miércoles, 14 de septiembre de 2011

Dios a la vista - 7

Exijo de un amigo que se fíe de mí, aunque para ello no tenga una prueba irrefutable. Si él pidiera esa prueba indudable es que no confía en mí. De forma similar, Dios nos pide que tengamos la generosidad, la magnanimidad de fiarnos de una probabilidad razonable. Pero ¿y si creemos y al final no es verdad? El error sería entonces más interesante incluso que la realidad. ¿Cómo podría un universo idiota haber producido criaturas cuyos sueños son mucho mejores, más vigorosos y sutiles que él mismo? Ateísmo

C.S. LEWIS fue un hombre lleno de amigos, libros y alumnos. Nació en 1898, y en 1925 ya enseñaba filosofía y literatura en Oxford. Hasta su muerte en 1963 fue un profesor eminente, autor de célebres ensayos, cuentos y libros de texto. Su vida está marcada por su conversión al cristianismo a la misma edad que san Agustín. Explica y justifica ese giro radical en un puñado de libros escritos con un estilo vivo y una lógica apabullante. Lewis -agustiniano también en esto- domina el arte de argumentar. Su dialéctica apura la ironía y la sutileza, tal y como confiesa haber aprendido de uno de sus profesores: Si alguna vez ha existido un hombre que fuera casi un ente puramente lógico, ese hombre fue Kirk [...). Le asombraba que hubiera quien no deseara que le aclarasen algo o le corrigiesen {...). Al final, a menos que me sobreestime, me convertí en un sparring nada despreciable. Fue un gran día aquel en que el hombre que durante tanto tiempo había peleado para demostrar mi imprecisión me acabó advirtiendo de los peligros de tener una sutileza excesiva.
Lewis era ateo porque, desde la temprana muerte de su madre, sentía el universo como un espacio terriblemente frío y vacío, donde la historia humana era en gran parte una secuencia de crímenes, guerras, enfermedades y dolor. Si me piden que crea que todo esto es obra de un espíritu omnipotente y misericordioso, me veré obligado a responder que todos los testimonios apuntan en dirección contraria.
Pero esta argumentación no era, ni mucho menos, definitiva: La solidez y facilidad de mis argumentos planteaban un problema: ¿Cómo es posible que un universo tan malo haya sido atribuido constantemente por los seres humanos a la actividad de un sabio y poderoso creador? Tal vez los hombres sean necios, pero es difícil que su estupidez llegue hasta el extremo de inferir directamente lo blanco de lo negro. En cualquier caso, Lewis se sentía más cómodo en su ateísmo: Para un cobarde como yo, el universo del materialista tenía el enorme atractivo de que te ofrecía una responsabilidad lirnitada. Ningún desastre estrictamente infinito podía atraparte, pues la muerte terminaba con todo [...]. El horror del universo cristiano era que no tenía una puerta con el cartel de Salida.
En 1917 se incorpora al frente francés de la primera guerra mundial. Un año más tarde cae enfermo y es enviado al hospital de Le Tréport, donde permanecerá tres semanas. Fue allí donde leí por primera vez un ensayo de Chesterton. Nunca había oído hablar de él ni sabía qué pretendía. Tampoco puedo entender demasiado bien por qué me conquistó tan inmediatamente. Se podría esperar que mi pesimismo, mi ateísmo y mi horror hacia el sentimentalismo hubieran hecho que fuera el autor con el que menos congeniase [...]. Al leer a Chesterton, como al leer a MacDonald, no sabía dónde me estaba metiendo.
Al acabar la guerra, estudia en Oxford Filosofía y Literatura Inglesa. Son años de intensa formación intelectual y de innumerables lecturas. Pero sus libros y autores preferidos no compartían su visión de la vida: Todos los libros empezaban a volverse en mi contra [...}. George MacDonald había hecho por mí más que ningún escritor, pero era una pena que estuviese tan obsesionado por el cristianismo. Era bueno a pesar de eso. Chesterton tenía más sentido común que todos los escritores modernos juntos..., prescindiendo, por supuesto, de su cristianismo. Johnson era uno de los pocos autores en los que me daba la impresión de que se podía confiar por completo, pero curiosamente padecía la misma chifladura. Por alguna extraña coincidencia a Spencer y Milton les pasaba lo mismo. Incluso entre los autores antiguos iba a encontrar la misma paradoja. Los más religiosos (Platón, Esquilo, Virgilio) eran claramente aquellos de los que podía alimentarme de verdad. Por otro lado, con los escritores que no tenían la enfermedad de la religión y con los que, teóricamente, mi afinidad tenía que haber sido total (Shaw, Wells, Gibbon, Voltaire), esta afinidad me parecía un poco pequeña. No era que no me gustaran. Todos ellos eran entretenidos, pero nada más. Parecían poco profundos, demasiado simples. El dramatismo y la densidad de la vida no aparecían en sus obras. Terminó sus estudios con las máximas calificaciones y pasó a formar parte del claustro de profesores del Magdalen College. Allí, nuevos amigos provocarán «la caída de los viejos prejuicios»:
Al entrar por primera vez en el mundo me habían advertido (implícitamente) que no confiase nunca en un papista, y al entrar por primera vez en la facultad (explícitamente), que no confiara nunca en un filólogo. Tolkien era ambas cosas. En el Magdalen enseña filosofía, pero su aguado hegelianismo no le resulta muy útil a la hora de enfrentarse a una tutoría: Un tutor debe aclarar las cosas, y yo no podía explicar el Absoluto de Hegel. ¿Te refieres a nadie-sabe-qué, o te refieres a una mente sobrehumana y por tanto (también podemos admitirlo) a una persona?

Conversión
Cuando vuelve a leer a Chesterton, el ateísmo de Lewis tiene los días contados: Después leí el Everlasting Man de Chesterton, y por primera vez vi toda la concepción cristiana de la historia expuesta de una forma que parecía tener sentido {...1. No hacía mucho que había terminado el Everlasting Man cuando me ocurrió algo mucho peor. A principios de 1926, el más convencido de todos los ateos que conocía se sentó en mi habitación al otro lado de la chimenea y comentó que las pruebas de la historicidad de los Evangelios eran sorprendentemente buenas. «Es extraño», continuó, «esas majaderías de Frazer sobre el Dios que muere. Extraño. Casi parece como si realmente hubiera sucedido alguna vez». Para comprender el fuerte impacto que me supuso tendrías que conocer a aquel hombre (que nunca ha demostrado ningún interés por el cristianismo). Si él, el cínico de los cínicos, el más duro de los duros, no estaba a salvo, ¿adónde podría volverme yo? ¿Es que no había escapatoria?
Lewis se siente acorralado y nos describe su situación con una imagen muy británica: La zorra había sido expulsada del bosque hegeliano y corría campo a través «con todo el dolor del mundo», sucia y cansada, con los sabuesos pisándole los talones. Y casi todo el mundo pertenecía a la jauría: Platón, Dante, MacDonald, Herbert, Barfield, Tolkien, Dyson, la Alegría. Todo el mundo y todas las cosas se habían unido en mi contra. Siente entonces que su Dios filosófico empieza a agitarse y a levantarse, se quita el sudario, se pone en pie y se convierte en una presencia viva. La filosofía deja de ser un juego lógico desde que ese Dios renuncia a la discusión y se limita a decir: «Yo soy el Señor.» Debes imaginarme solo, en aquella habitación del Magdalen, noche tras noche, sintiendo, cada vez que mi mente se apartaba del trabajo, el acercamiento continuo, inexorable, de Aquel con quien, tan encarecidamente, no deseaba encontrarme. Al final, Aquel a quien temía profundamente cayó sobre mí. Hacia la festividad de la Trinidad de 1929 cedí, admití que Dios era Dios y, de rodillas, recé. Quizá fuera aquella noche el converso más desalentado y remiso de toda Inglaterra. Hasta entonces yo había supuesto que el centro de la realidad sería algo así como un lugar. En vez de eso, me encontré con que era una Persona.
Y el día que identifica a Jesucristo con esa Persona sabrá que ha dado su último paso, y lo recordará siempre: Me llevaban a Whipsnade una mañana soleada. Cuando salimos no creía que Jesucristo fuera el Hijo de Dios, y cuando llegamos al zoológico, sí. Pero no me había pasado todo el trayecto sumido en mis pensamientos, ni en una gran inquietud [...). Mi estado se parecía más al de un hombre que, después de dormir mucho, se queda en la cama inmóvil, dándose cuenta de que ya está despierto.

El problema del dolor
El ateísmo de Lewis había sido fruto de su pesimismo sobre el mundo: Algunos años antes de leer a Lucrecio ya sentía la fuerza de su argumento, que seguramente es el más fuerte de todos en favor del ateísmo: «Si Dios hubiera creado el mundo, no sería un mundo tan débil e imperfecto como el que vemos.»
Años después de su conversión, en 1940, Lewis escribe por encargo El problema del dolor. Si Dios fuera bueno y todopoderoso, ¿no podría impedir el mal y hacer triunfar el bien y la felicidad entre los hombres? En esas páginas que se han hecho famosas, Lewis reconoce que es muy difícil imaginar un mundo en el que Dios corrigiera los continuos abusos cometidos por el libre albedrío de sus criaturas. Un mundo donde el bate de béisbol se convirtiera en papel al emplearse como arma, o donde el aire se negara a obedecer cuando intentáramos emitir ondas sonoras portadoras de mentiras e insultos.
En un mundo así, sería imposible cometer malas acciones, pero eso supondría anular la libertad humana. Más aún: si lleváramos el principio hasta sus últimas consecuencias, resultarían imposibles los malos pensamientos, pues la masa cerebral utilizada para pensar se negaría a cumplir su función cuando intentáramos concebirlos. Y así, la materia cercana a un hombre malvado estaría expuesta a sufrir alteraciones imprevisibles. Por eso, si tratáramos de excluir del mundo el sufrimiento que acarrea el orden natural y la existencia de voluntades libres, descubriríamos que para lograrlo sería preciso suprimir la vida misma. Pero esto no muestra el sentido del dolor, si es que lo tiene. Ni demuestra que Dios pueda seguir siendo bueno cuando lo permite. Para intentar explicar este misterio, Lewis recurre a la que quizá sea la más genial de sus intuiciones. El dolor, la injusticia y el error -nos dice- son tres tipos de males con una curiosa diferencia: la injusticia y el error pueden ser ignorados por el que vive dentro de ellos, mientras que el dolor, en cambio, no puede ser ignorado, es un mal desenmascarado, inequívoco: toda persona sabe que algo anda mal cuando ella sufre. Y es que Dios - afirma Lewis- nos habla por medio de la conciencia, y nos grita por medio de nuestros dolores: los usa como megáfono para despertar a un mundo sordo.
Lewis explica que un hombre injusto al que la vida sonríe no siente la necesidad de corregir su conducta equivocada. En cambio, el sufrimiento destroza la ilusión de que todo marcha bien: El dolor como megáfono de Dios es, sin la menor duda, un instrumento terrible. Puede conducir a una definitiva y contumaz rebelión. Pero también puede ser la única oportunidad del malvado para corregirse. El dolor quita el velo de la apariencia e implanta la bandera de la verdad dentro de la fortaleza del alma rebelde. Lewis no dice que el dolor no sea doloroso. «Si conociera algún modo de escapar de él, me arrastraría por las cloacas para encontrarlo. » Su propósito es poner de manifiesto lo razonable y verosímil de la vieja doctrina cristiana sobre la posibilidad de perfeccionarse por las tribulaciones.

¿Dios o las leyes de la naturaleza?
A Lewis, le cuenta un amigo el caso de una pobre mujer que cree que su hijo sobrevivió a la batalla de Arnhem porque ella rezó por él. Sería cruel explicar a esa madre que, en realidad, su hijo sobrevivió porque se hallaba un poco a la izquierda o un poco a la derecha de las balas, que seguían una trayectoria prescrita por las leyes de la naturaleza.
Lewis responde que la bala, el gatillo, el campo de batalla y los soldados no son leyes de la naturaleza, sino cosas que obedecen a las leyes. Y lo ilustra con este ejemplo: podernos añadir cinco dólares a otros cinco, y tendremos diez dólares, pero la aritmética por sí misma no pondrá un solo dólar en nuestros bolsillos. Eso significa que las leyes explican todas las cosas excepto el mismo origen de las cosas, y ésa es una inmensa excepción.
Lewis concluye su argumentación con una deslumbrante comparación literaria: En Hamlet se rompe una rama, Ofelia cae al río y se ahoga. ¿Ocurre el
suceso porque se rompe la rama o porque Shakespeare quiere que Ofelia muera en esa escena? Puedes elegir la respuesta que más te guste, pero la alternativa no es real desde el momento en que Shakespeare es el autor de la obra entera.

No he tenido una infancia ni una juventud católica. Lo que sí he conocido de cerca es la cultura laicista. Y luego, un encuentro misterioso y fulgurante con el Evangelio, con una Persona, con Jesucristo. Y después, con la Iglesia. Como muchos conversos, el periodista italiano Vittorio Messori (1941) no quería ni buscaba ser cristiano, y no tuvo una infancia ni una juventud ni una educación católicas. Él mismo lo cuenta en una entrevista realizada por Pérez Arangüena y publicada en Palabra en abril de 1997.
Nací en plena guerra mundial, en la región quizá más anticlerical de Europa, la de don Camilo y Peppone, de Guareschi. Mis padres no estaban precisamente de parte de don Camilo. Me bautizaron como si fuera una especie de rito supersticioso, sociológico, y después no tuve ningún contacto con la Iglesia. En Turín asistí a un colegio público donde no se hablaba de religión más que para inculcarnos el desprecio teórico hacia ella.
Cuando acabé el bachillerato decidí estudiar Ciencias Políticas. Se ha dicho que, cuando el cielo se vacía, la tierra se llena de ídolos. El cielo de Messori estaba, por supuesto, vacío, y el ídolo que llenaba su mundo era la política.
A ella se entregó con pasión, y se comprometió con la izquierda: Casi acabando mis estudios me di cuenta de que la política sólo respondía a las penúltimas preguntas. Mientras las cosas van bien, uno está sano, es joven y posee algo de dinero, la religión le parece algo anacrónico, que no necesita para nada. En cambio, para contestar las últimas preguntas, esas que uno se formula cuando está solo, delante del espejo, o Cuando reflexiona sobre el dolor o el mal, la política es claramente insuficiente.
Sin embargo, Messori estaba convencido de que no podría encontrar respuestas fuera de la política, precisamente por pensar que el cristianismo y cualquier dimensión religiosa pertenecían a un mundo antiguo y superado: Más que ateo, yo era un agnóstico radical: no me importaba que Dios existiese o no. Pertenecía a una generación posterior a la de mis padres, que insultaban al Papa cuando aparecía en la televisión o se enfadaban si uno hablaba de religión. Yo, en cambio, pasaba del tema.
Messori era un universitario de muchas y variadas lecturas, que incluían a Homero y a los líricos y trágicos griegos en su idioma original. Pero no había leído el Nuevo Testamento. La conciencia de su propia carencia le hará decir que se pueden obtener doctorados en historia sin haber rozado siquiera el problema de la existencia de aquel oscuro carpintero que partió la historia en dos. Sin embargo, cuando abrió el Evangelio por primera vez, no encontró un libro sino a una Persona: Jesucristo.
«Fue algo que todavía me tiene aturdido. Cambió mi vida, obligándome a darme cuenta de que allí había un misterio al que valía la pena dedicar la vida.»
Después, como un trabajo periodístico, inició el estudio crítico del texto evangélico. Pensaba en los futuros lectores, pero antes buscaba para sí mismo las respuestas sobre la veracidad de los Evangelios y la divinidad de Jesucristo: «¿El Evangelio es bella poesía oriental, folklore semítico, o es la verdad? ¿Y Jesucristo es un gran moralista, un maestro de valores -como tantos otros-, o es la Segunda Persona de la Trinidad, encarnada?» Ese trabajo se alargó diez años, y en su transcurso el autor acabó por quedar subyugado por el tema que investigaba. Su resultado fue Hipótesis sobre Jesús, un libro apasionado en la forma y riguroso en el fondo, que Messori nos ofrece con estas palabras sinceras: He trabajado sobre todo para mí, y he procurado no engañarme a mí mismo. Dios, si existe, no necesita de nuestras mentiras. El personaje histórico llamado Jesús tiene derecho a la verdad, no a astucias apologéticas. Y nosotros tenemos derecho a ser informados, no tranquilizados. También he tratado de atenerme a aquello que todos pueden aceptar: a lo que, en la medida de lo posible, está fuera de discusión.
Pienso que no se necesita pasión por el género policíaco para sentirse subyugado por esta historia. Nos interesa a todos por el solo hecho de vivir. «Están ustedes embarcados», recuerda Pascal a cuantos tratan de eludir el problema del propio destino. Antes del nacimiento y después de la muerte, la existencia humana se sumerge en lo desconocido. Parece acertado comparar nuestra condición a la de un viajero que se despierta en un tren que atraviesa la negrura de la noche. Sabe que el tren acabará por entrar en el túnel inevitable de la muerte, pero nada sabe de lo que hay después de ese rnisterioso túnel. «No hay nada», dirán algunos. Y es una opinión respetable, pero no dispone de pruebas, porque ninguno ha vuelto para contarnos el término del viaje, excepto Jesús. Él es, en efecto, el único hombre de quien se afirma con rigor histórico que atravesó el túnel de la muerte en los dos sentidos, y nos habló del más allá.

Historicidad y veracidad de los Evangelios
Cualquier bibliófilo puede comprobar que ningún libro antiguo ha sido transmitido con tanta exactitud y abundancia de manuscritos como el Nuevo Testamento. Messori nos dice que se conocen cerca de cinco mil manuscritos neotestamentarios, algunos de los cuales son de los siglos I y II. Para comprender la inaudita autoridad textual con que está avalado el Nuevo Testamento, hay que compararlo con los clásicos griegos y latinos, cuyas copias más antiguas son escasas y están separadas de los originales por más de mil años. En el caso concreto de Platón, esa separación es de trece siglos. A pesar de ello, el estudio crítico de los clásicos griegos y romanos jamás ha pensado negar en bloque la autenticidad de los textos o la existencia del autor.
Por veracidad o historicidad entendemos la adecuación entre un texto antiguo y la realidad que narra. En el caso de los Evangelios, es perfectamente comprobable que refieren palabras que han sido en verdad pronunciadas, y que narran hechos que realmente han sucedido, que han sido vistos por testigos cualificados y que han tenido una gran repercusión en la historia humana. La investigación histórica ha comprobado que Jesucristo predicó en Palestina y fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato, que fundó la Iglesia, que al tercer día de su muerte comenzó a aparecerse a sus discípulos y que éstos experimentaron un cambio extraordinario en su conducta.
Sin embargo, entre los cuatro evangelios aparecen varias versiones discordantes de un mismo pasaje. Así sucede, por ejemplo, con la lista de antepasados de Jesús, o con el texto del pequeño cartel que Pilato hizo clavar en la cruz. Más nos sorprende que san Lucas sitúe el «Sermón de la montaña» en una llanura. Cierta crítica poco sutil ha querido ver en estas discordancias una prueba de la falsedad de los textos evangélicos, de su pretendido origen inventado. Pero, bien pensado, este comportamiento de la Iglesia primitiva sería absurdo si los textos evangélicos hubiesen sido inventados, pues nada dificultaría en ese caso una coincidencia total.
Por el contrario, la propia Iglesia prohibió severamente el maquillaje de sus textos canónicos, y esa actitud sólo se explica si la primera comunidad cristiana ha recibido esos cuatro textos como intocables. Por ello, la conclusión lógica sería otra: el absurdo de presentarse ante el mundo con unos textos que se prestan a la objeción inmediata de los adversarios sólo se explica si se admite que, en el comienzo de todo, existe un mensaje imposible de manipular.
Otras muchas razones -algunas muy sorprendentes- avalan la veracidad de los textos evangélicos. En ellos, por ejemplo, no se dice una palabra sobre el aspecto físico de Jesús. Nada que pueda servir de pábulo a la devoción o a la curiosidad. Esta sobriedad es inexplicable si los Evangelios son inventados, pues no existe mitología o epopeya religiosa que no se haya preocupado constantemente de describir el físico de su héroe.
Entre la multitud de ejemplos que aduce Messori, el evangelista Mateo hace algo absolutamente incomprensible al entregarnos la genealogía de Jesús: introduce, en la larga serie de nombres masculinos, cuatro nombres de mujer, además del de María. La mujer, criatura mirada con desconfianza en el mundo hebreo, incluso considerada impura, con su solo nombre creaba un clima sospechoso, sobre todo en una genealogía que trataba de revestirse con aires de solemnidad. Pero ese escándalo resulta intolerable si se examina de cerca a esas cuatro mujeres, pues en sus vidas encontramos incesto, prostitución, adulterio y asesinato. Textos inventados jamás hubieran comenzado así, con un reto tan descarado a lo más sagrado de una cultura a la que se pretende convencer y convertir.
Todo esto -concluye Messori- nos lleva a pensar que los Apóstoles y Evangelistas no se apartaron un ápice de la verdad, porque en la Palestina de entonces vivían muchísimos que habían conocido a Jesús y hubieran desenmascarado cualquier falsificación. Sobre todo, la hostilidad de los opositores les obligaba a no apartarse de la verdad de los hechos. Cualquier judío que hubiera dicho «Bebed mi sangre» hubiera sido lapidado en el acto, pues entre los tabús más rigurosos del hebraísmo está la abstención de sangre. Es un indicio más de que no fue la primitiva comunidad cristiana la que creó la enseñanza evangélica, sino que fue, por el contrario, obligada a aceptar un mensaje desconcertante y blasfemo.
Divinidad de Jesucristo Jesucristo es el único hombre a quien se ha asociado sin mediatizaciones el nombre de Dios. Pero muchos deben de estar ya habituados a este escándalo inaudito(...). En la Biblioteca Nacional de París, espejo fiel de la cultura occidental, su nombre es el segundo en el número de fichas. El primero, y también es significativo, es Dios. En estas páginas he tratado de examinar las razones de la testaruda e increíble afirmación de que aquel oscuro palestino es el Salvador de todos los hombres.
Así escribe Messori al comienzo de su Hipótesis sobre Jesús. Después aborda la cuestión de las profecías mesiánicas. En el Antiguo Testamento, las profecías sobre Jesús son más de trescientas. Pascal reflexiona sobre este dato asombroso y concluye, que si un hombre hubiera compuesto un libro de profecías sobre la venida de Jesucristo, el cumplimiento de esas profecías tendría una fuerza divina. Sin embargo, lo que ha sucedido es mucho más: una sucesión de hombres, durante dos mil años, han profetizado el mismo acontecimiento. Es todo un pueblo quien lo anuncia.
Buda, Confucio, Lao Tse, Mahoma y todos los iniciadores de las grandes religiones aparecen por generación espontánea, sin que una tradición religiosa anterior les haya anunciado. Jesús, en cambio, viene precedido por una expectativa de dos mil años, y su Iglesia prosigue su obra durante otros dos mil. Un desarrollo ininterrumpido a lo largo de cuarenta siglos es contrario a las leyes que rigen los fenómenos históricos: Al margen de la fe, es innegable que, en el plano objetivo de la historia, lo que profetizaron hace milenios los profetas de Israel se ha cumplido totalmente. Israel ha transferido su predominio religioso a un pueblo que nació de él y que afirma haber sido congregado por un Dios que ha bajado al terreno de la historia para situarse como pastor. Y este nuevo pueblo se ha extendido por toda la tierra de manera increíble.
Adelantándose siglos al cumplimiento de sus profecías Isaías nos pinta el cuadro más realista y dramático de la Pasión de Cristo. Messori reproduce sus pasajes más célebres: No hay en él parecer, no hay hermosura que atraiga las miradas, ni belleza que agrade. Despreciado, desecho de los hombres, varón de dolores, conocedor de todos los quebrantos, ante quien se vuelve el rostro, menospreciado, estimado en nada. Fue él quien tomó sobre sí nuestras enfermedades y cargó con nuestros dolores, y nosotros le tuvimos por castigado, herido de Dios y humillado. Fue traspasado por nuestras iniquidades y molido por nuestros pecados. El castigo de nuestra salvación pesó sobre él, y en sus llagas hemos sido curados. Desde la planta de los pies hasta la cabeza, no hay en él nada sano. Heridas, hinchazones, llagas podridas, ni curadas, ni vendadas, ni suavizadas con aceite (Is I,6).
El cumplimiento de estas profecías es tan exacto que ha llevado a sospechar de los autores de los Evangelios. A sospechar que diseñaron un Mesías conforme al retrato profético. Así, Jesús sería un producto prefabricado, logrado después de montar pieza a pieza los vaticinios proféticos del Antiguo Testamento. Pero la expectación general en Israel caminaba en dirección opuesta a la que siguió Jesús.
Los judíos esperaban un rey liberador del yugo político de Roma, y se encontraron con un ajusticiado al que Roma misma crucifica. Sin embargo, los profetas ya habían anunciado que el Mesías reinaría en los corazones de los hombres. Pasaron los grandes imperios -Egipto, Babilonia, Roma-, pero en los veinte siglos transcurridos desde la aparición de Jesús, su reino ha demostrado ser el único que no lleva camino
de terminar de la misma forma: El austero documento de esta oscura secta de Oriente {...] pone en los labios de su héroe malogrado estas palabras: El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán [...]. Y lo cierto es que la realidad histórica de este Jesús ha forzado a la historia hasta convertirse en su quicio (Hegel) y cambiar su derrotero de forma irreversible (Nietzsche).
Divinizar a una persona era posible en el Imperio romano, pero totalmente imposible entre los judíos. Ellos adoraban a Jahvé, el Dios único, trascendente e inefable, cuyo nombre no debía siquiera pronunciarse. Asociar a Jahvé a un hombre era el sacrilegio máximo, la abominación suprema. Por eso, suponer que un galileo haya podido equipararse a Dios y ser adorado como tal pocos años después de su muerte es no conocer nada del mundo hebreo. Para san Agustín, ése sería «el mayor de los milagros». Los judíos acataban al emperador romano, pero estaban dispuestos a dejarse lapidar antes que reconocerle cualidades divinas. De hecho, san Esteban, el primer temerario que se atrevió a proclamar en público la divinidad de Jesucristo, fue arrastrado fuera de la ciudad y lapidado. Para admitir que la divinidad de Jesucristo es fruto de la credulidad de sus contemporáneos, habría que olvidar que los judíos prefirieron el martirio colectivo y la destrucción total del país antes que aceptar la sola pintura del emperador divinizado en Jerusalén. Como bien se ha indicado Mahoma y el islamismo son la rebelión de la misma sangre semita contra la incomprensible pretensión cristiana de igualar a un hombre con Dios.

Jesucristo y el misterio del mal
La eterna objeción del mal provoca un grave dilema: o Dios puede impedir el mal, y en tal caso no es bueno porque no lo impide, o Dios no puede impedir el mal, y entonces no es omnipotente. En ambos casos falta a Dios un atributo esencial: o la bondad o el poder. Y eso justifica la negación de su existencia. Messori es implacable en este punto. ¿Cómo respetar a un Ser Supremo que juzgó conveniente incluir en su divino sistema el cáncer y la locura? ¿Qué plan divino es el de Aquella Mente que decidió arrebatar a los ancianos el poder de controlar la orina y los excrementos, o que decidió que nacieran los deficientes mentales? En tal caso, la creación es más bien el pecado mortal de tal Creador, y su única posibilidad de escapar a esta objeción es no existir. Y si existiese -cantaban los comuneros de París- habría que fusilarlo.
Sin embargo, Messori descubre que Dios no escamotea las dificultades. La Biblia, el libro donde Él nos habla, es un gran tratado sobre el sufrimiento. Encontramos en sus páginas enfermedades y guerras, muerte de los propios hijos, deportación y esclavitud, persecución, hostilidad, escarnio y humillación, soledad y abandono, infidelidad e ingratitud, así como remordimiento de conciencia.
Y, en la Biblia, la última palabra sobre el sentido del dolor no es Job, sino Jesucristo. «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna.» Estas palabras de Cristo a Nicodemo indican que el hombre será salvado mediante el propio sufrimiento de Cristo. El sufrimiento, vinculado misteriosamente al pecado original y a los pecados personales de los hombres, es padecido por el mismo Dios. Cristo sufrió en sus carnes la fatiga, el hambre, la sed, la incomprensión, el odio y la tortura de la Pasión.
De todas las respuestas al misterio del sufrimiento, ésta que san Pablo llamará «la doctrina de la Cruz» es la más radical. Porque nos dice que, si la Pasión de Cristo es el precio de nuestro rescate, el sufrimiento humano es la colaboración del hombre en su misma redención. Por eso la Iglesia considera el sufrimiento un bien ante el cual se inclina con veneración, con la profundidad de su fe en la Redención. Messori lo resume así: No hay otra respuesta al problema del mal que la cruz de Jesús, en la que el mismo Dios sufrió el último suplicio. Sólo esta respuesta elimina el escándalo de un Dios tirano que se divierte con los sufrimientos de sus criaturas, porque propone a la vista de todos un escándalo mayor aún.

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