miércoles, 20 de marzo de 2013

Primera misa

La homilía, otro texto y un extra en video...
Queridos hermanos y hermanas
Doy gracias al Señor por poder celebrar esta Santa Misa de comienzo del ministerio petrino en la solemnidad de san José, esposo de la Virgen María y patrono de la Iglesia universal: es una coincidencia muy rica de significado, y es también el onomástico de mi venerado Predecesor: le estamos cercanos con la oración, llena de afecto y gratitud.
Saludo con afecto a los hermanos Cardenales y Obispos, a los presbíteros, diáconos, religiosos y religiosas y a todos los fieles laicos. Agradezco por su presencia a los representantes de las otras Iglesias y Comunidades eclesiales, así como a los representantes de la comunidad judía y otras comunidades religiosas. Dirijo un cordial saludo a los Jefes de Estado y de Gobierno, a las delegaciones oficiales de tantos países del mundo y al Cuerpo Diplomático.
Hemos escuchado en el Evangelio que «José hizo lo que el ángel del Señor le había mandado, y recibió a su mujer» (Mt 1,24). En estas palabras se encierra ya la misión que Dios confía a José, la de ser custos, custodio. Custodio ¿de quién? De María y Jesús; pero es una custodia que se alarga luego a la Iglesia, como ha señalado el beato Juan Pablo II: «Al igual que cuidó amorosamente a María y se dedicó con gozoso empeño a la educación de Jesucristo, también custodia y protege su cuerpo místico, la Iglesia, de la que la Virgen Santa es figura y modelo» (Exhort. ap. Redemptoris Custos, 1).
¿Cómo ejerce José esta custodia? Con discreción, con humildad, en silencio, pero con una presencia constante y una fidelidad y total, aun cuando no comprende. Desde su matrimonio con María hasta el episodio de Jesús en el Templo de Jerusalén a los doce años, acompaña en todo momento con esmero y amor. Está junto a María, su esposa, tanto en los momentos serenos de la vida como los difíciles, en el viaje a Belén para el censo y en las horas temblorosas y gozosas del parto; en el momento dramático de la huida a Egipto y en la afanosa búsqueda de su hijo en el Templo; y después en la vida cotidiana en la casa de Nazaret, en el taller donde enseñó el oficio a Jesús
¿Cómo vive José su vocación como custodio de María, de Jesús, de la Iglesia? Con la atención constante a Dios, abierto a sus signos, disponible a su proyecto, y no tanto al propio;  y eso es lo que Dios le pidió a David, como hemos escuchado en la primera Lectura: Dios no quiere una casa construida por el hombre, sino la fidelidad a su palabra, a su designio; y es Dios mismo quien construye la casa, pero de piedras vivas marcadas por su Espíritu. Y José es «custodio» porque sabe escuchar a Dios, se deja guiar por su voluntad, y precisamente por eso es más sensible aún a las personas que se le han confiado, sabe cómo leer con realismo los acontecimientos, está atento a lo que le rodea, y sabe tomar las decisiones más sensatas. En él, queridos amigos, vemos cómo se responde a la llamada de Dios, con disponibilidad, con prontitud; pero vemos también cuál es el centro de la vocación cristiana: Cristo. Guardemos a Cristo en nuestra vida, para guardar a los demás, salvaguardar la creación.
Pero la vocación de custodiar no sólo nos atañe a nosotros, los cristianos, sino que tiene una dimensión que antecede y que es simplemente humana, corresponde a todos. Es custodiar toda la creación, la belleza de la creación, como se nos dice en el libro del Génesis y como nos muestra san Francisco de Asís: es tener respeto por todas las criaturas de Dios y por el entorno en el que vivimos. Es custodiar a la gente, el preocuparse por todos, por cada uno, con amor, especialmente por los niños, los ancianos, quienes son más frágiles y que a menudo se quedan en la periferia de nuestro corazón. Es preocuparse uno del otro en la familia: los cónyuges se guardan recíprocamente y luego, como padres, cuidan de los hijos, y con el tiempo, también los hijos se convertirán en cuidadores de sus padres. Es vivir con sinceridad las amistades, que son un recíproco protegerse en la confianza, en el respeto y en el bien. En el fondo, todo está confiado a la custodia del hombre, y es una responsabilidad que nos afecta a todos. Sed custodios de los dones de Dios.
Y cuando el hombre falla en esta responsabilidad, cuando no nos preocupamos por la creación y por los hermanos, entonces gana terreno la destrucción y el corazón se queda árido. Por desgracia, en todas las épocas de la historia existen «Herodes» que traman planes de muerte, destruyen y desfiguran el rostro del hombre y de la mujer.
Quisiera pedir, por favor, a todos los que ocupan puestos de responsabilidad en el ámbito económico, político o social, a todos los hombres y mujeres de buena voluntad: seamos «custodios» de la creación, del designio de Dios inscrito en la naturaleza, guardianes del otro, del medio ambiente; no dejemos que los signos de destrucción y de muerte acompañen el camino de este mundo nuestro. Pero, para «custodiar», también tenemos que cuidar de nosotros mismos. Recordemos que el odio, la envidia, la soberbia ensucian la vida. Custodiar quiere decir entonces vigilar sobre nuestros sentimientos, nuestro corazón, porque ahí es de donde salen las intenciones buenas y malas: las que construyen y las que destruyen. No debemos tener miedo de la bondad, más aún, ni siquiera de la ternura.
Y aquí añado entonces una ulterior anotación: el preocuparse, el custodiar, requiere bondad, pide ser vivido con ternura. En los Evangelios, san José aparece como un hombre fuerte y valiente, trabajador, pero en su alma se percibe una gran ternura, que no es la virtud de los débiles, sino más bien todo lo contrario: denota fortaleza de ánimo y capacidad de atención, de compasión, de verdadera apertura al otro, de amor. No debemos tener miedo de la bondad, de la ternura.
Hoy, junto a la fiesta de San José, celebramos el inicio del ministerio del nuevo Obispo de Roma, Sucesor de Pedro, que comporta también un poder. Ciertamente, Jesucristo ha dado un poder a Pedro, pero ¿de qué poder se trata? A las tres preguntas de Jesús a Pedro sobre el amor, sigue la triple invitación: Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas. Nunca olvidemos que el verdadero poder es el servicio, y que también el Papa, para ejercer el poder, debe entrar cada vez más en ese servicio que tiene su culmen luminoso en la cruz; debe poner sus ojos en el servicio humilde, concreto, rico de fe, de san José y, como él, abrir los brazos para custodiar a todo el Pueblo de Dios y acoger con afecto y ternura a toda la humanidad, especialmente los más pobres, los más débiles, los más pequeños; eso que Mateo describe en el juicio final sobre la caridad: al hambriento, al sediento, al forastero, al desnudo, al enfermo, al encarcelado (cf. Mt 25,31-46). Sólo el que sirve con amor sabe custodiar.
En la segunda Lectura, san Pablo habla de Abraham, que «apoyado en la esperanza, creyó, contra toda esperanza» (Rm 4,18). Apoyado en la esperanza, contra toda esperanza. También hoy, ante tantos cúmulos de cielo gris, hemos de ver la luz de la esperanza y dar nosotros mismos esperanza. Custodiar la creación, cada hombre y cada mujer, con una mirada de ternura y de amor; es abrir un resquicio de luz en medio de tantas nubes; es llevar el calor de la esperanza. Y, para el creyente, para nosotros los cristianos, como Abraham, como san José, la esperanza que llevamos tiene el horizonte de Dios, que se nos ha abierto en Cristo, está fundada sobre la roca que es Dios.
Custodiar a Jesús con María, custodiar toda la creación, custodiar a todos, especialmente a los más pobres, custodiarnos a nosotros mismos; he aquí un servicio que el Obispo de Roma está llamado a desempeñar, pero al que todos estamos llamados, para hacer brillar la estrella de la esperanza: protejamos con amor lo que Dios nos ha dado.
Imploro la intercesión de la Virgen María, de san José, de los Apóstoles san Pedro y san Pablo, de san Francisco, para que el Espíritu Santo acompañe mi ministerio, y a todos vosotros os digo: Orad por mí. Amén
 

El  Papa Francisco citó en su primer ángelus un texto del cardenal Walter Kasper, presidente del Consejo Pontificio por la Promoción de la Unidad de los cristianos del libro Misericordia. Concepto fundamental en el Evangelio. Llave la vida cristiana que salió en Alemania en 2012. Aqui una parte del capítulo "La Iglesia bajo el metro de la misericordia"...

El mandamiento de la misericordia no vale solo para el cristiano individualmente, sino que vale también para la Iglesia en su conjunto. Como para el cristiano, así también para la Iglesia el mandamiento de la misericordia se funda en el ser de la Iglesia como cuerpo de Cristo. La Iglesia no es una especie de agencia social y caritativa; es, en su cualidad de cuerpo de Cristo, sacramento de la permanente presencia eficaz de Cristo en el mundo, y es, como tal, sacramento de la misericordia. Es como el Christus totus, como el Cristo cabeza y miembro. Por eso en sus miembros y en las personas necesitadas de ayuda la Iglesia encuentra al mismo Cristo. La Iglesia debe hacer presente en la historia y en la vida del cristiano el evangelio de la misericordia, que Jesucristo personalmente es, mediante la palabra, el sacramento y mediante toda la propia vida. Pero también es objeto de la misericordia de Dios. La Iglesia es, como cuerpo de Cristo, salvada por Jesucristo, pero encierra en su seno también pecadores y debe por eso ser continuamente purificada para ser pura y santa (Ef 5, 23.26s.). La Iglesia debe por eso preguntarse constantemente de forma autocrítica si corresponde también efectivamente a lo que es y debe ser. Viceversa nosotros debemos comportarnos, como hace también Jesucristo, en modo misericordioso y no arrogante con sus defectos y con sus errores. Debemos tener las ideas claras al respecto: una Iglesia sin caritas y sin misericordia no sería ya la Iglesia de Jesucristo.
La peor crítica que se puede hacer a la Iglesia, y que a menudo se le atribuye justamente, es que no hace ella misma lo que predica a los otros, más bien que se experimenta por muchas personas como una Iglesia privada de misericordia y rígida.
Podemos predicar de forma creíble este mensaje de Dios de la misericordia sólo si también nuestra forma de hablar se caracteriza por la misericordia. Debemos discutir con los adversarios del Evangelio, numerosos hoy como en el pasado, con firmeza con lo relacionado a la sustancia, pero no en términos polémicos o agresivos, y no debemos devolver mal con el mal. El hecho de pagar a los adversarios con la misma moneda no es, a la luz del discurso de la montaña, un modo de comportarse que pueda justificarse en la Iglesia. También en la discusión con adversarios nuestra forma de hablar no se debe caracterizar por la polémica, sino estar animada por el deseo de decir la verdad comportándonos con amor (Ef 4, 15). Tenemos que combatir la batalla por la verdad con energía, pero no sin amor, afirma Crisóstomo. Por eso la Iglesia no debe predicarla a sus oyentes desde el púlpito con orgullo; considerar el mundo moderno solamente de forma negativa, como decadencia, es injusto y como injusto es percibido. La Iglesia debe apreciar las exigencias legítimas del hombre moderno y los progresos en humanidad que hay en la modernidad, pero afrontar los problemas y las heridas con misericordia.
Obviamente no basta que la Iglesia hable de misericordia, es necesario hacer la verdad (Jn 3, 21), sobre todo hoy que la Iglesia es juzgada más en base a sus acciones que a sus palabras. Su mensaje, por lo tanto, debe hacer sentir sus efectos sobre la praxis concreta y promover una cultura de la misericordia en toda su vida.
Debido a la cambiante y cambiada situación social hoy existen nuevos problemas y nuevos desafíos sociales. En este contexto llaman la atención solamente sobre un problema: el peligro del aburguesamiento de la Iglesia en el mundo occidental afluente. En muchas comunidades se ha formado un ambiente, en el que las personas que no adoptan un estilo de vida más o menos burgués, personas que han terminado bajo las ruedas y los engranajes de la vida, encuentran lugar solo con dificultad. Esta es una situación que se concilia difícilmente con la praxis de Jesús. Durante su vida terrena nada fue tan escandaloso como su interés por los pecadores «¿Por qué come con publicanos y pecadores?». Jesús, que había oído, les dijo: «No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos. Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores».(Mc 2, 16s.). Entre los publicanos y las prostitutas encontró más fe que entre las gentes de bien de entonces. Y de éstos se puede decir que serían los que podrían entrar en el reino de los cielos más que los que se creían personas temerosas de Dios (Mt 21, 31s.). A los acusadores, que le llevaron junto a una mujer sorprendida cometiendo adulterio, dijo simplemente «El que no tenga pecado, que arroje la primera piedra », mientras a la mujer --después de constatar que ninguno quería condenarla- le dijo: «Yo tampoco te condeno, le dijo Jesús. Vete, no peques más en adelante» (Jn 8, 7.11).
La crítica más grave que se puede hacer a la Iglesia es que a sus palabras a menudo siguen o parece que siguen pocas acciones, que habla de la misericordia de Dios, pero que muchas personas la perciben como rigurosa, dura y despiadada. Estas acusaciones suenan, entre otras cosas, cuando se habla del modo en que la Iglesia se comporta con personas que en su vida han cometido errores graves o que han fracasado, con los divorciados que después se han casado por lo civil, con los que (según el derecho civil) han salido de su seno a menudo porque no querían o no podían pagar el impuesto del culto, cuando la Iglesia critica o incluso rechaza a personas que no se comportan en la forma conforme al reglamento eclesial o que no respetan el sistema de sus reglas.
Si la Iglesia no quiere sólo predicar, sino también vivir el mensaje del Padre que perdona y su modo de comportarse con los marginados de aquel tiempo, por tanto no debe crear un cerco alrededor de los que, entonces como hoy, no pasan por personas pías. La Iglesia debe, sin denunciar en bloque a los ricos, tener un corazón para la gente que cuenta poco, para los pobres, enfermos, discapacitados, los sin techo, los inmigrantes, los discriminados y también para los alcohólicos, los drogadictos, los enfermos de sida, los presos y prostitutas, que a menudo, dada su gran miseria, no ven otra vía que no sea la de vender su cuerpo y sufrir no pocas veces estas humillaciones. Obviamente la Iglesia no puede nunca justificar el pecado, pero debe ocuparse con misericordia de los pecadores. A la secuela de Jesús no debe nunca ser percibida sobre todo como la Iglesia de los ricos, de la clase dominante y de las personas socialmente respetables. Por la opción preferencial, no exclusiva, en favor de los pobres en el sentido más amplio del término.
Una cultura de la misericordia no puede limitarse a ayudas materiales para otros; también es necesario un modo cordial de comportamiento. Ya Pablo lamentaba la formación de partidos en el seno de la comunidad (1 Cor 1, 10-17) y critica duramente el hecho de que los cristianos se muerdan y devoren unos a otros, en vez de dejarse guiar por el Espíritu Santo (Gal 5, 15). Entre los Padres de la Iglesia se lamentan a propósito de la falta de amor entre los cristianos. En uno de los primeros testimonios posbíblicos, la primera carta de Clemente, debe intervenir para suavizar los contrastes en la comunidad de Corinto. Gregorio de Nazianzo se lamenta amargamente y con palabras drásticas de la falta de amor y de las controversias que rasgan la Iglesia, en particular al clero. «Los jefes están cubiertos de vergüenza». «Nos asaltamos y devoramos unos a otros». Las palabras también son claras en Crisóstomo. Para él la falta de amor entre los cristianos es sencillamente vergonzosa. El lector actual encuentra en estos Padres de la Iglesia también algo que puede consolar un poco: lo que hoy experimentamos a menudo como doloroso no es nuevo; en el pasado las cosas no iban evidentemente mejor.
La cultura de la misericordia entre los cristianos debe ser concreta sobre todo en ocasión de la celebración de la eucaristía, en la que actualizamos con solemnidad la misericordia de Dios. La Carta de Santiago nos imparte bajo este aspecto una lección clara: «Supongamos que cuando están reunidos, entra un hombre con un anillo de oro y vestido elegantemente, y al mismo tiempo, entra otro pobremente vestido. Si ustedes se fijan en el que está muy bien vestido y le dicen: "Siéntate aquí, en el lugar de honor", y al pobre le dicen: "Quédate allí, de pie", o bien: "Siéntate a mis pies", ¿no están haciendo acaso distinciones entre ustedes y actuando como jueces malintencionados? Escuchen, hermanos muy queridos: ¿Acaso Dios no ha elegido a los pobres de este mundo para enriquecerlos en la fe y hacerlos herederos del Reino que ha prometido a los que lo aman? Y sin embargo, ¡ustedes desprecian al pobre! » (Stg 2, 2-6). Santiago subraya dos veces el hecho de que Jesucristo no hace favoritismos y que por lo tanto no deben hacerlo tampoco los cristianos (Stg 2, 1.9).
El que vale para la liturgia tiene que valer para la vida de toda la Iglesia y de forma particular para el estilo de vida de sus representantes. La Iglesia predica a Jesucristo, que por amor a nosotros se ha despojado de su gloria divina, se ha rebajado y se ha hecho pobre y como un esclavo (Fil 2, 6-8; 2 Cor 8, 9). Por eso la Iglesia no puede testimoniar de forma creíble a Cristo hecho pobre por nosotros, si ella y de forma particular el clero dan la impresión de ser ricos y altivos. El concilio Vaticano II ha introducido en la constitución sobre la Iglesia, Lumen gentium, un pasaje importante, por desgracia poco citado, sobre la idea de una Iglesia pobre. Mientras el pasaje, que se encuentra en el mismo capítulo, sobre las estructuras institucionales de la Iglesia se cita a menudo, este otro se suprime sorprendentemente y se tiene poco en consideración. Iglesia para los pobres, la Iglesia puede estar a la secuela de Cristo solo si, y de forma particular el clero, tratan de adoptar un estilo de vida, si no pobre, al menos sencillo y poco llamativo. Hoy la época feudal debería haber terminado también para la Iglesia. El concilio ha renunciado por tanto, en línea de principio, a los privilegios mundanos.
Naturalmente ninguna persona de sentido común negará el hecho de que la Iglesia tiene en este mundo necesidad de medios mundanos o de estructuras institucionales para poder desarrollar bien la propia tarea. Pero los medios deben permanecer medios y no deben convertirse en fin en sí mismos. Por eso los puntos de vista institucionales y burocráticos no deben ser tan abrumadores y decisivos como para sofocar y oprimir la vida espiritual, en vez de favorecerla. La separación del poder mundano y de la riqueza terrena puede por lo tanto transformarse en una nueva libertad de la Iglesia para el desarrollo de su auténtica misión

Y de extra y de cuaresma en clave telegráfica, unos tips... rapiditos

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