viernes, 4 de noviembre de 2011

Historia de una Gaviota (y del Gato que le enseñó a volar)

Como esta semana no tuvimos cate los de Comunión y coincidió con un día importante, aqui os dejo esta peli para que veais que se puede ser... requetemal@, mal@ pero poco, ni fú ni fá.normal, buen@... Y si un@ es mejor que buen@, entonces es sant@.
¿que preferís ser vosotr@s? ¿diabl@s de Satanas (que rabian se ponen colorados, se tiran por el suelo y dan la pataleta) o guerreros del Semos de los Amigos (valientes, generosos, alegres y serviciales, una guapura...) hasta el infinito y mucho mas?

Y para los papás... por si no saben lo que les pongo a sus hijos (se anden con cuidado) una lectura (tengan paciencia) de como se hacen las cosas estas de la enseñanza... que ya os lo digo: hay "mal de escuela"

¿Reaccionario, el dictado? Inoperante, en cualquier caso, si lo practica un espíritu perezoso que se limita a descontar puntos con el único objetivo de decretar un nivel. ¿Envilecedoras, las notas? Ciertamente cuando se parecen a esa ceremonia, vista hace poco tiempo por televisión, de un profesor devolviendo sus exámenes a los alumnos, soltando cada papel ante cada criminal como un veredicto anunciado, con el rostro del profesor irradiando furor y unos comentarios que condenaban a todos aquellos inútiles a la ignorancia definitiva y al paro perpetuo. ¡Dios mío, el colérico silencio de aquella aula! ¡Aquella manifiesta reciprocidad del desprecio!

*** *** ***

Siempre he concebido el dictado corno una cita al completo con la lengua. La lengua tal como suena, tal como cuenta, tal corno razona, la lengua tal como se escribe y se construye, el sentido tal corno se precisa en el meticuloso ejercicio de la corrección. Pues no hay más objetivo para la corrección de un dictado que el acceso al sentido exacto del texto, al espíritu de la gramática, a la magnitud de las palabras. Si la nota debe medir algo, ese algo es la distancia recorrida por el interesado en el camino de esta comprensión. Aquí, corno en el análisis literario, se trata de pasar de la singularidad del texto (¿qué historia van a contarme?) a la elucidación del sentido (¿qué quiere decir, exactamente, todo esto?), pasando por la pasión del funcionamiento (¿cómo marcha esto?).
Fueran cuales fuesen mis terrores infantiles al acercarse un dictado –¡y sabe Dios que mis profesores practicaban el dictado como una razia de ricos en un barrio pobre!–, siempre sentí la curiosidad de su primera lectura. Todo dictado comienza por un misterio: ¿qué van a leerme ahora? Algunos dictados de mi infancia eran tan hermosos que seguían deshaciéndose en mí, como un caramelo ácido, mucho tiempo después de la nota infamante que, sin embargo, me habían costado. Pero de aquel cero en ortografía, ¡o aquel menos 15, aquel menos 27!, había hecho yo un refugio del que nadie podía expulsarme. ¡Era inútil agotarme con correcciones puesto que yo conocía de antemano el resultado!
Cuántas veces, de niño, les dije a mis profesores lo que mis alumnos a su vez me repetían tan a menudo:
—De todos modos siempre tendré un cero en dictado. –Ah, caramba, Nicolas. ¿Y por qué crees una cosa así? –¡Siempre he tenido un cero!
—¿Y yo también, señor!
—¿También tú, Véronique?
—¡Y yo también, yo también!
—¡Entonces, es una verdadera epidemia! Que levanten el dedo los que siempre han tenido un cero en ortografía.
Era una conversación de principio de curso, durante nuestra toma de contacto, con los de trece años, por ejemplo; que conducía sistemáticamente al primero de los dictados:
—De acuerdo, veámoslo. Tomad una hoja, escribid Dictado.
—¡Oh, no, señoooor!
—Está decidido. Dictado. Escribid: Nicolas dice que siempre tendrá un cero en ortografía... Nicolas dice...
Un dictado no preparado, que yo inventaba sobre la marcha, como instantáneo eco de su confesión de nulidad:
Nicolas dice que siempre tendrá un cero en ortografía, por la única razón de que nunca ha obtenido otra nota. Frédéric, Sami y Véronique comparten su opinión. El cero, que les persigue desde su primer dictado, les ha alcanzado y devorado. Por lo que dicen, habitan un cero del que no pueden salir. Ignoran que tienen la llave en su bolsillo.
Mientras me inventaba el texto, dando un pequeño papel a cada uno de ellos, solo para cosquillear su curiosidad, yo hacía mis cuentas gramaticales: un participio conjugado con haber, objeto directo colocado detrás; un presente singular precedido de un pronombre como complemento plural y de un pronombre relativo como sujeto; dos participios más con haber, el objeto directo colocado delante; un infinitivo pre-cedido de un pronombre como complemento, etcétera.
Terminado el dictado, iniciábamos su inmediata corrección:
—Bueno, Nicolas, léenos la primera frase.
—Nicolas dice que siempre tendrá un cero en ortografía.
—¿Esa es la primera frase? ¿Termina aquí, estás seguro?
—…
—Lee atentamente.
—¡Ah, no!, por la única razón de que nunca ha obtenido otra nota.
—Bien. ¿Cuál es el primer verbo conjugado?
—¿Dice?
—Sí. ¿Infinitivo?
–Decir.
—¿De qué conjugación?
—Hum...
—Tercera, luego te lo explicaré. ¿Qué tiempo?
—Presente.
—¿Y el sujeto?
—Yo. Bueno, Nicolas.
—¿Qué persona?
—Tercera persona del singular.
—Tercera persona del singular del presente de decir. Prestad atención a la terminación. Y ahora tú, Véronique, ¿cuál es el segundo verbo de esta frase?
—¡Ha!
—¿Ha? ¿El verbo haber? ¿Estás segura? Vuelve a leerlo.
—…
—…
—No, perdón, señor, es ha obtenido. ¡Es el verbo obtener!
—¿En qué tiempo?
Una corrección que vuelve a empezar de cero puesto que afirmamos partir de ahí. ¿Con alumnos de trece años? ¡Pues sí! ¡Volver a empezar de cero con alumnos de trece años! Incluso en el curso siguiente, nunca es demasiado tarde para, volver a empezar de cero, ¡se piense lo que se piense de los imperativos del programa! A fin de
cuentas, no voy a ratificar una perpetua carencia de base, pasarle sistemáticamente la patata caliente al siguiente colega. Vamos, volveremos a empezar de cero: interrogarnos cada verbo, cada nombre, cada adjetivo, cada vínculo, paso a paso, una lengua que tienen la misión de reconstruir a cada dictado, palabra a palabra, grupo a grupo.
—Razón, nombre común, femenino singular.
—¿Un determinante?
—¡La!
—¿Qué clase de determinante es?
—¡Un artículo!
—¿Qué tipo de artículo?
—¡Determinado!
—¿Tiene razón un adjetivo calificativo? ¿Delante? ¿Detrás? ¿Lejos? ¿Cerca?
—Delante, sí: única. Detrás... ninguno. No hay adjetivo detrás. Solo única.
—Haced la concordancia si lo habéis olvidado.
Estos dictados cotidianos ya en las primeras semanas adoptaban la forma de breves relatos en los que llevábamos el diario de la clase. No estaban preparados. A partir del punto final, iniciaban aquella corrección inmediata, milimétrica y colectiva. Luego venía la corrección secreta del profesor, la mía, en mi casa, y la entrega de las hojas al día siguiente, con la nota, la famosa nota, que permitiría ver la cara que pondría Nicolas al abandonar por primera vez su cero. La jeta de Nicolas, de Véronique o de Sami el día en que rompían la cáscara del huevo ortográfico. ¡Liberados de la fatalidad! ¡Por fin! ¡Oh, encantadora eclosión!
De dictado en dictado, la asimilación de los razonamientos gramaticales ponía en marcha automatismos que hacían cada vez más rápidas las correcciones.
Los campeonatos de diccionario hacían el resto. Era la parte olímpica del ejercicio. Una especie de recreo deportivo. Se trataba, cronómetro en mano, de llegar lo antes posible a la palabra buscada, extraerla del diccionario, corregirla, reimplantarla en el cuaderno colectivo de la clase y en una pequeña libreta individual, y pasar a la palabra siguiente. El dominio del diccionario ha sido siempre una de mis prioridades he formado en este terreno a atletas prodigiosos, deportista de doce años que daban con la palabra buscada en dos golpe ¡tres como máximo! El sentido de la relación entre la clasificación alfabética y el grosor del diccionario es un terreno en el que un buen número de mis alumnos me daban sopas con honda. (Ya puestos a ello, habíamos extendido el estudio d los sistemas de clasificación a las librerías y a las bibliotecas buscando en ellas los autores, los títulos y los editores de novelas que leíamos en clase o que yo les contaba. ¡Ser el primero en llegar al título elegido era un desafío! A veces el librero regalaba el libro al ganador.)
Así eran nuestros dictados cotidianos hasta el día en que yo encargaba el siguiente dictado a una de mis antiguas nulidades:
—Sami, por favor, escríbenos el dictado de mañana: un texto de seis líneas con dos verbos pronominales, un participio con «haber», un infinitivo de la primera conjugación, un adjetivo demostrativo, un adjetivo posesivo, dos o tres palabras
difíciles que hayamos visto juntos y una o dos trampas más a tu elección.
Véronique, Sami, Nicolas y los demás concebían los tex tos por turno, los dictaban ellos mismos y dirigían la corrección. Y aquello hasta que cada alumno de la clase pudiera volar con sus propias alas y convertirse, sin ayuda alguna, en el silencio de su cabeza, en su propio y metódico corrector.
Los fracasos —los había, claro está— solían deberse a una causa extraescolar: una dislexia, una sordera no descubiertas... Aquel alumno de catorce años, por ejemplo, cuyas faltas eran muy extrañas, conversión de la i en o, de la e en a, de la u en o, y que resultó que no oía las frecuencias agudas. Su madre no había imaginado ni por un momento que el muchacho pudiera estar sordo. Cuando regresaba del mercado, habiendo olvidado parte de los encargos, cuando respondía sin ton ni son, cuando parecía no haber oído lo que ella le decía, sumido como estaba en una lectura, en un rompecabezas o en la maqueta de un velero, ella cargaba aquellos silencios en la cuenta de una distracción que la conmovía. «Siempre he creído que mi hijo era un gran soñador.» Imaginarlo sordo estaba por encima de sus fuerzas de madre.
(Un audiograma y una revisión exhaustiva de la vista deberían ser obligatorios antes de que el alumno empezara la escuela. Evitarían los juicios erróneos de los profesores, paliarían la ceguera de la familia y liberarían a los alumnos de inexplicables dolores mentales.)
Cuando cada cual había salido de su cero, los dictados se hacían menos numerosos y más largos, dictados semanales y literarios, dictados firmados por Hugo, Valéry, Proust, Tournier, Kundera, tan hermosos a veces que los aprendíamos de memoria, como ese texto de Albert Cohen tomado de El libro de mi madre:
Pero ¿por qué son malos los hombres? Cómo me sorprende este mundo. ¿Por qué se dejan llevar de inmediato por el odio, la rabia? ¿Por qué les encanta vengarse, hablar al punto mal de uno, cuando no van a tardar en morir, pobrecillos? Que esa horrible aventura de los humanos, que llegan a esta tierra, ríen, se mueven, y de repente dejan de moverse, no les haga ser buenos resulta increíble. ¿Y por qué te contestan enseguida mal, con voz de cacatúa, si eres dulce con ellos, lo que les mueve a pensar que no eres importante y por lo tanto resultas inofensivo? Lo que hace que muchos tiernos deban fingir ser malos para que les dejen en paz, o incluso, cosa trágica, para que les quieran. ¿Y si nos fuéramos a la cama y a dormir horrendamente? Perro dormido no tiene pulgas. Sí, vamos a dormir, el sueño tiene las ventajas de la muerte, sin su pequeño inconveniente. Instalémonos en el agradable ataúd. Cómo me gustaría poder sacar —como se saca el desdentado la dentadura postiza y la pone en un vaso de agua junto a su cama—, sacar mi cerebro de su caja, sacar mi corazón demasiado palpitante, pobre diablo que cumple demasiado bien con su deber, sacarme el cerebro y el corazón y sumergir a esos dos pobres
millonarios en soluciones refrescantes mientras yo duermo como ese niño que nunca más seré. Cuán pocos humanos hay y cuán súbitamente se queda el mundo desierto.

Llegaba por fin la hora de la gloria: el día en que desembarcaba entre mis alumnos de trece años, o los de once, con las redacciones que los que acababan el bachillerato confiaban a su corrección ortográfica: ¡Mis abonados al cero metamorfoseándose en correctores ¡La bandada de mis gorriones ortográficos cayendo sobre sus deberes!
—¡El mío no hace ninguna concordancia, señor!
—En la mía hay frases que no se sabe dónde empiezan dónde terminan...
—Cuando corrijo una falta, ¿qué pongo al margen?
–Lo que quieras, caramba...
Carcajeantes protestas de los interesados al descubrir observaciones de aquellos implacables correctores:
—Pero mirad lo que ha escrito al margen: ¡Cretino! ¡Tontolaba! ¡Pazguato! ¡Y en rojo!
—Será que te has olvidado de alguna concordancia...
Y seguía, entre las filas de los mayores, una campaña de corrección que, en lo esencial, utilizaba el método aplicad por los pequeños: interrogar los verbos y nombres antes d entregar la redacción, hacer las concordancias apropiadas, en resumen, entregarse a una regulación gramatical cuyo mérito era poner de relieve los errores de algunas frases y, por lo tanto, la aproximación a ciertos razonamientos. De ese modo descubrían, y aquello era objeto de algunas clases, que la gramática es la primera herramienta del pensamiento organiza do y que el famoso análisis lógico (del que conservaban, claro está, un recuerdo abominable) ajusta los movimientos d nuestra reflexión, que se ve aguzada por el correcto uso de famosas proposiciones subordinadas. Sucedía a veces incluso que los mayores se entregaban a un pequeño dictado, solo para evaluar el papel desempeñado por las subordinadas en el desarrollo de un razonamiento bien conducido. Un buen día, el propio La Bruyére nos ayudó a ello.
–Venga, tomad una hoja y mirad cómo, oponiendo subordinadas y principales, La Bruyére anuncia –¡en una sola frase!– el final de un mundo y el comienzo de otro. Os leeré el texto y os traduciré las palabras hoy incomprensibles. Escuchad bien. Luego escribiréis, tomándoos el tiempo necesario; dictaré lentamente, iréis paso a paso, como si razonarais vosotros mismos.
Mientras los grandes desdeñan conocer nada, no digo ya solo los intereses de los príncipes y los asuntos públicos, sino sus propios asuntos; mientras ignoran la economía y la ciencia de un padre de familia y se alaban ellos mismos de esa ignorancia; mientras se dejan empobrecer y dominar por intendentes; mientras se limitan a ser refinados o sibaritas, a entregarse a Thais y a Friné, a hablar de la jauría y de la trasjauría, a decir cuántas postas hay de París a Besançon o a Philisbourg, algunos ciudadanos se instruyen desde dentro y desde fuera de un reino, estudian el gobierno, se convierten en sagaces y políticos, conocen lo fuerte y lo débil de todo un Estado, piensan en colocarse mejor, se colocan, ascienden, se hacen poderosos, alivian al príncipe de una parte de los cuidados públicos.Y, ahora, la estocada:
Los grandes, que los desdeñan, les reverencian: felices si se convierten en sus yernos.—Dos principales, la segunda de las cuales es elíptica, felices (son felices), trenzadas con dos subordinadas, la de relativo que los desdeñan y la condicional final mortífera: si se convierten en sus yernos.

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