente de dichas pretensiones, pero a pesar de la amistad que le unía a los patriarcas de Antioquía y Alejandría, no consiguió que éstos, temerosos del emperador, le apoyasen. Cuando Mauricio, el emperador, le reprochó que hiciera cuestión importante de lo que, a su juicio, era sólo un juego de palabras, él replicó que estas palabras afectaban a una misión encomendada indefectible- mente a san Pedro por el propio Cristo que había colocado a todas las Iglesias, incluyendo a la de Constantinopla, bajo la supremacía de la Sede Apostólica. No vería el éxito de sus protestas, pero el año 607 Focas prohibiría a los patriarcas el uso del debatido título de ecuménico.
Las misiones. R. A. Markus («Gregory the Great and a papal Missionary strategy», en Study of Christian History, 6, Londres, 1970) no duda en calificar a Gregorio de «primer misionero». En realidad, las misiones para convertir a los germanos que aún permanecían fuera del ámbito romano en la idolatría, estaban en marcha cuando él subió al trono. Pero recibieron de su mano un fuerte impulso. En primer término en Cerdeña, donde impuso al obispo de Aleria la obligación de concluir con los resistentes focos paganos. Respecto a los judíos, recomendaba multiplicar los esfuerzos para atraerlos al bautismo, pero rechazaba cualquier recurso a la fuerza o a la coacción. Sus relaciones, estrechas e importantes, con los reyes germánicos en España, Francia e Italia, no deben interpretarse como desvíos en la fidelidad al Imperio, sino como una necesidad de fortalecer el cristianismo en ellos y sus vinculaciones con Roma. En España encontró un gran apoyo en Recaredo y san Leandro de Sevilla: debe recordarse el estrecho paralelismo que la obra literaria de san Gregorio ofrece con la de san Isidoro. En las Galias, la restauración del vicariato de Arles y las estrechas relaciones con Brunequilda, ella misma de origen visigodo, se explican por la necesidad de reforzar la dependencia de sus obispados respecto a Roma. Un episodio en la vida de san Gregorio ha sido rodeado de tintes poéticos legendarios. Siendo todavía diácono vio que estaban vendiendo en un mercado de Roma jóvenes esclavos rubios y preguntó quiénes eran: «Son anglos», le respondieron. Y entonces replicó que «no son anglos, sino ángeles». Compró tales esclavos --es un hecho comprobado que parte de las rentas del Patrimonium se empleaban en el rescate de los esclavos-- y, siendo ya papa, los envió a su país con el prior de un monasterio romano, llamado Agustín (t 604). Tal habría sido el origen de la Iglesia en la Inglaterra sajona. El propio Gregorio enviaría a Agustín el palio en su calidad de primer arzobispo de Canterbury. Nuevos refuerzos misionales enviados el año 601 permitieron fundar sedes en Londres y en York. Entre las obras más destacadas de san Gregorio figura también un Sacra- mentarlo, que es una especie de misal de la época, y una colección de cantos, el Antifonario. Sus precisiones en el campo de la liturgia explican que la salmodia monocorde propia de los monjes siga siéndole atribuida con el nombre de «canto gregoriano». En realidad, no se trata de ninguna invención suya, aun- que es evidente que estimuló la oración cantada. De él data también la reducción del tiempo de Adviento a cuatro semanas en lugar de las seis de que se componía al principio.

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