jueves, 15 de septiembre de 2011

Dios a la vista - 8

Miguel d'ORS
¿Cómo podré llamar azar a quien condujo mis pasos hacia esta plenitud?

Si hemos visto que poetas como Borges, Dámaso Alonso y Aleixandre se debaten en el agnosticismo, en Miguel d'Ors (1946) encontramos una positiva afirmación de Dios: el Dios de los profetas hirsutos y los vastos patriarcas, el de Inés y Cecilia, sexo débil más fuerte que todas las legiones, el Dios que sostenía la sonrisa de Tomás Moro bajo el hacha negra, el Dios de Louis Pasteur, el de Gaudí, de Chesterton, de los analfabetos como yo...
No conozco poeta español del siglo XXI que reúna en sus versos, como Miguel d'Ors, sencillez y dominio técnico, ironía inteligente y cordialidad, sentimiento profundo y buen humor. Todo eso hay que tener, y una envidiable valentía, para escribir poemas como los que he seleccionado de su antología Punto y aparte.
La segunda mitad del siglo XX era más pertinaz que una sequía de los años cuarenta.Tenían -¿como no?- las Cinco Vías de Tomás, el inmenso aventurero, tenían los ocasos de Granada, el acorde de octubre en los hayedos de Zurich, tenían a Audrey Hepburn (y a Raquel Welch), tenían el Cervino, Florencia,la Sexta Sinfonía de Beethoven, el cielo azul -que es cielo y es azul-,el silencioso grito de un minuto cualquiera de la Madre Teresa de Calcuta... Tropezaban con Dios en cada cosa: un niño: Dios; una gaviota: Dios; una mujer que dice «yo también»: Dios; un buen verso: Dios. Pero eran ciegos, sordos, inexplicables,y negaron a Dios como quien niega el mar o las manzanas.
Para el que no quiere ver -decía Pascal-, toda la luz del sol es poca. Para Miguel d'Ors, la negación de Dios en ciertos ámbitos de la cultura occidental del siglo XX es también ceguera voluntaria. Cuenta Messori que, en la Biblioteca Nacional de París, espejo fiel de la cultura occidental, el nombre más citado es Dios. Sin embargo, una de las grandes paradojas que el siglo XXI hereda del XX es la ignorancia sobre Dios.
Muchas personas desconocen casi todo sobre Él, y padecen un curioso desequilibrio: tienen un ojo enorme para ver el mundo, y otro ojo minúsculo y miope para interpretarlo a la luz del Creador. La tentación más normal es cerrar uno de los dos ojos: el pequeño. Frente a esa situación de hecho, la gran tradición cultural de Occidente viene a decir justamente lo contrario: que los hombres que no conocen a Dios viven en un mundo irreal. ¿Por qué irreal? porque como dice d'Ors, los que niegan a Dios tropiezan con Él a cada paso.
Kant decía que Dios es el ser más difícil de conocer, pero también el más inevitable. De hecho, aunque está claro que Dios no entra por los ojos, tenemos de Él la misma evidencia racional que nos permite ver detrás de una vasija al alfarero, detrás de un edificio al constructor, detrás de un cuadro al pintor, detrás de una página escrita a su autor. Miguel d'Ors tiene y nos ofrece la evidencia de las puestas de sol de Granada, de los hayedos de Zurich en otoño, de Florencia y el Cervino, del mar y las manzanas...
Si a Dios se le vislumbra como Creador de la naturaleza, también lo descubrimos detrás de las experiencias emocionales más fuertes: el amor y la muerte. Ambas realidades aparecen fundidas en la esperanza que brilla en estos versos:
Del Cielo que me tienes prometido han escrito teólogos, místicos y
profetas: visio, caritas, gaudium constantemente nuevos ante la luz eterna
de Tu rostro.
Todo eso espero yo de Tu misericordia. Pero quiero decirte -y esto es una oración que la Infinita Bienaventuranza para este corazón alicorto sería un poco menos -Tú verás cómo te arreglas para mover los hilos de la Historia- si de alguna manera no fuesen parte de Ella los dulces ojos negros de la que Tú ya sabes.

Por último, Dios y el amor. En la conmoción amorosa intuimos la llamada de otro mundo. Una llamada que nos despierta, nos despereza y nos rescata de la vulgaridad. En ese contexto, Platón entendió que el amor nos hace sentir que el Ser Sagrado tiembla en el ser querido. Miguel d'Ors lo expresa maravillosamente en su poema «Esposa»:
Con tu mirada tibia alguien que no eres tú me está mirando: siento confundido en el tuyo otro amor indecible. Alguien me quiere en tus te quiero, alguien acaricia mi vida con tus manos y pone en cada beso tuyo su latido. Alguien que está fuera del tiempo, siempre detrás del invisible umbral del aire.







Yo no sé quién me ha puesto en el mundo, ni qué es el mundo, ni qué soy yo. Me rodean los espacios inmensos, y me encuentro atrapado en un rincón de esta vasta extensión, sin saber por qué. No veo más que infinitudes por todas partes, que me envuelven como a un átomo. Y sólo sé que al salir de este mundo puedo caer para siempre en la nada, o en las manos de un Dios irritado.

Grandeza y miseria del hombre
Blaise PASCAL (1623-1662) nació en Clermont (Francia). Nunca asistió al colegio ni tuvo otro maestro que su padre, y desde muy pequeño dio muestras de una inteligencia extraordinaria. A los dieciséis años escribió un Tratado de las secciones cónicas, a los dieciocho inventó la primera máquina calculadora, después escribió un Tratado sobre el vacío al que siguieron otros sobre el equilibrio de los líquidos, el peso de la masa del aire y el triángulo aritmético. Junto a su indiscutible talento, que le ha valido un puesto de honor en la historia de la ciencia, Pascal posee una extraordinaria sensibilidad religiosa que hace de él un apasionado buscador de Dios y del sentido de la vida. No me importa no profundizar en la hipótesis de Copérnico, pero toda la vida me importará saber si el alma es mortal o inmortal.
Pascal experimentó en su vida dos conversiones, separadas por lo que denominó su «período mundano». La segunda conversión tuvo lugar la noche del 23 de noviembre de 1654, cuando tenía treinta y un años. Fue sacudido por una profunda iluminación religiosa que escribió de forma resumida en el Memorial, un texto que llevó cosido a su ropa hasta la muerte. Los últimos años de su vida trabajó en el proyecto de una apología del cristianismo. A su muerte, una parte del material escrito con ese fin fue publicado bajo el título Pensamientos y en forma de aforismos: ¡Qué quimera es el hombre! ¡Qué novedad, qué monstruo, qué caos, qué contradicción, qué prodigio! Juez de todas las cosas y gusano infecto, depositario de la verdad, cloaca de incertidumbre y error, gloria y deshecho del universo.
Con ironía cansada, advierte en sus Pensamientos que los hombres se entretienen en perseguir una pelota o una liebre, y que esa ocupación es, incluso, placer de reyes. De hecho, aunque es muy posible que estén llamados a la plenitud, lo cierto es que están sumidos en una ceguera miserable que ha llegado a cristalizar como una segunda naturaleza. La noción de pecado original, pieza clave en la especulación pascaliana, explica el conflicto entre la grandeza y la miseria del hombre. Un misterio sin el cual no podemos entendernos a nosotros mismos. El pecado original da razón de las miserias del hombre, pero son miserias que revelan su grandeza, eco de nuestra primera naturaleza; «Son miserias de gran señor, miserias de un rey desposeído.»
Con todo, el ser humano es el mayor espectáculo del mundo. No sabemos exactamente qué es un cuerpo, menos aún un espíritu, y no tenemos la menor idea de cómo un cuerpo puede estar unido a un espíritu, aunque eso somos precisamente los hombres. Por ello, aunque somos la caña más débil de la naturaleza y podemos sucumbir por una gota de agua o un poco de gas, somos mayores que todo el universo. El hombre sabe que muere. El universo no sabe nada, ni siquiera sabe que existe, y de todos sus cuerpos juntos no podríamos extraer un pequeño pensamiento, pues estaríamos buscando algo imposible y de otro orden.
El espíritu humano es, a su vez, complejo y contradictorio: una mezcla explosiva de razón y pasión. De hecho, una guerra intestina ha dividido siempre al hombre, y esa batalla interior ha dividido también a los filósofos. Unos, como los estoicos, han querido renunciar a las pasiones y ser como dioses. Otros, como el cinismo antiguo y el irracionalismo moderno, han preferido renunciar a la razón y vivir como animales.
Pero no lo han conseguido ni unos ni otros: Deseamos la verdad y no encontramos más que incertidumbre. Buscamos la felicidad y sólo hallamos miseria y muerte. Somos incapaces de no desear la felicidad y la verdad, y somos incapaces de llegar a la certeza y a la felicidad. Se nos ha dejado este deseo, tal vez para castigarnos o para hacernos sentir desde dónde hemos caído.

La felicidad
Pascal, con una tradición filosófica casi unánime, constata que la voluntad no da nunca un paso si no es hacia la felicidad, motivo último de todas las acciones de todos los hombres. Pero también advierte que, después de intentos innumerables, casi nadie ha llegado a esa meta. Y todos lo lamentan: príncipes y súbditos, nobles y plebeyos, viejos y jóvenes, fuertes y débiles, sabios e ignorantes, sanos y enfermos, de todos los países, de todos los tiempos, de todas las edades y de todas las condiciones.
La felicidad, esa aspiración universal del corazón humano, no la encuentran ni siquiera los más sabios. Porque uno dice que consiste en la virtud, otro cree que la encontrará en los placeres, Virgilio la descubre en la verdad, otro en la ignorancia total, Horacio en no admirar nada, los pirronianos en la apatía y en la duda... ¿Qué puede significar esta avidez y esta impotencia? Pascal dirá que hubo en otro tiempo en el hombre una verdadera felicidad, de la que no le queda ahora sino la señal y la huella, como un vacío que trata inútilmente de llenar con todo lo que le rodea, buscando en las cosas ausentes el auxilio que no obtiene en las presentes, y descubriendo que todas son absolutamente insuficientes, porque esa carencia no puede ser llenada más que por Dios mismo. Es la tesis cristiana de la creación del hombre y su pecado de origen, cuyo eco resuena también en la interpretación platónica. Así se encuentran hoy los hombres, y Pascal descubre algo positivo en ese instinto impotente de felicidad: Es bueno estar cansado y fatigado por la inútil búsqueda del verdadero bien, a fin de tender los brazos al Liberador.

La fe cristiana y la razón
¿No es una conclusión precipitada? ¿Acaso está claro que Dios existe? Pascal, acostumbrado a la objetividad científica, reconoce que tan incomprensible es que Dios exista como que no exista, y que tengamos un alma unida al cuerpo como que no tengamos alma, y que el mundo haya sido creado o no lo haya sido, y que se cometiera un pecado original o que no se cometiera. Pero, a continuación, afirma que el hecho de que algo sea incomprensible no significa que no exista. Por tanto, si hemos de ser intelectualmente honrados, habremos de reconocer que hay problemas que nos sobrepasan. Porque, si nuestra razón no reconoce esto, es una razón débil: Hay que saber dudar cuando sea necesario, tener certeza cuando sea necesario, someterse cuando sea necesario. Quien no hace esto no entiende la fuerza de la razón.
Pascal acepta y hace suyo el racionalismo en el terreno de la ciencia, pero entiende que el racionalismo no se puede extender al terreno religioso y moral. Piensa que en este campo la exigencia primera y fundamental es una comprensión del hombre en cuanto tal, y que la razón es incapaz de lograr dicha comprensión. Así, en aras de la propia objetividad, Pascal procurará evitar dos excesos: excluir la razón y no admitir más que la razón. Del cristianismo en concreto, después de estudiar de forma exhaustiva su historia, dirá que, si un hombre hubiera compuesto un libro de profecías sobre la venida de Jesucristo, el cumplimiento de esas profecías tendría una fuerza divina. Pero lo que en realidad ha sucedido es mucho más: una sucesión de hombres durante muchos siglos, han profetizado el mismo acontecimiento. Es todo un pueblo quien lo anuncia. Por eso, pacíficamente declara:
Para los que desean ver a Dios hay suficiente luz, y suficiente oscuridad para los que no quieren verlo. Todos aquellos que han pretendido conocer a Dios y probar su existencia sin Jesucristo aducían solamente pruebas ineficaces. En cambio, para probar a Jesucristo tenemos las profecías, que son pruebas sólidas y tangibles. Y el hecho de que se hayan cumplido y comprobado en los hechos, fundamenta la certeza de aquella verdad y constituye la prueba de la divinidad de Jesucristo. En él y por él conocemos a Dios. Sin Jesucristo y sin la Escritura no se puede probar a Dios de un modo absoluto.
Un análisis comparativo llevará a Pascal a una significativa constatación histórica: lo que Platón no pudo inculcar a algunos pocos hombres escogidos y muy instruidos, una fuerza secreta lo inculca en millones de hombres ignorantes, por el poder de unas pocas palabras. Además, ciertas cuestiones que la humanidad hubiera podido conocer por medio de sus mejores inteligencias, la religión cristiana las enseña a sus hijos.
Del análisis de los contenidos de la fe cristiana llega a varias conclusiones:
Los ateos deben exponer sus argumentos con claridad, y no está nada claro que el alma sea material. La fe dice lo que los sentidos no dicen, pero no lo contrario de lo que ellos ven: está por encima, y no en contra. ¿Qué argumento demuestra que no se puede resucitar? ¿Es más difícil nacer o resucitar, que exista lo que nunca ha existido o que lo que ha existido siga existiendo? ¿Es más difícil empezar a ser que volver a ser? La costumbre nos presenta lo uno fácil, y la falta de costumbre hace lo otro imposible. Vulgar forma de juzgar.
Aún como mera posibilidad -dirá Pascal-, es indudable que después de la muerte podríamos ser eternamente aniquilados o eternamente desgraciados. Con la misma sangre fría afirma la posibilidad de la existencia o la no existencia de Dios, pues aquí la razón no aporta evidencias. Está claro que Dios existe o no existe -no puede ser de otra manera-, pero esta disyuntiva no nos tranquiliza en absoluto. Por el contrario, nos obliga a apostar, pues estamos embarcados en la aventura de la vida y vamos a morir. Las matemáticas no demuestran la existencia de Dios, pero la lógica última del matemático Pascal resulta impecable: si apostamos por la existencia de Dios y ganamos, ganamos todo; si perdemos, no perdemos nada. Por lo tanto, hay que apostar que existe, sin vacilar. Una consecuencia de este planteamiento puede leerse en uno de sus aforismos más conocidos: Sólo existen dos clases de personas razonables: las que sirven a Dios de todo corazón porque le conocen, y las que le buscan de todo corazón porque no le conocen.






Mi sed de verdad era toda una oración en si misma.

Edith STEIN (1891-1942), la menor de una familia de alemanes judíos, fue educada según un elevado código ético integrado por virtudes como la sinceridad, el trabajo, el sacrificio y la lealtad. En su magnífica autobiografía, que lleva por título Estrellas amarillas, nos cuenta que conocía la religión judía pero no creía en ella ni la practicaba, y que su búsqueda apasionada de la verdad le llevó a estudiar Filosofía en la Universidad de Góttingen, porque allí enseñaba Edmund Husserl, famoso por su obra Investigaciones lógicas. Husserl, que había abandonado las Matemáticas por la Filosofía, gozaba de un inmenso prestigio y desenmascaraba el cientificismo con palabras severas: «La ciencia no tiene nada que decir sobre la angustia de nuestra vida, pues excluye por principio las cuestiones más candentes para los hombres de nuestra desdichada época: las cuestiones del sentido o sinsentido de la existencia humana. »

Edith participa activa y gozosamente en la vida universitaria. Esos años serán para ella una etapa de especial maduración: Todas las pequeñas bonificaciones que nos proporcionaba nuestro carné de estudiantes -rebajas para el teatro, para conciertos y otros espectáculos-, las veía yo como un cuidado amoroso del Estado para con sus hijos predilectos, y despertaban en mí el deseo de corresponder más tarde con agradecimiento a la sociedad y al Estado, mediante el ejercicio de mi profesión. Yo me indignaba por la indiferencia con que la mayoría de mis compañeros reaccionaban ante las cuestiones sociales. Algunos no hacían otra cosa en los primeros semestres que ir tras los placeres. A otros, sólo les preocupaba lo que necesitaban para pasar el examen y más tarde asegurarse el pesebre.

Entre los compañeros de Edith, se decía en broma que, mientras otras chicas soñaban con besos, ella soñaba con Husserl. Lo cierto es que, a través de las Investigaciones lógicas, se embarcó en la búsqueda incondicional de la verdad hasta llegar a ser ayudante de cátedra del maestro. Alrededor de Husserl se había formado un grupo de jóvenes bien dotados y tenaces en el estudio: Adolf Reinach, Max Scheler, Roman Ingarden, Hans Lipps, Dietrich von Hildebrand y algunos otros. Todos brindaron a Edith su amistad y dieron a esos años un sabor inolvidable: ¡Querida ciudad de Góttingen! Creo que sólo quien haya estudiado allí entre 1905 y 1914, en el corto tiempo de esplendor de la escuela fenomenológica, puede comprender lo que nos hace vibrar este nombre.

Edith se integró en el grupo gracias a la generosidad de Adolf Reinach, joven profesor de mente aguda y gran corazón. Reinach, ateo, se enfrentó al horror de la guerra en 1914, y la búsqueda de sentido le llevó a la fe cristiana.
Edith también se sintió fascinada por Max Scheler, converso igual que Reinach: Tanto para mí como para otros muchos, la influencia de Scheler rebasó los límites del campo estricto de la Filosofía. No sé en que año llegó a la Iglesia Católica, pero ya por entonces se encontraba imbuido de ideas católicas y las propagaba con toda la brillantez y la fuerza de su palabra. Éste fue mi primer contacto con un mundo completamente desconocido para mí. No me condujo todavía a la fe, pero me abrió a una esfera de fenómenos ante los que yo no podía estar ciega. No en vano nos habían inculcado que debíamos ver todas las cosas sin prejuicios ni anteojeras. Así cayeron los prejuicios racionalistas en los que me había educado sin darme cuenta, y el mundo de la fe apareció súbitamente ante mí: Personas con las que trataba a diario y a las que admiraba vivían en él. Tenían que ser, por lo menos, dignas de ser consideradas en serio.

Los prejuicios de Edith eran los prejuicios de todo racionalismo: la tendencia a pensar que sólo el conocimiento que significa un control exhaustivo de la realidad es digno de una persona culta. Esos prejuicios la encerraron durante años en un mundo estrecho, hasta que el trato con la escuela fenomenológica fue derribando las barreras. Un día, paseando con Pauline Reinach por la ciudad vieja de Francfort y recordando lo que de ella cuenta Goethe, Edith confiesa que le esperaba una experiencia mucho más impresionante: Entramos unos minutos en la catedral y, en medio de aquel silencio, entró una mujer con su bolsa del mercado y se arrodilló con profundo recogimiento para orar. Esto fue para mí algo totalmente nuevo. En las sinagogas y en las iglesias protestantes que yo conocía se iba sólo para los oficios religiosos. Aquí, en cambio, cualquiera en medio de su trabajo s, acercaba a la iglesia vacía para un diálogo confidencial. Esto no lo he podido olvidar.

La primera guerra mundial hace saltar la paz en mil pedazos. Papini dirá que, en esos años, Europa será un infierno iluminado por la condescendencia del sol. Edith se enfrentará a esa nueva situación con energía y un gran sentido de la solidaridad: Ahora mi vida no me pertenece, me dije a mí misma. Toda; mis energías están al servicio del gran acontecimiento. Cuan do termine la guerra, si es que vivo todavía, podré pensar de nuevo en mis asuntos personales. Supe que se preparaba un curso de enfermeras para estudiantes e inmediatamente me inscribí. A partir de ese momento fui a diario al Hospital de Todos los Santos. Asistí a clases sobre cirugía y epidemias de guerra y aprendí a hacer vendajes y a poner inyecciones. También hacía ese curso mi antigua compañera Toni Hamburger, y ambas competíamos por adquirir conocimientos. Como nuestro manual de enfermera no me satisfacía, en casa eché mano del atlas de anatomía de Erna y sus gruesos manuales de Medicina. Iba frecuentemente a la clínica de ginecología a verlas y para hacer prácticas de asistencia a partos. Se alegraban mucho de mi interés por su especialidad. Tuvimos que declarar si nos poníamos a disposición de la Cruz Roja. Por parte de mi madre encontré una fuerte resistencia. Como sus argumentos no surtían efecto me dijo con toda su energía: «No irás con mi consentimiento.» A lo cual yo repuse abiertamente: «En ese caso tendré que ir sin tu consentimiento.» Mis hermanas asintieron a mi dura respuesta. Mi madre no estaba acostumbrada a una resistencia semejante. Arno o Rosa le habían dirigido a menudo palabras mucho peores, pero en momentos de excitación en los que estaban fuera de sí, y que se olvidaban inmediatamente. En este caso la situación era peor.

Adolf Reinach muere en el frente de batalla. Edith viaja a Friburgo para asistir al funeral y consolar a la viuda. La entereza de su amiga Ana, su confianza serena en que su marido estaba gozando de la paz y la luz de Dios reveló a Edith el poder de Cristo sobre la muerte. Hubiera sido comprensible la rebelión de Ana ante la desgracia que destruía su vida, y Edith hubiera considerado normal encontrarla abatida o crispada. Pero se encontró con algo totalmente inesperado: una paz que sólo podía tener un origen muy superior a todo lo humano: Allí encontré por primera vez la Cruz y el poder divino que comunica a los que la llevan. Fue mi primer vislumbre de la Iglesia, nacida de la Pasión redentora de Cristo, de su victoria sobre la mordedura de la muerte. En esos momentos mi incredulidad se derrumbó, y el judaísmo palideció ante la aurora de Cristo: Cristo en el misterio de la Cruz.
Esta luz se acrecentó de forma decisiva en la casa de campo de unos amigos. Pasaba Edith unos días de vacaciones. Una noche tomó de la biblioteca un libro al azar, que resultó ser La vida de santa Teresa, su célebre autobiografía: Empecé a leer y fui cautivada inmediatamente, sin poder dejar de leer hasta el fin. Cuando cerré el libro, me dije: « ¡Esto es la verdad!»

El 1 de enero de 1922 Edith sintió que, con el bautismo, renacía a una vida que la colmaba de gozo. Dejó la universidad y trabajó en el Instituto Pedagógico de Münster hasta su destitución, en 1933, por el régimen nacionalsocialista. Un año más tarde profesó como carmelita descalza. En 1938, ante el antisemitismo nazi, sus hermanas del Carmelo de Colonia entienden que es prudente que salga de Alemania y se traslade al convento de Echt, en Holanda. Allí fue hecha prisionera en 1942. El 9 de agosto de ese mismo año entregó su alma al Señor en las cámaras de gas del campo de concentración de Auschwitz.

Muchos se han preguntado, empezando por el mismo Husserl, qué pudo hallar Edith Stein en la vida de Teresa de Ávila para decidirse a dar el salto hacia la fe. La respuesta que propone el profesor López Quintás, en su ensayo Cuatro filósofos en busca de Dios, son unas palabras que Edith Stein publicó el mismo año de su conversión en un trabajo de psicología: Hay un estado de descanso en Dios en el que, haciendo del porvenir asunto de la voluntad divina, se abandona uno enteramente a su destino. He experimentado ese estado hace poco, como consecuencia de una experiencia que, sobrepasando todas mis fuerzas, consumió totalmente mis energías espirituales y me sustrajo a toda posibilidad de acción. No es la detención de la actividad que sigue a la falta de impulso vital. El descanso en Dios es algo completamente nuevo e irreductible. Antes era el silencio de la muerte. Ahora es un sentimiento de íntima seguridad, de liberación de todo lo que la acción entraña de doloroso, de obligación y de responsabilidad. Cuando me abandono a este sentimiento, me invade una vida nueva que, poco a poco, comienza a colmarme y -sin ninguna presión por parte de mi voluntad- a impulsarme hacia nuevas realizaciones. Este flujo vital me parece ascender de una Actividad y de una Fuerza que no me pertenecen, pero que llegan a hacerse activas en mí. La única suposición previa necesaria para un tal renacimiento espiritual parece ser esta capacidad pasiva de recepción que está en el fondo de la estructura de la persona.

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