viernes, 8 de marzo de 2013

VIACRUCIS RUINI


por el Cardenal CAMILLO RUINI


Cuando el Apóstol Felipe dijo a Jesús: «Señor, muéstranos al Padre», él respondió: «Hace tanto tiempo que estoy con vosotros, ¿y no me conoces...? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,8-9). Esta noche, mientras acompañamos en nuestro corazón a Jesús, que camina bajo el peso de la cruz, no nos olvidemos de estas palabras suyas. También cuando lleva la cruz y cuando muere en ella, Jesús sigue siendo el Hijo de Dios Padre, una misma cosa con él. Mirando su rostro desfigurado por los golpes, la fatiga, el sufrimiento interior, vemos el rostro del Padre. Más aún, precisamente en ese momento, la gloria de Dios, su luz demasiado fuerte para el ojo humano, se hace más visible en el rostro de Jesús. Aquí, en ese pobre ser que Pilato ha mostrado a los judíos, esperando despertar en ellos piedad, con las palabras «Aquí lo tenéis» (Jn 19,5), se manifiesta la verdadera grandeza de Dios, la grandeza misteriosa que ningún hombre podía imaginar.

En Jesús crucificado se revela además otra grandeza, la nuestra, la grandeza que pertenece a todo hombre por el hecho mismo de tener un rostro y un corazón humano. Escribe san Antonio de Padua: «Cristo, que es tu vida, está colgado delante de ti, para que tú te mires en la cruz como en un espejo... Si te miras en él, podrás darte cuenta de cuán grandes son tu dignidad... y tu valor... En ningún otro lugar el hombre puede darse mejor cuenta de cuánto vale, que mirándose en el espejo de la cruz» (Sermones Dominicales et Festivi III, pp. 213-214). Sí, Jesús, el Hijo de Dios, ha muerto por ti, por mí, por cada uno de nosotros, y de este modo nos ha dado la prueba concreta de cuán grandes y cuán valiosos somos a los ojos de Dios, los únicos ojos que, superando todas las apariencias, son capaces de ver en profundidad la realidad de las cosas.

Al participar en el Vía Crucis, pidamos a Dios que nos dé también a nosotros esa mirada suya de verdad y de amor para que, unidos a él, seamos libres y buenos.


Señor, Dios Padre omnipotente, 
tú lo sabes todo, 
tú ves la enorme necesidad que tenemos de ti en nuestros corazones. 
Da a cada uno de nosotros la humildad de reconocer esta necesidad. 
Libra nuestra inteligencia de la pretensión, 
equivocada y algo ridícula, 
de poder dominar el misterio que nos circunda por todas partes. 
Libra nuestra voluntad de la presunción, 
un tanto ingenua e infundada, 
de poder construir solos nuestra felicidad 
y el sentido de nuestra vida. 
Haz penetrante y sincero nuestro ojo interior, 
para poder reconocer, sin hipocresía, 
el mal que hay dentro de nosotros.
Pero danos también, 
a la luz de la cruz y de la resurrección de tu único Hijo, 
la certeza de que, unidos a él y sostenidos por él, 
también nosotros podremos vencer el mal con el bien. 
Señor Jesús, 
ayúdanos a caminar con este espíritu detrás de tu cruz. Amén.


PRIMERA ESTACIÓN
Jesús es condenado a muerte

Por qué Jesús fue condenado a muerte, él, que «pasó haciendo el bien»? (Hch 10,38). Esta pregunta nos acompañará a lo largo del Vía Crucis como nos acompaña durante toda la vida.

En los Evangelios encontramos una respuesta verdadera: los jefes de los judíos quisieron su muerte porque comprendieron que Jesús se consideraba el Hijo de Dios. Y hallamos también una respuesta que los judíos utilizaron como pretexto para obtener de Pilato su condena: Jesús habría pretendido ser un rey de este mundo, el rey de los judíos.

Detrás de estas respuestas se abre un abismo, que los mismos Evangelios y toda la Sagrada Escritura nos permiten contemplar: Jesús ha muerto por nuestros pecados. Y aún más profundamente, ha muerto por nosotros, ha muerto porque Dios nos ama, y nos ama tanto que entregó a su Hijo único, para que el mundo se salve por él (cf. Jn 3,16-17).

Debemos, por tanto, mirar a nosotros mismos: al mal y al pecado que habitan dentro de nosotros y que con excesiva frecuencia fingimos ignorar. Pero aún más debemos dirigir la mirada al Dios rico en misericordia que nos ha llamado amigos (cf. Jn 15,15). Así, el camino del Vía Crucis y todo el camino de la vida se convierte en un itinerario de penitencia, de dolor y de conversión, pero también de gratitud, fe y alegría.


Stabat mater dolorosa, 
iuxta crucem lacrimosa, 
dum pendebat Filius.

La Madre piadosa estaba
junto a la cruz y lloraba
mientras el Hijo pendía.


SEGUNDA ESTACIÓN
Jesús con la cruz a cuestas

Después de la condena viene la humillación. Lo que los soldados hacen a Jesús nos parece inhumano. Más aún, es ciertamente inhumano: son actos de burla y desprecio en los que se expresa una oscura ferocidad, sin preocuparse del sufrimiento, incluso físico, que sin motivo se causa a una persona condenada ya al suplicio tremendo de la cruz. Sin embargo, este comportamiento de los soldados es también, por desgracia, incluso hasta demasiado humano. Miles de páginas de la historia de la humanidad y de la crónica cotidiana confirman que acciones de este tipo no son en absoluto extrañas al hombre. El Apóstol Pablo puso bien de manifiesto esta paradoja: «Sé muy bien que no es bueno eso que habita en mí... El bien que quiero hacer no lo hago; el mal que no quiero hacer, eso es lo que hago» (Rom 7,18-19).

Así es, precisamente: en nuestra conciencia se enciende la luz del bien, una luz que en muchos casos se hace evidente y por la cual, afortunadamente, nos dejamos guiar en nuestras opciones. En cambio, a menudo, sucede lo contrario: esa luz queda oscurecida por los resentimientos, por deseos inconfesables, por la perversión del corazón. Y entonces nos hacemos crueles, capaces de las peores cosas, incluso de cosas increíbles.

Señor Jesús, también yo soy de los que se han burlado de ti y te han golpeado. En efecto, tú has dicho: «cada vez que hicisteis eso con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40). Señor Jesús, perdóname.


Cuius animam gementem, 
contristatam et dolentem 
pertransivit gladius.

Cuya alma, triste y llorosa,
traspasada y dolorosa,
fiero cuchillo tenía.


TERCERA ESTACIÓN
Jesús cae por primera vez

Los Evangelios no nos hablan de las caídas de Jesús bajo el peso de la cruz, pero esta antigua tradición es muy verosímil. Recordemos tan sólo que, antes de cargar con la cruz, Jesús había sido flagelado por orden de Pilato. Después de todo lo que le había sucedido desde la noche en el huerto de los olivos, sus fuerzas debían de estar prácticamente agotadas.

Antes de detenernos en los aspectos más profundos e interiores de la pasión de Jesús, consideremos simplemente el dolor físico que tuvo que soportar. Un dolor enorme y tremendo, hasta el último respiro en la cruz, un dolor que asusta.

El sufrimiento físico es lo más fácil de vencer, o al menos de atenuar, con nuestras actuales técnicas y métodos, con la anestesia y otras terapias del dolor. Si bien, una masa gigantesca de sufrimientos físicos sigue presente en el mundo, debido a muchas causas naturales o dependientes de comportamientos humanos.

De todas formas, Jesús no rechazó el dolor físico y así se solidarizó con toda la familia humana, en especial con aquella parte más numerosa cuya vida, todavía hoy, está marcada por esta forma de dolor. Mientras lo vemos caer bajo el peso de la cruz, le pedimos humildemente el valor de agrandar con una solidaridad hecha no sólo de palabras la pequeñez de nuestro corazón.

O quam tristis et afflicta
fuit illa benedicta
mater Unigeniti!

¡Oh, cuán triste y cuán aflicta
se vio la Madre bendita,
de tantos tormentos llena!


CUARTA ESTACIÓN
Jesús encuentra a su Madre

En los Evangelios no se habla directamente de un encuentro de Jesús con su Madre a lo largo del camino de la cruz, sino de la presencia de María al pie de la cruz. Y allí Jesús se dirige a ella y al discípulo amado, Juan el evangelista. Sus palabras tienen un sentido inmediato: encomendar María a Juan, para que se ocupe de ella. Y un sentido mucho más amplio y profundo: al pie de la cruz María ha sido llamada a pronunciar un segundo «sí», después del sí de la Anunciación, con el cual se convierte en Madre de Jesús, abriéndonos así la puerta de la salvación.

Con este segundo sí, María se convierte en madre de todos nosotros, de todo hombre y de toda mujer por los cuales Jesús ha derramado su sangre. Una maternidad que es signo viviente del amor y de la misericordia de Dios por nosotros. Por eso, los vínculos de afecto y confianza que unen a María con el pueblo cristiano son tan profundos y fuertes; por eso acudimos espontáneamente a ella, sobre todo en las circunstancias más difíciles de la vida.

María, sin embargo, ha pagado un precio muy elevado por su maternidad universal. Como profetizó de ella Simeón en el templo de Jerusalén, «una espada te traspasará el corazón» (Lc 2,35).

María, Madre de Jesús y madre nuestra, ayúdanos a experimentar en nuestras almas, en esta noche y siempre, ese sufrimiento lleno de amor que te unió a la cruz de tu Hijo.


Quae maerebat et dolebat
Pia mater, cum videbat
Nati poenas incliti.

Cuando triste contemplaba
y dolorosa miraba
del Hijo amado la pena.


QUINTA ESTACIÓN
El Cirineo ayuda a Jesús a llevar la cruz

Jesús debía de estar verdaderamente agotado; por eso los soldados intentan remediarlo tomando al primer desventurado que encuentran y lo cargan con la cruz. También en la vida de cada día, la cruz, bajo muchas formas diversas -como una enfermedad o un accidente grave, la pérdida de una persona querida o del trabajo-, cae sobre nosotros a menudo sin esperarlo. Y nosotros sólo vemos en ella una mala suerte o en el peor de los casos una desgracia.

Pero Jesús dijo a sus discípulos: «El que quiera venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz y me siga» (Mt 16,24). No son palabras fáciles; más aún, en el contexto de la vida concreta son las palabras más difíciles del Evangelio. Todo nuestro ser, todo lo que existe dentro de nosotros, se rebela contra semejantes palabras.

Sin embargo, Jesús sigue diciendo: «Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará» (Mt 16,25). Detengámonos en este «por mí»: aquí está toda la pretensión de Jesús, la conciencia que él tenía de sí mismo y la petición que nos dirige a nosotros. Él está en el centro de todo, él es el Hijo de Dios que es una sola cosa con Dios Padre (cf. Jn 10,30), él es nuestro único Salvador (cf. Hch 4,12).

En efecto, con frecuencia sucede que lo que al comienzo sólo parecía una mala suerte o una desgracia, luego se ha revelado como una puerta que se ha abierto en nuestra vida llevándonos a un bien mayor. Pero no siempre es así: a menudo, en este mundo, las desgracias no son más que pérdidas dolorosas. Aquí de nuevo Jesús tiene algo que decirnos. O mejor, algo que le sucedió: después de la cruz, resucitó de entre los muertos, y resucitó como primogénito de muchos hermanos (cf. Rom 8,29; 1 Cor 15,20). Sí, su cruz no se puede separar de su resurrección. Sólo creyendo en la resurrección podemos recorrer de manera sensata el camino de la cruz.


Quis est homo qui non fleret, 
matrem Christi si videret 
in tanto supplicio?

Y ¿cuál hombre no llorara,
si a la Madre contemplara
de Cristo, en tanto dolor?


SEXTA ESTACIÓN
La Verónica enjuga el rostro de Jesús

Cuando la Verónica enjugó el rostro de Jesús con un paño, ese rostro no debía ser ciertamente atractivo: era un rostro desfigurado. Sin embargo, ese rostro no podía dejar indiferente, turbaba. Podía provocar burla y desprecio, aunque también compasión e incluso amor, deseo de ayudarlo. La Verónica es el símbolo de esos sentimientos.

A pesar de estar muy desfigurado, el rostro de Jesús es siempre el rostro del Hijo de Dios. Es un rostro desfigurado por nosotros, por el cúmulo enorme de la maldad humana. Pero es también un rostro desfigurado en favor nuestro, que expresa el amor y la donación de Jesús y es espejo de la misericordia infinita de Dios Padre.

En el rostro sufriente de Jesús vemos, además, otro cúmulo gigantesco, el de los sufrimientos humanos. Y así el gesto de piedad de la Verónica se convierte para nosotros en una provocación, en una exhortación urgente: en la petición, dulce pero imperiosa, de no volver la cabeza hacia otra parte, de mirar también nosotros a los que sufren, estén cerca o no. Y no sólo mirar, sino ayudar. El Vía Crucis de esta noche no será baldío si nos lleva a realizar gestos concretos de amor y de solidaridad activa.


Quis non posset contristari
piam matrem contemplari
dolentem cum Filio?

Y ¿quién no se entristeciera,
Madre piadosa, si os viera
sujeta a tanto rigor?


SÉPTIMA ESTACIÓN
Jesús cae por segunda vez

Jesús cae de nuevo bajo el peso de la cruz. Cierto que estaba agotado físicamente, pero estaba también herido mortalmente en su corazón. Pesaba sobre él el rechazo de los que, desde el principio, se habían opuesto obstinadamente a su misión. Pesaba el rechazo que, al final, le había mostrado aquel pueblo que parecía estar lleno de admiración e incluso de entusiasmo por él. Por eso, mirando a la ciudad santa que tanto amaba, Jesús había exclamado: «¡Jerusalén, Jerusalén..., cuántas veces quise reunir a tus hijos a la manera que la gallina reúne a sus polluelos bajo las alas, y no quisiste!» (Mt 23,37). Pesaba terriblemente la traición de Judas, el abandono de los discípulos en el momento de la prueba suprema, pesaba en particular la triple negación de Pedro.

Sabemos bien que pesaba también sobre él la masa innumerable de nuestros pecados, de las culpas que acompañan a la humanidad a lo largo de los milenios.

Por eso, supliquemos a Dios, con humildad, pero también con confianza: ¡Padre rico en misericordia, ayúdanos a no hacer todavía más pesada la cruz de Jesús! En efecto, como escribió Juan Pablo II, de quien esta noche se celebra el quinto aniversario de su muerte: «El límite impuesto al mal, del que el hombre es artífice y víctima, es en definitiva la Divina Misericordia» (Memoria e identità, p. 70).


Pro peccatis suae gentis
vidit Iesum in tormentis
et flagellis subditum.

Por los pecados del mundo,
vio a Jesús en tan profundo
tormento la dulce Madre.


OCTAVA ESTACIÓN
Jesús encuentra a las mujeres de Jerusalén

En efecto, es Jesús quien tiene compasión de las mujeres de Jerusalén, y de todos nosotros. Incluso llevando la cruz, Jesús sigue siendo el hombre que tiene compasión de las multitudes (cf. Mc 8,2), que prorrumpe en llanto ante la tumba de Lázaro (cf. Jn 11,35), que proclama bienaventurados a los que lloran, porque serán consolados (cf. Mt 5,5).

Jesús se muestra como el único que conoce realmente el corazón de Dios Padre y que por lo mismo nos lo puede dar a conocer a nosotros: «Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11,27).

Desde los tiempos más remotos, la humanidad se ha preguntado, a menudo con angustia, cuál es realmente la actitud de Dios hacia nosotros: ¿una actitud de solicitud providencial, o por el contrario de soberana indiferencia, o incluso de desdén y de odio? No podemos responder con certeza a una pregunta de este tipo con el único recurso de nuestra inteligencia, de nuestra experiencia y ni siquiera de nuestro corazón.

Por esto, Jesús -su vida y su palabra, su cruz y su resurrección- es con mucho la realidad más importante de toda la existencia humana, la luz que ilumina nuestro destino.


Eia, mater, fons amoris, 
me sentire vim doloris 
fac, ut tecum lugeam.

¡Oh dulce fuente de amor!,
hazme sentir tu dolor
para que llore contigo.


NOVENA ESTACIÓN
Jesús cae por tercera vez

He aquí el motivo más profundo de las repetidas caídas de Jesús: no sólo los sufrimientos físicos y las traiciones humanas, sino la voluntad del Padre. Esa voluntad misteriosa y humanamente incomprensible, pero infinitamente buena y generosa, por la cual Jesús se hizo «pecado por nosotros»; todas las culpas de la humanidad recaen sobre él, realizándose ese misterioso intercambio que hace de nosotros pecadores «justicia de Dios».

Mientras tratamos de ensimismarnos en Jesús que camina y cae bajo el peso de la cruz, es justo que experimentemos en nosotros sentimientos de arrepentimiento y de dolor. Pero más fuerte aún debe ser la gratitud que invade nuestra alma.

Sí, oh Señor, tú nos has rescatado, nos has librado, con tu cruz nos has hecho justos ante Dios. Es más, nos has unido tan íntimamente contigo, que has hecho de nosotros, en ti, los hijos de Dios, sus familiares y amigos. Gracias, Señor, haz que la gratitud hacia ti sea la nota dominante de nuestra vida.


Fac ut ardeat cor meum
in amando Christum Deum,
ut sibi complaceam.

Y que, por mi Cristo amado,
mi corazón abrasado
más viva en él que conmigo.


DÉCIMA ESTACIÓN
Jesús es despojado de sus vestiduras

Jesús es despojado de sus vestiduras: estamos en el acto final de aquel drama, iniciado con la detención en el huerto de los olivos, a través del cual Jesús es despojado de su dignidad de hombre, antes incluso que de la de Hijo de Dios.

Muestran a Jesús desnudo a la vista de la gente de Jerusalén y de toda la humanidad. En un sentido profundo, es justo que sea así: él en efecto se despojó totalmente de sí mismo, para sacrificarse por nosotros. Por eso el gesto de despojarlo de las vestiduras es también el cumplimiento de la Sagrada Escritura.

Viendo a Jesús desnudo en la cruz, percibimos dentro de nosotros una necesidad imperiosa: mirar sin velos dentro de nosotros mismos; pero, antes de desnudarnos espiritualmente ante nosotros mismos, hacerlo ante Dios y ante nuestros hermanos los hombres. Despojarnos de la pretensión de aparecer mejores de lo que somos, para tratar en cambio de ser sinceros y transparentes.

El comportamiento que, más que ningún otro indignaba a Jesús, era, en efecto, la hipocresía. Cuántas veces dijo a sus discípulos: no hagáis «como los hipócritas» (Mt 6,2.5.16), o a los que desacreditaban sus buenas acciones: «¡Ay de vosotros hipócritas!» (Mt 23, 13. 15. 23. 25. 27. 29).

Señor Jesús, desnudo en la cruz, ayúdame a estar yo también desnudo ante ti.


Sancta mater, istud agas, 
Crucifixi fige plagas 
cordi meo valide.

Y, porque a amarle me anime,
en mi corazón imprime
las llagas que tuvo en sí.
Y de tu Hijo, Señora,
divide conmigo ahora
las que padeció por mí.


NDÉCIMA ESTACIÓN
Jesús es clavado en la cruz

Jesús es clavado en la cruz. Una tortura tremenda. Y mientras está colgado en la cruz hay muchos que se burlan de él e incluso lo provocan: «A otros ha salvado y él no se puede salvar... ¿No ha confiado en Dios? Si tanto lo quiere Dios, que lo libere ahora. ¿No decía que era Hijo de Dios?» (Mt 27,42-43). Así se mofaban no sólo de su persona, sino también de su misión de salvación, la misión que Jesús estaba llevando a cumplimiento precisamente en la cruz.

«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34). Se trata, en verdad, de las palabras iniciales de un salmo, que se concluye con la reafirmación de la plena confianza en Dios. Y, sin embargo, son palabras que hay que tomar totalmente en serio, ya que expresan la prueba más grande a la que fue sometido Jesús.

Cántas veces, frente a una prueba, pensamos que hemos sido olvidados o abandonados por Dios. O incluso estamos tentados a concluir que Dios no existe.

El Hijo de Dios, que bebió hasta el fondo su amargo cáliz y luego resucitó de entre los muertos, nos dice, en cambio, con todo su ser, con su vida y su muerte, que debemos fiarnos de Dios. En él sí que podemos creer.


Tui Nati vulnerati,
tam dignati pro me pati,
poenas mecum divide.

Y de tu Hijo, Señora,
divide conmigo ahora
las que padeció por mí.


DUODÉCIMA ESTACIÓN
Jesús muere en la cruz

Cuando la muerte llega después de una dolorosa enfermedad, se suele decir con alivio: «Ha terminado de sufrir». En cierto sentido, estas palabras sirven también para Jesús. Sin embargo, frente a la muerte de cualquier hombre y mucho más de ese hombre que es el Hijo de Dios, son palabras demasiado limitadas y superficiales.

Efectivamente, cuando Jesús muere, el velo del templo de Jerusalén se rasga en dos mientras tienen lugar otros signos, que hacen exclamar al centurión romano que estaba de guardia en la cruz: «Realmente éste era Hijo de Dios» (cf. Mt 27,51-54).

En realidad, nada hay tan oscuro y misterioso como la muerte del Hijo de Dios, que junto con Dios Padre es la fuente y la plenitud de la vida. Pero, tampoco hay nada tan luminoso, porque aquí resplandece la gloria de Dios, la gloria del Amor omnipotente y misericordioso.

Frente a la muerte de Jesús, nuestra respuesta es el silencio de la adoración. Así nos encomendamos a él, nos ponemos en sus manos, pidiéndole que nunca nada, tanto en la vida como en la muerte, nos pueda separar de él (cf. Rom 8,38-39).

Vidit suum dulcem Natum
morientem desolatum,
cum emisit spiritum.

Vio morir al Hijo amado,
que rindió desamparado
el espíritu a su Padre.


DECIMOTERCERA ESTACIÓN
Jesús es bajado de la cruz y entregado a su Madre

La hora de Jesús ya se ha cumplido y Jesús es depuesto de la cruz. Los brazos de su Madre están prontos para acogerlo. Después de haber gustado hasta el final la soledad de la muerte, Jesús encuentra enseguida -en su cuerpo exánime- al más fuerte y dulce de sus vínculos humanos, el calor del afecto de su Madre. Los mejores artistas, pensemos en la Piedad de Miguel Ángel, han sabido captar y expresar la profundidad y la fuerza indestructible de este vínculo.

Recordando que María, al pie de la cruz, se ha convertido en madre de cada uno de nosotros, le pedimos que ponga en nuestro corazón los sentimientos que la unen a Jesús. En efecto, para ser verdaderamente cristianos, para poder seguir de verdad a Jesús, hay que estar unidos a él con todo lo que hay dentro de nosotros: la mente, la voluntad, el corazón, nuestras pequeñas y grandes opciones cotidianas.

Sólo así Dios podrá ocupar el centro de nuestra vida, sin quedar reducido a una consolación que, aunque esté siempre a mano, no interfiera con los intereses concretos que nos impulsan a actuar.


Fac me tecum pie flere
Crucifixo condolere
donec ego vixero.

Hazme contigo llorar
y de veras lastimar
de sus penas mientras vivo.


DECIMOCUARTA ESTACIÓN
Jesús es colocado en el sepulcro

Con la piedra que cierra la entrada del sepulcro, parece que todo haya acabado realmente. ¿Pero podía quedar prisionero de la muerte el Autor de la vida? Por eso, el sepulcro de Jesús, desde entonces hasta hoy, no sólo se ha convertido en el objeto de la más conmovedora devoción, sino que también ha provocado la más profunda división de las inteligencias y de los corazones: aquí se divide el camino que separa a los que creen en Cristo de los que, por el contrario, no creen en él, aunque a menudo lo consideren un hombre maravilloso.

Efectivamente, aquel sepulcro quedó vacío muy pronto y jamás se ha podido encontrar una explicación convincente de por qué quedó vacío, excepto la que dieron María Magdalena, Pedro y los otros Apóstoles, los testigos de Jesús resucitado de entre los muertos.

Ante el sepulcro de Jesús detengámonos en oración, pidiendo a Dios esos ojos de la fe que nos permitan unirnos a los testigos de la resurrección. Así, el camino de la cruz se convertirá también para nosotros en fuente de vida.


Quando corpus morietur, 
fac ut animæ donetur 
paradisi goria.
Amen.

Haz que me ampare la muerte
de Cristo, cuando en tan fuerte
trance vida y alma estén.
Porque, cuando quede en calma
el cuerpo, vaya mi alma
a su eterna gloria. Amén.


PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI 
al final del Vía Crucis

Queridos hermanos y hermanas:

Hemos recorrido esta noche el camino de la cruz en oración, con recogimiento y emoción. Hemos subido al Calvario con Jesús y hemos meditado sobre su sufrimiento, redescubriendo la hondura del amor que él ha tenido y tiene por nosotros. En este momento, sin embargo, no queremos limitarnos a una compasión dictada sólo por un simple sentimiento. Queremos más bien participar en el sufrimiento de Jesús, queremos acompañar a nuestro Maestro compartiendo su pasión en nuestra vida, en la vida de la Iglesia, para la vida del mundo, porque sabemos que, precisamente en la cruz del Señor, en su amor ilimitado, que se entrega totalmente, está la fuente de la gracia, de la liberación, de la paz, de la salvación.

Los textos, las meditaciones y las oraciones del Vía Crucis nos han ayudado a contemplar este misterio de la pasión, para aprender la gran lección de amor que Dios nos ha dado en la cruz, para que nazca en nosotros un deseo renovado de convertir nuestro corazón, viviendo cada día el mismo amor, la única fuerza capaz de cambiar el mundo.

Esta noche hemos contemplado a Jesús en su rostro lleno de dolor, despreciado, ultrajado, desfigurado por el pecado del hombre; mañana por la noche lo contemplaremos en su rostro lleno de alegría, radiante y luminoso. Desde que Jesús fue colocado en el sepulcro, la tumba y la muerte ya no son un lugar sin esperanza, donde la historia concluye con el fracaso más completo, donde el hombre toca el límite extremo de su impotencia. El Viernes Santo es el día de la esperanza más grande, la esperanza madurada en la cruz, mientras Jesús muere, mientras exhala su último suspiro clamando con voz potente: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46).

Poniendo su existencia «donada» en las manos del Padre, sabe que su muerte se convierte en fuente de vida, igual que la semilla en la tierra tiene que deshacerse para que la planta pueda crecer. «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24). Jesús es el grano de trigo que cae en tierra, se deshace, se rompe, muere, y por esto puede dar fruto. Desde el día en que Cristo fue alzado en ella, la cruz, que parece ser el signo del abandono, de la soledad, del fracaso, se ha convertido en un nuevo inicio: desde la profundidad de la muerte emerge la promesa de la vida eterna. En la cruz brilla ya el esplendor victorioso del alba del día de la Pascua.

En el silencio de esta noche, en el silencio que envuelve el Sábado Santo, embargados por el amor ilimitado de Dios, vivimos en la espera del alba del tercer día, el alba del triunfo del Amor de Dios, el alba de la luz que permite a los ojos del corazón ver de modo nuevo la vida, las dificultades, el sufrimiento. La esperanza ilumina nuestros fracasos, nuestras desilusiones, nuestras amarguras, que parecen marcar el desplome de todo. El acto de amor de la cruz, confirmado por el Padre, y la luz deslumbrante de la resurrección, lo envuelve y lo transforma todo: de la traición puede nacer la amistad, de la negación el perdón, del odio el amor.

Concédenos, Señor, llevar con amor nuestra cruz, nuestras cruces cotidianas, con la certeza de que están iluminadas con la claridad de tu Pascua. Amén.

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