martes, 6 de septiembre de 2011

Naúfragos a la deriva - 6

Elle WIESEL

Jamás olvidaré esos instantes que asesinaron a mi Dios y a mi alma, y que dieron a mis sueños el rostro del desierto. Auschwitz significa Holocausto, y Holocausto significa la sinrazón absoluta en la violencia del hombre contra el hombre. Elle Wiesel, el joven que en 1961 acuñó el término en un célebre artículo publicado por The New York Times, había nacido en
Rumanía en 1928 y entró en Auschwitz cuando tenía doce años. Allí fue testigo del asesinato de su padre y de una de sus tres hermanas. Poco después, en el campo de Buchenwald, vería morir a su madre. Cuando las tropas aliadas le salvaron en 1945 de una muerte segura, no liberaron a un adolescente carcomido por el odio, sino al futuro periodista y premio Nobel de la Paz, cuya misión ha consistido desde entonces en prestar su voz a las víctimas. El breve y tristísimo relato de su experiencia en los campos de exterminio se titula La noche, y se abre precisamente con el recuerdo de la noche de su llegada a Auschwitz:
No lejos de nosotros, de un foso subían llamas, llamas gigantescas. Estaban quemando algo. Un camión se acercó al foso y descargó su carga: ¡eran niños! Sí, lo vi con mis propios ojos. No podía creerlo. Tenía que ser una pesadilla. Me mordí los labios para comprobar que estaba vivo y despierto. ¿Cómo era posible que se quemara a hombres, a niños, y que el mundo callara? No podía ser verdad. Tenía que ser una pesadilla. Pronto despertaría sobresaltado, con el corazón latiendo fuerte, y me encontraría en mi habitación, entre mis libros... La voz de mi padre me arrancó de mis pensamientos: -Lástima... Lástima que no hayas ido con tu madre. He visto muchos niños de tu edad que se iban con su madre... Su voz era terriblemente triste. Comprendí que no quería ver lo que iban a hacer conmigo. No quería ver quemar a su único hijo varón. -Padre -le dije-, no quiero esperar más. Iré hacia las alambradas electrificadas. Es mejor que agonizar durante horas entre las llamas. No me respondió. Lloraba. Su cuerpo se sacudía en un temblor. A nuestro alrededor, todos lloraban. Alguien se puso a recitar el Kadish, la oración de los muertos. No sé si ya habrá ocurrido, en la larga historia del pueblo judío, que los hombres reciten la oración de los muertos por sí mismos. «Que Su Nombre sea alabado y santificado...», murmuró mi padre. Por primera vez sentí crecer la protesta en mi interior. ¿Por qué debía santificar Su Nombre? El Eterno, el Señor del universo, el Todopoderoso y Terrible callaba. ¿Por qué había que alabarle? Jamás olvidaré esa primera noche en el campo, que hizo de mi vida una larga noche bajo siete vueltas de llave. Jamás olvidaré esa humareda y las caras de los niños que vi convertirse en humo. Jamás olvidaré esos instantes que asesinaron a mi Dios y a mi alma, y que dieron a mis sueños el rostro del desierto. Jamás olvidaré ese silencio nocturno que me quitó para siempre las ganas de vivir.
No es nada fácil compaginar la Providencia divina con el sufrimiento infligido al hombre por la enfermedad, las catástrofes naturales o por el propio hombre. Pero esta última posibilidad apunta como principal responsable al mismo ser humano. Una queja de Zeus en la Odisea pone de manifiesto la exclusiva responsabilidad humana en muchos males: «¡Ay, cómo culpan los mortales a los dioses!, pues de nosotros, dicen, proceden los males. Pero también ellos por su estupidez soportan dolores más allá de lo que les corresponde. » Estas palabras de Homero se anticiparán siempre a la historia, pues son los hombres quienes han inventado los potros de tortura, la esclavitud, los látigos, los cañones, las bombas y el bioterrorismo.
La responsabilidad humana en el sufrimiento humano es abrumadora. No sólo la naturaleza se arma contra el hombre y le destruye; sabemos que también el hombre se arma contra el hombre y se convierte en carne de cañón, carne de la carnicería de Auschwitz, carne de feto abortivo, carne desintegrada en Hiroshima, carne que muere en las guerras y guerrillas constantes, carne aplastada en las sistemáticas persecuciones de los grandes imperios. Hobbes se quedó corto: por desgracia, el hombre ha demostrado ser, cuando se lo ha propuesto, mucho peor que lobo para el hombre.
Desde antiguo, la extensión y la intensidad del dolor humano han hecho intuir, junto a un Dios bueno, la existencia de un principio maligno con poderes sobrehumanos. Pero, si el Dios bueno es todopoderoso, Él aparece como último responsable del triunfo del dolor, al menos por no impedirlo. Por eso, sumergida con frecuencia en el horror, la historia humana se convierte a veces en el juicio a Dios, en su acusación por parte del hombre. Hay épocas en las que la opinión pública sienta a Dios en el banquillo. Ya sucedió en el siglo de Voltaire, y ha sucedido a lo largo de todo el siglo XX y en los primeros pasos del XXI.
Por eso es oportuno recordar la protesta de Zeus, pues no parece decente echar sobre Dios la responsabilidad de nuestros crímenes, aunque nos gustaría preguntarle por qué ha concedido a los hombres la enorme libertad de torturar a sus semejantes. Nos gustaría preguntar, como Shakespeare, por qué el alma humana, que a veces lleva tanta belleza, tanta bondad, tanta savia de nobleza, puede ser el nido de los instintos más deshumanizados.
La trayectoria vital de Elle Wiesel me recuerda siempre la de Jean-Marie Lustiger. En cierto sentido, me parecen vidas paralelas. Ambos tienen la misma edad, son europeos de raza judía, conocieron en su adolescencia la barbarie nazi, salvaron la vida, estudiaron en la Sorbona y han entrado en el siglo XXI con un prestigio reconocido en todo el mundo. Pero el paralelismo entre Wiesel y Lustiger termina en un punto muy concreto: su relación con Dios. Porque Wiesel era un niño que practicaba con piedad su religión judía, mientras que Lustiger se consideraba agnóstico desde su primera juventud. Después, la experiencia traumática común les lleva a un giro religioso completo, pero de signo contrario. Wiesel confiesa que la sinrazón nazi derrumbó y aplastó su fe en Dios. Lustiger llegó a una conclusión muy diferente: el abismo del mal es tan profundo que no tiene explicación humana, sólo una fuerza diabólica puede engendrarlo, y sólo la vida y las palabras de Jesucristo pueden ayudarnos a comprenderlo y a superarlo. Así descubrió su vocación al sacerdocio el futuro arzobispo de París.

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