viernes, 29 de marzo de 2013

VIACRUCIS CISTERCIENSE


por el monje cisterciense de la estricta observancia Dom André Louf
que, desde hace algunos años, vive en un eremitorio, después de haber desempeñado el ministerio de abad durante treinta y cinco años en su comunidad de Notre-Dame de Mont-des-Cats, en Francia, guiándola en el seguimiento de Jesucristo desde los años del Concilio Vaticano II hasta los umbrales del tercer milenio: un monje arraigado en la Escritura gracias a la práctica cotidiana de la lectio divina, amante de los Padres de la Iglesia de los primeros siglos y de los místicos flamencos; un padre de monjes capaz de acompañar a sus hermanos en la vida espiritual y en la búsqueda cotidiana de «un solo corazón y una sola alma», que caracterizaba a la comunidad apostólica de Jerusalén. Un monje cenobita, pues, para el cual soledad y comunión están en constante dialéctica existencial: soledad ante a Dios y comunión fraterna, unificación interior y unidad comunitaria, reducción a la simplicitas de lo esencial y apertura a la pluralidad de las expresiones de la vivencia de la fe. Éste es el compromiso cotidiano del monje, la dinámica de su stabilitas en una determinada realidad comunitaria, el «trabajo de la obediencia» (Regla de S. Benito, Prol. 2) por el que se vuelve a Dios. La propuesta de este Vía Crucis está en este esfuerzo monástico liberador, que es también el esfuerzo de todo bautizado, miembro de la comunidad viva de la Iglesia. Jesús se encuentra en repetidas ocasiones «solo», unas veces por su libre opción, otras porque todos le abandonaron: está solo en el Huerto de los Olivos, cara a cara con el Padre; está solo frente a la traición de un discípulo y la negación de otro; solo, afronta el sanedrín, el juicio de Pilato, los escarnios de los soldados; solo, carga sobre sí el peso de la cruz; solo, se abandonará totalmente en los brazos del Padre. Pero la soledad de Jesús no es estéril, sino todo lo contrario: puesto que brota de una íntima unión con su Padre y el Espíritu, crea, a su vez, una comunión entre los que entran en una relación vivificante con ella. Así, en su pasión, Jesús encuentra la ayuda fraterna del Cireneo, conoce el consuelo de las mujeres discípulas que vinieron con él a Jerusalén, abre las puertas de su Reino al centurión y al buen ladrón, que supieron mirar más allá de la apariencia, ve formarse al pie de la cruz el embrión de la comunidad formada por su madre y el discípulo amado. Por último, precisamente el momento de mayor soledad en apariencia, la deposición en el sepulcro, cuando su cuerpo es entregado a la tierra, se convierte en el paso a una renovada comunión cósmica: al bajar a los infiernos, Jesús encuentra a la humanidad entera en Adán y Eva, anuncia la salvación a los «espíritus encarcelados» (1 Pe 3,19) y restablece la comunión paradisíaca. Para todo discípulo de Jesucristo, participar en el Vía Crucis significa, pues, entrar en el misterio de soledad y comunión que vivió el Maestro y Señor, aceptar la voluntad del Padre sobre sí mismo, hasta descubrir, más allá del sufrimiento y de la muerte, la Vida sin fin que mana del costado traspasado y del sepulcro vacío.

ORACIÓN INICIAL DEL SANTO PADRE
Hermanos y hermanas: Una vez más nos hemos reunido para seguir al Señor Jesús en el camino que lo lleva al Calvario. Allá encontraremos a las personas que lo han seguido hasta al final: su Madre, el discípulo amado, las mujeres que lo siguieron en el anuncio de la Buena Nueva, y cuantos, movidos por compasión, han tratado de consolarlo y de aliviar su dolor. También encontraremos a los que decidieron su muerte y que él, en un exceso de amor, perdonó. Pidámosle que infunda en nuestro corazón sus sentimientos (cf. Flp 2,5) para que podamos «conocerlo a él, y la fuerza de su resurrección, la comunión con sus padecimientos, muriendo su misma muerte para llegar un día a la resurrección de entre los muertos» (Flp 3,10-11). Este año, en que la fecha de la Pascua coincide providencialmente en todas las Iglesias, queremos recordar a todos los discípulos de Jesús, que en el mundo conmemoran en este mismo día su muerte y su sepultura. Oremos (breve pausa de silencio). Jesús, víctima inocente del pecado, acógenos como compañeros de tu camino pascual, que de la muerte lleva a la vida, y enséñanos a vivir, el tiempo que estemos en la tierra, arraigados en la fe en ti, que nos has amado y te has entregado a ti mismo por nosotros (cf. Ga 2,20). Tú eres Cristo, el único Señor, que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.

PRIMERA ESTACIÓN Jesús en el Huerto de los Olivos V/. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. R/. Pues por tu santa cruz redimiste al mundo. Del Evangelio según san Lucas 22,39-46: Salió Jesús, como de costumbre, al monte de los Olivos; y lo siguieron los discípulos. Al llegar al sitio, les dijo: «Orad, para que no caigáis en la tentación». Y se apartó de ellos como a un tiro de piedra y, arrodillado, oraba diciendo: «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz. Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya». Y se le apareció un ángel del cielo que lo animaba. En medio de su angustia, oraba con más insistencia. Su sudor se hizo como gotas espesas de sangre que caían en tierra. Y levantándose de la oración, fue hacia sus discípulos, los encontró dormidos por la tristeza, y les dijo: «¿Por qué dormís? Levantaos y orad, para que no caigáis en la tentación».
MEDITACIÓN Llegado al umbral de su Pascua, Jesús está en presencia del Padre. ¿Cómo habría podido ser de otra manera, dado que su diálogo secreto de amor con el Padre nunca se había interrumpido? «Ha llegado la hora» (Jn 16,32); la hora prevista desde el principio, anunciada a los discípulos, que no se parece a ninguna otra, que contiene y las compendia todas justo mientras están a punto de cumplirse en los brazos del Padre. Improvisamente, aquella hora da miedo. De este miedo no se nos oculta nada. Pero allí, en el culmen de la angustia, Jesús se refugia en el Padre con la oración. En Getsemaní, aquella noche, la lucha se convierte en un cuerpo a cuerpo agotador, tan áspero que en el rostro de Jesús el sudor se transforma en sangre. Y Jesús osa por última vez, ante del Padre, manifestar la turbación que lo invade: «¡Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz! Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22,42). Dos voluntades se enfrentan por un momento, para confluir luego en un abandono de amor ya anunciado por Jesús: «Es necesario que el mundo comprenda que amo al Padre, y que lo que el Padre me manda, yo lo hago» (Jn 14,31).
ORACIÓN Jesús, hermano nuestro, que para abrir a todos los hombres el camino de la Pascua has querido experimentar la tentación y el miedo, enséñanos a refugianos en ti, y a repetir tus palabras de abandono y entrega a la voluntad del Padre, que en Getsemaní han alcanzado la salvación del universo. Haz que el mundo conozca a través de tus discípulos el poder de tu amor sin límites (cf. Jn 13,1), del amor que consiste en dar la vida por los amigos (cf. Jn 15,13). Jesús, en el Huerto de los Olivos, solo, ante el Padre, has renovado la entrega a su voluntad.
R/. A ti la alabanza y la gloria por los siglos. Todos: Padre nuestro...

SEGUNDA ESTACIÓN Jesús, traicionado por Judas, es arrestado V/. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. R/. Pues por tu santa cruz redimiste al mundo. Del Evangelio según san Lucas 22,47-48: Todavía estaba hablando, cuando se presentó un grupo; el llamado Judas, uno de los Doce, iba el primero, y se acercó a Jesús a darle un beso. Jesús le dijo: «Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?».
MEDITACIÓN Desde la primera vez que se le menciona, Judas es indicado como «el mismo que le entregó» (Mt 10,4; Mc 3,19; Lc 6,13); el trágico apelativo de «traidor» quedará unido para siempre a su recuerdo. ¿Cómo pudo llegar a tanto uno que Jesús había elegido para que lo siguiera de cerca? ¿Se dejó arrastrar Judas por un amor frustrado a Jesús, que se trasformó en sospecha y resentimiento? Así lo haría pensar el beso, gesto que habla de amor, pero que se convirtió en el gesto de entrega de Jesús a los soldados. ¿O fue quizás víctima de la desilusión ante un Mesías que huía del papel político de liberador de Israel del dominio extranjero? Judas no tardaría en percatarse de que su sutil chantaje terminaba en un desastre. Porque no había deseado la muerte del Mesías, sino sólo que despertara y asumiese una actitud decidida. Y entonces: vano arrepentimiento de su gesto, rechazo del salario de la traición (cf. Mt 27,4), cediendo a la desesperación. Cuando Jesús habla de Judas como «hijo de la perdición», se limita a recordar que así se cumplía la Escritura (cf. Jn 17,12). Un misterio de iniquidad que nos sobrepasa, pero que no puede superar el misterio de la misericordia.
ORACIÓN Jesús, amigo de los hombres, tú has venido a la tierra y has tomado nuestra carne para ofrecer tu solidaridad a tus hermanos y hermanas de la humanidad. Jesús, manso y humilde de corazón, tú das alivio a cuantos sufren bajo el peso de sus cargas (cf. Mt 11,28-29); sin embargo, el ofrecimiento de tu amor ha sido a menudo rechazado. Incluso entre los que te acogieron ha habido quienes han renegado de ti, quienes han traicionado el compromiso adquirido. Pero tú no has dejado nunca de amarlos, hasta el punto de dejar a todos los demás para ir en su busca, con la esperanza de hacerlos volver a ti, cargados sobre tus hombros (Lc 15,5) o apoyados en tu pecho (cf. Jn 13,25). Encomendamos a tu infinita misericordia a tus hijos, asechados por el desaliento o la desesperación. Concédeles encontrar refugio en ti y «no desesperar nunca de tu misericordia» (Regla de S. Benito 3, 74). Jesús, tú sigues amando a quien rechaza tu amor y buscas incansablemente a quien te traiciona y abandona. R/. A ti la alabanza y la gloria por los siglos. Todos: Padre nuestro...

TERCERA ESTACIÓN Jesús es condenado por el Sanedrín V/. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. R/. Pues por tu santa cruz redimiste al mundo. Del Evangelio según san Lucas 22,66-71: En cuanto se hizo de día, se reunió el Consejo de Ancianos del pueblo, sumos sacerdotes y escribas, y, haciéndole comparecer ante su Sanedrín, le dijeron: «Si tú eres el Cristo, dínoslo». Él respondió: «Si os lo digo, no lo vais a creer. Si os pregunto, no me vais a responder. Desde ahora el Hijo del hombre estará sentado a la derecha de Dios todopoderoso». Dijeron todos: «Entonces, ¿tú eres el Hijo de Dios?». Él les contestó: «Vosotros lo decís, yo lo soy». Ellos dijeron: «¿Qué necesidad tenemos ya de testigos, pues nosotros mismos lo hemos oído de su propia boca?».
MEDITACIÓN Jesús está sólo ante el sanedrín. Los discípulos han huido. Desamparados por la detención a la que alguno trató de reaccionar con la violencia. Ha huido también quien poco antes había exclamado: «¡Vayamos también nosotros a morir con él!» (Jn 11,16). El miedo los ha vencido. La brutalidad del acontecimiento ha prevalecido sobre su frágil propósito. Han cedido, arrastrados por la corriente de la vileza. Dejan que Jesús afronte, solo, su suerte. Sin embargo, formaban el círculo de sus íntimos, Jesús los había llamado sus «amigos» (Jn 15,15). Alrededor de él ahora queda sólo una muchedumbre hostil, concorde en desear su muerte. Ya otras veces, cuando aludía a su origen divino, la muerte se había cernido sobre Jesús. Ya otras veces, quienes lo escuchaban habían intentado apedrearlo. «No por ninguna obra buena -afirmaban-, sino por la blasfemia, porque tú, que eres hombre, te haces Dios» (Jn 10,33). Ahora el sumo sacerdote le apremia a declarar ante todos si es o no Hijo de Dios. Jesús no rehúsa: lo confirma con la misma gravedad. Firma así su propia condena a muerte.
ORACIÓN Jesús, testigo fiel (Ap 1,5), ante la muerte has confesado serenamente tu identidad divina y has anunciado tu vuelta gloriosa al final de los tiempos, para llevar a término la obra que el Padre te encomendó. Confiamos nuestras dudas a tu misericordia, el continuo vaivén entre los impulsos de generosidad y los momentos de desidia, en los cuales dejamos que «la preocupación del mundo y el engaño de la riqueza» (Mt 13,22) ahoguen la chispa que tu mirada o tu Palabra han encendido en nuestros corazones endurecidos. Anima a los que han iniciado el camino del seguimiento, para que no se asusten ante las dificultades y las renuncias que se prevén. Recuérdales que tú eres manso y humilde de corazón y que tu yugo es suave y tu carga ligera. Concédeles experimentar el alivio que sólo tú puedes dar (cf. Mt 11,28-30). Jesús, tú estás sereno ante la muerte inminente, tú eres el único justo ante el injusto Sanedrín. R/. A ti la alabanza y la gloria por los siglos. Todos: Padre nuestro...

CUARTA ESTACIÓN Jesús es negado por Pedro V/. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. R/. Pues por tu santa cruz redimiste al mundo. Del Evangelio según san Lucas 22,54b-62: Pedro lo iba siguiendo de lejos. Los soldados habían encendido una hoguera en medio del patio y estaban sentados alrededor; Pedro se sentó entre ellos. Una criada, al verlo sentado junto a la lumbre, se le quedó mirando y dijo: «Éste también estaba con él». Pero él lo negó diciendo: «¡Mujer, no lo conozco!». Poco después, lo vio otro y le dijo: «Tú también eres uno de ellos». Pedro replicó: «¡Hombre, no lo soy!». Pasada cosa de una hora, otro insistía: «Sin duda, también éste estaba con él, porque es galileo». Pedro contestó: «¡Hombre, no sé de qué hablas!». Y estaba todavía hablando cuando cantó un gallo. El Señor, volviéndose, le echó una mirada a Pedro, y Pedro se acordó de la palabra que el Señor le había dicho: «Antes de que cante hoy el gallo, me habrás negado tres veces». Y, saliendo fuera, lloró amargamente.
MEDITACIÓN De los discípulos que habían huido, regresan dos, siguiendo a distancia a los soldados y a su prisionero. Quizás por una mezcla de afecto y de curiosidad, sin darse cuenta del riesgo que corren. Pedro no tarda en ser reconocido: lo delata el acento galileo y el testimonio de alguien que lo ha visto desenvainar la espada en el huerto de los Olivos. Pedro se refugia en la mentira: lo niega todo. No se percata de que así reniega de su Señor, desmiente sus ardientes declaraciones de fidelidad absoluta. No percibe que así niega también su propia identidad. Pero un gallo canta, Jesús se vuelve, dirige su mirada a Pedro y da sentido a aquel canto. Pedro entiende y rompe en lágrimas. Lágrimas amargas, pero endulzadas por el recuerdo de las palabras de Jesús: «No he venido para condenar, sino para salvar» (Jn 12,47). Ahora le reitera aquella mirada de «ternura y piedad», la misma mirada del Padre «lento a la cólera y grande en el amor», «que no nos trata según nuestros pecados, no nos paga conforme a nuestras culpas» (Sal 103,8.10). Pedro se sumerge en aquella mirada. En la mañana de Pascua las lágrimas de Pedro serán lágrimas de alegría.
ORACIÓN Jesús, única esperanza de los que, débiles y heridos, caen; tú sabes lo que hay en cada hombre (cf. Jn 2,25). Nuestra debilidad aumenta tu amor y suscita tu perdón. Haz que, a la luz de tu misericordia, reconozcamos nuestros pasos desviados y que, salvados por tu amor, proclamemos las maravillas de tu gracia. Concede a cuantos tienen autoridad sobre los hermanos que no se jacten no de haber sido elegidos, sino de sus debilidades, por las cuales habita en ellos tu poder (2 Co 12,9). Jesús, dirigiendo la mirada a Pedro, suscitas en nosotros lágrimas amargas de arrepentimiento, río de paz del nuevo bautismo. R/. A ti la alabanza y la gloria por los siglos. Todos: Padre nuestro...

QUINTA ESTACIÓN Jesús es juzgado por Pilato V/. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. R/. Pues por tu santa cruz redimiste al mundo. Del Evangelio según san Lucas 23,13-25: Pilato convocó a los sumos sacerdotes, a las autoridades y al pueblo y les dijo: «Me habéis traído a este hombre como alborotador del pueblo, pero yo lo he interrogado delante de vosotros y no he hallado en este hombre ninguno de los delitos de que le acusáis. Ni tampoco Herodes, porque nos lo ha remitido. Nada ha hecho, pues, que merezca la muerte. Así que lo castigaré y lo soltaré». Por la fiesta tenía que soltarles a uno. Ellos vociferaron en masa diciendo: «¡Fuera ése! ¡Suéltanos a Barrabás!». A éste lo habían metido en la cárcel por una revuelta en la ciudad y un homicidio. Pilato volvió a dirigirles la palabra con intención de soltar a Jesús. Pero ellos seguían gritando: «¡Crucifícalo, crucifícalo!». Él les dijo por tercera vez: «Pues, ¿qué mal ha hecho éste? No he encontrado en él ningún delito que merezca la muerte. Así que le daré un escarmiento y lo soltaré». Pero ellos insistían pidiendo a gritos que lo crucificara; e iba creciendo el griterío. Pilato sentenció que se cumpliera su petición. Soltó, pues, al que habían pedido, el que habían metido en la cárcel por revuelta y homicidio, y a Jesús se lo entregó a su voluntad.
MEDITACIÓN Un hombre sin culpa alguna está ante Pilato. La ley y el derecho lo dejan al arbitrio de un poder totalitario que busca el consenso de la muchedumbre. En un mundo injusto, el justo acaba siendo rechazado y condenado. ¡Viva el homicida, muera el que da la vida! Que sea liberado Barrabás, el bandolero llamado «hijo del padre», y que se crucifique al que ha revelado al Padre y es el verdadero Hijo del Padre. Otros, no Jesús, son los instigadores del pueblo. Otros, no Jesús, han hecho lo que está mal a los ojos de Dios. Pero el poder teme por su propia autoridad, renuncia a la autoridad que viene de hacer lo que es justo, y abdica. Pilato, la autoridad que tiene poder de vida y muerte, Pilato, que no titubeó en ahogar en la sangre los focos de revuelta (cf. Lc 13,1), Pilato, que gobernaba con puño de hierro aquella oscura provincia del imperio, soñando poderes más vastos, abdica, entrega a un inocente, y con ello su propia autoridad, a una muchedumbre vociferante. El que en el silencio se entregó a la voluntad del Padre es de este modo abandonado a la voluntad de quien grita más fuerte.
ORACIÓN Jesús, cordero inocente llevado al matadero (cf. Is 53,7) para quitar el pecado del mundo (cf. Jn 1,29) dirige tu mirada de ternura a todo los inocentes perseguidos, a los prisioneros que gimen en cárceles infames, a las víctimas del amor por los oprimidos y por la justicia, a cuantos no entreven el fin de una larga pena injusta. Que tu presencia íntimamente percibida dulcifique su amargura y disipe las tinieblas de la prisión. Haz que nunca nos resignemos a ver encadenada la libertad que le has concedido a cada hombre, creado a tu imagen y semejanza. Jesús, rey manso de un reino de justicia y de paz, resplandece revestido de un manto de púrpura: tu sangre derramada por amor. R/. A ti la alabanza y la gloria por los siglos. Todos: Padre nuestro...

SEXTA ESTACIÓN Jesús es flagelado y coronado de espinas V/. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. R/. Pues por tu santa cruz redimiste al mundo. Del Evangelio según san Lucas 22,63-65: Los hombres que tenían preso a Jesús se burlaban de él y lo golpeaban; y cubriéndole con un velo le preguntaban: «¡Adivina! ¿Quién es el que te ha pegado?». Y lo insultaban diciéndole otras muchas cosas. Del Evangelio según san Juan 19,2-3: Los soldados trenzaron una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza y le vistieron un manto de púrpura; y, acercándose a él, le decían: «¡Salve, rey de los judíos!». Y le daban bofetadas.
MEDITACIÓN A la condena inicua se añade el ultraje de la flagelación. Entregado en manos de los hombres, el cuerpo de Jesús es desfigurado. Aquel cuerpo nacido de la Virgen María, que hizo de Jesús «el más bello de los hijos de Adán», que dispensó la unción de la Palabra -«la gracia está derramada en tus labios» (Sal 45,3)-, ahora es golpeado cruelmente por el látigo. El rostro transfigurado en el Tabor es desfigurado en el pretorio: rostro de quien, insultado, no responde; de quien, golpeado, perdona; de quien, hecho esclavo sin nombre, libera a cuantos sufren la esclavitud. Jesús camina decididamente por el camino del dolor, cumpliendo en carne viva, hecha viva voz, la profecía de Isaías: «Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi barba. No oculté el rostro a insultos y salivazos» (Is 50,6). Profecía que se abre a un futuro de transfiguración. ORACIÓN Jesús, «reflejo de la gloria del Padre, impronta de su ser» (Hb 1,3), has aceptado ser reducido a un pedazo de hombre, un condenado al suplicio, que mueve a piedad. Tú llevaste nuestros sufrimientos, cargaste con nuestros dolores, fuiste aplastado por nuestras iniquidades (cf. Is 53,5). Con tus heridas, cura las heridas de nuestros pecados. Concede a los que son despreciados injustamente o marginados, a cuantos han sido desfigurados por la tortura o la enfermedad, comprender que, crucificados al mundo contigo y como tú (cf. Ga 2,19), llevan a cabo lo que falta a tu Pasión, para la salvación del hombre (cf. Col 1,24). Jesús, pedazo de humanidad profanada, en ti se revela el carácter sagrado del hombre: arca del amor que devuelve bien por mal. R/. A ti la alabanza y la gloria por los siglos. Todos: Padre nuestro...

SÉPTIMA ESTACIÓN Jesús es cargado con la cruz V/. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. R/. Pues por tu santa cruz redimiste al mundo. Del Evangelio según san Marcos 15,20: Cuando se hubieron burlado de él, le quitaron la púrpura, le pusieron sus ropas y lo sacaron fuera para crucificarlo.
MEDITACIÓN «Fuera». El justo injustamente condenado tiene que morir fuera: fuera del campamento, fuera de la ciudad santa, fuera de la sociedad humana. Los soldados lo desnudan y lo visten: Él ya no puede disponer ni siquiera de su propio cuerpo. Le cargan sobre los hombros un palo, trozo pesado del patíbulo, señal de maldición e instrumento de ejecución capital. Madero de infamia, que pesa, carga extenuante, sobre las espaldas llagadas de Jesús. El odio que lo impregna hace insoportable el peso. Sin embargo aquel madero de la cruz es rescatado por Jesús, se convierte en signo de una vida vivida y ofrecida por amor a los hombres. Según la tradición, Jesús vacila, cae por tres veces bajo aquel peso. Jesús no ha puesto límites a su amor: «Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1). Obediente a la palabra del Padre -«Amarás al Señor tú Dios con todas tus fuerzas» (Dt 6,5)-, amó a Dios y cumplió su voluntad hasta el extremo.
ORACIÓN Jesús, rey de gloria, coronado de espinas, encorvado bajo el peso de la cruz que las manos del hombre han preparado para ti, imprime en nuestros corazones la imagen de tu rostro cubierto de sangre, para que nos recuerde que nos has amado hasta entregarte tú mismo por nosotros (cf. Ga 2,20). Que nuestra mirada no se separe nunca del signo de nuestra salvación, levantado sobre el corazón del mundo, para que, contemplándolo y creyendo en ti, no nos perdamos, sino que tengamos la vida eterna (cf. Jn 3,14-16). Jesús, sobre tus espaldas desgarradas pesa el innoble patíbulo: por tu gracia la cruz se convierte en constelación de piedras preciosas y el árbol del Paraíso vuelve a ser árbol de la Vida. R/. A ti la alabanza y la gloria por los siglos. Todos: Padre nuestro...

OCTAVA ESTACIÓN Jesús es ayudado por el Cireneo a llevar la cruz V/. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. R/. Pues por tu santa cruz redimiste al mundo. Del Evangelio según san Lucas 23,26: Cuando lo llevaban al Calvario, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que venía del campo, y le cargaron la cruz para que la llevara detrás de Jesús.
MEDITACIÓN Las primeras estrellas que anuncian el sábado no brillan todavía en el cielo, pero Simón ya vuelve a casa del trabajo en el campo. Soldados paganos, que nada saben del descanso del sábado, lo paran. Ponen sobre sus hombros robustos aquella cruz que otros habían prometido llevar cada día detrás de Jesús. Simón no elige: recibe una orden y aún no sabe que acoge un don. Es característico de los pobres no poder elegir nada, ni siquiera el peso de sus propios sufrimientos. Pero también es característico de los pobres ayudar a otros pobres, y allí hay uno más pobre que Simón: está a punto de ser privado hasta de la vida. Ayudar sin hacer preguntas, sin preguntar por qué: el peso es demasiado pesado para el otro, en cambio, mis espaldas aún lo sostienen. Y esto basta. Vendrá el día en el cual el pobre más pobre le dirá al compañero: «Ven, bendito de mi Padre, entra en mi alegría: estaba aplastado bajo el peso de la cruz y tu me has aliviado».
ORACIÓN Jesús, tú has caminado, con decisión, por el camino que lleva a Jerusalén (cf. Lc 9,51); tus sufrimientos te han convertido en guía de los hombres en el camino de la salvación (cf. Hb 2,10). Tú eres nuestro precursor en el camino de tu Pascua (cf. Hb 6,20). Ven en ayuda de todos los que, conscientes u obligados por acontecimientos cuyo sentido les resulta oscuro, caminan siguiendo tus huellas, tú que has dicho: «Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados» (Mt 5,5). Jesús, aliviado del peso de la cruz por Simón de Cirene, para que él, compañero desconocido en el camino del dolor, fuese tu amigo y huésped en la morada de la gloria eterna. R/. A ti la alabanza y la gloria por los siglos. Todos: Padre nuestro...

NOVENA ESTACIÓN Jesús encuentra a las mujeres de Jerusalén V/. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. R/. Pues por tu santa cruz redimiste al mundo. Del Evangelio según san Lucas 23,27-31: Lo seguía una gran multitud del pueblo y mujeres que se dolían y se lamentaban por él. Jesús, volviéndose a ellas, les dijo: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos. Porque llegarán días en que se dirá: ¡Dichosas las estériles, las entrañas que no engendraron y los pechos que no criaron! Entonces se pondrán a decir a los montes: ¡Caed sobre nosotros! Y a las colinas: ¡Sepultadnos! Porque si en el leño verde hacen esto, en el seco ¿qué se hará?».
MEDITACIÓN El cortejo del condenado avanza. Por escolta: soldados y un puñado de mujeres llorando, mujeres venidas de Galilea a la ciudad santa con él y los discípulos. Conocen a aquel hombre. Han escuchado su palabra de vida, lo aman como maestro y profeta. ¿Esperaban que fuera el liberador de Israel? (cf. Lc 24,21). No lo sabemos, pero ahora lloran por aquel hombre como se llora por una persona querida, como él lloró por su amigo Lázaro. Él las une a su sufrimiento; una nueva luz ilumina su dolor. La voz de Jesús habla de juicio, pero llama a la conversión; anuncia dolores, pero dolores como de parturienta. El madero verde recobrará la vida y el leño seco será partícipe de ello.
ORACIÓN Jesús, Rey de gloria, coronado de espinas, con el rostro cubierto de sangre y salivazos, enséñanos a buscar sin cesar tu rostro (cf. Sal 27,8-9) para que su luz ilumine nuestro camino (cf. Sal 89,15); enséñanos a descubrirlo bajo el semblante del hombre marcado por la enfermedad, abatido por el desaliento, envilecido por la injusticia. Haz que en nuestros ojos se impriman los rasgos de tu rostro amado; del que los «más pequeños de tus hermanos» (cf. Mt 25,40) son un reflejo luminoso, sacramento de tu presencia entre nosotros. Jesús, acompañado al monte de la Calavera por un cortejo de mujeres que lloran: ellas han conocido tu rostro de luz, tu palabra de gracia. R/. A ti la alabanza y la gloria por los siglos. Todos: Padre nuestro...

DÉCIMA ESTACIÓN Jesús es crucificado V/. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. R/. Pues por tu santa cruz redimiste al mundo. Del Evangelio según san Lucas 23,33.47: Llegados al lugar llamado Calvario, lo crucificaron allí a él y a los dos malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Al ver el centurión lo sucedido, glorificaba a Dios diciendo: «Ciertamente este hombre era justo».
MEDITACIÓN Una colina fuera de la ciudad, un abismo de dolor y humillación. Levantado entre cielo y tierra está un hombre: clavado en la cruz, suplicio reservado a los malditos de Dios y de los hombres. Junto a él otros condenados que no son dignos ya del nombre de hombre. Sin embargo Jesús, que siente que su espíritu lo abandona, no abandona a los otros hombres, extiende los brazos para acoger a todos, él, a quien nadie quiere ya acoger. Desfigurado por el dolor, marcado por los ultrajes, el rostro de aquel hombre le habla al hombre de otra justicia. Derrotado, burlado, denigrado, aquel condenado devuelve la dignidad a todo hombre: a tanto dolor puede llevar el amor; de tanto amor viene el rescate de todo dolor. «Ciertamente aquel hombre era justo» (Lc 23,47b).
ORACIÓN Jesús, de entre tu pueblo, sólo un pequeño rebaño, al cual el Padre se ha complacido en dar su Reino (cf. Lc 12,32), te ha reconocido como Señor y Salvador, pero tu Espíritu muy pronto hará de ellos testigos «en Jerusalén, en toda Judea y Samaria y hasta los confines de la tierra» (Hch 1,8). Concede a los que anuncian tu Palabra en el mundo entero, la audacia (cf. Flp 1,14) y la libertad (cf. Flm 1,8) gloriosa, gracias a las cuales tu Espíritu irrumpe con la fuerza de la Pascua y el lenguaje de la cruz, escándalo a los ojos del mundo, se convierte en sabiduría para los que creen (cf. 1 Co 1,17 ss). Jesús, tu muerte, oblación pura para que todos tengan la vida, ha revelado tu identidad de Hijo de Dios e Hijo del hombre. R/. A ti la alabanza y la gloria por los siglos. Todos: Padre nuestro...

UNDÉCIMA ESTACIÓN Jesús promete su reino al buen ladrón V/. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. R/. Pues por tu santa cruz redimiste al mundo. Del Evangelio según san Lucas 23,33-34.39-43: Llegados al lugar llamado Calvario, lo crucificaron allí a él y a los dos malhechores, uno a la derecha y el otro a la izquierda. Jesús decía: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: «¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti mismo y a nosotros!». Pero el otro le respondió diciendo: «¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha hecho». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino». Jesús le dijo: «Yo te lo aseguro, hoy estarás conmigo en el Paraíso».
MEDITACIÓN El lugar de la Calavera, sepulcro de Adán, el primer hombre, patíbulo de Jesús, el hombre nuevo. El madero de la cruz, instrumento de muerte ostentada, arca de perdón concedido. Junto a Jesús, que pasó entre la gente haciendo el bien, dos hombres condenados por haber hecho el mal. Otros dos habían pedido estar uno a la derecha y otro a la izquierda de Jesús, se habían declarado también dispuestos a recibir el mismo bautismo, a beber el mismo cáliz (cf. Mc 10,38-39). Pero ahora no están aquí, otros les han precedido en el monte Calvario. Uno de ellos invoca a un Mesías que se salve a sí mismo y a los dos, allí y enseguida; el otro se dirige a Jesús, para que se acuerde de él cuando entre en su Reino. Quien comparte los escarnios de la muchedumbre no recibe respuesta; quien reconoce la inocencia de un condenado a muerte consigue una inmediata promesa de vida.
ORACIÓN Jesús, amigo de los pecadores y los publicanos (cf. Mt 9,11; 11,19; Lc 15,1-2), tú no has venido para salvar a los justos sino a los pecadores (cf. Mt 9,13) y has querido darnos la prueba de tu amor «muy grande» (cf. Ef 2,4) y de la abundancia de tu misericordia, aceptando morir por nosotros mientras éramos aún pecadores (cf. Rm 5,8). Vuelve tu mirada de bondad sobre nosotros, y, después de que hayamos gustado la amargura purificadora de la humillación, acógenos en tus brazos, llenos de misericordia paterna, y transforma con tu perdón el barro del pecado en traje de gloria. Jesús, proclamado inocente por un malhechor, compañero de pena: para ti y para tu compañero ha llegado la hora de entrar en el Reino. R/. A ti la alabanza y la gloria por los siglos. Todos: Padre nuestro...

DUODÉCIMA ESTACIÓN Jesús en la cruz, su Madre y el discípulo V/. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. R/. Pues por tu santa cruz redimiste al mundo. Del Evangelio según san Juan 19,25-27: Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego dice al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa.
MEDITACIÓN Alrededor de la cruz, gritos de odio; al pie de la cruz, presencias de amor. Está allí, firme, la madre de Jesús. Con ella otras mujeres, unidas en el amor en torno al moribundo. Cerca, el discípulo amado, nadie más. Sólo el amor ha sabido superar todos los obstáculos, sólo el amor ha perseverado hasta al final, sólo el amor engendra otro amor. Y allí, al pie de la cruz, nace una nueva comunidad; allí, en el lugar de la muerte, surge un nuevo espacio de vida: María acoge al discípulo como hijo, el discípulo amado acoge a María como madre. «La tomó consigo entre sus cosas más queridas» (Jn 19,27), tesoro inalienable del cual se hizo custodio. Sólo el amor puede custodiar el amor, sólo el amor es más fuerte que la muerte (cf. Ct 8,6).
ORACIÓN Jesús, Hijo predilecto del Padre, a los sufrimientos padecidos en la cruz se añade el de ver junto a ti a tu Madre quebrantada por el dolor. Te confiamos la desolación y el retorno de los padres turbados ante los sufrimientos o la muerte de un hijo; te confiamos el desaliento de tantos huérfanos, de hijos abandonados o dejados solos. Tú estás presente en sus sufrimientos, como lo estuviste en la cruz, junto a la Virgen María. Que venga el día del encuentro, en el cual será enjugada toda lágrima y habrá alegría sin fin. Jesús, moribundo en la cruz, confías tu Madre al discípulo amado, el Apóstol virgen a la Virgen pura que te llevó en su seno. R/. A ti la alabanza y la gloria por los siglos. Todos: Padre nuestro...

DECIMOTERCERA ESTACIÓN Jesús muere en la cruz V/. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. R/. Pues por tu santa cruz redimiste al mundo. Del Evangelio según san Lucas 23,44-46: Era ya cerca de la hora sexta cuando, al eclipsarse el sol, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona. El velo del Templo se rasgó por medio, y Jesús, dando un fuerte grito, dijo: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu», y, dicho esto, expiró.
MEDITACIÓN Después de la agonía de Getsemaní, Jesús, en la cruz, se halla de nuevo ante el Padre. En el culmen de un sufrimiento indecible, Jesús se dirige a él, y le suplica. Su oración es ante todo invocación de misericordia para sus verdugos. Luego, aplicación a sí mismo de la palabra profética de los salmos: manifestación de un sentido de abandono desgarrador, que llega en el momento crucial, en el cual se experimenta con todo el ser a qué desesperación lleva el pecado, que separa de Dios. Jesús ha bebido hasta el fondo el cáliz de la amargura. Pero de aquel abismo de sufrimiento surge un grito que rompe la desolación: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). Y el sentido de abandono se muda en abandono en los brazos del Padre; el último respiro del moribundo se vuelve grito de victoria. La humanidad, que se había alejado en un arrebato de autosuficiencia, es acogida de nuevo por el Padre.
ORACIÓN Jesús, hermano nuestro, con tu muerte nos has vuelto a abrir el camino cerrado por la culpa de Adán. Nos has precedido en el camino que lleva de la muerte a la vida (cf. Hb 6,20). Te has cargado con el miedo y los tormentos de la muerte, cambiándole radicalmente el sentido: has trasformado la desesperación que provocan, haciendo de la muerte un encuentro de amor. Conforta a los que hoy emprenden tu mismo camino. Alienta a los que tratan de alejarse del pensamiento de la muerte. Y cuando nos llegue también a nosotros la hora dramática y bendita, acógenos en tu gozo eterno, no por nuestros méritos, sino en virtud de las maravillas que tu gracia obra en nosotros. Jesús, expirando, entregas la vida en manos del Padre y derramas sobre la Esposa el regalo vivificante del Espíritu. R/. A ti la alabanza y la gloria por los siglos. Todos: Padre nuestro...

DECIMOCUARTA ESTACIÓN Jesús es puesto en el sepulcro V/. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. R/. Pues por tu santa cruz redimiste al mundo. Del Evangelio según san Lucas 23,50-54: Había un hombre llamado José, miembro del Sanedrín, hombre bueno y justo, que no había asentido al consejo y proceder de los demás. Era natural de Arimatea, ciudad de Judea, y esperaba el Reino de Dios. Se presentó a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús, y, después de descolgarlo, lo envolvió en una sábana y lo puso en un sepulcro excavado en la roca, en el que nadie había sido puesto todavía. Era el día de la Parasceve, y apuntaba el sábado.
MEDITACIÓN Primeras luces del sábado. El que era luz del mundo baja al reino de las tinieblas. El cuerpo de Jesús se hunde en la tierra, y con él se hunde toda esperanza. Pero su descenso al lugar de los muertos no es para la muerte, sino para la vida. Es para reducir a la impotencia al que detentaba el poder sobre la muerte, el diablo (cf. Hb 2,14), para destruir al último adversario del hombre, la muerte misma (cf. 1 Co 15,26), para hacer resplandecer la vida y la inmortalidad (cf. 2 Tm 1,10), para anunciar la buena nueva a los espíritus prisioneros (cf. 1 Pe 3,19). Jesús se humilla hasta alcanzar a la primera pareja humana, Adán y Eva, aplastados bajo el peso de su culpa. Jesús les tiende la mano, y su rostro se ilumina con la gloria de la resurrección. El primer Adán y el Último se parecen y se reconocen; el primero halla la propia imagen en aquel que un día debía venir a liberarlo junto con todos los demás hijos (cf. Gn 1,26). Ese día ha llegado finalmente. Ahora en Jesús, cada muerte puede, desde aquel momento, desembocar en la vida.
ORACIÓN Jesús, Señor rico en misericordia, te has hecho hombre para ser nuestro hermano y con tu muerte vencer la muerte. Has descendido a los infiernos para liberar a la humanidad, para hacernos revivir contigo, resucitados, llamados a sentarnos en los cielos junto a ti (cf. Ef 2,4-6). Buen pastor que nos conduces a aguas tranquilas, tómanos de la mano cuando atravesemos las sombras de la muerte (cf. Sal 23,2-4), a fin de que permanezcamos contigo, para contemplar eternamente tu gloria (cf. Jn 17,24). Jesús, envuelto en una sábana y colocado en la tumba, esperas que, rodada la piedra, se rompa el silencio de la muerte con el júbilo del aleluya perenne. R/. A ti la alabanza y la gloria por los siglos. Todos: Padre nuestro...

JUAN PABLO II Palabras al final del Vía Crucis
1. Venit hora! ¡Ha llegado la hora! La hora del Hijo del hombre. Como todos los años, recorremos ante el Coliseo romano el vía crucis de Cristo y participamos en la «hora» en la que se realizó la obra de la Redención. Venit hora crucis! «La hora de pasar de este mundo al Padre» (Jn 13,1). La hora del sufrimiento desgarrador del Hijo de Dios, un sufrimiento que, veinte siglos después, sigue conmoviéndonos íntimamente e interpelándonos. El Hijo de Dios llegó a esta hora (cf. Jn 12,27) precisamente para dar la vida por sus hermanos. Es la «hora» de la entrega, la «hora» de la revelación del amor infinito. 2. Venit hora gloriae! «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre» (Jn 12,23). Esta es la «hora» en la que a nosotros, hombres y mujeres de todos los tiempos, se nos ha donado el amor más fuerte que la muerte. Nos encontramos bajo la cruz en la que está clavado el Hijo de Dios, para que, con el poder que el Padre le ha dado sobre todo ser humano, dé la vida eterna a todos los que le han sido confiados (cf. Jn 17,2). Por eso, en esta «hora» debemos dar gloria a Dios Padre, «que no perdonó a su propio Hijo, antes bien lo entregó por todos nosotros» (Rm 8,32). Ha llegado el momento de glorificar al Hijo, que «se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2,8). No podemos por menos de dar gloria al Espíritu de Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos y ahora habita en nosotros para dar la vida también a nuestros cuerpos mortales (cf. Rm 8,11). 3. Que esta «hora» del Hijo del hombre, que vivimos el Viernes santo, permanezca en nuestra mente y en nuestro corazón como la hora del amor y de la gloria. Que el misterio del vía crucis del Hijo de Dios sea para todos fuente inagotable de esperanza. Que nos consuele y fortalezca también cuando llegue nuestra hora. Venit hora redemptionis. Glorificemus Redemptorem!

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