viernes, 15 de marzo de 2013

por Piero Marini, Obispo titular de Martirano, Maestro de las Celebraciones Litúrgicas Pontificias

PRIMERA ESTACIÓN
La sentencia de Pilato fue dictada bajo la presión de los sacerdotes y de la multitud. La condena a muerte por crucifixión debería haber satisfecho sus pasiones y ser la respuesta al grito: «¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!» (Mc 15,13-14, etc.). El pretor romano pensó que podría eludir el dictar sentencia lavándose las manos, como se había desentendido antes de las palabras de Cristo cuando éste identificó su reino con la verdad, con el testimonio de la verdad (Jn 18,38). En uno y otro caso Pilato buscaba conservar la independencia, mantenerse en cierto modo «al margen». Pero eran sólo apariencias. La cruz a la que fue condenado Jesús de Nazaret (Jn 19,16), así como su verdad del reino (Jn 18,36-37), debían afectar profundamente al alma del pretor romano. Esta fue y es una realidad, frente a la cual no se puede permanecer indiferente o mantenerse al margen.
El hecho de que a Jesús, Hijo de Dios, se le pregunte por su reino, y que por esto sea juzgado por el hombre y condenado a muerte, constituye el principio del testimonio final de Dios que tanto amó al mundo (cf. Jn 3,16).
También nosotros nos encontramos ante este testimonio, y sabemos que no nos es lícito lavarnos las manos.
ACLAMACIONES
Jesús de Nazaret, condenado a muerte en la cruz
testigo fiel del amor del Padre.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.

Jesús, Hijo de Dios, obediente a la voluntad del Padre
hasta la muerte de cruz.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.


SEGUNDA ESTACIÓN
Empieza la ejecución, es decir, el cumplimiento de la sentencia. Cristo, condenado a muerte, debe cargar con la cruz como los otros dos condenados que van a sufrir la misma pena: «Fue contado entre los pecadores» (Is 53,12). Cristo se acerca a la cruz con todo el cuerpo terriblemente magullado y desgarrado, con la sangre que le baña el rostro, cayéndole de la cabeza coronada de espinas. «Ecce Homo!» (Jn 19,5). En Él se encierra toda la verdad del Hijo del hombre predicha por los profetas, la verdad sobre el siervo de Yahvé anunciada por Isaías: «Fue traspasado por nuestras iniquidades... y en sus llagas hemos sido curados» (Is 53,5).
Está también presente en Él una cierta consecuencia, que nos deja asombrados, de lo que el hombre ha hecho con su Dios. Dice Pilato: «Ecce Homo!» (Jn 19,5): «¡Mirad lo que habéis hecho de este hombre!» En esta afirmación parece oírse otra voz, como queriendo decir: «¡Mirad en este hombre lo que habéis hecho con vuestro Dios!».
Resulta conmovedora la semejanza, la interferencia de esta voz que escuchamos a través de la historia con lo que nos llega mediante el conocimiento de la fe. «Ecce Homo!».
Jesús, «el llamado Mesías» (Mt 27,17), carga la cruz sobre sus hombros (cf. Jn 19,17). Ha empezado la ejecución.
ACLAMACIONES
Cristo, Hijo de Dios,
que revelas al hombre el misterio del hombre.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.

Jesús, Siervo del Señor,
por tus llagas hemos sido curados.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.


TERCERA ESTACIÓN
Jesús cae bajo la cruz. Cae al suelo. No recurre a sus fuerzas sobrehumanas, no recurre al poder de los ángeles. «¿Crees que no puedo rogar a mi Padre, quien pondría a mi disposición al punto más de doce legiones de ángeles?» (Mt 26,53). No lo pide. Habiendo aceptado el cáliz de manos del Padre (Mc 14,36, etc.), quiere beberlo hasta las heces. Esto es lo que quiere. Y por esto no piensa en ninguna fuerza sobrehumana, aunque al instante podría disponer de ellas. Pueden sentirse dolorosamente sorprendidos los que le habían visto cuando dominaba a las humanas dolencias, a las mutilaciones, a las enfermedades, a la muerte misma. ¿Y ahora? ¿Está negando todo eso? Sin embargo, «nosotros esperábamos», dirán unos días después los discípulos de Emaús (Lc 24,21). «Si eres el Hijo de Dios...» (Mt 27,40), le provocarán los miembros del Sanedrín. «A otros salvó, a sí mismo no puede salvarse» (Mc 15,31; Mt 27,42), gritará la gente.
Y él acepta estas frases de provocación, que parecen anular todo el sentido de su misión, de los sermones pronunciados, de los milagros realizados. Acepta todas estas palabras, ha decidido no oponerse. Quiere ser ultrajado. Quiere vacilar. Quiere caer bajo la cruz. Quiere. Es fiel hasta el final, hasta los mínimos detalles, a esta afirmación: «No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú» (cf. Mc 14,36, etc.).
Dios salvará a la humanidad con las caídas de Cristo bajo la cruz.
ACLAMACIONES
Jesús, manso cordero redentor,
que llevas sobre ti el pecado del mundo.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.

Jesús, compañero nuestro en el tiempo de angustia,
solidario con la debilidad humana.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.


CUARTA ESTACIÓN
La Madre. María se encuentra con su Hijo en el camino de la cruz. La cruz de él es también la cruz de ella, la humillación de él es también la suya; el oprobio público de Jesús es también el de ella. Es el orden humano de las cosas. Así deben sentirlo los que la rodean y así lo capta su corazón: «... y una espada atravesará tu alma» (Lc 2,35). Las palabras pronunciadas cuando Jesús tenía cuarenta días se cumplen en este momento. Alcanzan ahora su plenitud total. Y María avanza, traspasada por esta espada invisible, hacia el Calvario de su Hijo, hacia su propio Calvario. La devoción cristiana la ve con esta espada clavada en su corazón, y así la representa en pinturas y esculturas. ¡Madre Dolorosa!
«¡Oh tú, que has padecido junto con él!», repiten los fieles, íntimamente convencidos de que precisamente así debe expresarse el misterio de este sufrimiento. Aunque este dolor le pertenezca y le afecte en lo más profundo de su maternidad, sin embargo, la verdad plena de este sufrimiento se expresa con la palabra «com-pasión». También ella pertenece al mismo misterio: expresa en cierto modo la unidad con el sufrimiento del Hijo.
ACLAMACIONES
Santa María, madre y hermana nuestra en el camino de fe,
contigo invocamos a tu Hijo Jesús.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.

Santa María, intrépida en el camino del Calvario,
contigo suplicamos a tu Hijo Jesús.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.

Simón de Cirene, llamado a cargar con la cruz (cf. Mc 15,21; Lc 23,26), ciertamente no la quería llevar. Hubo que obligarlo. Caminaba junto a Cristo bajo el mismo peso. Le prestaba sus hombros cuando los del condenado parecían no poder aguantar más. Estaba cerca de él: más cerca que María o que Juan, a quien, a pesar de ser varón, no se le pide que lo ayude. Lo han llamado a él, a Simón de Cirene, padre de Alejandro y de Rufo, como refiere el evangelio de san Marcos (Mc 15,21). Lo han llamado, lo han obligado.
¿Cuánto duró esta coacción? ¿Cuánto tiempo caminó a su lado, dando muestras de que no tenía nada que ver con el condenado, con su culpa, con su condena? ¿Cuánto tiempo anduvo así, dividido interiormente, con una barrera de indiferencia entre él y ese Hombre que sufría? «Estaba desnudo, tuve sed, estaba preso» (cf. Mt 25,35.36), llevaba la cruz... ¿La llevaste conmigo?... ¿La has llevado conmigo verdaderamente hasta el final?
No se sabe. San Marcos refiere solamente el nombre de los hijos del Cireneo y la tradición sostiene que pertenecían a la comunidad de cristianos allegada a san Pedro (cf. Rm 16,13).
ACLAMACIONES
Cristo, buen samaritano,
te has hecho prójimo del pobre, del enfermo, del último.
R/. Christe, eleison. Cristo, ten piedad.

Cristo, siervo del Eterno, consideras que se te hace a ti
todo gesto de amor al desterrado, al marginado y al extranjero.
R/. Christe, eleison. Cristo, ten piedad.


SEXTA ESTACIÓN
La tradición nos habla de la Verónica. Quizá ella completa la historia del Cireneo. Porque lo cierto es que, aunque como mujer no cargara físicamente con la cruz y no se la obligara a ello, llevó sin duda esta cruz con Jesús: la llevó como podía, como en aquel momento era posible hacerlo y como le dictaba su corazón: limpiándole el rostro.
Este detalle, referido por la tradición, parece fácil de explicar: en el lienzo con el que secó su rostro han quedado impresos los rasgos de Cristo. Puesto que estaba todo él cubierto de sudor y sangre, muy bien podía dejar señales y perfiles.
Pero el sentido de este hecho se puede interpretar también de otro modo, si se considera a la luz del sermón escatológico de Cristo. Son muchos indudablemente los que preguntarán: «Señor, ¿cuándo hemos hecho todo esto?». Y Jesús responderá: «Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). El Salvador, en efecto, imprime su imagen sobre todo acto de caridad, como sobre el lienzo de la Verónica.
ACLAMACIONES
¡Oh rostro de Cristo,
desfigurado por el dolor, esplendor de la gloria divina!
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.

¡Oh rostro santo,
impreso como un sello en cada gesto de amor!
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.


SÉPTIMA ESTACIÓN
«Yo soy un gusano, no un hombre; el oprobio de los hombres y el desecho del pueblo» (Sal 22,7): las palabras del salmista profeta encuentran su plena realización en estas estrechas y arduas callejuelas de Jerusalén, durante las últimas horas que preceden a la Pascua. Ya se sabe que estas horas, antes de la fiesta, son extenuantes y las calles están llenas de gente. En este contexto se verifican las palabras del salmista, aunque nadie piense en ellas. No paran mientes en ellas, ciertamente, todos cuantos dan pruebas de desprecio, para los cuales este Jesús de Nazaret que cae por segunda vez bajo la cruz se ha hecho objeto de escarnio.
Y él lo quiere, quiere que se cumpla la profecía. Cae, pues, exhausto por el esfuerzo. Cae por voluntad del Padre, voluntad expresada asimismo en las palabras del profeta. Cae por propia voluntad, porque «¿cómo se cumplirían, si no, las Escrituras?» (Mt 26,54): «Soy un gusano y no un hombre» (Sal 22,7); por tanto, ni siquiera «Ecce Homo», «Aquí tenéis al hombre» (Jn 19,5); menos aún, peor todavía.
El gusano se arrastra pegado a tierra; el hombre, en cambio, como rey de las criaturas, camina sobre ella. El gusano carcome la madera: como el gusano, el remordimiento del pecado roe la conciencia del hombre. Remordimiento por esta segunda caída.
ACLAMACIONES
Jesús de Nazaret, convertido en infamia de los hombres,
para ennoblecer a todas las criaturas.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.

Jesús, servidor de la vida,
abatido por los hombres, enaltecido por Dios.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.


OCTAVA ESTACIÓN
Es la llamada al arrepentimiento, al verdadero arrepentimiento, al pesar, en la verdad del mal cometido. Jesús dice a las hijas de Jerusalén que lloran a su vista: «No lloréis por mí; llorad más bien por vosotras mismas y por vuestros hijos» (Lc 23,28). No podemos quedarnos en la superficie del mal, hay que llegar a su raíz, a las causas, a la verdad de la conciencia hasta el fondo.
Esto es justamente lo que quiere darnos a entender Jesús cargado con la cruz, que desde siempre «conocía lo que había en el hombre» (Jn 2,25) y siempre lo conoce. Por esto él debe ser en todo momento el testigo más cercano de nuestros actos y de los juicios que sobre ellos hacemos en nuestra conciencia. Quizá nos haga comprender incluso que estos juicios deben ser ponderados, razonables, objetivos -dice: «No lloréis»-; pero, al mismo tiempo, ligados a todo cuanto esta verdad contiene: nos lo advierte porque es Él el que lleva la cruz.
¡Señor, dame saber vivir y caminar en la verdad!
ACLAMACIONES
Señor Jesús, sabio y misericordioso,
Verdad que guía a la vida.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.

Señor Jesús, compasivo,
tu presencia alivia las lágrimas en la hora de la prueba.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.


NOVENA ESTACIÓN
«Se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,8). Cada estación de este Vía Crucis es una piedra miliar de esa obediencia y ese anonadamiento.
Captamos el grado de este anonadamiento cuando leemos las palabras del Profeta: «Todos nosotros andábamos errantes como ovejas, siguiendo cada uno su camino, y Yahvé cargó sobre él la iniquidad de todos nosotros» (Is 53,6).
Comprendemos el grado de este anonadamiento cuando vemos que Jesús cae una vez más, la tercera, bajo la cruz. Cuando pensamos en quién es el que cae, quién yace entre el polvo del camino bajo la cruz, a los pies de gente hostil que no le ahorra humillaciones y ultrajes...
¿Quién es el que cae? ¿Quién es Jesucristo? «Quien, existiendo en forma de Dios, no reputó como botín codiciable ser igual a Dios, antes se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres; y en la condición de hombre se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,6-8).
ACLAMACIONES
Cristo Jesús,
tú has saboreado la amargura de la tierra
para cambiar el gemido del dolor en canto de júbilo.
R/. Christe, eleison. Cristo, ten piedad.

Cristo Jesús,
que te has humillado en la carne
para ennoblecer toda la creación.
R/. Christe, eleison. Cristo, ten piedad.


DÉCIMA ESTACIÓN
Cuando Jesús, despojado de sus vestidos, se encuentra ya en el Gólgota (cf. Mc 15,24, etc.), nuestros pensamientos se dirigen hacia su Madre: vuelven hacia atrás, al origen de este cuerpo que ya ahora, antes de la crucifixión, es todo él una llaga (cf. Is 52,14). El misterio de la Encarnación: el Hijo de Dios toma cuerpo en el seno de la Virgen (cf. Mt 1,23; Lc 1,26-38). El Hijo de Dios habla al Padre con las palabras del Salmista: «No te complaces tú en el sacrificio y la ofrenda..., pero me has preparado un cuerpo» (Sal 40,8.7; Hb 10,6.5). El cuerpo del hombre expresa su alma. El cuerpo de Cristo expresa el amor al Padre: «Entonces dije: "¡Heme aquí que vengo!... para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad"» (Sal 40,9; Hb 10,7). «Yo hago siempre lo que es de su agrado» (Jn 8,29). Este cuerpo desnudo cumple la voluntad del Hijo y la del Padre en cada llaga, en cada estremecimiento de dolor, en cada músculo desgarrado, en cada reguero de sangre que corre, en todo el cansancio de sus brazos, en los cardenales de cuello y espaldas, en el terrible dolor de las sienes. Este cuerpo cumple la voluntad del Padre cuando es despojado de sus vestidos y tratado como objeto de suplicio, cuando encierra en sí el inmenso dolor de la humanidad profanada.
El cuerpo del hombre es profanado de diversas maneras.
En esta estación debemos pensar en la Madre de Cristo, porque bajo su corazón, en sus ojos, entre sus manos el cuerpo del Hijo de Dios ha recibido una adoración plena.
ACLAMACIONES
Jesús, cuerpo santo,
profanado aún en tus miembros vivos.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.

Jesús, cuerpo ofrecido por amor,
dividido aún en tus miembros.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.


UNDÉCIMA ESTACIÓN
«Han taladrado mis manos y mis pies y puedo contar todos mis huesos» (Sal 22,17-18). «Puedo contar...»: ¡qué palabras proféticas! Sabemos que este cuerpo es un rescate. Un gran rescate es todo este cuerpo: las manos, los pies y cada hueso. Todo el hombre en máxima tensión: esqueleto, músculos, sistema nervioso, cada órgano, cada célula; todo en máxima tensión. «Yo, si fuere levantado de la tierra, atraeré a todos a mí» (Jn 12,32). Palabras que expresan la plena realidad de la crucifixión. Forma parte de ésta también la terrible tensión que penetra las manos, los pies y todos los huesos: terrible tensión del cuerpo entero que, clavado como un objeto a los maderos de la cruz, va a ser aniquilado, hasta el fin, en las convulsiones de la muerte. Y en la misma realidad de la crucifixión entra todo el mundo que Jesús quiere atraer a sí (cf. Jn 12,32). El mundo está sometido a la gravitación del cuerpo que tiende por inercia hacia lo bajo.
Precisamente en esta gravitación estriba la pasión del Crucificado. «Vosotros sois de abajo, yo soy de arriba» (Jn 8,23). Sus palabras desde la cruz son: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34).
ACLAMACIONES
Cristo, crucificado por el odio,
trasformado por el amor en signo de contradicción y de paz.
R/. Christe, eleison. Cristo, ten piedad.

Cristo, con tu sangre derramada en la cruz, 
has rescatado al hombre, al mundo y al cosmos.
R/. Christe, eleison. Cristo, ten piedad.


DUODÉCIMA ESTACIÓN
Jesús clavado en la cruz, inmovilizado en esta terrible posición, invoca, al Padre (cf. Mc 15,34; Mt 27,46; Lc 23,46). Todas las invocaciones atestiguan que él es uno con el Padre. «Yo y el Padre somos una sola cosa» (Jn 10,30); «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,9); «Mi Padre sigue obrando todavía, y por eso obro yo también» (Jn 5,17).
He aquí el más alto, el más sublime obrar del Hijo en unión con el Padre. Sí: en unión, en la más profunda unión, justamente cuando grita: Eloí, Eloí, lama sabachtani?: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34; Mt 27,46). Este obrar se expresa con la verticalidad del cuerpo que pende del madero perpendicular de la cruz, con la horizontalidad de los brazos extendidos a lo largo del madero transversal. El hombre que mira estos brazos puede pensar que con el esfuerzo abrazan al hombre y al mundo.
Abrazan.
He aquí el hombre. He aquí a Dios mismo. «En él.... vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,28). En él: en estos brazos extendidos a lo largo del madero transversal de la cruz.
El misterio de la Redención.
ACLAMACIONES
Hijo de Dios, acuérdate de nosotros 
en la hora suprema de la muerte.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.

Hijo del Padre, acuérdate de nosotros 
y renueva con tu Espíritu la faz de la tierra.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.


DECIMOTERCERA ESTACIÓN
En el momento en que el cuerpo de Jesús es bajado de la cruz y puesto en brazos de la Madre, vuelve a nuestra mente el momento en que María acogió el saludo del ángel Gabriel: «Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús... Y le dará el Señor Dios el trono de David, su padre... y su reino no tendrá fin» (Lc 1,31-33). María sólo dijo: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38), como si desde el principio hubiera querido expresar cuanto estaba viviendo en este momento.
En el misterio de la Redención se entrelazan la gracia, esto es, el don de Dios mismo, y «el pago» del corazón humano. En este misterio somos enriquecidos con un Don de lo alto (St 1,17) y al mismo tiempo somos comprados con el rescate del Hijo de Dios (cf. 1 Co 6,20; 7,23; Hch 20,28). Y María, que fue más enriquecida que nadie con estos dones, es también la que paga más. Con su corazón.
A este misterio está unida la maravillosa promesa formulada por Simeón cuando la presentación de Jesús en el templo: «Una espada atravesará tu alma para que se descubran los pensamientos de muchos corazones» (Lc 2,35).
También esto se cumple. ¡Cuántos corazones humanos se abren ante el corazón de esta Madre que tanto ha pagado!
Y Jesús está de nuevo todo él en sus brazos, como lo estaba en el portal de Belén (cf. Lc 2,16), durante la huida a Egipto (cf. Mt 2,14), en Nazaret (cf. Lc 2,39-40). La Piedad.
ACLAMACIONES
Santa María, Madre de la inmensa piedad,
contigo abrimos los brazos a la Vida
y suplicantes imploramos.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.

Santa María, Madre y cooperadora del Redentor,
en comunión contigo acogemos a Cristo
y llenos de esperanza invocamos.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.


DECIMOCUARTA ESTACIÓN
Desde el momento en que el hombre, a causa del pecado, se alejó del árbol de la vida (cf. Gn 3), la tierra se convirtió en un cementerio. Tantos sepulcros como hombres. Un gran planeta de tumbas.
En las cercanías del Calvario había una tumba que pertenecía a José de Arimatea (cf. Mt 27,60). En este sepulcro, con el consentimiento de José, depositaron el cuerpo de Jesús una vez bajado de la cruz (cf. Mc 15,42-46, etc. ). Lo depositaron apresuradamente, para que la ceremonia acabara antes de la fiesta de Pascua (cf. Jn 19,31), que empezaba en el crepúsculo.
Entre todas las tumbas esparcidas por los continentes de nuestro planeta, hay una en la que el Hijo de Dios, el hombre Jesucristo, ha vencido a la muerte con la muerte. O mors!, ero mors tua!: «¡Oh muerte, yo seré tu muerte!» (1ª antif. Vísperas del Sábado Santo). El árbol de la vida, del que el hombre fue alejado por su pecado, se ha revelado nuevamente a los hombres en el cuerpo de Cristo. «Si alguno come de este pan, vivirá para siempre, y el pan que yo le daré es mi carne, vida del mundo» (Jn 6,51).
Aunque se multipliquen siempre las tumbas en nuestro planeta, aunque crezca el cementerio en el que el hombre surgido del polvo retorna al polvo (cf. Gn 3,19), todos los hombres que contemplan el sepulcro de Jesucristo viven en la esperanza de la Resurrección.
ACLAMACIONES
Señor Jesús, resurrección nuestra,
en el sepulcro nuevo destruyes la muerte y das la vida.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.

Señor Jesús, esperanza nuestra,
tu cuerpo crucificado y resucitado
es el nuevo árbol de la vida.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.


JUAN PABLO II - Palabras al final del Vía Crucis
Ecce lignum crucis, in quo salus mundi pependit... Venite adoremus: «Mirad el árbol de la cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo... Venid a adorarlo».
Hemos escuchado estas palabras en la liturgia de hoy: «Mirad el árbol de la cruz...». Son las palabras clave del Viernes santo.
Ayer, en el primer día del Triduo sacro, el Jueves santo, escuchamos: Hoc est corpus meum, quod pro vobis tradetur: «Esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros».
Hoy vemos cómo se han realizado esas palabras de ayer, Jueves santo: he aquí el Gólgota, he aquí el cuerpo de Cristo en la cruz. Ecce lignum crucis, in quo salus mundi pependit.
¡Misterio de la fe! El hombre no podía imaginar este misterio, esta realidad. Sólo Dios la podía revelar. El hombre no tiene la posibilidad de dar la vida después de la muerte. La muerte de la muerte. En el orden humano, la muerte es la última palabra. La palabra que viene después, la palabra de la Resurrección, es una palabra exclusiva de Dios y por eso celebramos con gran fervor este Triduo sacro.
Hoy oramos a Cristo bajado de la cruz y sepultado. Se ha sellado su sepulcro. Y mañana, en todo el mundo, en todo el cosmos, en todos nosotros, reinará un profundo silencio. Silencio de espera. Ecce lignum crucis, in quo salus mundi pependit. Este árbol de la muerte, el árbol en el que murió el Hijo de Dios, abre el camino al día siguiente: jueves, viernes, sábado, domingo. El domingo será Pascua. Y escucharemos las palabras de la liturgia. Hoy hemos escuchado: «Ecce lignum crucis, in quo salus mundi pependit». Salus mundi!, ¡la salvación del mundo! ¡En la cruz! Y pasado mañana cantaremos: «Surrexit de sepulcro... qui pro nobis pependit in ligno». He aquí la profundidad, la sencillez divina, de este Triduo pascual.
Ojalá que todos vivamos este Triduo lo más profundamente posible. Como cada año, nos encontramos aquí, en el Coliseo. Es un símbolo. Este Coliseo es un símbolo. Nos habla sobre todo de los tiempos pasados, de aquel gran imperio romano, que se desplomó. Nos habla de los mártires cristianos que aquí dieron testimonio con su vida y con su muerte. Es difícil encontrar otro lugar donde el misterio de la cruz hable de un modo más elocuente que aquí, ante este Coliseo. «Ecce lignum crucis, in quo salus mundi pependit». Salus mundi!
A todos vosotros, amadísimos hermanos y hermanas, os deseo que viváis este Triduo sacro -Jueves, Viernes, Sábado santo, Vigilia pascual, y luego la Pascua- cada vez con más profundidad, y también que lo testimoniéis.
¡Alabado sea Jesucristo

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