martes, 13 de septiembre de 2011

Dios a la vista - 6

Jean GUITTON
Un poco de ciencia aleja de Dios, y mucha devuelve a Él.
LOUIS PASTEUR

Los pioneros de las grandes disciplinas científicas han sido hombres convencidos de que en la realidad estudiada iban a encontrar una profunda racionalidad, huella de un diseño divino. Bastaría con citar a Copérnico, Kepler, Galileo o Newton como exponentes cualificados de un catálogo abrumador. Pero esta armonía intelectual entre lo humano y lo divino se rompe en el siglo XIX con el positivismo. Desde entonces, se oye con frecuencia que la ciencia pertenece al mundo real, mientras que Dios es un invento de la imaginación humana. Sin embargo, el materialismo positivista no es la última palabra. Como decía Pasteur, un poco de ciencia aleja de Dios, pero mucha devuelve a Él. Hoy, más allá de las apariencias empíricas, la física cuántica roza de manera sorprendente el enigma fundamental con que se enfrenta el espíritu humano: la existencia de un Ser trascendente, causa y significado del universo. En el libro Dios y la ciencia, Jean Guitton dialoga sobre esta cuestión con los astrofísicos Igor y Grichka Bogdanov.
Guitton nació en 1900, fue alumno de Bergson, pertenece a la Academia Francesa y es uno de los más eminentes filósofos de nuestro tiempo.

El diseño inteligente del universo
¿Por qué hay algo en lugar de nada? ¿Por qué apareció el universo? Ninguna ley física que se deduzca de la observación permite responder estas preguntas. Sin embargo, las mismas leyes nos autorizan a describir con precisión lo que sucedió al comienzo, entendiendo por comienzo 10-43 segundos después del espejismo del tiempo cero, ese límite originario que los físicos llaman «muro de Planck». En ese tiempo lejano, hace quince mil millones de años, todo lo que contiene el universo - planetas, soles y miles de millones de galaxias- estaba concentrado en una pequeñez inimaginable, apenas una chispa en el vacío. En ese tiempo increíblemente pequeño, el universo entero, y todo lo que será más tarde, está contenido en una esfera de una pequeñez inimaginable: 10-33 centímetros, es decir, miles y miles y miles de millones de veces menor que el núcleo de un átomo.
Por tanto, todo lo que conocemos procede de un océano infinito de energía que tiene la apariencia de la nada. Por supuesto, desconocemos de dónde viene ese primer «átomo de realidad», origen del inmenso tapiz cósmico que, en un misterio casi total, se extiende hoy en el espacio y en el tiempo. Lo que sí sabemos es el fantástico ajuste con que está formado ese tapiz.
Toda la realidad descansa sobre un pequeño número de constantes cosmológicas: menos de quince. Conocemos el valor de cada una de ellas con notable precisión. Ahora bien, a poco que hubiera sido modificada una sola de esas constantes, el universo -al menos, tal como lo conocemos- no hubiera podido aparecer. Veamos algunos ejemplos.
Si aumentáramos apenas un uno por ciento la intensidad de la fuerza nuclear que controla la cohesión del núcleo atómico, suprimiríamos cualquier posibilidad de que los núcleos de hidrógeno permanecieran libres: éstos se combinarían con otros protones y neutrones para formar núcleos pesados. Entonces, al no existir el hidrógeno, no podría combinarse con los átomos de oxígeno para producir el agua indispensable para el nacimiento de la vida. Por el contrario, si disminuimos ligeramente esa fuerza nuclear, la fusión de los núcleos de hidrógeno se hace entonces imposible. Sin fusión nuclear, no hay soles, no hay fuentes de energía, no hay vida.
Lo que es cierto para la fuerza nuclear lo es también para otros parámetros, como la fuerza electromagnética. Si la aumentáramos muy ligeramente, intensificaríamos la relación entre el electrón y el núcleo; entonces, no serían ya posibles las reacciones químicas que resultan de la transferencia de electrones a otros núcleos. Una gran cantidad de elementos no podría formarse, y en un universo así las moléculas de ADN no tendrían ninguna posibilidad de aparecer.
Otra prueba de este perfecto ajuste es la fuerza de la gravedad. Si hubiera sido apenas un poco más débil en el inicio del universo, las primitivas nubes de hidrógeno nunca habrían podido condensarse y alcanzar el umbral crítico de la fusión nuclear: las estrellas nunca se habrían encendido. En el caso contrario, una gravedad más fuerte habría conducido a un verdadero desbocamiento de reacciones nucleares: las estrellas se habrían abrazado furiosamente y habrían muerto tan deprisa que la vida no habría tenido tiempo de desarrollarse. ¿Sería posible que esta increíble complejidad fuera fruto del azar? Igor Bogdanov explica que se han programado computadoras «para producir azar». Y que esos ordenadores deberían estar calculando durante miles y miles y miles de millones de años -es decir, durante un tiempo casi infinito-, antes de que pudiese aparecer una combinación de números comparable a la que ha permitido la eclosión del universo y de la vida. Por consiguiente, es preciso que repensemos el papel de lo que llamamos «azar».
A los conceptos de espacio, tiempo y causalidad es necesario añadir un principio de sincronización. Porque en el origen del universo no hay nada aleatorio, no hay azar, sino un grado de orden infinitamente superior a todo lo que podemos imaginar. Orden supremo que regula las constantes físicas, las condiciones iniciales, el comportamiento de los átomos y la vida de las estrellas. Un principio poderoso, libre, infinito, misterioso, implícito, invisible, experimentable, eterno y necesario, que está ahí, detrás de los fenómenos, muy por encima del universo y presente en cada partícula.

El diseño inteligente de la vida
Guitton nos recuerda que una célula viva está compuesta por una veintena de aminoácidos que forman una cadena compacta. La función de estos aminoácidos depende, a su vez, de 2 000 enzimas específicas. Siguiendo el razonamiento, los biólogos han calculado que la probabilidad de que un millar de enzimas diferentes, durante miles de millones de años, se unan ordenadamente para formar una célula viva es del orden de 1 entre 10'°°°, que es tanto como decir que la probabilidad es nula. Ello llevó a Francis Crick, premio Nobel de Biología por el descubrimiento del ADN, a concluir en idéntico sentido: «Un hombre honesto, que estuviera provisto de todo el saber que hoy está a nuestro alcance, debería afirmar que el origen de la vida parece un milagro, a juzgar por tantas condiciones como es preciso reunir para establecerla.»
Una vez originadas, el verdadero problema que hubieron de afrontar estas células arcaicas fue el de la reproducción. ¿Cómo inventaron esas primerísimas células las innumerables estratagemas que han conducido hasta el prodigio de la reproducción? Una vez más, una ley escrita en el corazón mismo de la materia permitió el milagro: el primer esbozo de código genético. Aquí el azar se descarta de nuevo: Ninguna de las operaciones mencionadas pudo llevarse a cabo por azar. Para que la unión de los nucleótidos produzca por azar una molécula de ARN utilizable, es necesario que la naturaleza multiplique a ciegas los ensayos durante al menos 1015 años, es decir, un tiempo cien mil veces más largo que la edad total de nuestro universo. Por lo que vemos, la aventura de la vida proviene de una tendencia universal de la materia a organizarse espontáneamente en sistemas cada vez más heterogéneos. Pero ¿por qué la naturaleza produce orden? No se puede responder si no se recuerda esto: el universo parece haber sido regulado minuciosamente con el fin de permitir la aparición de una materia ordenada, de la vida después y, por fin, de la conciencia.
Como subraya el astrofísico Hubert Reeves, si las leyes físicas no hubieran sido exactamente como son, no estaríamos aquí para contarlo. Más aún: si en un principio alguna de las grandes constantes universales como la gravitación, la velocidad de la luz o la constante de Planck hubiera sufrido una mínima alteración, el universo no habría tenido ninguna posibilidad de albergar seres vivos e inteligentes; incluso es posible que él mismo no hubiera aparecido jamás.
Tengo entre mis manos esta sencilla flor. Algo espantosamente complejo: la danza de miles y miles de millones de átomos -cuyo número supera al de todos los posibles seres que se puedan contar sobre nuestro planeta, al de los granos de arena de todas las playas-, átomos que vibran y oscilan en equilibrios inestables. Miro la flor y pienso: en nuestro universo existe algo semejante a aquello que los antiguos filósofos llamaron «formas», es decir, tipos de equilibrio que explican que los objetos sean así y no de otra manera. Ahora bien, ninguno de los elementos que componen un átomo, nada de lo que sabemos sobre las partículas elementales, puede explicar por qué y cómo existen tales equilibrios. Éstos se apoyan en una causa que, en sentido estricto, no me parece que pertenezca a nuestro universo físico.

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