lunes, 14 de noviembre de 2011

Los Papas - 2

Marcelo, san (noviembre/diciembre 308 - 16 enero 309)
El Líber Pontífícalís se muestra muy inseguro al ocuparse de este papa y, ante las graves imprecisiones cronológicas que han surgido, algunos investigadores admiten una posible confusión entre Marcelo y Marcelino, siendo aquél una trasposición del nombre de éste o, también, que Marcelo haya sido simplemente un presbítero colocado al frente de la sede vacante, pues sí parece seguro que, tras la muerte de Marcelino y debido a la dureza de la persecución, la Sede Apostólica estuvo vacante al menos tres años y medio. Las disposiciones de Diocleciano habían causado una tremenda confusión, de modo que cuando Majencio (306-312), tras afirmarse en el trono, se mostró más condescendiente con los cristianos, eran numerosísimos entre éstos los que habían sacrificado a los dioses o adquirido --en una especie de mercado negro-- certificados (libelli) que así lo acreditaban. Y todos ellos acudían ahora a la puerta d la Iglesia para ser admitidos a reconciliación. Parece que san Marcelo fue acusado ante Majencio de usar demasiado rigor y que con ello causaba disturbios en la comunidad romana. El emperador habría decretado su destierro, en el que no tardó en morir. Sus restos fueron llevados a Santa Priscilla. Esta reconstrucción de los hechos, bastante verosímil, tropieza sin embargo con inconvenientes cronológicos. Parece seguro que Marcelo fue elegido un 27 de mayo, pero ignoramos si fue en el 309 o después. Hay divergencias entre el Líber Pontificalis y otras fuentes. Por la misma razón tampoco estamos seguros de cuál sea el año de su muerte. Las noticias más antiguas le atribuyen una reordenación a fondo de la comunidad romana, dividida en veinticinco tituli con un presbítero al frente de cada uno de ellos.

Eusebio, san (18 agosto 309 - 21 octubre 310)
Las fechas arriba mencionadas proceden del Catálogo de Liberio redactado en el siglo IV, pero son muy inciertas. De todas maneras, sabemos que su pontificado fue breve y que coincide con las secuelas de la persecución. Las comunicaciones entre Roma y las demás Iglesias se habían visto extraordinariamente dificultadas por las medidas de las autoridades, la división del Imperio y el clima de guerra entre los sucesores de Diocleciano. La ciudad de Roma, que contaba con una de las más numerosas comunidades cristianas, se hallaba también afectada por disensiones. Parece evidente que la mayor parte de los fieles habían buscado medios, a veces absolutamente ficticios, para eludir la persecución, pero sin renunciar a seguir siendo cristianos. La penitencia a aplicar en cada uno de los casos era frecuente objeto de debate. San Eusebio, de acuerdo con la doctrina tradicional, defendía el derecho de todos a retornar, sin que por ello se rebajase el nivel de exigencia penitencial. Frente a él se alzó un disidente, Heraclio, que como en otro tiempo Novaciano, reclamaba la exclusión definitiva de los lapsi. La querella entre ambos bandos alcanzó extremos de dureza que permitieron a Majencio insistir en que los cristianos alteraban el orden: Eusebio y Heraclio fueron enviados al destierro en Sicilia, donde el papa no tardó en morir.

Melquíades o Milcíades, san (2 julio 311 - 10 enero 314)
La paz de la Iglesia. A este romano o africano, aunque de ascendencia griega, iba a corresponder el gran momento. Pocos meses antes de su elección el emperador Galerio había publicado una ley (30 de abril del 311) que reconocía por primera vez a los cristianos el derecho a profesar su religión «a condición de que no hagan nada contra el orden establecido». El Imperio se plegaba a las demandas de la Iglesia, que adquiría personalidad jurídica; en consecuencia, las propiedades y cementerios confiscados durante la persecución fueron devueltos y, por primera vez, un 13 de abril del 312 el papa pudo presidir la Pascua en Roma sin ningún temor. Pese a las fantasías literarias no hay noticia de ningún enfrentamiento entre san Melquíades y Majencio en los meses que preceden a la victoria de Constantino (306-337) sobre el puente Milvio. Poco después de esta batalla, en febrero del 313, Constantino y Licinio, ahora únicos emperadores, se reunieron en Milán y decidieron no sólo confirmar el edicto de Galerio, sino añadir en favor de la Iglesia disposiciones que la hacían pasar de simple tolerancia a pleno reconocimiento social. Comenzaba lo que los historiadores llaman «imperio cristiano». Durante algunas décadas el cristianismo compartiría su legitimidad con las antiguas religiones, a las que no reconocía como verdaderas, y con el judaísmo, cuyo estatus de religio licita no había sido alterado.
Obviamente, Constantino esperaba del papa una colaboración semejante a la de los altos magistrados del Imperio. Fue probablemente durante su primera estancia en Roma cuando hizo a Melquíades un regalo que demuestra lo que apreciaba esta colaboración: el palacio que la emperatriz Fausta tuviera en el Monte Celio, llamado Letrán, por haber sido en tiempos cuartel de los soldados laterani. En él se establecería durante siglos la residencia de los obispos de Roma: la sala de justicia o basílica, convertida al culto cristiano, daría el modelo para muchas edificaciones semejantes. Las leyes imperiales no reconocieron ninguna legitimidad a la gnosis, considerada como simple secta. Dotada ahora de capacidad para adquirir y administrar bienes, la Sede Apostólica se encontró en condiciones de aumentar extraordinariamente su riqueza, que le llegaba por donaciones, herencias y otros medios. Esta riqueza era esencial: el crecimiento de la comunidad cristiana obligaba a tomar sobre sus hombros fuertes obligaciones, en el sostenimiento del culto, la remuneración de un clero cada vez más numeroso y la atención a viudas y necesitados. Donatismo. Dentro del esquema imperial, Constantino deseaba que el papa y los patriarcas convirtieran su primacía en un poder jurisdiccional más completo para establecer disciplina. Estalló en África un conflicto en torno a la cuestión, tantas veces debatida, del perdón que debía otorgarse a los lapsi; aquí, los rigoristas declararon la ilegitimidad del obispo Ceciliano de Cartago, alegando que uno que intervino en su consagración, Félix de Aptunga, había sido un traditor. Procedieron a la elección de un antiobispo, Mayorino, que falleció pronto, al que sustituyeron por su propio líder, Donato. De él procede el nombre que se dio a esta facción, «donatismo». Excluía definitivamente de la Iglesia a quienes hubieran entregado (de ahí el término traditor que equivale a nuestro «traidor») libros o propiedades. La división de la comunidad cristiana estuvo acompañada de disturbios y perturbaciones del orden. Constantino pidió al papa Melquíades que, asesorado por otros obispos de las Galias, decidiera acerca de esta cuestión. Pero Melquíades convirtió la reunión en un sínodo al convocar también a quince obispos italianos: estuvieron presentes Ceciliano y Donato. Se trataba de resolver una profunda querella teológica que fue fallada en el sentido que marcaba la tradición romana: la validez del sacramento no depende de la con-
ducta moral de quien lo imparte. En consecuencia, Ceciliano fue reconocido. Como Donato se empeñó en seguir defendiendo que los laicos caídos en pecado debían ser bautizados de nuevo, y los sacerdotes reordenados, se pronunció contra él una sentencia de excomunión. Los donatistas, organizados como un movimiento de resistencia dentro de la Iglesia, acudieron de nuevo a Constantino, acusando a Melquíades y a sus dos antecesores de haber sido traditores, por lo que la sentencia resultaba inválida. Constantino, preocupado por el mantenimiento del orden, pidió a Melquíades que convocara un concilio de todas las Iglesias occidentales a fin de que quedara resuelta la cuestión y se pudieran dar órdenes a las autoridades provinciales. Pero el papa murió antes de que se inaugurara este concilio, previsto para el 1 de agosto del 314.

Silvestre I, san (31 de enero 314 - 31 diciembre 335)
Los concilios. Es difícil saber si el dato de que era romano, hijo de Rufi- no, que proporciona el Líber Pontiflcalis, es exacto; la figura de este papa se encuentra tan afectada por leyendas que a veces resulta imposible distinguir lo falso de lo verdadero. Sin embargo, esas mismas leyendas ayudan a comprender la conciencia que siempre ha habido sobre la importancia de este largo pontificado. Los donatistas trataron de crear en torno a su persona una imagen negativa y absolutamente falsa: el hecho de que se le titule oficialmente como «muy glorioso» indica sin duda que era considerado como un confesor resistente de la persecución. Sus relaciones con el Imperio reflejan ya la ambigüedad que comenzaba a producirse: es indudable que recibió de Constantino importantes regalos; pero es indudable también que el emperador, todavía no bautizado, gustaba de ser llamado «obispo del exterior», denotando el proyecto de colocar a la Iglesia como una de las instituciones directamente subordinadas a su poder. Por ejemplo, en el concilio convocado en Arles el año 314 para resolver la cuestión donatista, no presidieron los delegados del papa, sino el obispo Chrestus de Siracusa, que llevaba el encargo del propio emperador. Silvestre justificó (al ausencia con el escaso tiempo transcurrido desde su elección, y luego confirmó los acuerdos tomados y los difundió por medio de una carta que explica- ba con suficiente claridad la primacía de Roma, al menos sobre todas las Iglesias de Occidente. En el verano del 325, al ser convocado el Concilio de Nicea por el emperador, a fin de resolver la cuestión arriana, Silvestre fue simplemente invitado como cualquier otro obispo y sus legados no fueron colocados en la presidencia que ostentó, en nombre del emperador, Osio de Córdoba. Hubo a posteriori una pequeña enmienda, puesto que los legados firmaron las actas los primeros inmediatamente después del presidente. Se perfilaba, mediante estos pequeños gestos, la política imperial: para Constantino los obispos eran ante todo funcionarios de alto rango que se ocupaban de un sector tan importante como el de la vida religiosa. Reconocida oficialmente la Iglesia, su clero recobraba la plena condición legal de ciudadanos, con sus derechos y también con sus obligaciones. La Edad Media, que tuvo que sufrir las consecuencias de esta situación, trató de engrandecer la figura de san Silvestre mediante leyendas. Es un hecho cierto que en la comunicación de las actas de Arles y del Símbolo de Nicea, había una afirmación del primado romano. Lo es también que Constantino, sin incluir a Silvestre entre sus consejeros, consideró la sede de Roma como la primera, haciendo abundantes donaciones, como los terrenos sobre los que a partir del 319 se edificaría la basílica de San Pedro en el Vaticano, y los medios para sostener ; adecuadamente las otras Iglesias. Las dos grandes basílicas, la de San Juan en Letrán y la de San Pablo en la vía Apia, unidas ahora a la nueva levantada sobre el sepulcro de san Pedro, eran como las tres columnas para la edificación de un nuevo poder espiritual. Todos estos bienes, junto con los que procedían de donaciones de particulares, se integraron en lo que comenzaba a llamarse Patrimonium Petri, que era todavía un conjunto de propiedades privadas. En poco tiempo el papa llegaría a convertirse en el más acaudalado propietario de Roma y sus copiosas rentas le permitirían asumir funciones sociales y de beneficencia a medida que éstas eran abandonadas por la autoridad imperial.
La leyenda. Entre los siglos v y viii se forjaron las tres leyendas que encontramos reflejadas en muchas obras de arte:
-- Primera, que fue san Silvestre quien convirtió, bautizó y curó de la lepra a Constantino; en realidad, el emperador recibiría el sacramento en su lecho de muerte y de manos de un obispo considerado favorable al arrianismo.
-- Segunda, que en agradecimiento, Constantino otorgó a Silvestre el uso de la diadema imperial, con la mitra, el pallium, la clámide y todos los signos externos correspondientes a la majestad, incluyendo el calceus mullas.
-- Tercera y más tardía, que, no contento con esto, Constantino, al confir- mar el primado de Roma sobre todas las sedes patriarcales, le otorgó el pleno dominio sobre «la ciudad de Roma y todas las provincias, vicos y ciudades, tanto de Italia entera como de todas las regiones occidentales». La Falsa Donación de Constantino, sobre la que volveremos, es una superchería forjada en torno al año 778, pero su falsedad no fue descubierta hasta el siglo xv. Por haber fallecido el 31 de diciembre se dedica a su memoria la noche final de cada año. Fue enterrado en el cementerio de Priscilla.

Marcos, san (18 enero - 7 octubre 336)
Hijo de Prisco y nacido en Roma, se quiere identificar con el personaje que aparece mencionado en la carta de Constantino a san Melquíades encomendándole la solución de la controversia en torno a Ccciliano; en este caso, hay que concluir que se trataba de un clérigo influyente. Coincide con el momento en que se inicia en Oriente la gran polémica en torno al Símbolo de Nicea y en que san Atanasio (295? - 373?), patriarca de Alejandría, es desterrado por el emperador a Tréveris. No tenemos sin embargo noticia de ningún contacto entre él y el obispo de Roma, sin duda porque el pontificado de san Marcos es demasiado breve, o quizá porque aquella contienda en torno a la naturaleza de Cristo que sacudía a las Iglesias orientales tenía poca repercusión en Occidente: aquí el Símbolo de Nicea se aceptaba sin ninguna duda. Un motivo distinto de distanciamiento entre los dos ámbitos, latino y griego, estaba surgiendo. Constantino decidió construir una nueva capital que llevara su nombre, en la antigua Bizancio, no manchada por el martirio y la persecución. De este modo se privaba a Roma de su rango, empujándola poco a poco a una posición marginal. Los obispos de Constantinopla, empujados por el emperador, reclamaron el rango de patriarcas, aunque no podían invocar la fundación apostólica. Esta disyunción iba a permitir al papa cobrar una progresiva independencia: permanecían en Roma el Senado, de ámbito cada vez más local, y el prefecto referido exclusivamente a la ciudad y su entorno. En ella se albergaba una autoridad universal, la del sucesor de Pedro. Se atribuye a san Marcos la costumbre de enviar el pallium --es decir, la banda orlada de cruces hecha con lana blanca como signo de primacía-- a otros obispos como signo de dignidad y de dependencia. El primero de todos fue entregado al obispo de Ostia que, en adelante, tendría la misión de oficiar en la consagración de los papas. San Marcos
levantó dos iglesias en Roma, una a su propio nombre, que pronto fue asignada al evangelista san Marcos, y otra a santa Balbina, en la actual vía Ardeatina. La primera de ambas ha quedado subsumida en el actual palacio de Venecia, antigua sede de la embajada de la Serenísima. Se inició entonces la redacción de las listas de defunción de obispos y de
mártires. Roma estaba cobrando conciencia de su propio pasado cristiano.

Julio I, san (6 febrero 337 - 12 abril 352)
Ignoramos la causa del interregno de cuatro meses que se produjo antes de la elección de este romano, lleno de energía, cuyo pontificado se inicia coincidiendo con la muerte de Constantino. En sus últimos años, impulsado por su consejero, Eusebio de Nicomedia (280-341), el emperador se había inclinado en favor de un arrianismo moderado, más acorde con la filosofía helenística. Los obispos despojados de sus sedes, Atanasio de Alejandría y Marcelo de Ancira, acudieron entonces a Julio en demanda de ayuda. También lo hizo, desde el bando opuesto, Eusebio de Nicomedia. Había en estas apelaciones un reconocimiento de la singularidad de la Sede Apostólica. Julio I es el que usa ya título de papa. Invocando su condición de cabeza, apoyó a Atanasio y recibió a Marcelo en su comunión, una vez que éste hubo suscrito la fórmula de fe que se empleaba en Roma y que coincidía plenamente con el Símbolo de Nicea. Julio respondió a Eusebio con reproches por haber tomado medidas contra san Atanasio, ignorando la estrecha comunión existente desde antiguo entre Roma y Alejandría. Cuando un sínodo celebrado en Antioquía en el verano del 341, aprobó un Símbolo en que omitía la frase «consustancial al Padre», Julio, que el mismo año presidió un sínodo en Letrán confirmando sus posiciones, propuso a los emperadores Constante y Constantino II la celebración de un concilio ecuménico en Sardes, bajo la presidencia de sus legados. Cuando éstos reclamaron la presencia de san Atanasio y de Marcelo de Ancira, muchos eusebianos presentes abandonaron la asamblea. El concilio continuó sus trabajos. No sólo se produjo la rehabilitación de los dos depuestos, sino que se aprobaron cánones que establecían con claridad la superioridad del papa; en adelante, se dijo, cualquier obispo depuesto podría apelar a Roma. Dos grandes enemigos de Atanasio, Ursacio y Valiente, se dirigieron entonces al papa solicitando una reconciliación y fueron aceptados. Una tradición que recoge el Líber Ponficalis atribuye a Julio, además de la fundación de las iglesias de Santa María in Trastévere y de los Santos Apóstoles, el establecimiento de una cancillería que imitaba la de los emperadores. Roma iniciaba, de este modo, la erección de una burocracia: el principal de los funcionarios, en esta primera etapa, llevaba título de primicerias notariorum. La utilización del papiro como materia escritoria es, probablemente, la causa de que no se haya conservado documentación. En relación con estos cambios se encuentra el canon establecido ya entonces que prohibía a los clérigos acudir con sus causas ante tribunales civiles.

Liberio (17 mayo 352 - 24 septiembre 366)
Las disputas teológicas.
La querella cristológica, ahora que los emperadores eran oficialmente cristianos, llegaba a su punto culminante: se trataba de acomodar el pensamiento helenístico, todavía muy vivo (Juliano --361-363--, sucesor de Constante II --337-350--, recurriría a él en su proyecto para prescindir del cristianismo en la reconstrucción del Imperio), a la fe cristiana. Constancio II, convertido en emperador único, estaba absolutamente decidido a luchar en esta línea, favoreciendo un arrianismo mitigado, por razones políticas: evitar la tremenda disociación que el cristianismo reclamaba, Liberio, nacido en Roma, se mostró defensor absoluto del Símbolo de Nicea, que garantizaba una fe en la divinidad de Jesucristo (pmousios = «consustancial» al Padre), pero buscaba también vías de entendimiento entre las Iglesias. Pidió al emperador Constancio, como solución, la convocatoria de un concilio que decidiese, como ya sucediera en Nicea. Los consejeros de Constancio se mostraban vehementes enemigos de san Atanasio, en quien veían el principal protagonista de la radical oposición. Los obispos occidentales se mostraron cada vez más partidarios de san Atanasio; algunos de ellos escribieron al papa pidiendo que se opusiera a su deposición. Constancio II aceptó la propuesta de convocatoria de un concilio, señalando la ciudad de Arles y el año 353; le influían poderosamente Ursacio y Valiente, que no habían renunciado a su posición antiniceana. La asamblea no se ocupó de aclarar la doctrina, sino de juzgar a Atanasio. Las presiones fueron tan fuertes que incluso los legados pontificios acabaron admitiendo la sentencia condenatoria. Liberio protestó, desautorizando a sus legados y reclamando una nueva convocatoria del concilio, esta vez en Milán (octubre 355). Se había
producido entre los arríanos una división: mientras que los radicales afirmaban que Cristo era anomoios (= «desemejante» al Padre), un sector mayoritario se mostraba dispuesto a admitir una cierta omoia (= «semejanza»), aunque no extensiva a la esencia divina. Nuevamente en Milán triunfó la maniobra de centrar los debates en torno a la persona de Atanasio y no en la doctrina. Quienes se negaron a ratificar la sentencia, fueron desterrados. Tropas imperiales ocuparon Alejandría para capturar al terco patriarca, que pudo huir al desierto. Liberio fue conducido a Milán y, cuando se negó a capitular, se le aplicó la pena reservada a los funcionarios desobedientes: el confinamiento en Beroea (Tracia). Cuando un funcionario imperial, culpable de desobediencia, era desterrado, perdía automáticamente su oficio. Así se hizo con Liberio: los partidarios del emperador procedieron a elegir un nuevo papa, Félix, el cual tardó bastante tiempo en aceptar, consciente de la impopularidad que despertaba su persona. El emperador se encontraba ante un nuevo problema: la consagración de Félix por tres obispos arríanos provocó un verdadero levantamiento en Roma: sus calles eran campo de una guerra civil. Constancio pensó que era conveniente propiciar el regreso de Liberio, haciéndole aceptar una fórmula, lo cual al parecer consiguió a principios del año 357. Así surge la «cuestión del papa Liberio», que sería esgrimida incluso en el Concilio Vaticano I como un argumento contra la infalibilidad pontificia. La pregunta es: ¿capituló el papa sometiéndose a una doctrina no ortodoxa? Sozomenos dio ya una explicación que dejaba a salvo la integridad del papa, aunque autores como san Anastasio, san Jerónimo o Filostorgia, hablan de una verdadera capitulación. La cuestión de Liberio. G. Moro («La cuestión del papa Liberio», Revista Eclesiástica, 1936) entiende que para comprender lo sucedido es necesaria una referencia a los debates internos de los arrianófilos. Éstos, reunidos en Ancira (Ankara) el año 358 habían hallado una fórmula que permitía decir de Cristo que era omoiousios (= «semejante en esencia» al Padre), la cual, traducida al latín, parecía compatible con la ortodoxa. Esta fórmula, conocida como la «tercera de Sirmium», fue la presentada al papa precisamente en esta ciudad (la actual Mitrovica) y pudo ser aceptada por éste. Quedaban matices muy fundamentales, pero había una posibilidad de entendimiento, algo que el propio Liberio buscaba. Los arríanos la rechazaron. Constancio II autorizó el retorno de Liberio a Roma, aunque imponiendo la condición de que Félix conservara su condición de obispo, estableciéndose una especie de diarquía. El papa fue recibido con grandes aclamaciones («un Dios, un Cristo, un obispo») y Félix tuvo que huir de la ciudad. Parece que las autoridades imperiales arbitraron entonces un procedimiento para que el fugitivo siguiera ejerciendo funciones episcopales hasta su muerte (22 de noviembre del 365) en algunas de las villas suburbicarias de Roma. La debilitación del prestigio y de la influencia de Liberio fue la consecuencia de tan desdichados sucesos. Cuando el año 359 se reunió un concilio en Rímini, suprema esperanza del emperador para imponer también en Occidente sus puntos de vista, el papa ni siquiera fue invitado. Bajo la dirección de Constancio y de su equipo, la templada «tercera fórmula de Sirmium» parecía triunfar, revelando además que la «semejanza» se inclinaba más del lado de la distinción entre las esencias del Padre y del Hijo que del de la identidad. En este momento falleció Constancio II (3 de noviembre del 361) y su sucesor, Juliano, al rechazar a la Iglesia --será llamado «apóstata»-- la dejó al mismo tiempo en libertad para resolver sus querellas. Liberio recobró la dirección y su energía. Restableció la comunión con Atanasio, que pudo regresar a Alejandría. En esta ciudad se reunió un sínodo que, reclamando el Símbolo de Nicca, acordó sin embargo medidas conciliatorias para que los disidentes pudieran retornar sin traumas a la unidad. Liberio operó de la misma manera: invitó a la comunión a todos los presentes en Rímini con la única salvedad de que debían aceptar el Símbolo de Nicea. Desde el 366 dicho Símbolo iba a convertirse en signo de identidad para la Iglesia universal. Aunque la memoria posterior le haya sido desfavorable, hasta el punto de omitirse su nombre en la lista de santos, es evidente que su pontificado se cerró con un gran servicio a la unidad de la Iglesia y que su transitoria debilidad dialogante fue eficaz a la hora de evitar una ruptura entre Oriente y Occidente. Construyó en el Esquilmo una basílica sobre la cual se alzaría, un siglo más tarde, Santa María la Mayor. También en su tiempo comenzó a redactarse el llamado Catálogo Liberiano, que proporciona una cronología de emperadores, papas, mártires y confesores. El archidiácono Félix figura, a veces, como el segundo de este nombre en la
serie de papas, lo que parece indicar que su ilegitimidad fue tenida al menos como dudosa. Constancio pretendía que se aceptara una fórmula, dualidad, extraña a la esencia de la sede de Pedro; lo que verdaderamente consiguió fue una división. Es evidente que la legitimidad corresponde únicamente a Liberio. Curiosamente, la leyenda se apoderó de los dos personajes y, olvidando que Félix había sido consagrado por tres obispos semiarrianos, invirtió los términos como si Liberio fuera el claudicante, y Félix, confundido con otros mártires del mismo nombre, recibió un verdadero culto, como si hubiera entregado su vida en defensa de la fe niceana.

Dámaso I, san (1 octubre 366 - 11 diciembre 384)
Un papa español.
Nació en Roma de padres españoles, y fue educado en el servicio de la Iglesia. Su padre recibió el presbiterado después de haber contraído matrimonio. Sabemos que su madre se llamaba Lorenza y su hermana Irene. Diácono al servicio de Liberio, al que acompañaba en Milán, estuvo también al servicio de Félix para retornar al del papa cuando éste regresó. A la muerte de Liberio (24 septiembre 366) estallaron revueltas en Roma, pues los partidarios del difunto, en minoría, eligieron y consagraron al diácono Ursino, mientras que la mayoría, a la que se incorporaban los partidarios de Félix II, aclamaban a Dámaso. Durante el mes de octubre vivió Roma un clima de guerra civil, con numerosos muertos; finalmente Dámaso y los suyos, dueños de Letrán y de Santa María la Mayor, consiguieron expulsar a Ursino. El apoyo de la corte imperial permitiría a san Dámaso afirmarse en el poder, aunque los ursinistas difundieron entre los obispos italianos muchos informes y noticias desfavorables; el año 371 un judeoconverso, Isaac, llegaría a presentar una acusación criminal ante los tribunales del Imperio, pero intervino el emperador y Dámaso fue absuelto. Este proceso sirvió para que la Iglesia adoptara importantes cánones en materia de justicia: a partir del 378 Roma es considerada por todas las Iglesias occidentales como tribunal de apelación o de primera instancia, según los casos, mientras que los tribunales episcopales tendrían jurisdicción en todas las materias relativas a la fe y las costumbres, quedando a las autoridades del Imperio únicamente la ejecución de las sentencias que por aquéllos fuesen dictadas. Esas dificultades iniciales no impiden que el pontificado de san Dámaso sea importante y fecundo. De las construcciones, destinadas a hacer de Roma una ciudad cristiana, es buena muestra el trazado actual de San Pablo Extramuros. Buscaba deliberadamente levantar el nivel cultural de la Iglesia. Inspiró la legislación de Valentiniano I (364-375), Graciano (375-383)y, sobre todo, Teodosio (379-385). Contribuyó a un acercamiento entre la vida cristiana y la sociedad romana, mostrando con sus maneras aristocráticas que no había ninguna incompatibilidad entre ellas. De este modo hacía aparecer las corrientes heréticas como el arrianismo, el apolinarismo (que atribuía al Espíritu Santo el papel de alma humana de Jesucristo), el sabelianismo dualista o el macedonianismo (que rechazaba la naturaleza divina del Espíritu Santo) como amenazas contra el orden social. La ortodoxia era el verdadero término de llegada del rico pensamiento helenístico y así combatió todo rigorismo, como el de los discípulos de Lucifer de Caglari, y propugnó frente al priscilianismo una actitud más moderada que la de sus jueces. En suma, el cristianismo tenía que convertirse en el nuevo elemento integrador de la sociedad y por ello no veía inconveniente en acudir a las autoridades imperiales cuando se trataba de corregir desviaciones. La búsqueda de la unidad. Esa unidad integradora, en opinión de Dámaso, estaba íntimamente vinculada al reconocimiento del primado de Roma y no por razones políticas, sino porque así lo había dispuesto Cristo al entregar a Pedro los poderes para atar y desatar. Su principal éxito fue alcanzado cuando Teodosio (27 de febrero del 380) declaró la fe cristiana como religión oficial del Imperio, tal como la recibieran los apóstoles y ahora Dámaso y Pedro de Alejandría la sostenían. Roma era, pues, fiel custodia de la ortodoxia. En asuntos que le parecían de importancia, Dámaso no cedía: en la sede de Antioquía apoyó a Paulino, riguroso niceano, frente a Melecio, partidario de ofrecer concesiones, y aunque aquél representaba a un grupo minoritario, consiguió hacerle triunfar.
Se reunió el concilio ecuménico en Constantinopla (381) para clarificar definitivamente la doctrina de un Símbolo de Fe que precisaba aún más que el de Nicea. Pero cuando los legados pontificios habían abandonado la ciudad, se aprobó un canon que reconocía a Constantinopla --la «nueva Roma»-- un honor semejante al de la «vieja Roma». Dámaso se negó a confirmar las actas aunque no el Símbolo. Estaba surgiendo la importante fisura: los orientales, esgrimiendo razones políticas, parecían dispuestos a admitir una primacía de honor de Roma sobre toda la Iglesia, y de jurisdicción sobre Occidente, pero haciéndola depender de su capitalidad en el Imperio; por esa misma razón debía recaer ahora sobre Constantinopla una primacía sobre Oriente. Dicha fisura nunca se cerró por completo y acabaría generando la división. Hay un trasfondo en el entusiasmo con que Dámaso se lanzó a su tarea de construcciones --por ejemplo San Lorenzo in Dámaso-- y de afirmación del culto a los mártires: no era la Roma pagana la que daba gloria al mundo, sino la cristiana, fertilizada por la sangre de los que murieron por su fe. Reorganizó los archivos y las actas y puso a san Jerónimo al frente de su secretaría. La obra fundamental de este santo fue proporcionar una versión latina de la Biblia, la Vulgata, heredera de la de los Setenta y considerada como texto fehaciente para todo el Occidente. El papa era ya un gran poder. No sólo por la riqueza acumulada y por su influencia social que le permitían asumir poco a poco la administración de Roma, sino porque en medio de la general decadencia urbana, que se acentuaría durante siglos, estaba surgiendo la gran ciudad cristiana, centro intelectual y artístico al servicio de la fe. Dámaso contribuyó a ello con textos litúrgicos, obras poéticas y un tratado que cantaba las excelencias de la virginidad. Sus res- tos mortales, depositados primero en una pequeña iglesia de la vía Ardeatina, fueron luego inhumados en San Lorenzo in Dámaso. Ursino o Ursicino, que figura en los registros como antipapa, retuvo hasta el día de su muerte la pretensión de ser el verdadero electo. Sus partidarios, especialmente los diáconos Amancio y Lupus, combatieron a san Dámaso con todas sus fuerzas, sin detenerse en las graves calumnias. El emperador Valentiniano II (375-392) encomendó al prefecto de la ciudad, Praetextatus, que bus- cara una fórmula de paz, repartiendo el territorio entre ambas facciones, pero los ursinistas consideraron esta decisión como una victoria y causaron en los años 367 y 368 tales desórdenes que las autoridades civiles se vieron en la necesidad de intervenir, prohibiéndoles la estancia en un radio de veinte millas en torno a Roma, luego ampliado a cien. Es evidente que dichas autoridades se resistían a intervenir en un asunto que quedaba fuera de su competencia (las condiciones que debe reunir un papa para ser considerado legítimo) y, aunque apoyaron a Dámaso, se negaron a tomar medidas contra su rival. El conflicto se apaciguó tras la muerte de Dámaso (384).

Siricio, san (diciembre 384 - 26 noviembre 399)
Nacido en Roma, era uno de los diáconos al servicio de Liberio y Dámaso. Aunque san Jerónimo aspiraba probablemente a ocupar la sede romana, fue unánime la proclamación de Siricio, ya que de este modo parece que se unían nuevamente las facciones. Un rescripto imperial (25 de febrero del 385) ordenó a los ursinistas césar en sus demandas y reconocer a Siricio como único papa. Valentiniano II le hizo importantes donativos a fin de que la basílica de San Pedro fuese ampliada y embellecida. Sin embargo, san Jerónimo, que abandonó entonces Roma, describe a Siricio en términos desfavorables, como altanero, un juicio desfavorable que comparte Paulino de Nola y que se refiere sin duda tan sólo a uno de los aspectos de su pontificado. Tal como Francis Dvornik (Byzantium and the Román Primacy, Nueva York, 1966) ha señalado, la cuestión más importante era la que arrancaba del canon de Constantinopla (381), rechazado por san Dámaso, acerca de las dos «primacías». Siricio publicó la primera de las decretales conservadas (11 febrero 385) dirigida a Himerio, obispo de Tarragona y a todos los demás obispos de España, África y las Galias, en la cual afirmaba que «llevamos sobre nuestros hombros la carga de cuantos andan necesitados; más aún lleva en nosotros esta carga el bienaventurado apóstol Pedro que, según confiamos, ampara y protege al que es heredero de su administración». En esta decretal se fallaban, con la misma autoridad que si procediera de un concilio, importantes cuestiones como el celibato clerical, la penitencia de herejes, la edad y condiciones de las ordenaciones presbiterales, el calendario de la Pascua y Pentecostés, así como las formas de impartir la penitencia. Y se añadía una cláusula muy importante: ningún obispo podía ser considerado legítimo sin la comunión con el de Roma. Ese mismo año 385 Siricio otorgaba al obispo de Tesalónica poderes para con- firmar a los de Iliria: era prácticamente la primera manifestación de un vicariato apostólico. La autoridad primada se manifiesta con más claridad en las cuestiones doctrinales. Prisciliano, denunciado por obispos españoles como hereje pelagiano, había sido juzgado y ejecutado por orden del emperador Máximo (383-388). Siricio, contando con el apoyo de san Ambrosio de Milán, aunque rechazaba el priscilianismo en cuanto doctrina, excomulgó a los obispos responsables de lo que a sus ojos era un crimen: el hereje debe ser confundido y reconciliado, pero no muerto. Exigió que a los priscilianistas se aplicara estríctamente ese criterio de penitencia y perdón. El año 392, en un sínodo romano, fue excomulgado Joviniano, un monje que sostenía la doctrina de que María había perdido su virginidad al dar a luz, y también Bosus, obispo de Naissus (Nisch), que afirmaba
que la Virgen había tenido otros hijos además de Jesús. También intervino, con eficacia, en un cisma que dividía a la Iglesia de Antioquía. Una inscripción conservada hasta hoy revela que consagró la basílica de San Pablo. Fue enterrado en la de San Silvestre, aneja al cementerio de Priscilla.

Anastasio I, san (27 noviembre 399 - 19 diciembre 401)
Romano de nacimiento, tuvo el pleno apoyo de san Jerónimo que, aunque instalado en Belén, contaba con abundantes partidarios. También mantuvo buenas relaciones con Paulino de Nola. Acababa de publicarse una traducción latina de los Primeros principios de Orígenes, obra de Rufino de Aquileia. San Jerónimo denunció este libro recordando que las doctrinas de Orígenes padecían abundantes desviaciones y el patriarca de Alejandría, Teófilo, dio cuenta de los graves daños que en su propia comunidad causaba el origenismo. San Anastasio, tal vez no por propia iniciativa, planteó la cuestión ante un sínodo romano del que salió una sentencia condenatoria comunicada a todos los obispos de Italia con mandato de obediencia. Rufino se sintió amenazado y envió al papa un escrito justificándose, tanto por la traducción, en que afirmaba que no había desviaciones doctrinales, como por su propia postura, firme en la fe. Por una carta al obispo Juan de Jerusalén, bajo cuya obediencia vivía san Jerónimo, sabemos que el papa confirmó la sentencia del sínodo, pero prohibió tomar medidas contra Rufino, remitiendo su actividad al juicio de Dios. Anastasio no dio en ningún momento señales de debilidad. Conservó la directa dependencia de Tesalónica y su vicariato, demostrando así que consideraba el Ilyricum (en realidad los Balcanes) dentro de la jurisdicción romana. Cuando los obispos de África solicitaron de él una mitigación de las sentencias contra el donatismo, se negó, exhortándoles a combatir la herejía hasta su total extinción. Entre las disposiciones tomadas durante este pontificado figura la de que los obispos, presbíteros y diáconos se cubrieran la cabeza durante la lectura del Evangelio, en la misa.

Inocencio I, san (27 diciembre 402 - 12 marzo 417)
Un obispo de toda la cristiandad. Romano, según san Jerónimo era hijo de san Anastasio y diácono cuando fue elegido sin dificultades. De él se han conservado treinta y seis cartas que permiten conocer cuan extensa y variada era la autoridad que ejercía y que permiten a ciertos historiadores afirmar que fue el primer obispo de Roma que actuó como papa en el pleno sentido de la palabra. Sus disposiciones, incorporadas luego al conjunto de las decretales, aunque fueran dirigidas a obispos concretos como Euxuperio de Toulouse, Victricio de Rouen y Decencio de Gubbio, pasaron a ser leyes generales en la Iglesia. Esto se pone en evidencia cuando los obispos españoles, reunidos en sínodo en torno al año 400, reclamaron del papa que confirmara sus disposiciones. Materias disciplinarias, pastorales y litúrgicas forman el contenido de sus cartas: en todas ellas hay un denominador común: la «norma romana» debía considerarse como umversalmente válida. Dos concesiones fueron exigidas: que la legitimidad de los obispos dependiera de la aceptación expresa o tácita de la Sede Apostólica y que en todas las causas graves asistiera al obispo de Roma un derecho de apelación. Como una consecuencia de dicha exigencia nacían los vicariatos, el primero de los cuales fue el de Tesalónica, en la línea antes indicada: el 17 de junio del 415 fue extendida la credencial que encomendaba al obispo Rufo para que «en su nombre» rigiera todas las Iglesias en la prefectura de Iliria. En un momento de grave crisis para el Imperio --las provincias occidentales comenzaban a escaparse de sus manos--, la cristiandad no podía ser una suma de Iglesias locales, unidas solamente por el vínculo de la caridad, cada una con sus peculiares problemas: Inocencio consideraba indispensable la consolidación de la unidad en esa voluntad de Jesucristo comunicada a san Pedro. Llegó a escribir: «Todo lo que ha sido transmitido a la Iglesia por el apóstol Pedro y ha sido observado hasta ahora, ha de ser observado por todos.» Corresponde en consecuencia a la Sede Apostólica plena y eminente autoridad: en la liturgia todos debían guiarse por la norma romana; y las disposiciones que en materia de fe y de costumbres fueran tomadas por el papa debían considerarse como de valor universal. Aparece bien clara esta línea de conducta cuando, por sus enfrentamientos con el gobierno bizantino, san Juan Crisóstomo fue despojado de la sede patriarcal y murió en el destierro. San Inocencio se negó a reconocer al nuevo patriarca, nombrado por el emperador, y rompió la comunión con los obispos que habían tomado parte en la condena del famoso orador. También apoyó a san Jerónimo contra los enemigos que se alzaron contra él en Palestina.
Caída de Roma. Tuvo que asistir, como espectador y protagonista, a los terribles sucesos que afectaron a Roma. Desde el año 408 los visigodos, con su rey Alarico (370? - 410), estaban en Italia, proclamándose vengadores de Estilicón y de otros oficiales bárbaros al servicio de Roma que habían sido asesinados; en realidad se trataba de obtener el botín que un pueblo desplazado de sus raíces necesitaba para seguir viviendo. Roma tuvo que pagar rescate para ganar tiempo. El papa presidió una legación que viajó a Rávena, residencia del emperador Honorio (395-423), propiciando una tregua para salvar Roma; estaba providencialmente ausente cuando esta ciudad fue tomada por Alarico, el 24 de agosto del 410, sometiéndola a saqueo durante tres días. Muchos paganos vieron en la catástrofe un signo de la cólera de los antiguos dioses, obligando a san Agustín y a Orosio (t 418) a escribir sus dos grandes obras, La ciudad de Dios y Siete libros de historia contra paganos, para fundar una nueva conciencia histórica que atribuye al pecado el mal y ve en los aparentes desastres una vía indirecta de la Providencia. El papa no regresó a Roma hasta el 412, poniendo entonces todos los recursos de la Iglesia a trabajar con un objetivo: la reparación de la ciudad que, abandonada por los emperadores, era ya sola- mente la cabeza de la cristiandad. El saqueo de Roma tuvo otras consecuencias: el Imperio, desinteresado en Occidente --no tardaría en confiar a los visigodos la pacificación de España--, volcaba su atención en la parte oriental y trataba de resolver los problemas eclesiásticos de aquélla sin consultar a Roma. Pero cuando estalló la querella en torno al pelagianismo (doctrina que confiaba la salvación del hombre a las propias acciones, rebajando decisivamente el papel de la gracia divina) y un concilio, celebrado en Dióspolis (Lidda) pareció colocarse al lado de los herejes (415), los obispos africanos, liderados entonces por san Agustín, se dirigieron al papa para que confirmara la doctrina que ellos habían aprobado en sus respectivos sínodos. Inocencio lo hizo así, aprovechando la oportunidad para explicar a sus interlocutores que habían procedido de manera correcta, ya que en cuestiones graves, como la suscitada por los pelagianos, se debía apelar a san Pedro. En una de sus cartas, el 416, incluyó una frase que se ha esgrimido como contraria a la tradición jacobea: «En toda Italia, las Galias, Hispania, ninguno fundó Iglesias sino aquellos que el venerable Pedro y sus sucesores constituyeron obispos.»

Zósimo, san (18 marzo 417 - 26 diciembre 418)
Griego o judío. Griego de origen, se ha supuesto que tuvo ascendencia judía, pues su padre se llamaba Abraham. Recomendado por san Juan Crisóstomo, formaba parte del presbiterado romano. Su pontificado, breve, presencia tensiones internas muy fuertes y ha sido adversamente juzgado. Conviene por tanto descender al detalle: probablemente el principal defecto consistía en aplicar en el mundo occidental criterios propios de las Iglesias orientales. Siguiendo la vía de sus antecesores en relación con Tesalónica, quería establecer vicariatos también en las regiones de Occidente, haciendo así efectiva esa condición del reconocimiento para la legitimidad de los obispos. Erigió Arles, capital de
la prefectura de las Galias, en vicaria, designando obispo de esta ciudad a un turbio personaje llamado Patroclo, al que se acusa de haber manipulado su elección. La decisión de establecer un vicario era correcta, pero la ciudad y la persona probablemente erróneas: los obispos de Vienne y de Narbona, sedes más antiguas, protestaron. Zósimo rechazó estas protestas, apoyó a Patroclo y llegó a deponer a Próculo de Marsella, porque se le resistió. Hay indicios en una carta a Esiquio de Salona de que el tercer vicariato previsto era el de Dalmacia. Las apelaciones. Se trataba seguramente de un progreso en el sentido de dar más unidad a la Iglesia. Roma no discutía el origen apostólico de Jerusalén, Antioquía y Alejandría --al contrario, lo afirmaba--, como tampoco el carácter metropolitano de otras sedes como Constantinopla, Cartago o Milán, pero por encima o al lado de esta jerarquía, pretendía introducir un nuevo esquema de organización que le permitiera disponer de un delegado permanente en cada prefectura del Imperio. En esta línea, Zósimo aceptó las cartas exculpatorias que, en grado de apelación, Pelagio y su principal colaborador, Celestio, le dirigieron. En ellas, muy hábilmente, evitaban pronunciarse sobre el pecado original y la gracia. El papa llegó a invitarles a un encuentro, en San Clemente, ya que ambos se mostraban dispuestos a someter su caso al juicio de la Sede Apostólica. Comunicó a los obispos africanos estas negociaciones, insinuando si no se habría obrado con excesiva precipitación, ya que los herejes parecían dar señales de arrepentimiento. Los africanos, dirigidos por san Agustín, respondieron en noviembre del 417 en forma bastante brusca: la sentencia que pronunciara Inocencio I debía considerarse válida. El papa había sido sorprendido en su buena fe, al igual que sus legados en el sínodo de Dióspolis en Palestina. Zósimo confirmó su postura: obviamente, la sentencia de Inocencio seguía siendo válida y sólo al sucesor de Pedro correspondía juzgar en tales casos. Plagio y Celestio, una vez examinada la causa, fueron excomulgados. Pero en el intermedio de estas discusiones los africanos habían cometido el error de dirigirse al emperador Honorio solicitando un rescripto u orden imperial contra el pelagianismo y sus adherentes. En consecuencia, el papa preparó una Epístola retractoria remitida a todos los obispos, condenando el pelagianismo pero haciendo advertencias respecto a la supremacía de la Sede Apostólica. Aprovechando la oportunidad de que un sacerdote, Apiario, condenado por su obispo Urbano de Sicca, al parecer con razón suficiente, apelara a Roma, aceptó la demanda y, al devolver al presbítero a África, le hizo acompañar de tres legados que dejaron firmemente establecidos estos tres puntos:
-- Todos los obispos tienen derecho a llevar sus apelaciones a Roma; los presbíteros y diáconos que se sientan injustamente tratados pueden hacerlo
también ante los obispos de diócesis vecinas.
-- No existe ninguna autorización que permita a los obispos africanos acudir directamente a la corte de Rávena.
-- De acuerdo con los cánones del Concilio de Nicea y de Sardica, el obispo Urbano sería excomulgado si rechazaba la resolución romana en el caso del presbítero Apiario.
La muerte de Zósimo evitó, probablemente, que el conflicto aumentara; pero en la propia Roma, y fuera de ella, las divisiones se mantuvieron. Es posible que el papa hubiera adolecido de falta de habilidad, pero no cabe duda de que doctrinalmente no se apartaba de la línea seguida por san Dámaso, tratando de llevar a las últimas consecuencias el principio de la delegación de poderes de Jesús en Pedro, según lo explica Mt. 16, 18.

Bonifacio I, san (28 diciembre 418- 4 septiembre 422)
La elección. Romano e hijo del presbítero Iocundus, había desempeñado una importante misión en Constantinopla por encargo de Inocencio I; gozaba
de gran prestigio. Al día siguiente de la muerte de Zósimo, los diáconos, unidos a unos pocos presbíteros y atrincherados en la basílica de San Juan de Letrán, procedieron a elegir al archidiácono Eulalio, probablemente un griego, como Zósimo, de quien había tenido toda la confianza. De modo que cuando el 28 de diciembre los presbíteros, el pueblo y algunos obispos, se congregaron en la basílica de Teodora para proceder a la elección regular que favoreció a Bonifacio, se encontraron con este golpe de mano ya consumado. Hubo, como consecuencia de esta división, un retroceso. Se podían incluso manifestar legítimas dudas, pues en la consagración, celebrada el mismo día, Eulalio contó con el obispo de Ostia, según estaba previsto, pero san Basilio pudo reunir en San Marcelo a nueve obispos. El prefecto de la ciudad, Symmaco, que no era cristiano (fue uno de los que defendió la idea del castigo de los dioses cuando el saqueo de Roma), envió a Honorio un informe del que se desprendía mayor legitimidad en el caso de Eulalio. Otros informes, radicalmente opuestos, llegaron a Gala Placidia, hermana del emperador. Todo quedaba, pues, en manos de este último. Honorio dispuso que las autoridades imperiales permanecieran neutrales
hasta que un sínodo, a celebrar en Spoleto el 13 de junio del 419, decidiese la duda; al mismo tiempo ordenó a Eulalio y Bonifacio que permanecieran fuera
de la ciudad sin acudir a ella bajo ningún pretexto. Eulalio creyó que el sedicente papa que lograra celebrar la Pascua (30 de marzo) en Roma, se vería de
hecho en posesión de la magistratura. Se apoderó de Letrán y provocó disturbios. A juicio de Honorio, un caso de desobediencia que debía ser castigado: el
3 de abril del 419 Eulalio fue desterrado y Bonifacio oficialmente reconocido. El sínodo de Spoleto no llegaría nunca a celebrarse. Posteriormente, Eulalio recibió como indemnización un obispado en Campania que pudo regir hasta su muerte (423).
Ingerencia imperial. El año 420 Bonifacio sufrió una grave enfermedad y se temió por su vida. Fue entonces cuando Honorio dictó un decreto que era el primer paso a una ingerencia imperial en las elecciones pontificias: en adelante, cuando se produjera una doble elección, las autoridades civiles negarían el reconocimiento a los dos candidatos; sólo una elección sin disputa sería recibida y confirmada. Aunque Bonifacio vivió todavía dos años, ese decreto no fue modificado, sirviendo de punto de apoyo para que los emperadores reclamasen el derecho de confirmar a los papas. Oficialmente cristiano, el Imperio tendía a adueñarse de la jurisdicción eclesiástica. Teodosio II (408-450), emperador de Oriente, respondiendo a una demanda de los obispos de Tesalia, anuló por su cuenta el vicariato de Tesalónica y asignó al patriarca de Constantinopla poder sobre todas las diócesis balcánicas. Bonifacio cursó su protesta a través de Honorio, sin éxito, pues la disposición fue incluida con el Código que recopilaba el emperador. Por su parte, el papa había dejado sin efecto el vicariato de Arles al reconocer los derechos metropolitanos de Marsella, Vienne y Narbona. Y tuvo que plegarse ante los obispos africanos después de que Apiario confesara sus faltas y fuera enviado a otra diócesis. Eran retrocesos en la práctica, pero no en la doctrina. Exigió rigurosamente que jamás «pudiera legalmente ser reconsiderada una disposición de la Sede Apostólica» y, en esta línea, pudo con- seguir que Honorio publicara un rescripto conminando a todos los obispos a acatar la doctrina expuesta en la Epístola tractoria de Zósimo. Del pontificado de Bonifacio I data la prohibición a las mujeres de subir al altar, incluso para quemar el incienso, o de tocar con sus manos los objetos sagrados. Estableció un severo impedimento para que pudieran ser ordenados esclavos; su liberación entraba en las condiciones indispensables para el sacramento.

Celestino I, san (10 septiembre 422 - 27 julio 432)
Influencia de Sardes. Nacido en Campania, había servido como diácono y archidiácono desde la época de Inocencio I, estando dotado de gran energía. Las ruinas causadas por el saqueo de Alarico reclamaron de él medidas de reconstrucción (basílica de Santa María in Trastévere y otra de nueva planta en Santa Sabina) que aprovechó para confiscar las iglesias que aún retenían los novacianos. Era urgente, ante todo, ampliar y reforzar la disciplina. Ya Zósimo había invocado los cánones del Concilio de Sardes (342/343) para frenar las ingerencias imperiales. Tales cánones, incorporados a la legislación occidental y muy tardíamente también a la oriental, permitían apelar a Roma cuando los tribunales metropolitanos no ofrecieran las garantías suficientes, y a cualquier obispo depuesto por un sínodo acudir al papa en demanda de amparo. El papa estaba facultado para designar comisiones de obispos de sedes vecinas para juzgar los casos controvertidos. Las disposiciones de Sardes tropezaban con una fuerte resistencia, especialmente entre los obispos de África. Celestino insistió de nuevo en su obligatoriedad. Sobre todo, empleó de nuevo el caso de Iliria, renovando a Rufo de Tesalónica sus poderes de vicario para de este modo dejar bien establecido que, de acuerdo con el concilio, a Roma correspondía el conocimiento de todas las apelaciones en su grado más eminente. Desde esta posición impartió las órdenes para que los pelagianos fueran expulsados de todas las Iglesias en Occidente y envió a Britannia una misión, que presidía san Germán de Auxerre, para extirpar la herejía. Fue importante la decisión del 431 consistente en ordenar como obispo al diácono Paladio y enviarle a Irlanda para organizar allí una Iglesia, porque era la primera que nacía fuera del ámbito del Imperio romano. El texto antipelagiano, que Celestino distribuyó por todas las Iglesias de Occidente con precepto de obediencia, fue debido probablemente a la pluma de Próspero de Aquitania. San Celestino se encontró en medio de una querella doctrinal de gran alcance que le daría la oportunidad de poner en práctica los cánones de Sardes. San Cirilo, patriarca de Alejandría, y Nestorio, patriarca de Constantinopla, aunque se había formado teológicamente en Antioquía, se enzarzaron en una disputa acerca de la naturaleza de Cristo. La escuela alejandrina, consecuente con la actitud observada durante la querella arriana, insistía en la íntima unión entre las dos naturalezas, humana y divina, de Cristo; la antiocena, cuyo principal maestro fuera Teodoro de Mopsuestia, enfatizaba la separación. Nestorio comenzó a enseñar esta doctrina añadiendo que el nacimiento, pasión y muerte de Jesús no podían atribuirse a la persona divina del Hijo. «No puedo hablar de Dios como si tuviese dos o tres meses de edad.» Hacia el año 428 o 429, Nestorio prohibió que se diera a María el título de Theótokos (Madre de Dios) y Cirilo respondió con una carta doctrinal que denunciaba dicha tesis como una herejía tendente a separar en Cristo dos personas.
Nestonanismo. En ese mismo momento Nestorio escribió al papa comunicándole sus argumentos. San Celestino no quiso precipitarse: pidió un informe a Juan Casiano, mientras recibía también noticias de san Cirilo. Con todo ello reunió un sínodo en Roma que, el 10 de agosto del 430, condenó la tesis de la radical separación y de las dos personas, dando a Nestorio un plazo perentorio de diez días, antes de pronunciar su excomunión. Luego encargó a Cirilo que «en su nombre» diera ejecución a la sentencia; el patriarca de Alejandría envió al de Constantinopla un verdadero ultimátum. Mientras tanto, los dos emperadores habían decidido convocar un concilio ecuménico (sería el tercero reconocido como tal) en Efeso para el año 431. Esta vez el papa envió a sus tres legados con órdenes de operar en todo momento unidos con san Cirilo pero dejando bien clara la supremacía de la Sede Apostólica. Cirilo, sin esperar la llegada de estos legados, puso en marcha el concilio, en donde se produjo la casi unánime repulsa de las tesis nestorianas. Los romanos la respaldaron. En medio de grandes aclamaciones populares, María fue proclamada Madre de Dios. Aunque no dejó de mostrar sus reticencias porque se cerraban demasiado las puertas al arrepentimiento de los antiocenos y se envolvía en un solo grupo a todas las corrientes de esta escuela, Celestino confirmó las actas del concilio. Entre ellas había una sumamente importante, impuesta por uno de sus legados, el presbítero Felipe, en que se decía que Pedro «ha recibido de Nuestro Señor Jesucristo [...] las llaves del reino y el poder de atar y desatar los pecados. Pedro es quien, hasta ahora y para siempre, vive y juzga en sus sucesores. Nuestro santo y bienaventurado obispo, el papa Celestino, sucesor y vicario legítimo de Pedro, nos ha enviado para representarle en este santo concilio». El primado romano fue, por tanto, reconocido en la forma más solemne.

Sixto III, san (31 julio 432 - 19 agosto 440)
Romano e hijo de otro Sixto, desempeñó un importante papel en los pontificados de Zósimo y de Ceferino, probablemente relacionado con el Concilio de Efeso. Hubo sospechas, al comienzo de su carrera eclesiástica, de mostrar condescendencia hacia las doctrinas pelagianas acerca de la gracia, pero se justificó adhiriéndose a la Epístola tractoria y dando explicaciones que parecieron suficientes a san Agustín. Elegido por unanimidad se presentó a sí mismo como el continuador de la obra de san Celestino. Quería la paz en Oriente y no la victoria demasiado radical de los alejandrinos, que podían verse impulsados, en su defensa de la unidad en Cristo, a rechazar la existencia de dos naturalezas en él. Insistió, por ejemplo, en que el patriarca de Antioquía no debía ser ana- tematizado: era preferible conseguir que se adhiriese a la doctrina de Efeso de las «dos naturalezas en una». Así se hizo, y el Símbolo de Unión presentado por los niocenos en la primavera del 433 y aceptado por san Cirilo, fue considerado como el gran éxito de la Sede Apostólica: Pedro conservaba la unidad en la fe y restablecía la paz. Sin embargo, esta visión era engañosa. Obligado Nestorio a retirarse, el nuevo patriarca de Constantinopla, Proclo, inició una maniobra, apoyada en el rescripto de Teodosio II, para hacer que los obispos de Iliria oriental pasaran a la dependencia de Constantinopla. Sixto protestó: su vicario era Atanasio, obispo de Tesalónica, y de él dependían los demás; sin una credencial de este último no estaba dispuesto ni siquiera a recibirles. Para demostrar que no había en sus pretensiones ningún deseo de menoscabar su autoridad, Sixto comunicó poco después al patriarca que, habiendo recibido la apelación del obispo de Esmirna, se había limitado a confirmar la sentencia que contra él dictaran en Constantinopla. La familia imperial favoreció con donativos extraordinarios la tarea de reconstrucción que se operaba en Roma. Hay que indicar que las edificaciones,
además de transformarla en centro cristiano, tenían objetivos concretos. Así, en este tiempo fue fundado el primer monasterio en la ciudad, el de San Sebastián en la vía Apia: la oración contemplativa y el aislamiento propio de los monjes debían formar parte de la vida romana. Al reconstruir la basílica llamada de Liberio, en ruinas desde el asalto de Alarico, no sólo aumentó su magnificencia, sino que cambió de nombre, pasando a la advocación de Santa María la Mayor, esto es, la Madre de Dios, como se había definido en Éfeso. Y construyó el baptisterio occidental de Letrán: el sacramento del bautismo proporciona la gracia, en contra de lo que sostenían los pelagianos.

León I Magno, san (septiembre 440 - 10 noviembre 461)
El Grande. Sólo dos papas hasta ahora han merecido el calificativo de «grandes»: san León y san Gregorio. Y lo fueron. Para T. G. Jalland {The life and times of Saint Leo the Great, Londres, 1941), este pontificado marca el cambio decisivo. Nacido en Roma aunque de familia toscana, se había convertido en el brazo derecho de Celestino y de Sixto: fue elegido en ausencia, mientras desempeñaba una misión en las Galias por cuenta del emperador. Vuelto a Roma fue consagrado en una solemne ceremonia el 29 de septiembre, fecha
que conmemoraría durante los veinte años siguientes como la de su «nacimiento». Se conservan de él numerosos escritos, en especial la colección de 96 sermones, en los que no se advierte ninguna erudición helénica, pero mediante los cuales demuestra claridad de ideas: la autoridad sólo sirve para ser puesta al servicio de la Iglesia y de los hombres en el camino hacia Dios. Toda su doctrina acerca del pontificado gira en torno a ese eje, tantas veces repetido, de la sucesión de Pedro; pero esa autoridad y esa prerrogativa que hacen de Roma «primado de lodos los obispos», no es tanto un poder como un servicio. No son los titulares quienes magnifican el oficio, sino a la inversa, el oficio les engrandece. El año 445 Valentiniano III (425-455) haría expreso reconocimiento de la primacía romana mediante un rescripto que declaraba sumisas al poder del papa a todas las Iglesias de su parcela occidental del Imperio. Ejercería esta autoridad especialmente como pastor. En los sermones, que cubren todo el año litúrgico, son constantes las referencias a la doctrina. Estimulaba el celibato incluso entre diáconos y subdiáconos. Prohibió la confesión pública de pecados ocultos. Combatió el maniqueísmo, que presentaba a Valentiniano III como un peligro social además de religioso, el pelagianismo subsislente aún en Britannia y el priscilianismo que rebrotaba en Hispania. En tollos estos casos, san León no se limitaba a exponer la doctrina correcta: daba instrucciones a los obispos para que actuasen en la práctica. Tanto en el caso de Arles, que pretendía excederse en sus funciones, como en el de Tesalónica, advirtió a sus titulares que el vicario era tan sólo una «representación» del poder del primado, pero que no afectaba a los derechos que tradicionalmente asistían a los metropolitanos.
Monofisismo. Surgió entonces el «monofisismo» (doctrina que afirma que en Cristo sólo hay una naturaleza, la divina) como consecuencia de la exageración de la doctrina aprobada en Éfeso el 431. Un monje llamado Eutiques fue condenado, en un sínodo, por su obispo Flaviano, al sostener que en Jesús la naturaleza humana estaba absorbida por la divina. Eutiques apeló al papa y consiguió del emperador cartas que le recomendaban. San León contestó afectuosamente a estas cartas y ganó tiempo para recibir informes; luego redactó un texto que sería llamado el Tomus, en donde se hacía la clara exposición teológica de las dos naturalezas de Cristo unidas en una sola persona. Envió el documento a Flaviano. El Tomus Leonis está fechado el 13 de junio del 449 y redactado en latín, lo que impedía ciertas matizaciones que ofrece el griego, ganando en consecuencia en claridad. Pero en el intermedio el emperador Teodosio II, que apoyaba evidentemente a Eutiques, había convocado un concilio, en Éfeso, para el mes de agosto de ese mismo año, designando a uno de sus consejeros, Dióscoro, para presidirlo. Los monofisitas se apoderaron del concilio con ayuda de los soldados que Dióscoro movilizó, maltrataron a los legados pontificios y condenaron a Flaviano. Uno de estos legados, Hilario, huido a duras penas, informó a León de lo ocurrido. El papa no se conformó con rechazar los acuerdos del concilio: lo calificó de «latrocinio», exigiendo la inmediata rehabilitación de Flaviano. La muerte de Tcodosio II y la regencia de su hermana Pulquería (399-453) cambiaron bruscamente la situación. Fue convocado un nuevo concilio en Calcedonia el otoño del 451. Los legados pontificios ocuparon el puesto de honor y pudieron leer el Tomus, acogido con grandes aclamaciones. «Creemos lo que han creído nuestros padres, aceptamos la fe de los apóstoles. Es Pedro quien habla por boca de León.» Los orientales comprendieron que habían ido demasiado lejos porque si aceptaban que la singular posición de Roma era debida al apostolado de Pedro, la doctrina del primado universal no ofrecía la menor duda. En las sesiones siguientes maniobraron para introducir un canon, el 28, que afirmaba que Constantinopla y Roma eran iguales en calidad por ser ambas capi- tales del Imperio. León no podía aceptar esta condición; por eso retrasó su aprobación de las actas, y cuando lo hizo puso la salvedad de considerar el canon 28 como ilegítimo porque se oponía a las disposiciones de los concilios, des- de Nicea hasta entonces. La fórmula definitivamente aprobada en el debate teológico era que en Cristo existen dos naturalezas en una sola persona {hypostasis). San León insistiría cerca de las autoridades imperiales para que no consintieran ninguna desviación. Para hacer más eficaz su gestión resplandece sobre todo la sencillez expositiva. Tal vez no fuera un profundo teólogo, pero sí un hombre de espléndida caridad. El político. Ésta se refleja en los dos episodios políticos que le proporcionaron una extrema popularidad. El año 452, vencido Aecio (t 454) y desmantelada toda posible resistencia, Atila (t 453), rey de los hunos, invadió Italia reclamando una parte del Imperio y causando terribles daños. El emperador y los suyos se refugiaron en Rávena y sus inmediaciones, concentrando allí sus fuerzas y dejando Roma desamparada. Fue entonces cuando el papa salió al encuentro del rey en las inmediaciones de Mantua, el 6 de julio. No sabemos el contenido de aquella entrevista entre el sucesor de Pedro y el «azote de Dios venido de la estepa», pero es un hecho que Atila abandonó Italia retirándose a Panonia donde murió aquel invierno. El papa fue considerado el salvador de Roma y había conseguido este éxito sin desviarse un ápice de la caridad. En los años siguientes, asesinado Accio (454) tuvo lugar una revolución que anunciaba ya el fin: el senador Máximo dio muerte a Valentiniano III, casó con su viuda, y usurpó el trono. Entonces Genserico (428-477), rey de los vándalos, asentados en África, marchó por mar sobre Roma. Asesinado también el usurpador, la desamparada ciudad acudió de nuevo a León que pudo conseguir que, al menos, los lugares santos y las zonas de refugio para la población, fueran respetados (455). En medio de las ruinas de un Imperio que marchaba ya hacia la destrucción, era la del papa la única autoridad todavía viva en Roma. Una autoridad que, de momento, carecía de soldados.

Hilario, san (19 noviembre 461 - 29 febrero 468)
Hijo de Crispinus y nacido en Cerdeña, ocupaba el cargo de archidiácono cuando fue elegido: se pretendía que fuese el más fiel continuador de san León. Se trata del mismo legado que informara a este último del «latrocinio» de Efeso. En aquella ocasión corrió grave peligro y salvó la vida refugiándose en la Casa de San Juan el Evangelista, lo que explica que después dedicara a este santo una de las capillas en el baptisterio de Letrán. Hombre de gran carácter y energía, se le atribuye una importante decretal que, sintetizando la doctrina de Nicea, Efeso (431), Calcedonia y el Tomus Leonis, fijaba definitivamente las expresiones que debían utilizarse para definir la doble naturaleza en una sola persona de Jesucristo. Desde el año 456 un bárbaro, hijo de suevo y nieto por su madre del rey de los visigodos, Walia (415-418), convertido en magister militum, ejercía el poder, deshaciendo y creando emperadores: se trata de Ricimero, que, como sus antecesores, era arriano. Lograría incluso que uno de sus títeres autorizara la existencia de una Iglesia arriana en Roma. Hilario se enfrentó con ese emperador, Antemio (467-472), y le hizo jurar que nunca, bajo ninguna circunstancia, consentiría que dicha Iglesia dispusiera de templos y lugares de asentamiento en la ciudad. Con la dictadura militar de Ricimero (t 472), el Imperio se fragmentaba: España, las Galias y Dalmacia, aunque siguieran invocando la legalidad de su soberanía, estaban separadas. África, Germania, Britannia, se habían perdido. Era, por tanto, urgente para el papa afirmar la cohesión de estas Iglesias con la de Roma, por encima de circunstancias políticas. San Hilario apoyó a Leoncio de Arles para que siguiera ejerciendo la primacía sobre las Galias, aunque el interesado respondió mal. El 19 de noviembre del 465 reunió un sínodo en Roma, el primero del que se conservan actas, a fin de ordenar el esquema jerárquico de la Iglesia. En él se trataron una denuncia contra Silvano de Calahorra, que consagraba irregularmente obispos impuestos por los notables de la región, y una demanda de los de la provincia Tarraconense para que mitiese a Nundinario, que ya era obispo, pasar a la sede de Barcelona. El papa resolvió ambos asuntos y, afirmando su autoridad, designó al subdiácono Trajano para que vigilara el cumplimiento de los decretos; se insistía en la negativa a que los obispos pudieran «recomendar» un sucesor.

Simplicio, san (13 marzo 468 - 10 marzo 483)
Hijo de Castino y natural de Tívoli, Simplicio es el espectador pasivo de los graves acontecimientos que provocaron la desaparición del emperador en Occidente. Hasta el año 472 prolongó Ricimero su poder: los sucesivos emperadores, Livio, Severo, Antemio y Olibrio fueron apenas marionetas en sus manos. Pero el «ejército romano», formado por bárbaros, era ya incapaz de dar origen a nuevas instituciones. En tales circunstancias y faltando un rey, la única solución posible era la dictadura, interrumpida de vez en cuando por luchas
para asegurarse el poder, hasta que el 23 de agosto del 476, Odoacro (t 493), un hérulo, se decidió a poner fin a lo que era simplemente una ficción y envió a Bizancio las insignias imperiales. Un solo Imperio para todo el Mediterráneo, convertido ahora en un mosaico mal hilvanado de caudillos militares. Entre las funciones subrogadas que Odoacro reclamaba, figuraba también la de ejercer autoridad sobre Roma, sede del papado; y no renunció a ellas a pesar de su arrianismo. Simplicio tuvo que luchar contra las pretensiones del patriarca Acacio de Constantinopla que reclamaba la plena aplicación del canon 28 del Concilio de Calcedonia, al que ya no iban a renunciar sus sucesores: una vinculación del primado romano a la capitalidad del Imperio se convertía en argumento para reducirlo poco a poco a una posición subordinada; máxime cuando esta pretensión venía amparada en querellas doctrinales. El monofisismo se mantenía fuerte en Bizancio y había sostenido incluso la usurpación de Basilisco entre el 475 y el 476. Tanto el emperador Zenón como el patriarca Acacio buscaban una fórmula intermedia que permitiera conciliar los puntos de vista, imponiéndola al margen de la doctrina ron sin tener en cuenta la voluntad del obispo de Roma, al que consideraban como representante de una comunidad marginal. El papa solicitó de Zenón que defendiera la ortodoxia, brindándole algunas concesiones, como el reconocimiento de un patriarca de Antioquía que no había sido elegido canónicamente. Ni ruegos ni protestas fueron atendidos. Sin embargo, se advertían progresos. El papa estaba convirtiéndose en dueño de Roma: por primera vez un edificio civil fue transformado en basílica dedicada a San Andrés de Catabarbara; edificó, además, San Stefano in Rotondo. Lo más importante es que apoyaba y estimulaba la tarea de san Severino (+483) que predicaba el cristianismo en Norica y, al mismo tiempo, reanudaba la creación de vicariatos aunque sin asignarlos a sedes determinadas y sí a personas relevantes. Por primera vez el obispo de Zenón de Sevilla ostentó esta calidad en España.

Félix II, san (13 marzo 483 - 1 marzo 492)
Impropiamente, en aquellas relaciones que otorgan legitimidad al rival de Liberio, aparece mencionado como Félix III. Pertenecía a la aristocracia romana y su padre había sido ya sacerdote. Viudo y con dos hijos, uno de los cuales sería a su vez el abuelo de Gregorio Magno: tuvo que recibir sobre la marcha todas las órdenes antes de ser consagrado. Odoacro, a través del prefecto Basilio, primera autoridad en Roma, intervino en esta elección. Félix II se apoya- ría, para su gobierno, en el archidiácono Gelasio, que sería además su sucesor: de ahí que se hayan considerado ambos pontificados como dos etapas en un mismo gobierno cuya tarea más importante consistió en fijar el ámbito de autoridad de Roma con respecto a Bizancio. Vista desde Constantinopla, la caída del Imperio de Occidente reducía Italia al rango de una mera provincia, gobernada además por usurpadores bárbaros (desde el año 487 el rey de los ostrogodos, Teodorico (454-526), recibiría de Zenón un título de «patricio» que le capacitaba para su gobierno) y, en ella, Roma podía ser tratada como una sede metropolitana, no distinta de las otras patriarcales. Acacio, por encargo de Zenón, preparó un documento, Henótico, reinterpretando la doctrina de Calcedonia a fin de que pudiera ser aceptado por monofisitas y nestorianos, y trató de imponerlo como si tuviera la supremacía doctrinal. Paralelamente un monofisita, Pedro Mongo, era admitido como patriarca de Alejandría. Félix no fue ni siquiera informado: tuvo conocimiento de lo sucedido a través del patriarca alejandrino depuesto, Juan Talaia, que buscó refugio en Roma. El papa, todavía en el comienzo de su gestión, envió sus legados a Constantinopla para dar cuenta de su elección, reclamar la confirmación del credo de Caldedonia y la restauración de Talaia en Alejandría. Fallaron absolutamente en su cometido; admitieron ser tratados como inferiores y dieron a entender que podían plegarse a todas las decisiones de Acacio y de la corte imperial. Félix convocó un sínodo (28 de julio del 484) para excomulgar a sus legados y también a Acacio de forma solemne. Algunos monjes bizantinos, exaltados defensores de la ortodoxia, hicieron pública la excomunión colgando el documento en las vestiduras de Acacio cuando éste se hallaba celebrando misa. El patriarca ordenó que se borrara el nombre de Félix de los dípticos y, durante 35 años, se prolongaría una ruptura que algunos historiadores consideran ya como el primer cisma. El papa, mostrándose absolutamente seguro de su posición, se negó a hacer concesiones: exigía el retorno puro y simple a la fe de Calcedonia y la deposición de los patriarcas de Antioquía y Alejandría, considerados monofisitas. Muerto Acacio y llegado al trono imperial Anastasio (491- 518), hubo un giro a la ortodoxia, pero matizada con concesiones al monofisismo moderado. El papa nunca quiso modificar sus condiciones, a pesar de que sus detractores le considerasen demasiado duro. Su sepulcro, junto al de su padre, su esposa y sus hijos, se encuentra en la basílica de San Pablo.

Gelasio I, san (1 marzo 492 - 21 noviembre 496)Italia.
Nacido en Roma, procedente de una familia africana, fue tan importante para la vida de la Iglesia como san León Magno, a pesar de que reinó poco tiempo. Dionisio el Exiguo, que vivió en Roma pocos años más tarde y recogió la memoria inmediata de su vida, hace de Gelasio un retrato impresionante: su humildad, su determinación en el servicio de los demás, sus mortificaciones personales, su conocimiento de la Biblia, su oración y su piedad, le convierten en el Buen Pastor por excelencia. Fue el primero en usar el título de vicario de Cristo. A diferencia de sus inmediatos antecesores, fue un excelente teólogo: de ahí la claridad que emana de sus abundantes documentos. Destaca en especial el llamado Decreto gelasiano, que proporciona la lista de libros canónicos del Nuevo Testamento y también de los apócrifos. La guerra que permitió a Teodorico adueñarse de Italia había causado graves quebrantos económicos: miles de refugiados cayeron sobre Roma provocando serios problemas de subsistencia. A ellos tuvo que atender Gelasio, poniendo en práctica los preceptos de la caridad. Por vez primera se redactó entonces un Líber censuum que permitía conocer todas las rentas a disposición de la Sede Apostólica: eran copiosas y sus propiedades --especialmente las de Cerdeña y Sicilia-- permitían disponer de abundantes reservas de trigo. Gelasio dispuso que de las rentas se hicieran cuatro partes: una para el papa, que empleaba en limosnas para remedio de tanta miseria; otra parte para el clero; la tercera para repartir entre los pobres; la cuarta y última para la fábrica de las iglesias. Sus excelentes relaciones con Teodorico, pese a ser arriano, dieron a Roma el grado de tranquilidad que necesitaba. G. Pomares {Celase 1, París, 1959) señala cómo su obra más importante consiste en haber rematado el proceso de conversión de Roma en ciudad cristiana, suprimiendo la última reliquia de las fiestas paganas, las Lupercalia, degeneradas en un grosero carnaval. Oriente. El problema fundamental seguía siendo el de las relaciones con Oriente, interrumpidas desde el año 484 por la excomunión de Acacio. El sucesor de éste reclamaba, para suscribir el documento de fe de Calcedonia, que se anulase el decreto de excomunión, pero en esto iba envuelta la negación del primado de Roma. Gelasio se negó: a lo único que accedería fue a perdonar a uno de los legados, Miseno, obispo de Cumas (13 de mayo del 495) porque la falta de éste afectaba únicamente a la disciplina. Se declaró absolutamente decidido a defender hasta el último extremo lo que, andando el tiempo, llegaría a definirse como infalibilidad pontificia. Estas son sus palabras: «Lo que la Sede Apostólica afirma en un sínodo, adquiere valor jurídico; lo que él ha rechazado no tiene fuerza de ley.» En una carta al emperador Anastasio y en algunos otros textos doctrinales, expuso por vez primera con absoluta nitidez las relaciones entre los dos poderes. «Dos poderes gobiernan el mundo: la autoridad sacra del pontífice y el poder imperial. Del uno y del otro son los sacerdotes quienes soportan el mayor peso, pues en el Juicio Final tendrán que rendir cuentas, no sólo de sí mismos, sino también de los reyes.» Desde una posición de fe absoluta esta doctrina aparece como resultado de una lógica meridiana, pues el único fin de la existencia humana consiste en alcanzar la vida eterna, mientras que los bienes temporales, entre los que se cuenta el gobierno, son solamente medios para asegurar a los súbditos ese fin. Completando esta idea dijo que nadie podía colocarse «por encima de aquel hombre a quien la misma palabra de Cristo ha colocado sobre todos los hombres y al que la venerable Iglesia fiel ha reconocido como su primado». Gelasio explicaba la recíproca autonomía de ambos poderes, pero declarando que los dos están sometidos al orden moral del que la Iglesia es fiel custodia. La abundante correspondencia conservada revela la preocupación del papa por imponer estas doctrinas y la satisfacción que le producían las sedes de Italia y, en general de Occidente, porque no ponían dificultades de obediencia. En el sínodo del 494 se tomaron importantes medidas disciplinarias acerca de la ordenación de. sacerdotes y de la acción pastoral. Se le ha atribuido el más antiguo de los formularios conservados para la administración de sacramentos.

Anastasio II (24 noviembre 496 - 19 noviembre 498)
La enérgica actitud que Félix y Gelasio adoptaron en sus relaciones con Oriente suscitaron la oposición de los círculos romanos partidarios del emperador, los cuales elevaron al solio a Anastasio, hijo del presbítero Pedro, que se había hecho notar en el sínodo del 495 por su inclinación a la condescendencia. Junto con Liberio forma la excepción de no haberse incluido en la lista de los santos. Dante no dudaría en enviarle al Infierno. Apenas elegido, envió sus le- gados a Constantinopla con una carta al emperador concebida en términos muy conciliadores: era evidente el deseo de restablecer la unidad, pero su tono de moderación no se apartaba de las posiciones fijadas por Gelasio I en el 494; por ejemplo, pedía al emperador que le ayudara a restablecer en Alejandría la fe de Calcedonia, pero no mencionaba a Pedro Mongo, el discutido patriarca. Los legados pontificios viajaron junto con una embajada que, presidida por el senador Festo, era enviada por Teodorico el Ámalo, en un intento de obtener una legitimación del gobierno que venía ostentando. Las dos negociaciones se mezclaron y, en determinado momento, el emperador Anastasio ofreció el reconocimiento de dicha legitimidad si por su parte el monarca ostrogodo lograba que Roma se plegara a una fórmula de compromiso en la fe, expuesta en un documento que repetía, palabra por palabra, el Henótico. Desconocemos la respuesta de los legados pero sabemos que Festo prometió que desde Rávena se harían todos los esfuerzos necesarios. Bajo esta condición, Teodorico fue reconocido como prefecto de Italia el año 498. En Constantinopla habían comenzado conversaciones con una delegación de eclesiásticos llegados de Alejandría, en un esfuerzo para encontrar una fórmula satisfactoria para todos, y el papa Anastasio, que había restablecido la comunión con Andrés de Tesalónica, dispuso que su diácono, Fotino, se incorporara a dichos trabajos. No había tenido la precaución de consultar con el clero romano, de modo que éste creyó que estaba obrando a sus espaldas y con perversas intenciones. Se produjo una grave crisis cuando algunos presbíteros ro- manos suspendieron la comunión con su obispo, y comenzaron a desarrollar una propaganda adversa que acabaría convirtiéndose en leyenda, recogida en el Líber Pontificalis, y que pretende, nada menos, que el papa había traicionado la fe. Anastasio II murió bruscamente, cuando la crisis estaba aún en sus comienzos.
Simmaco, san (22 noviembre 498 - 19 julio 514)
Cisma.
La división del clero en dos facciones que se venía registrando desde la muerte de Gelasio I, quedó reflejada el 498 en un nuevo cisma. Los clérigos eran ya quienes desempeñaban el papel decisivo en la elección. La mayor parte se decidió por el diácono Simmaco, un corso que había nacido en el paganismo, y que fue inmediatamente consagrado en San Juan de Letrán. Pero los partidarios de Anastasio II que, aunque eran minoría, contaban con el apoyo de la aristocracia senatorial romana, nostálgica del Imperio, procedieron a elegir al archidiácono Lorenzo, inmediatamente consagrado en Santa María la Mayor. Las dos facciones acudieron a Teodorico, que poseía la autoridad delegada por el emperador, y él se inclinó en favor de Simmaco porque había sido elegido antes y por la mayoría. Simmaco tuvo que viajar hasta Rávena para alcanzar este resultado favorable. Apenas instalado, el nuevo papa convocó el sínodo (499) para elaborar las normas a que, en adelante, debía someterse la elección del pontífice: dicha elección correspondería exclusivamente a los clérigos, quedando excluidos los laicos. Lorenzo se sometió y fue compensado con el obispado de Noceria, en Campania, que desempeñó hasta su muerte. Teodorico visitó Roma el año 500, siendo recibido por Simmaco. La aristocracia romana, fuerte en sus grandes propiedades y en su condición de senadores hereditarios, que no estaba dispuesta a consentir la exclusión prevista en el sínodo del 499, aprovechó esta oportunidad y el enfriamiento de relaciones entre Rávena y Constantinopla para acusar a Simmaco ante el rey de graves delitos: no celebraba la Pascua en la fecha debida, malversaba las rentas, incluso cometía pecados contra la castidad. Simmaco se negó a comparecerante el rey en su calidad de magistrado del Imperio, atrincherándose tras los muros del Vaticano. Teodorico dispuso entonces que un obispo, el de Altinum, se encargara provisionalmente de la administración de Roma hasta que los obispos de Italia, en un sínodo, tuvieran la ocasión de pronunciarse. El papa, que negó legitimidad al administrador, Pedro de Altinum, sí aceptó el concilio. Éste, el 23 de octubre del 502, decidió en forma taxativa que ningún tribunal humano puede juzgar al vicario de Cristo, una vez consagrado como tal;
sólo Dios podía juzgarle.
Un papa no puede ser juzgado.
La continuación de este concilio tuvo lugar el 6 de noviembre del mismo año, en San Pedro y bajo la presidencia de Simmaco. En él se renovaron las disposiciones del 499 acerca de la elección y se aprovechó la oportunidad para declarar nula la ley que invocaran los acusa-
dores para atribuir a Simmaco malversación, con el argumento de que dicha ley había sido promulgada por Odoacro y ningún poder laico puede legislar en la Iglesia. El texto de dicha ley se convirtió en un canon que aprobaron el papa y los obispos reunidos. Teodorico comprendió que estas disposiciones eran una amenaza para el poder temporal que representaba: sus tropas permitieron a Lorenzo regresar a Roma e instalarse en Letrán. Durante cuatro años se produjo la extraña división, pues Simmaco pudo mantenerse en San Pedro y la zona del Vaticano, mientras Lorenzo, con ayuda de los senadores, administraba la mayor parte de las propiedades de la Iglesia. Ennodio y Dióscoro, diáconos de Roma y de Alejandría respectivamente, negociaron con Teodorico hasta convencerle de su error: nada podía perjudicarle tanto como esta división. El rey ordenó al senador Festo que expulsara a Lorenzo enviándolo de nuevo a su diócesis y así concluyó el cisma. Nunca lograría Simmaco la aceptación unánime: parte de su clero y de los senadores se mostraría recalcitrante.
Algunas obras importantes se asignan a este pontificado. Confirmó a san Cesáreo de Arles en sus poderes como vicario, haciéndolos extensivos a cuestiones de fe y a las relaciones con los reyes merovingios y con los visigodos de España; le fue remitido el pallium como signo de autoridad. Fueron dictadas disposiciones contra los maniqueos, ordenando su expulsión de Roma. En las misas solemnes se cantaría en adelante el Gloria. Fue construida la nueva residencia pontificia en el Vaticano. En relación con Bizancio, mantuvo Simmaco
la misma firmeza que sus antecesores, obligando al emperador Anastasio a capitular: estaba previsto que el papa presidiera un concilio en Heracleon de Tracia, pero la muerte se lo impidió. A su vez, el antipapa Lorenzo había muerto el año 508. Sus últimos meses se desarrollaron en medio de ejemplares ejercicios de piedad.

Hormisdas, san (20 julio 514 - 6 agosto 523)
Decreto del papa.
De acuerdo con las normas de los sínodos romanos del 499 y 502, Hormisdas, probablemente recomendado por Simmaco, fue elegido
por el clero por unanimidad. Era un hombre de paz que sabía aprovechar las coyunturas favorables. El emperador Anastasio, que veía crecer la resistencia de los calcedonianos, repitió la invitación para que el papa presidiera un concilio en Heracleion, a fin de restablecer la unidad. Hormisdas consultó con Teodorico, para tener la seguridad del respaldo de las autoridades italianas, y proveyó cuidadosamente de instrucciones a las legaciones que envió los años 514 y 517; no había en ellas el menor resquicio que permitiera ceder en dos puntos:
el del primado romano y la profesión de fe en las dos naturalezas unidas en una persona. En consecuencia, los legados presentaron como inexcusables: la aceptación del Tomus Leonis, como fuera proclamado en Calcedonia; la sentencia de excomunión pronunciada contra Acacio; y el derecho de apelación a Roma de todos los obispos depuestos durante la querella. Anastasio, probablemente, no podía aceptarlas, pero su muerte, el 518, abrió paso a una solución. Justino (518-527), el nuevo emperador, que pronto asoció al trono a su
sobrino Justiniano, abrigaba grandiosos proyectos de reconquista del Mediterráneo; era calcedoniano convencido (a pesar de lo cual los monofisitas conservarían mucha influencia a través de Teodora --527-548--, la esposa de Justiniano --527-565--) y sabía muy bien que la unión de las Iglesias era indispensable para el triunfo de sus proyectos. Tras haber proclamado en Constantinopla el Símbolo de Fe calcedoniano, en medio de grandes aclamaciones populares, Justino invitó al papa a enviar una tercera embajada: esta vez se in-
cluyó al diácono alejandrino Dióscoro, que tanto había ayudado a Simmaco y cuya lengua era el griego. Iba provisto de un documento, Libellus fidel Hormisdae Papae, que expresaba con absoluta claridad la posición de Roma tanto en la cuestión cristológica como en la primacía de la Sede Apostólica. El documento fue presentado al emperador y los obispos, que lo asumieron. En él se contenía este texto: No puede silenciarse la afirmación de nuestro Señor Jesucristo que dijo: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia.» Estas palabras han sido confirmadas por los hechos: en la Sede Apostólica se ha conservado siempre, sin mácula, la fe universal. Ésta es la razón por la que yo espero estar en comunión con la Sede Apostólica en la que se encuentra la plena y verdadera religión. Posteriormente se ha dicho que fueron más de un millar los obispos que habían suscrito el texto, y la que se llamó «Fórmula de Hormisdas» pasó a ser uno de los documentos esenciales de la Iglesia católica; el Concilio Vaticano I la incorporaría a la declaración dogmática sobre la infalibilidad pontificia. Los monofisitas, sin embargo, que conservaban fuerza en la capital aunque fueran perseguidos, se atrincheraron en Egipto, en donde darían lugar a una disidencia permanente.
Dos Romas.
Hormisdas tuvo la sensación de haber conseguido una gran victoria: los nombres de los últimos cinco patriarcas así como los de los empe-
radores Zenón y Anastasio, fueron borrados de los dipticos. Pero Justiniano también estaba convencido de haber alcanzado grandes metas: el patriarca Juan II, al firmar la Fórmula, manifestó la alegría de declarar que ahora las dos Romas, la vieja y la nueva, eran una sola. En los años siguientes los patriarcas ganaron terreno hasta conseguir, el 521, con Epifanio, el reconocimiento del canon 28 de Constantinopla que otorgaba a Bizancio el primer puesto inmediatamente detrás de Roma. Pero el emperador había conseguido que esta ciudad se sintiera parte del Imperio. Preparaba ya su reconquista militar. Al mismo tiempo estaba ejerciendo autoridad en asuntos puramente eclesiásticos. Había, pues, un reconocimiento de que Constantinopla era en cierto modo cabeza de las Iglesias orientales. Hormisdas aprovechó el caso de los monjes es- citas para demostrar que tal preeminencia no se extendía a cuestiones doctrinales. Dichos monjes, para evitar tendencias nestorianas, habían elaborado una fórmula («Uno de la Trinidad sufrió en la carne») que, aunque era teológicamente correcta, podía dar origen a ambigüedades. El papa no la condenó, pero tampoco la aceptó; dijo simplemente que bastaba con el Tomus Leonis aprobado en Calcedonia. Cuando Fausto de Riez fue acusado de pelagianismo, respondió que la doctrina de la Iglesia en este punto se había fijado por Celestino I y bastaba con atenerse a ella. Líber Pontificalis. L. Duchesne {Le Líber Pontificalis, París, 1884-1885) pudo ya demostrar que en este tiempo se comenzaron a redactar las biografías de los papas a partir de documentos existentes en los archivos romanos. El Líber Pontificalis, como la traducción de los cánones griegos al latín (obra encomendada a Dionisio el Exiguo, el mismo monje que elaboró el cálculo del comienzo de la era cristiana) perseguían una meta: demostrar la continuidad
apostólica sin fisuras. Consciente de la debilidad que podía acarrear el sometimiento al Imperio de Constantinopla, Hormisdas buscó un fortalecimiento con las Iglesias de Occidente: Cesáreo de Arles y Avito de Vienne se mantuvieron en muy estrechas relaciones con el papa; nombró vicarios en España, primero a Juan de Elche y el 521 a Salustio de Sevilla. A este último otorgó facultades para convocar y presidir concilios en Bélica y Lusitania, asegurando el cumplimiento de las disposiciones romanas.
J
uan I, san (13 agosto 523 - 18 mayo 526)
Natural de Toscana, había figurado entre los seguidores del antipapa Lorenzo antes de someterse a Simmaco y ser ordenado diácono. Gozaba de un gran prestigio intelectual y era amigo de Boecio, con quien consultaba sus escritos teológicos para garantizar la ortodoxia. Se trataba, sin embargo, de un anciano y, además, enfermo. Con san Hormisdas compartía el convencimiento de que para el bien de la Iglesia convenía el estrechamiento de relaciones con Oriente. Siguiendo los consejos de Dionisio el Exiguo se adoptó el calendario litúrgico que se empleaba en Alejandría. La herejía, perseguida con apoyo de las autoridades imperiales, seguía retrocediendo. Pero desde el año 524 el emperador Justino hizo extensivas a los godos que vivían en sus dominios las leyes antiarrianas: se les prohibía ocupar cargos públicos, sus iglesias fueron confiscadas y algunos de ellos obligados a abrazar el catolicismo. Teodorico que, ante todo, se sentía rey de los godos, se enfureció: convocó a Juan I a Rávena y le encargó presidir una amplia embajada, con obispos y senadores incluidos,
para exigir el cese de la persecución. Juan le advirtió que procuraría que fueran ¡Hendidas sus demandas, pero que la doctrina de la Iglesia le impedía solicitar el retorno de los conversos al arrianismo. La embajada llegó a Constantinopla unos días antes del 19 de abril en que
se celebraba la Pascua y fue recibida con muestras exageradas de respeto: el papa celebró la misa tradicional de la fiesta, en latín, ofreciendo a Justino la corona. Podía interpretarse este hecho como una estrechísima vinculación de la Sede Apostólica al Imperio. Así lo entendió Teodorico. El emperador accedió a todas las demandas de Juan I, si bien en ellas no entraba el retorno de los conversos al arrianismo. Por otra parte, mientras la embajada seguía sus gestiones se deterioraba rápidamente la situación política en Italia: el rey en-
tendió que se estaba alzando un movimiento probizantino e hizo ejecutar a algunas prominentes personas, entre ellas Boecio (480? - 524?) y su suegro el senador Simmaco. De modo que cuando el papa regresó a Rávena se vio tratado como un enemigo. No está muy claro el alcance que las represalias tuvieron contra él y sus colaboradores: sabemos que se le prohibió abandonar la ciudad y que algunas fuentes atribuyen a los malos tratos su enfermedad y muerte.


Félix III, san (12 julio 526 - 22 septiembre 530)
En muchos textos en los que se reconoce legitimidad al antipapa Félix, figura con el ordinal IV. La muerte inesperada del papa Juan produjo una vacante de 58 días, pues los dos bandos imperantes en el clero, progodo y prooriental, se enfrentaron. Amalasunta (526-534) presionó a su padre Teodorico para que forzara la elección (un dato que recoge el Líber Pontificalis) y Félix pudo ser consagrado. Las relaciones con los godos mejoraron al producirse la muerte de Teodorico y asumir Amalasunta las funciones de regencia de su
hijo Atalarico; se aprecian las consecuencias de dicha mejora en un incremento del poder que los pontífices venían ejerciendo sobre la ciudad de Roma; hay datos que revelan que aumentaron las propiedades, bienes y edificios, que obli-
garon a Félix III a incrementar el número de presbíteros para atender las nuevas necesidades. La correspondencia de Félix III con Cesáreo de Arles revela una creciente preocupación por la mala formación de muchos presbíteros y por el retorno de algunos de éstos al estado laical. Para evitarlo, el papa recomendaba un examen riguroso de las condiciones de cada candidato. Como la necesidad de con-
tar con el apoyo de los godos forzaba a suspender las medidas contra el arrianismo, Félix volcó sus esfuerzos en la lucha contra el pelagianismo. Por su encargo, Próspero de Aquitania recopiló textos de san Agustín hasta redactar un documento de 25 capítulos que definía la doctrina de la gracia. Dicho texto fue adoptado en el Concilio de Orange (julio del 529) y reveló ser eficaz. Los mosaicos de San Cosme y San Damián, antiguo templo pagano, ahora convertido en iglesia cristiana, muestran el que parece ser el retrato de Félix;
se trata en tal caso del primero de los pontífices cuya imagen ha llegado a nosotros. Son muchas las edificaciones y obras que se le atribuyen, reflejando una voluntad de sustituir la imagen de Roma pagana por otra, de una ciudad cristiana. En sus últimos días intentó introducir una nueva norma, designando a su archidiácono Bonifacio como sucesor y entregándole el pallium. El Senado no quiso admitirlo: de ningún modo la aristocracia romana estaba dispuesta a renunciar a hábitos electorales que consideraba como derecho. La muerte del
papa abrió así un serio debate.

Bonifacio II (22 septiembre 530 - 17 octubre 532)
La parte más antigua y menos fiable del Líber Pontiftcalis concluye con la muerte de Félix III: la obra será continuada por diversos autores. La designación previa de un sucesor obedecía probablemente al designio de conservar las buenas relaciones con Rávena en un momento en que, desencadenada la reconquista de África, aumentaba el número de probizantinos: aunque nacido en Roma, Bonifacio, hijo de Sigibuldo, era un germano. El Senado y la mayor parte del clero rechazaron esta designación y el mismo día 22 de septiembre pro-
cedieron a elegir a Dióscoro, el diácono alejandrino que tan importante papel desempeñara en la lucha contra el monofisismo; era, sin duda, el mejor candidato de los bizantinos. Pero murió el 14 de octubre, sin haber sido ordenado, y sus partidarios, desconcertados, reconocieron a Bonifacio. Como la oposición había sido tan fuerte y el Senado formuló serias amenazas contra quienes aceptaran ser designados en vida de su antecesor, Bonifacio decidió convocar un sínodo (27 de diciembre del 530) exigiendo de los 60 clérigos que proclamaran a Dióscoro un juramento firmado de fidelidad; al mismo tiempo hizo condenar la memoria del difunto como de un antipapa. En sentido contrario, afirmado en el poder, Bonifacio trató de ganarse a sus clérigos con donativos y prebendas. Nada de esto significaba renunciar a su origen, ya que estaba convencido de la necesidad de poner la Sede Apostólica a resguardo de la creciente influencia de los senadores. Otro sínodo celebrado en Roma (531) aprobó un canon que le permitía designar candidato a su propia sucesión: este
candidato sería el diácono Vigilio. Estalló entonces una oposición tan formidable que el papa se vio obligado a reconvocar el sínodo declarando nula la anterior constitución. Su breve reinado obedece, sin embargo, a la misma línea de sus inmediatos antecesores: quería afirmar, ante todo, la primacía de la Sede Apostólica. Confirmó las actas del Concilio de Orange, celebrado antes de su elección, en un
documento (25 enero del 531) que definía con carácter ecuménico la doctrina de la gracia. Cuando el patriarca de Constantinopla depuso al obispo de Larissa, un sínodo romano (532) le recordó que Grecia formaba parte del Iliricum y todo éste quedaba bajo la directa autoridad de Roma.

Juan II (2 enero 533 - 8 mayo 535)
Vientos de guerra comenzaron a soplar en Italia. Amalasunta, que apoyó a Justiniano durante la conquista de África, perdió la regencia al morir prematuramente su hijo Atalarico. Trató de mantenerse en el poder contrayendo nuevo matrimonio con su primo Teodahado (534-536), pero este la envió prisionera a un castillo del lago Bolzano y se proclamó rey. La princesa despojada pidió ayuda a los bizantinos. Son estos vientos los que explican que la sucesión de Bonifacio II se desenvolviera en medio de terribles debates entre ambos parti-
dos, provocando que el solio permaneciera vacante dos meses y medio. Al final, en una especie de compromiso, fue elegido un anciano presbítero del título de san Clemente, llamado Mercurio. Como resultaba inadecuado el nombre de un dios pagano en la cabeza de la Iglesia, el electo lo cambió, tomando el de Juan, una costumbre que en el futuro se haría cada vez más frecuente. En uno
de sus últimos actos como regente, Amalasunta confirmó un decreto anterior del Senado prohibiendo manipulaciones en la elección; pero añadió --precedente de mucha importancia-- que en caso de discordia, al rey correspondía el arbitraje. Justiniano, que influido por su mujer trataba de atraerse a los monofisitas moderados, logró que un sínodo aceptara la fórmula de los monjes escitas («Uno de la Trinidad sufrió en la carne») que Hormisdas rechazara por ambigua e innecesaria, y la impuso por decreto (15 de marzo del 533). Los monjes
del monasterio Acoemetae («los que nunca duermen») protestaron. Esta vez el papa dio la razón al emperador: la fórmula era ortodoxa y si servía para convencer a algunos monofisitas para que admitieran el Símbolo de Nicea y Constantinopla, podía considerarse útil. Del mismo modo, Juan II hizo valer su primado cuando, en un sínodo presidido por él, Cesáreo de Arles condenó al obispo Contumelioso de Riez por su conducta pecaminosa: Arles actuaba en este caso como vicaria de Roma. Más clara resulta la actitud de la Iglesia africana. El año 535 Reparato de Cartago reunió un magno concilio al que asistieron 217 obispos. Se trataba de reorganizar la provincia tras la conquista. El concilio envió a Juan II un informe completo pidiendo la confirmación de sus actas. En todas partes la primacía de Roma era admitida; existían, sin embargo, discrepancias acerca de su extensión.

Agapito I, san (13 mayo 535 - 22 abril 536)
La prisión y posterior asesinato de Amalasunta dieron a Justiniano la oportunidad que desde hacía tiempo buscaba para desencadenar su ofensiva sobre Italia: dos ejércitos, desde África y desde Dalmacia, participaron en la invasión. En este clima de duros presagios tuvo lugar la elección de Agapito, hijo del presbítero Gordiano, que había muerto a manos de los partidarios de Lorenzo el año 502. Archidiácono, era un hombre cultísimo, poseedor de una importante biblioteca estudiada por I. Marrou («Autour de la biliothéque du papa Agapit», Mel. Archéologie et Hist., 48, París, 1931) y ubicada en su casa del Monte Celio. Gran colaborador de Cassiodoro, con él había construido el primer plan de enseñanza orgánica que conocemos como trivium (gramática, retórica, dialéctica) y quatrivium (aritmética, geometría, astronomía y música) y que es el fundamento de la escolástica europea. En este ámbito es el antecedente de san Isidoro. Una de sus primeras decisiones fue rehabilitar la memoria de Dióscoro. De carácter muy independiente, desplegó una gran energía en la defensa del
primado romano. Así, cuando Contumelioso de Riez apeló la sentencia pronunciada contra él por Cesáreo de Arles, admitió la apelación y luego confirmó la sentencia. Justiniano le pidió concesiones en relación con los arríanos de África vueltos al catolicismo, pero él mantuvo firmemente la legislación romana, especialmente la que impedía a los sacerdotes arríanos ser luego sacerdotes católicos. En octubre del 535 fueron confirmados todos los cánones que regulaban la cuestión arriana.
Teodahado pidió a san Agapito que encabezara una misión de paz en Constantinopla. Él aceptó porque era consciente, al igual que sus antecesores, de los graves daños que la guerra iba a significar para la Iglesia. Tenía el ejemplo de África: muchos clérigos y laicos se habían refugiado en Italia huyendo de las tropas bizantinas. Introdujo entonces una disposición que obligaba a dichos clérigos a proveerse de cartas de excardinación de sus propios obispos antes de incorporarlos al servicio de Roma. Aceptó, pues, la embajada, pero no quiso recibir dinero alguno: hubo de empeñar vasos de oro y plata de las iglesias de Roma para hacer frente a los gastos del viaje. En Constantinopla fue recibido con muestras de afecto y sumisión muy grandes (febrero del 536). Pero en relación con la guerra Justiniano le advirtió que las órdenes estaban ya cursadas y no era posible cambiarlas. Conoció Agapito que el patriarca Antimo de Constantinopla, designado a instancias de la emperatriz Teodora, era un monofisita, como ella misma, y le negó la comunión. Se sucedieron halagos y amenazas, igualmente resistidos hasta conseguir que se celebrara un debate público en que pudo demostrar que Antimo, efectivamente, sostenía doctrinas que ya habían sido condenadas. Justiniano, que no podía en aquellos momentos prescindir de Roma y de lo que la Sede Apostólica significaba, depuso a Antimo. San Agapito se encargó de consagrar a su sucesor, Menas, pero después de que éste hubiera firmado la «Fórmula de Hormisdas». Como compensación, confirmó el decreto de Justiniano de marzo del 533, pero advirtiendo que los laicos no tenían autoridad para predicar… Agapito no volvió a Roma: murió en Constantinopla el 22 de abril del 536. Un concilio celebrado poco después en esta ciudad, al que asistieron los miembros de su séquito, hizo la solemne condena del monofisismo. El cadáver del papa, encerrado en una caja de plomo, fue trasladado a Roma para recibir sepultura en San Pedro.

Silverio, san (8 junio 536 - 11 noviembre 537)
Hijo de un papa.
La guerra gótica había comenzado cuando llegó a Roma la noticia del fallecimiento de Agapito. Teodahado pudo presionar por última
vez sobre el clero de Roma para que eligiera inmediatamente un sucesor, confiando en que se promocionase alguna persona favorable a sus intereses. Fue designado un hijo del papa Hormisdas, nacido en Frosinone, y que sólo era subdiácono, de nombre Silverio. Inmediatamente el clero cerró filas en torno a su persona para salvaguardar la unidad, preciosa en aquel momento. Este pontificado, breve y de acciones poco importantes, suscitó una cuestión que tardaría siglos en aclararse: ¿puede un papa abdicar? Silverio iba a encontrarse entre dos fuegos. Parecía, por una parte, que debía su nombramiento a las presiones de los ostrogodos; la emperatriz Teodora quería, por otra, conseguir la rehabilitación de Antimo.
Apenas muerto Agapito, Teodora se había puesto de acuerdo con el apocrisiario, Vigilio, ofreciéndole la promoción a la Sede Apostólica si se comprometía a la rehabilitación de Antimo. Y él aceptó marchando con los soldados de Belisario cuando éstos, desembarcados en Nápoles, avanzaron hacia la antigua capital, que sería ocupada en diciembre del 536. Durante dos siglos, Roma iba a encontrarse dentro del espacio bizantino. Justiniano tenía, en relación con la Iglesia --nuclearmente inserta en el Imperio--, algunas ideas muy claras que
conocemos a través de su legislación (Novelae). No formulaba ninguna duda acerca de que Roma fuese «cabeza de todas las Iglesias», aunque asociaba esta condición, no a la tumba de Pedro, sino al hecho de que a esta ciudad cabía «el
honor de ser madre de las leyes» y «cima del supremo pontificado». Tras esta cabeza, a muy escasa distancia, se encontraba Constantinopla, la nueva Roma dotada de «precedencia sobre todas las demás sedes». En el siguiente rango aparecían aquellas Iglesias que compartían con las dos mencionadas el rango de patriarcales, esto es, Alejandría, Antioquía y Jerusalén. Desde el año 536 estas
cinco indiscutibles cabezas estaban dentro del Imperio: sólo flecos de cristianismo permanecían fuera de él. El emperador consideraba a los cinco patriarcas como altos magistrados súbditos suyos que le debían obediencia, aunque él se declaraba sujeto a la doctrina y a la moral.
¿Puede un papa abdicar?
M. Hildebrand (Die Absetzung des Papstes Silveríus, Munich, 1923) realiza la siguiente reconstrucción de los hechos: Belisario, llegado a Roma el 10 de diciembre del 536, pidió a Silverio, según las órdenes de la emperatriz, la rehabilitación del patriarca Antimo, y él se negó. El
papa fue conducido a la residencia del general y acusado, mediante pruebas falsas, de haber conspirado para entregar Roma a los godos. De hecho se había producido lo contrario: el papa, junto con el Senado, había tratado de convencer a los bárbaros de que no ofrecieran resistencia dentro de la ciudad para evitar su demolición. Belisario arrebató a Silverio el pallium, le devolvió a su antiguo rango de subdiácono, y anunció al pueblo su deposición (11 marzo 537). El Imperio, tratando al pontífice como a cualquier funcionario desobediente, le desterró a Patara, en Asia Menor. Vigilio fue entronizado el 29 de marzo del 537. Miembro de la aristocracia senatorial romana, el antipapa era precisamente aquel mismo Vigilio a quien Bonifacio II quiso designar como sucesor. Rechazado por el clero romano, Agapito había buscado para él una compensación nombrándole su apocrisiario en Constantinopla. Allí, siendo ambicioso, entró en los planes de la emperatriz, adquiriendo el doble compromiso de rehabilitar a Antemio y de sustituir la confesión de Calcedonia. La deposición de Silverio permitió a Belisario promover una nueva elección, pero la posición de Vigilio se hizo sumamente difícil: seguía aún vivo el papa y la fe de Calcedonia era firme e indiscutida en todas las Iglesias de Occidente. En todas las zonas del Imperio se alzaban voces de obispos que rechazaban los sucesos de marzo del 537.
El de Patara, huésped del desterrado, viajó a Constantinopla para explicar a Justiniano cómo Silverio había sido injusta e indebidamente privado de su oficio. Justiniano dispuso que Silverio regresara a Roma para ser sometido a juicio justo: si se le encontraba culpable sería transferido a otra sede, pero si era declarado inocente volvería a ocupar la cátedra de san Pedro. Vigilio y Belisario, que contaban con el apoyo de Teodora, decidieron impedir tal posibilidad. Silverio fue detenido durante el viaje y enviado bajo custodia a la isla de Pal-
maria, cerca de Gaeta. Allí, sometido a amenazas, abdicó (11 de noviembre), falleciendo poco después. Ahora el antipapa, reconocido por todos, era ya pontífice legítimo. Pero la abdicación planteaba, cuando menos, importantes dudas: si no se apreciaron las consecuencias fue sin duda porque en Roma se recibieron casi al mismo tiempo las dos noticias, de renuncia y de muerte. Quedaba en pie un hecho sustancial. Dueño de Roma, el Imperio se proponía tratar a los papas como a cualquier otro de sus funcionarios. Una situación que se prolongó hasta mediado del siglo VIII.
Vigilio (29 marzo 537 - 7 junio 555)
Querella de «Los Tres Capítulos»….Aunque consagrado el 29 de marzo, Vigilio no fue verdadero e indiscutido papa hasta después del 11 de noviembre. Sobre la marcha advirtió a Antimo y a los otros patriarcas anticalcedonianos que, aunque compartía sus puntos de vista acerca del peligro que significaba el nestorianismo, era preciso obrar con cautela. Buscó ante todo el modo de reforzar su poder en Occidente, confirmando el vicariato de Arles y estableciendo con Profuturo de Braga, metropolitano en el reino suevo, relaciones que garantizaran su sumisión (29 de marzo del 538). Justiniano no podía esperar, pues las divisiones teológicas ponían en peligro su Imperio. Comenzó a desconfiar de aquel papa hechura suya cuando éste afirmó que la fe de la Iglesia coincidía con los cánones de Calcedonia y que repudiaba el monofisismo. En enero del 543 un rescripto imperial condenaba los «Tres Capítulos» (es decir, los escritos en
que Teodoro de Mopsuestia, Teodoreto de Ciro e Ibbas de Edesa defendían la doctrina de las dos naturalezas en Cristo). Menas, patriarca de Constantinopla, firmó el rescripto: en realidad, se trataba de dar satisfacción a los monofisitas, que acusaban muy duramente a los tres autores mencionados. Patriarcas y obispos en Oriente obedecieron al emperador, pero en Occidente se produjo una fuerte resistencia, entre otras razones porque repugnaba a la conciencia que el emperador legislase acerca de lo que debía ser creído. Vigilio se mantuvo, en principio, al lado de los occidentales. Pero el 22 de noviembre del 545, cuando se hallaba celebrando misa, la policía imperial interrumpió la ceremonia y le prendió; conducido a Sicilia bajo escolta, llegó a Constantinopla en enero del 547. A pesar de sus debilidades, Vigilio era sin
duda, sucesor de Pedro, custodio de la fe de la Iglesia. En Constantinopla se apartó de la comunión con Menas y rechazó el decreto justiniano. Era un prisionero, sobre el que pudieron ejercerse presiones y amenazas hasta que, finalmente, su voluntad se doblegó: estableció comunión con Menas y dictó una sentencia, el Iudicatum, rechazando los «Tres Capítulos». Estalló una verdadera
tormenta: los obispos de África, que también eran súbditos del Imperio, convocaron un sínodo, excomulgaron a Vigilio (550) y vertieron contra él acusaciones corroboradas por individuos de su séquito, como si hubiera traicionado la fe de la Iglesia. El papa decidió retirar su Iudicatum, llegando a un acuerdo con el emperador: sólo un concilio ecuménico podía disipar las dudas y llegar a una solución. L. Duchessne («Vigile et Pélagie», Rev. Quest. Historiques, 1884) llegó a la conclusión de que el Iudicatum no había sido redactado en la cancillería del papa.
En medio de la tormenta desatada quebraban los designios de Justiniano. Sin esperar al concilio, cuyo lugar y tiempo no estaban fijados, hizo que uno de sus consejeros, Askidas, redactara un nuevo decreto, omologia písteos, confirmatorio de la sentencia contra los Tres Capítulos, y lo promulgó sin dar cuenta al papa. Vigilio, que recobraba el sentido de su autoridad, excomulgó a Askidas y exigió la retirada del edicto; para evitar nuevas vejaciones, se refugió en la iglesia de San Pedro con los clérigos de su séquito. Pero la iglesia fue asalta-
da por los soldados del emperador y el papa quedó sometido a verdadera prisión domiciliaria (23 de diciembre del 551). Estos avatares servían, sin embargo, para que el pontífice descubriera cuánta era la fuerza moral que le asistía: el emperador necesitaba de su confirmación para evitar que sus actos carecieran de legitimidad. Una noche, Vigilio huyó de su casa, atravesó el Bosforo y se refugió en Calcedonia, precisamente en la iglesia en que se celebrara el concilio del 451.
La fuerza del emperador.
Pacientes negociaciones permitieron alcanzar un acuerdo en junio del 552. Se haría la convocatoria del concilio. Aunque el papa
propuso Sicilia, Justiniano impuso su voluntad y fue convocado para el 5 de mayo del 553 en Constantinopla. Es el quinto de los ecuménicos. Comprobando que la representación occidental era insignificante, el papa se negó a asistir, pero mantuvo a través del diácono Pelagio un diálogo constante con los padres conciliares, a los que presentó el 14 de mayo una constitución en la que se reconocían 60 proposiciones extraídas de los escritos de Teodoro de Mopsuestia que podían considerarse peligrosas, pero se guardaba silencio sobre los otros dos autores. Justiniano rechazó la constitución y mostró al concilio cartas de Virgilio en que éste se había comprometido a condenar los Tres Capítulos. Entonces el emperador tomó la dirección del concilio; estaba decidido a resolver las cuestiones doctrinales sin reparar en el precio. Dijo que suspendía la comunión con Vigilio, aunque no con la Sede Apostólica, cuya primacía espiritual seguía reconociendo. En su octava sesión, el concilio del 553 condenó solemnemente los Tres Capítulos… El Imperio dominaba ahora en el Mediterráneo. El año 554 Justiniano promulgó una pragmática sanción reorganizando las provincias de África, Italia y España; equivalía a una confesión de que la reconquista ya no podría ir más allá. Este Imperio se consideraba a sí mismo como la cristiandad y el concilio del 553 aparecía como el máximo logro de una política que comunicaba a sus súbditos, clérigos o laicos, la conducta a seguir. Pero Vigilio se resistía a confirmar los acuerdos, y en esta situación el concilio, rechazado en Occidente, no podía titularse ecuménico. Se ensayaron todos los procedimientos –detención y destierro de los consejeros del papa, amenazas y ofertas-- hasta conseguir (8 de diciembre del 553) que Vigilio firmara un largo escrito arrepintiéndose de su defensa de los Tres Capítulos porque al fin «Dios le había abierto los ojos».
El 23 de febrero del 554 firmaría una segunda constitución por la que ratificaba todos los decretos del concilio. Era ya un papa desprovisto de prestigio, acusado de debilidades por los obispos occidentales. En estas condiciones, Justiniano no tuvo inconveniente en autorizar el regreso a Roma, de la que faltaba desde hacía nueve años. Vigilio decidió permanecer todavía un año en Constantinopla a fin de obtener de Justiniano concesiones que le permitieran defender su gestión. Ésta es la causa de que en la pragmática sanción se introdujera una cláusula aclaratoria que garantizaba las libertades eclesiásticas en las nuevas provincias. Con esta garantía mínima el papa se decidió a emprender el viaje. Nunca llegó a Roma: murió en Siracusa. Era tal su desprestigio que no fue sepultado en San Pedro, sino en San Marcelo, en la vía Salaria.

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