viernes, 3 de septiembre de 2010

la chica de la rosa roja

Juan Antonio se levantó, alisó su uniforme de marino y estudió a la muchedumbre que hormigueaba en la estación. Buscaba a la chica cuyo corazón conocía, pero cuya cara no había visto jamás, la chica con una rosa roja en su solapa.
Su interés por ella había empezado 13 meses antes en una biblioteca. Al tomar un libro, se sintió intrigado, no por las palabras del libro sino por las notas escritas a lápiz en el margen.
La caligrafía suave reflejaba un alma reflexiva y una mente lúcida. En la primera página leyó el nombre de la antigua propietaria del libro, la Srta. Mª Teresa... Invirtiendo tiempo y esfuerzo, consiguió su dirección.
Le escribió una carta presentándose y luego propuso cartearse con ella. Al día siguiente, sin embargo, le embarcaron a ultramar en servicio de guerra. Durante los 13 meses siguientes, ambos llegaron a conocerse a través de su correspondencia...
El le pidió una foto y ella se rehusó porque -pensaba- si realmente estaba interesado en ella, su apariencia no debía importar. Y cuando finalmente él regresó, fijaron su primera cita a las 7 de la noche, en la estación central...

“Me reconocerás por la rosa roja que llevaré puesta en la solapa.” Así que a las siete en punto, él estaba en la estación, buscando a la chica cuyo corazón amaba, pero cuya cara desconocía...

Una joven de figura delgada venía hacia él. Su cabello claro caía hacia atrás; sus ojos eran muy bellos como; sus labios y su barbilla tenían una firmeza amable y, enfundada en su traje verde claro y elegante, era como una primavera encarnada...
El fue hacia ella, olvidando por completo que debía buscar una rosa roja en la solapa. Al acercarse, una pequeña y provocativa sonrisa apareció en sus labios y cuando iba a seguirla, en ese momento, vio a Mª Teresa con su rosa roja... Y como la chica del traje verde se alejaba rápidamente, se sintió como partido en dos: tan vivo era el deseo de seguirla y tan profundo el anhelo por la mujer cuyo espíritu le había acompañado y se fundía con el suyo...

Y ahí estaba ella: dulce e inteligente pero su faz pálida y regordeta; la mirada con un destello cálido y amable pero los ojos grises... No dudó: levantó la gastada cubierta de piel azul del pequeño volumen que le identificaba.
- Soy el teniente Juan Antonio Oropesa y usted debe ser María Teresa Sauceda. Estoy muy contento de que pudiera usted acudir a nuestra cita. ¿Puedo invitarla a cenar?
La cara de la mujer se ensanchó con una sonrisa.
- No sé de que se trata todo esto, muchacho –respondió- pero la señorita del traje verde que acaba de pasar me suplicó que pusiera esta rosa roja en la solapa de mi abrigo. Y me pidió que, si usted me invitaba a cenar, por favor le dijera que lo está esperando en el restaurante que está cruzando la calle. Dijo que era algo así como una prueba...

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