lunes, 12 de septiembre de 2011

Dios a la vista - 5

Sé la verdad sobre la más disputada de las cuestiones y el más antiguo de los procesos: Dios existe. Yo me lo encontré. Si el azar cupiese en esta especie de aventura, diría que me lo encontré por casualidad, con el asombro del paseante que al doblar una calle de París viese, en lugar de la plaza o del cruce habituales, un mar inesperado batiendo con su oleaje la planta baja de las casas, y extendido hasta el infinito. Fue un momento de estupor que dura todavía. Nunca me he acostumbrado a la existencia de Dios...

Si André FROSSARD(1915-1995) no hubiera sido un prestigioso periodista de Le Figaro, miembro de la Academia Francesa, clarividente y equilibrado, le habrían tomado por loco. Hijo del primer secretario del partido comunista francés, se consideraba un ateo perfecto, de esos que ni se preguntan por su ateísmo. Los mismos anticlericales le parecían un poco patéticos y ridículos, como lo serían unos historiadores empeñados en refutar el cuento de Caperucita Roja. Además, no hacían más que prolongar en vano un debate cerrado por la Razón mucho tiempo atrás, pues estaba claro que Dios no existía, que el cielo estaba desierto, y que la Tierra era una combinación de elementos reunidos al azar. Frossard era ateo respecto a Dios y escéptico respecto a la verdad. En cualquier caso... [...) si admitiera la posibilidad de alguna verdad, los curas serían lás últimas personas a las que iría a preguntar, y la Iglesia, a la que no conozco sino a través de alguna de sus chapuzas temporales, sería el último lugar donde iría a buscarla. Sin embargo, una tarde entrará en una capilla parisina del barrio latino, en busca de un amigo. Entrará escéptico y ateo de extrema izquierda, y saldrá, cinco minutos más tarde, católico, apostólico y romano, «arrollado por la ola de una alegría inagotable». Entrará con veinte años y saldrá como un niño, con los ojos desorbitados por lo que ve a través del inmenso desgarrón que acaba de abrirse en el toldo del mundo. Y, cuando intente ponerlo por escrito, resumirá todo en un famoso título: Dios existe. Yo me lo encontré. Frossard se reconoce incapaz de describir la senda que le llevó a Dios, sencillamente porque no hubo tal camino: Pensaba en cualquier otra cosa cuando caí en una especie de emboscada. Así que este libro no cuenta cómo he llegado al catolicismo, sino cómo no iba hacia él cuando me lo encontré. No es el relato de una evolución intelectual, sino la reseña de un acontecimiento fortuito, algo así como el atestado de un accidente.
Y es que, a los dos o tres minutos de entrar en la capilla, se desencadena un prodigio cuya violencia va a desmantelar en un instante todo lo que Frossard pensaba y vivía. Le será mostrado literalmente otro mundo: (...)un mundo distinto, de un resplandor y de una densidad que arrinconan al nuestro entre las sombras frágiles de los sueños incompletos.
Él es la realidad, Él es la verdad, la veo desde la ribera oscura donde aún estoy retenido. Hay un orden en el universo, y en su vértice, más allá de este velo de bruma resplandeciente, la evidencia de Dios. La evidencia hecha presencia y hecha persona de Aquel a quien yo habría negado un momento antes, a quien los cristianos llaman Padre nuestro, y del que aprecio que es dulce, con una dulzura no semejante a ninguna otra. Todo está dominado por la presencia, más allá y a través de una inmensa asamblea, de Aquel cuyo nombre jamás podría escribir sin el temor de herir su ternura, ante Quien tengo la dicha de ser un niño perdonado, que se despierta para saber que todo es regalo.
Un sacerdote se encargó de prepararle para el bautismo: Lo que me dijo de la doctrina cristiana lo esperaba y lo recibí con alegría. La enseñanza de la Iglesia era cierta hasta la última coma, y yo tomaba parte en cada línea con un redoble de aclamaciones, como se celebra una diana en el blanco. Una sola cosa me sorprendió: la Eucaristía. No es que me pareciese increíble, pero me maravillaba que el amor divino hubiese encontrado esa forma inaudita de comunicarse, y sobre todo que hubiese escogido el pan, que es alimento del pobre y alimento preferido de los niños. De todos los dones que me ofrecía el cristianismo, ése era el más hermoso.
La avalancha de preguntas que suscitó Dios Existe provocó la respuesta de Frossard en otro libro: ¿Hay otro mundo? Su comienzo obligado afirma la existencia de un mundo cuyo espacio no es el nuestro, cuyo tiempo tampoco es el nuestro, que no pertenece a nuestro universo ni se rige por nuestras leyes: Con la mirada del espíritu, yo lo he visto alzarse más bello que la belleza, más luminoso que la luz. Sería un gran error imaginarlo descolorido y fantasmal, como si fuera menos concreto que nuestro mundo sensible. La verdad es lo contrario: es un mundo de una plenitud y de una densidad prodigiosas. Es la realidad, la última realidad, la que hace que las cosas sean lo que son. Hacia ese mundo, donde tiene lugar la resurrección de los cuerpos, todos nos dirigimos. No entraremos en una forma etérea, sino en el corazón de la vida misma, y allí experimentaremos esa inaudita alegría, multiplicada por toda la dicha que a su alrededor dispensa, y por el misterio central de la efusión divina.
Aunque ya lo ha dicho, Frossard se ve obligado a repetir que entró ateo y por casualidad en una capilla de París, y que salió católico unos minutos más tarde. También repetirá, para eliminar cualquier sospecha de simpatía previa, su distancia frente a la Iglesia: Ninguna institución me era tan extraña como la Iglesia católica, ni tan antipática diría, si la palabra no incluyera un matiz de hostilidad que no iba conmigo. Era la Luna, el planeta Marte. Voltaire no me la había elogiado, y yo casi no leía a nadie más que a él y a Rousseau desde mis doce años. No obstante, fue a ella, y a ninguna otra, adonde fui devuelto, remitido o confiado, no lo sé, como a una nueva familia.
La educación del joven Frossard incluía las principales objeciones que se han formulado contra la Iglesia católica: ¿Cómo hubiera podido yo aprender algo útil y verdadero sobre la Iglesia? Mis libros solamente me habían hablado de ella en términos difamatorios: se agarraban a sus pequeñeces y acentuaban sus faltas, olvidaban sus buenas obras e ignoraban sus grandezas (...]. Mis libros reconocían el antiguo poder de la Iglesia, pero lo hacían para mejor censurar el uso que había hecho de él. Su historia era la de una larga y fructuosa empresa dominadora con máscara filantrópica, pues sólo predicaba la humildad para obtener resignación, y la esperanza para no oír hablar de justicia. Esos libros míos citaban gustosamente a los inquisidores y a los papas pendencieros, pero nunca hablaban de los mártires ni de los santos [...}. Se mostraban prolijos al hablar de la cabeza política de la Iglesia terrestre, pero mudos en cuanto a su corazón evangélico. Yo conocía todo sobre el comportamiento despótico de julio II, e ignoraba absolutamente los encendimientos poéticos de Francisco de Asís. No me habían dicho que, si la Iglesia no siempre había arrostrado en este mundo el buen combate, por lo menos había guardado la fe, y que únicamente la fe nos había hecho amistosa esta tierra. No me habían dicho que la Iglesia nos había dado un rostro a quienes no sabemos con exactitud si somos dioses o gusanos cenagosos, si somos el adorno supremo del universo o un débil retorcimiento de moléculas en una parcela de fango perdida en un océano de silencio. La Iglesia sabía -y constatamos que era la única en saberlo en este siglo de terror- lo que es la deportación y la muerte; sabía que el hombre es un ser que no cuenta finalmente más que para Dios. Mis libros no me habían dicho que la Iglesia nos había salvado de todas las desmesuras a las que -indefensos- somos entregados desde que no se la escucha, o cuando ella se calla. No me decían que la Iglesia, por sus promesas de eternidad, había hecho de cada uno de nosotros una persona insustituible, antes que nuestra renuncia al infinito hiciera de nosotros un átomo efímero {...) No me decían mis libros que sus dogmas eran las únicas ventanas horadadas en el muro de la noche que nos envuelve, y que el único camino abierto hacia la alegría era el pavimento de sus catedrales, gastado por las lágrimas.
El Dios de André Frossard no es el Ser vago y anónimo de la filosofía, sino el Ser que el orden del mundo sugiere, que la belleza propone, que el pensamiento desea, pero que no da ni el orden, ni la belleza, ni el pensamiento. Un Ser tal que, desde el día en que lo encontró, haga lo que haga la naturaleza y digan lo que digan los hombres, ya no le han hablado más que de Él. Ese recuerdo imborrable hará que el viejo periodista escriba, muchos años más tarde, palabras en las que sigue vibrando la emoción del gran descubrimiento: ¡Dios mío! Entro en tus iglesias desiertas, veo a lo lejos vacilar en la penumbra la lamparilla roja de tus sagrarios, y recuerdo mi alegría. ¡Cómo podría haberla olvidado! ¿Cómo echar en olvido el día en que se ha descubierto -entre los muros de una capilla hendida de repente por la luz- el amor desconocido por el que se ama y se respira; donde se ha aprendido que el hombre no está solo, que una invisible presencia le atraviesa, le rodea y le espera; que más allá de los sentidos y de la imaginación existe otro mundo, donde a su lado este universo material, por hermoso que sea y por insistente que sepa hacerse, no es más que vapor incierto y lejano reflejo de la belleza que lo ha creado? Porque hay otro mundo. Y no hablo de él por hipótesis, por razonamiento o de oídas. Hablo por experiencia.

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