domingo, 11 de septiembre de 2011

Dios a la vista - 4

Dios no me ha abandonado y no me abandonará jamás.
Ana FRANK (1929-1945). Una chiquilla que cumple trece años, extrovertida y simpática, siempre rodeada por una nube de amigas y admiradores. Pero es judía y tiene que esconderse para siempre porque los nazis no perdonan. Se oculta durante dos interminables años con sus padres y su hermana Margot, con el matrimonio Van Daan y su hijo Peter, con el dentista Dussel, con su Diario y con sus libros. Ocho náufragos en un escondrijo disimulado en la parte trasera de una nave comercial de Amsterdam, como ratas en su madriguera, donde es imposible la intimidad y a veces se hace insoportable la tensión. Ocho náufragos que no saben que sólo el padre de Ana se salvará y vivirá para publicar su Diario...
Para realzar todavía más en mi imaginación la idea de la amiga íntima que no tengo, no quisiera apuntar en este diario los hechos sin más, como hace todo el mundo, sino que haré que el propio diario sea esa amiga, y esa amiga se llamará Kitty. Espero poder confiártelo todo como aún no lo he podido hacer con nadie, y espero que seas para mí un gran apoyo.
Los demás refugiados no se acostumbran al vuelco de sus vidas, pero Ana, animosa y optimista, prefiere imaginar que disfruta de unas vacaciones. Y estudia y lee, observa y escribe, mientras sueña con la libertad y sus amigas, con respirar aire puro y volver a sentarse en los bancos de la escuela... Un día -el 7 de noviembre de 1942- interpreta así su situación: «A veces pienso que Dios quiere ponerme a prueba. » Una prueba ciertamente dura, que en muchas ocasiones parece imposible de sobrellevar y obliga a Ana a emplear todos sus recursos en luchar contra la tristeza. El 20 de noviembre de 1942, escribe: De nada sirve seguir apesadumbrados como ahora. ¿Qué sentido tiene
hacer de nuestro refugio una casa de melancolía? Cuando algo me hace reír, se me hiela la risa en los labios y me digo que no tengo derecho a estar alegre, pero ¿es que tengo que pasarme el día llorando? No, no puedo hacer eso, y esta tristeza se me pasará. Sin embargo, no puedo dejar de contarte que últimamente me siento muy abandonada, con un gran vacío a mi alrededor. Antes nunca pensaba en estas cosas, porque las diversiones y mis amigas ocupaban todos mis pensamientos. Ahora sólo pienso en cosas tristes o en mí misma.
Ana Frank y su marcada personalidad, su voluntad férrea, su tenacidad, su carácter jovial, su agudo sentido crítico para los demás y consigo misma... Por su independencia de criterio va a ser tachada injustamente de pretenciosa y rebelde, y va a sentirse siempre incomprendida por unos mayores que no le ahorran reproches constantes. El 7 de marzo de 1944, en un balance de los casi dos años de encierro, escribe: Cuando me pongo a pensar en la vida que llevaba en 1942, todo me parece irreal. Esa vida de gloria la vivía una Ana Frank muy distinta de la Ana que aquí se ha vuelto tan juiciosa. Una vida de gloria, eso es lo que era. Un admirador en cada esquina, una veintena de amigas y conocidas, la favorita de la mayoría de los profesores, consentida por papá y mamá, muchas golosinas, dinero suficiente... ¿Qué más se podía pedir? 1...1. Luego aquí, el cambio tan repentino, las peleas, las recriminaciones. No lograba entenderlo, me habían cogido por sorpresa, y la única postura que supe adoptar fue la de ser insolente. Luego los primeros meses de 1943, los accesos de llanto, la soledad, el ir dándome cuenta paulatinamente de todos mis fallos y defectos, que son tan grandes y que parecían ser dos veces mayores [...}. Después del verano de ese año las cosas mejoraron. Dejé de ser tan niña, me empezaron a tratar como a una adulta. Comencé a pensar, a escribir cuentos, y llegué a- la conclusión de que los demás ya no tenían nada que ver conmigo, que no tenían derecho a empujarme de un lado para otro como si fuera el péndulo de un reloj. Quería reformarme a mí misma según mi propia voluntad. Comprendí que me podía pasar sin mamá, de manera total y absoluta, lo que me dolió, pero algo que me afectó mucho más fue darme cuenta de que papá nunca llegaría a ser mi confidente. Yo no confiaba en nadie más que en mí misma.
En algunos momentos vemos a Ana leer la Biblia, pero sin mucho entusiasmo. Parece que sus padres le han transmitido una religión sin convencimiento, y en ninguna ocasión los Mandamientos del Sinaí aparecen para confirmar o dictar un juicio moral. Sin embargo, Ana habla de Dios y se dirige a Él en varias ocasiones, y lo hace con una tranquilidad y una confianza admirables. Una noche, antes de dormirse, le asalta el recuerdo vivísimo de Hanneli, una de sus mejores amigas, que había sido apresada por los nazis. Ana siente que los grandes ojos tristes de su amiga se clavan en ella, y puede leer sus reproches: «Ana, ¿por qué me has abandonado? ¡Ayúdame y hazme salir de este infierno! » Entonces recurre a lo único que está en su mano, pues «sólo puedo pedir a Dios que nos la devuelva». Y lo hace con esta oración: Dios mío, apóyala para que al menos no se sienta sola. ¡Si pudieras decirle lo mucho que la quiero y la compadezco, tal vez eso la ayudaría a seguir aguantando! [...). Dios mío, protégela y haz que vuelva a estar con nosotros. Por ti, Hanneli, llego a comprender cuál hubiera podido ser mi suerte y constantemente me pongo en tu lugar (...). Dios me ha dado más de lo que merezco y, sin embargo, cada día me hago más culpable. Cuando pienso en los demás, me pasaría el día llorando. No me queda más que pedir a Dios el milagro de salvar aún algunas vidas. ¡Espero estar rezando lo suficiente!
Otra noche -el 7 de enero de 1944- Ana sueña con Peter Wesel, un chico del que se había enamorado en la escuela primaria. Y ese sueño, en el que Peter le corresponde, le da alas dentro de su encierro y es interpretado como,un regalo de Dios: En medio de estos contratiempos, Dios me ha ayudado mandándome a Peter... Jugueteando con mi medallón, lo beso y pienso: «Todo me da lo mismo. Peter es mío y nadie lo sabe.» Así estoy en condiciones de soportar cualquier reprimenda. ¿Quién podría sospechar lo que ocurre en el alma de una colegiala?
La colegiala había cumplido 14 años el pasado junio. A la edad en que una chiquilla despierta a la vida y enriquece su personalidad con las múltiples relaciones que se le ofrecen, Ana no tuvo ante ella otro espectáculo que un húmedo alojamiento, un patio ajardinado y los siete inquilinos cuya suerte debía compartir, entre ellos otro Peter, el hijo de los señores Van Daan. Era tres años mayor que ella, pero su timidez y la vivacidad de Ana compensaban esa diferencia de edad. Gracias a él, en lugar de marchitarse en su escondrijo, Ana pudo abrirse a la amistad y al amor. El descubrimiento de ambos sentimientos inspiró el 23 de febrero de 1944 una página maravillosa: Desde ayer hace un tiempo estupendo y yo me siento como nueva. Mis escritos, que son lo más preciado que poseo, van viento en popa. Casi todas las mañanas subo al desván para purificar el aire viciado de la habitación que llevo en mis pulmones. Cuando subí esta mañana, estaba Peter allí, ordenando cosas. Acabó rápido y vino adonde yo estaba, sentada en el suelo, en mi rincón favorito. Los dos miramos el cielo azul, el castaño sin hojas con sus ramas llenas de gotitas resplandecientes, las gaviotas y demás pájaros que al volar por encima de nuestras cabezas parecían de plata, y todo esto nos conmovió y nos sobrecogió tanto que no podíamos hablar. Peter estaba de pie, con la cabeza apoyada contra una gruesa viga, y yo seguía sentada. Respiramos el aire, miramos hacia fuera y sentimos que era algo que no había que interrumpir con palabras. Después Peter subió a la buhardilla y Ana lo siguió. Él se puso a cortar leña y ella lo observó durante un cuarto de hora, sin mediar palabra, viendo cómo se esforzaba en demostrar su fuerza. Luego Ana se asomó a la ventana desde donde podía divisar gran parte de la ciudad y, por encima de los tejados, el horizonte, que ese día era de un azul celeste muy claro. El Diario refleja en esa página el entusiasmo de su autora, porque el amor, la belleza de la naturaleza y su Autor flotaban en el ambiente: Mientras exista este sol y este cielo tan despejado, y yo pueda verlo - pensé-, no podré estar triste. Para todo el que tiene miedo, o se siente solo o desgraciado, el mejor remedio es salir al aire libre y encontrar un lugar donde poder estar totalmente solo, a solas con el cielo, con la Naturaleza y con Dios. Porque sólo entonces se siente que todo es como debe ser, y que Dios quiere ver a los hombres dichosos en la humilde pero hermosa Naturaleza.
En la experiencia del amor y de la hermosura del mundo intuye Ana la armonía que Dios desea entre el hombre y la naturaleza. Paul Claudel ha escrito que el amor nos hace traspasar las puertas del Edén, donde Dios se paseaba al atardecer, plenamente acogido por su Creación, donde Adán y su mujer podían sentir a su alrededor la belleza de las criaturas. Ana concluye sus reflexiones anteriores dirigiéndose a Peter: Yo, como tú, ansío tener un poco de aire y de libertad, pero creo que nos han dado compensación de sobra por estas carencias. Quiero decir, compensación por dentro. Esta mañana, cuando estaba asomada a la ventana mirando hacia fuera, mirando en realidad fija y profundamente a Dios y a la Naturaleza, me sentí dichosa, únicamente dichosa [...). Inténtalo tú también, alguna vez que te sientas solo y desdichado o triste y estés en la buhardilla cuando haga un tiempo hermoso. No mires las casas y los tejados, sino al cielo. Mientras puedas mirar al cielo sin temor, sabrás que eres puro por dentro y que, pase lo que pase, volverás a ser feliz.
Ana Frank ve a Dios en la naturaleza, y en sus palabras exultantes resuenan aquellas otras inolvidables de las Confesiones, cuando el joven Agustín pregunta por el Creador a sus criaturas. Y nos recuerdan también
los versos de san Juan de la Cruz en el Cántico espiritual: Mi Amado, las montañas, los valles solitarios nemorosos. las ínsulas extrañas, los ríos sonorosos, el silbo de los aires amorosos..
El poeta, al comentar sus propios versos, dirá que las montañas, con su majestuosa grandeza, le recuerdan a Dios. Y también los valles y los ríos, con su quietud y su verdor, con el rumor del agua, las arboledas y el canto de los pájaros, pues Dios es también deleite, descanso y sosiego para el alma. Ni en estos versos ni en las palabras de Ana Frank hay panteísmo, sino el reconocimiento y la contemplación de Dios a través de sus obras. Hay, además, entre Ana y el fraile castellano, un sorprendente paralelismo biográfico. En diciembre de 1577, cuando tenía treinta y cinco años de edad, Juan de la Cruz fue raptado y encarcelado. Ocho meses más tarde, cuando ya se le daba por muerto, se descolgó de noche con una soguilla que había fabricado deshilachando a escondidas una manta. Durante la estancia en el mínimo calabozo -seis pies de ancho por diez de largo-, con unas hierbas como jergón, con tres rebanadas de pan seco y medio vaso de agua al día, con palizas diarias, el futuro santo iba forjando los versos del poema más sublime escrito en lengua castellana. Hoy nos asombra la magia con la que transfigura aquel desacomodado, frío, lóbrego y maloliente encierro en bosques y espesuras plantadas por la mano del Amado, en sotos hermoseados con su sola figura, en fuentes de semblantes plateados, en rosales donde el ámbar perfuma...
La sensibilidad de Ana Frank, a pesar de su encierro y del temor a la muerte, también floreció en múltiples destellos de alegría y libertad interior, de reflexión equilibrada, de interés por el estudio, de gusto por la lectura y de contemplación de la naturaleza. El 7 de marzo de 1944, tras los párrafos ya citados, escribe: Ahora no vivo más que para Peter, porque de él dependerá en gran medida lo que me ocurra de ahora en adelante. Y por las noches, cuando acabo mis rezos pronunciando las palabras «Te doy gracias por todas las cosas buenas, queridas y hermosas», oigo gritos de júbilo dentro de mí, porque pienso en esas «cosas buenas», como nuestro refugio, mi buena salud y todo mi ser, en las cosas queridas, como Peter y eso diminuto que ninguno de los dos se atreve a nombrar: el amor, el futuro, la dicha, y en las cosas hermosas, como el mundo, la Naturaleza y la gran belleza de todas las cosas hermosas juntas.
Pero las circunstancias del encierro y la inestabilidad propia de la adolescencia convierten los estados de ánimo de Ana en una montaña rusa emocional. El 5 de mayo, molesta porque su padre no quiere que esté a solas con Peter, decide explicarle por escrito lo que piensa, y deja una carta en su bolsillo: Desde que estamos aquí, desde julio de 15142 nasta nace algunas semanas, las cosas no han sido fáciles para mí. Si supieras lo mucho que he llorado por las noches, lo desesperanzada y desdichada que he sido, lo sola que me he sentido, comprenderás por qué quiero ir arriba.
El 31 de marzo de 1944, después de contar lo bien que lo pasa charlando con Peter, Ana cierra esa página con una soprendente afirmación: «Mi vida aquí ha mejorado mucho, muchísimo. Dios no me ha dejado sola, ni me dejará. » Sin embargo, pronto descubrirá que es Peter quien no está a la altura de lo que ella busca, porque la falta de carácter y la pobreza interior del chico dificultan la confidencia mutua de ideas y sentimientos. El 6 de julio de 1944 leemos en el Diario: Me entra un miedo terrible cuando Peter dice que más tarde quizá se haga criminal o especulador. Aunque ya sé que lo dice en broma, me da la sensación de que él mismo tiene miedo de su débil carácter. Una y otra vez, tanto Margot como Peter me dicen: «Claro, si yo tuviera tu fuerza y tu valor, si yo pudiera imponer mi voluntad como lo haces tú, si tuviera tu energía y tu perseverancia... » {...} No comprendo a la gente a la que no le gusta el trabajo, pero lo mismo me pasa con Peter, que no tiene ninguna meta fija y se cree demasiado ignorante e inferior como para conseguir cualquier cosa que se pueda proponer. Pobre chico, no sabe lo que significa hacer felices a los demás, y yo tampoco puedo enseñárselo. No tiene religión, se mofa de Jesucristo y usa el nombre de Dios irrespetuosamente. Aunque yo tampoco soy ortodoxa, me duele cada vez que noto lo abandonado, lo despreciativo y lo pobre de espíritu que es.
A diferencia de Peter, Ana sabe muy bien lo que quiere. Si siempre se ha sentido rebosante de ideas e ideales, con ganas de comerse el mundo y de anticiparse al futuro, la redacción del Diario le ha servido para concretar esa ebullición en la profesión de periodista. El 5 de abril de 1944 se pregunta qué sentido tiene su exigente horario de estudio en el refugio, cuando el fin de la guerra parece remoto e irreal. Ésta es su respuesta: Debo seguir estudiando, para no ser ignorante, para progresar, para ser periodista, porque eso es lo que quiero ser [...]. Antes siempre me lamentaba por no saber dibujar, pero ahora estoy más que contenta de que al menos sé escribir {...}. Quiero progresar; no puedo imaginarme que tuviera que vivir como mamá, la señora Van Daan y todas esas mujeres que hacen sus tareas y que más tarde todo el mundo olvidará. Aparte de un marido e hijos, necesito otra cosa a la que dedicarme. No quiero haber vivido para nada, como la mayoría de las personas. Quiero ser de utilidad y alegría para los que vivan a mi alrededor, aun sin conocerme. ¡Quiero seguir viviendo, aun después de muerta! Y por eso agradezco tanto a Dios que me haya dado desde que nací la oportunidad de instruirme y de escribir, o sea, de expresar todo lo que llevo dentro de mí. Cuando escribo se me pasa todo, mis penas desaparecen, mi valentía revive. Pero entonces surge la gran pregunta: ¿Podré escribir algo grande algún día? ¿Llegaré algún día a ser periodista y escritora?
El 4 de agosto de 1944, policías de las SS detuvieron a los ocho escondidos, los separaron y los enviaron a campos de concentración. Relatos de supervivientes, recogidos por E. Schnabel, permiten sorprender algunas instantáneas de los últimos días de Ana. Madame de Wiek la recuerda en Auschwitz, con la cabeza rapada y sus grandes ojos negros, sentada cerca de la cama de un chiquillo de doce años llamado David: «Ana y él hablaban siempre de DIOS.»
Su jovialidad había desaparecido, pero seguía siendo viva y afectuosa. Para pasar lista, para el trabajo, para la distribución de alimentos, estábamos divididas en grupos de cinco (por lo demás, sólo teníamos una taza para cada cinco). Ana era la más joven de su grupo, y sin embargo era la jefa, y repartía el pan en el barracón: lo hacía bien, con equidad, y a nadie se oyó reclamar.
La veo de pie ante la puerta, mirando el camino por donde se empujaba a un grupo de gitanas, completamente desnudas, hacia el horno crematorio. Ana las seguía con los ojos, llorando. Y lloró también cuando desfilamos ante los niños húngaros, unos niños que esperaban desde hacía doce horas, desnudos bajo la lluvia, el turno para pasar a la cámara de gas. Ana me dio con el codo y me dijo: «Fíjate en sus ojos.» Y lloraba, mientras que a la mayoría de nosotras hacía ya mucho que se nos habían agotado las lágrimas.
De Auschwitz, Ana y Margot fueron trasladadas a Bergen-Belsen. Como consecuencia de las desastrosas condiciones higiénicas, hubo una epidemia de tifus que costó la vida a miles de internados, entre ellos Margot. «En aquellos momentos, Ana estaba demasiado enferma para anunciarle la muerte de su hermana, pero lo adivinó todo. Algunos días más tarde murió también ella, apaciblemente, con la certeza de que la muerte no era una desgracia. » La fecha de ambas muertes ha de situarse entre finales de febrero y principios de marzo de 1945. Sus restos yacen, seguramente, en las fosas comunes del campo, liberado por las tropas inglesas el 12 de abril de ese mismo año. Al terminar la lectura de su Diario, Daniel Rops se preguntaba qué mujer hubiera sido la maravillosa niña que, sin darse cuenta, escribió esa obra maestra. Y le parecía indudable que, a pesar de las horribles apariencias, ese Dios al que ella definía imprecisamente, pero cuya imagen exacta llevaba en el corazón, no la habrá abandonado.

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