viernes, 2 de septiembre de 2011

Naúfragos a la deriva - 5

Ernesto SÁBATO

En la soledad de mi cuarto, abatido por la muerte de Jorge, me he preguntado qué Dios parece esconderse detrás del sufrimiento.
En 1998, con casi noventa años de edad, embarcado «en este complejo, contradictorio e inexplicable viaje hacia la muerte que es la vida de cualquiera», Ernesto Sábato (1911) escribe Antes del fin. Un libro atípico, testamento intelectual y existencial de un novelista y ensayista también atípico, comprometido desde su juventud con la justicia, enamorado de la belleza, obsesionado por la verdad, por el sentido de «los hechos fundamentales de la existencia: el nacimiento, el amor, el dolor y la muerte». ¿Para quién escribe Antes del fin?
Sobre todo para los adolescentes y jóvenes, pero también para los que, como yo, se acercan a la muerte, y se preguntan para qué y por qué hemos vivido y aguantado, soñado, escrito, pintado o, simplemente, esterillado sillas.
Además, este libro «quizá ayude a encontrar un sentido de trascendencia en este mundo plagado de horrores», donde también descubrimos en la belleza de la naturaleza, en la emoción del arte, en la nobleza de tantos gestos humanos «modestísimos mensajes que la Divinidad nos da de su existencia». Sábato reflexiona al hilo de su propia biografía, que resume como «una vida llena de equivocaciones, desprolija, caótica, en una desesperada búsqueda de la verdad». Hacia los dieciséis años empecé a vincularme con grupos anarquistas y comunistas, porque nunca soporté la injusticia social.
En medio de la crisis total de la civilización que se levantó en Occidente por la primacía de la técnica y los bienes materiales, miles de muchachos volvimos los ojos hacia la gran revolución que en Rusia pareció anunciar la libertad del hombre. Con el tiempo, ese muchacho idealista abandona el marxismo-leninismo, «dada la convicción profunda que tenía sobre ese disparate filosófico», y «todos los diálogos, las experiencias que conocí a través de militantes de otros países, acabaron por agrietar ya de forma irreversible la frágil construcción que en mi mente se vino abajo».
El joven nacido en la pampa emprende con éxito una carrera altamente especializada en el mundo científico, y llega incluso a trabajar en el laboratorio Curie de París. Pero reconoce que allí, «en una de las más altas metas a las que podía aspirar un físico, me encontré vacío de sentido». Y buscó refugio en la escritura. Extraviado en un mundo en descomposición, entre restos de ideologías en bancarrota, la escritura ha sido para mí el medio fundamental, el más absoluto y poderoso que me permitió expresar el caos en que me debatía.
El vacío de sentido que siempre ha oprimido a Sábato está relacionado con el más perverso de los efectos del progreso científico y económico: la cosificación del hombre, su deshumanización. Ya denunció ese peligro en 1959, cuando publicó

Hombres y engranajes
El capitalismo moderno y la ciencia positiva son las dos caras de una misma realidad desposeída de atributos concretos, de una abstracta fantasmagoría de la que también forma parte el hombre, pero no ya el hombre concreto e individual, sino el hombre-masa, ese extraño ser con aspecto todavía humano, con ojos y llanto, voz y emociones, pero en verdad engranaje de una gigantesca maquinaria anónima. Éste es el destino contradictorio de aquel semidiós renacentista que reivindicó su individualidad, que orgullosamente se levantó contra Dios, proclamando su voluntad de dominio y transformación de las cosas. Ignoraba que también él llegaría a transformarse en cosa.
Sábato ilustra eficazmente esa lacerante deshumanización en tristes páginas sobre el terrorismo internacional, los conflictos bélicos de fin de siglo o la explotación infantil, y confirma que Hannah Arendt tenía razón al afirmar, ya en los años cincuenta, que la crueldad del siglo XX sería insuperable. En la vejez de Sábato, el dolor repite su zarpazo insoportable con las muertes de su mujer y de su hijo.
Paso junto a la puerta del cuarto donde murió Matilde, luego de una dura y larga enfermedad que la dejó postrada durante años (...).
¡Cuánta congoja! Cómo va quedándose a oscuras esta casa en otro tiempo llena de los gritos de los niños, de cumpleaños infantiles, de los cuentos que Matilde inventaba por la noche para dormir a los nietos. Qué lejos, Dios mío, aquellas tardes en que venían a conversar con ella sus amigos. En sus años finales, cuando la he visto desolada por la enfermedad, es cuando más profundamente la quise.
El dolor, como hemos visto repetidamente, despierta de manera acuciante la pregunta sobre Dios. Un Dios cuya existencia o cuya bondad son salpicadas por el propio dolor y se ponen en entredicho. La tarde desaparece imperceptiblemente, y me veo rodeado por la oscuridad que acaba por agravar las dudas, los desalientos, el descreimiento en un Dios que justifique tanto dolor… En este atardecer de 1998, continúo escuchando la música que él amaba, aguardando con infinita esperanza el momento de reencontrarnos en ese otro mundo, en ese mundo que quizá, quizá exista. ¿Cómo mantener la fe, cómo no dudar cuando se muere un chiquito de hambre, o en medio de grandes dolores, de leucemia o de meningitis, o cuando un jubilado se ahorca porque está solo, viejo, hambriento y sin nadie?
Al mismo tiempo, Dios es ardientemente deseado como garantía de inmortalidad y como padre compasivo. Después de la muerte de Jorge ya no soy el mismo, me he convertido en un ser extremadamente necesitado, que no para de buscar un indicio que muestre esa eternidad donde recuperar su abrazo.
En mi imposibilidad de revivir a Jorge, busqué en las religiones, en la parapsicología, en las habladurías esotéricas, pero no buscaba a Dios como una afirmación o una negación, sino como a una persona que me salvara, que me llevara de la mano como a un niño que sufre. Hace poco he visto por televisión a una mujer que sonreía con inmenso y modesto amor. Me conmovió la ternura de esa madre de Corrientes o de Paraguay, que lagrimeaba de felicidad junto a sus trillizos que acababan de nacer en un mísero hospital, sin abatirse al pensar que a éstos, como a sus otros hijos, los esperaba el desamparo de una villa mísera, inundada en ese momento por las aguas del Paraná. ¿No será Dios que se manifiesta en esas madres? Como Antonio Machado escribió de sí mismo, vemos a Ernesto Sábato siempre buscando a Dios entre la niebla. «Un Dios en cuya fe nunca me he podido mantener del todo, ya que me considero un espíritu religioso, pero a la vez lleno de contradicciones. »
Muchos se han cuestionado la existencia de ese Dios bondadoso, que, sin embargo, permite el sufrimiento de seres totalmente inocentes. Una santa como Teresa de Lisieux tuvo dudas hasta momentos antes de su muerte; y, en medio del tormento, las hermanas la oyeron decir: «Hasta el alma me llega la blasfemia. » Von Balthasar dice que, mientras hubiera alguien que sufriese en la tierra, la sola idea del bienestar celestial le producía una irritación semejante a la de Ivan Karamazov. Sin embargo, luego muere en la fe más inocente, absoluta, como también Dostoievski, Kierkegaard y el endemoniado Rimbaud, que en su lecho suplica a la hermana que le suministren los sacramentos.
Y entonces, cuando abandono esos razonamientos que acaban siempre por confundirme, me reconforta la imagen de aquel Cristo que también padeció la ausencia del Padre… Al final: Yo oscilo entre la desesperación y la esperanza, que es la que siempre prevalece(...). Por la persistencia de ese sentimiento tan profundo como disparatado, ajeno a toda lógica ¡qué desdichado el hombre que sólo cuenta con la razón!-, nos salvamos, una y otra vez.





George STEINER

Si uno goza de libertad para elegir su propia compañía, la de los creyentes es de una distinción abrumadora. Descartarla, atribuir a sus percepciones una fuerza meramente retórica o arcaica, supone dejar fuera la mayor parte de nuestra civilización.
George Steiner (París, 1929) es uno de los más brillantes estudiosos de la cultura europea. Parisino, hijo de judíos austriacos, fue educado en Estados Unidos durante la segunda guerra mundial por maestros de la talla de Lévi-Strauss o Jacques Maritain. Profesor de Literatura Comparada en Cambridge y en la Universidad de Ginebra, está considerado un raro ejemplo de erudición y cosmopolitismo. Eso le ha permitido difundir sus tesis anticonvencionales y afirmar que las artes, las letras y toda la cultura occidental se disuelven en la medida en que pierden el sentido de la trascendencia. En 2001, el Premio Príncipe de Asturias ha querido destacar su contribución a las Humanidades. Steiner es un ilustrado inteligente y exquisito. Su positivismo le impulsa a negar, con un tic automático, cualquier realidad que escape a la verificación sensible. Su erudición, por el contrario, le lleva a reconocer que en los mejores artistas de la historia hay una búsqueda incesante de lo divino y que no parece razonable pensar que esa presencia de Dios en las cumbres de la creación artística pueda ser autoengaño pueril.
Para un positivista ortodoxo, decimos a Dios gracias o Dios mediante en el mismo sentido metafórico que decimos sale el sol. Es decir, aunque empleamos a menudo la palabra Dios, la conservamos como una etiqueta sin contenido, como un fantasma de la gramática y una rutina coloquial, porque no hay reflexión rigurosa que garantice su existencia. Pero Steiner constata que, casi todo lo que reconocemos con valor incalculable en los ámbitos de las artes y las letras, es de inspiración o referencia religiosa. Un inventario objetivo hace abrumadora esta constatación. El teatro trágico -por mencionar quizá el más profundo de los géneros estéticos- está obsesionado con Dios, al menos desde Esquilo hasta Claudel.
Aunque Hume, Marx y Freud tomen lo religioso por fantasía originada en el infantilismo y la neurosis, no parece que los clásicos opinen lo mismo. Yeats decía que «ningún hombre puede crear como lo hicieron Shakespeare, Homero o Sófocles, si no cree con toda su sangre y su coraje que el alma humana es inmortal». Este planteamiento es inaceptable para el pensamiento ilustrado de las sociedades occidentales educadas por Voltaire y Comte, porque más allá de lo empírico no admiten nada. Pero la fuerza de Homero y Shakespeare, la tristeza y el idealismo de Don Quijote, la luz que entra por la ventana de Vermeer, la alegría de Vivaldi y de Mozart están hablando de lo mismo en el momento exacto en que las palabras fracasan y lo sensible calla. Es la tesis de Steiner en su célebre ensayo Presencias reales.
Años más tarde, al escribir Errata, El examen de una vida, vuelve sobre lo mismo y nos dice que cualquier nómina de grandes intelectuales y artistas debe incluir a Sócrates, Platón, Aristóteles, san Agustín, Pascal, Newton y Kant, a Dante, Tolstoi, Dostoievski, Descartes, Einstein y Wittgenstein, a Bach, Beethoven, Miguel Ángel y Shakespeare. Una asombrosa coincidencia nos muestra que lo mejor que han producido está inspirado por cierta presencia divina de dimensión no empírica. Se puede objetar que estas elevadas autoridades pertenecen al pasado, señalando con su presencia una etapa en la evolución del homo sapiens. Así, Trotski declaraba que Aristóteles o Goethe están ahí para ser superados. Pero Steiner no lo ve tan claro: Comprendo la orgullosa lógica de esta refutación, pero la encuentro fallida. En las ciencias exactas y aplicadas, el progreso es un hecho verificable. Que yo o que alguien, en un contexto sociocultural o durante un lapso de tiempo muy breve, posea capacidades para la reflexión analítica, para penetrar en la naturaleza del hombre y del ser, más amplias, más hondas que las de Platón, Dante o Pascal me parece extraordinariamente improbable {...}. Si uno goza de libertad para elegir su propia compañía, la de los creyentes es de una distinción abrumadora. Descartarla, atribuir a sus percepciones una fuerza meramente retórica o arcaica, supone dejar fuera la mayor parte de nuestra civilización.
Sin embargo, «ni la buena compañía de la que uno goza como creyente, ni la primacía en nuestra herencia común del precedente religioso demuestran nada», y por esa razón, en gran medida, «el agnosticismo es la Iglesia real de la modernidad».
Además, si Dios puede explicar la mejor música de cámara, ¿cómo explicar con Él la cámara de gas? Aquí, Steiner sólo ve plausible la respuesta bíblica: Este odio y este dolor desesperados, esta náusea del alma, producen un extraño contraeco. No sé cómo expresarlo de otro modo. En el enloquecedor centro de la desesperación yace el insistente instinto de un contrato roto (...). Resuena el ruido de fondo de un horror posterior a la creación [...]. Hay algo que se ha torcido horriblemente. La realidad debería, podría haber sido de otro modo. La experiencia humana debería, podría haber hecho imposible el sadismo, el interminable dolor de nuestras vidas. Por eso, la rabia impotente, la culpa que domina y supera mi identidad llevan implícitas la hipótesis de trabajo del pecado original {...]. Sólo un acontecimiento semejante (...) puede hacernos entender, aunque casi nunca soportar, las realidades de nuestra historia en esta tierra arrasada. Estamos condenados a ser crueles, avariciosos, egoístas, mendaces. Cuando era, cuando debería haber sido lo contrario. Cuando la verdad y la compasión hasta el sacrificio de hombres y mujeres excepcionales nos muestran de un modo tan sencillo cómo podría haber sido.

Ante el naufragio en el dolor, ¿qué queda de las certidumbres positivistas?
Ciertamente, muy poco. Pero «el corazón tiene razones que la razón desconoce», y esa célebre máxima de Pascal le hace intuir a Steiner que lo que colma nuestro corazón puede estar «más allá de la razón, más allá del bien y del mal, más allá de la sexualidad, que, incluso en la cumbre del éxtasis, es un acto tan insignificante y efímero». Es la tesis de Errata, El examen de una vida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario