domingo, 3 de marzo de 2013

Providencia: el ángel y el ermitaño

Vivía en Egipto un ermitaño que desde su tierna juventud se había retirado a la soledad, pasando la vida en el ayuno, las lágrimas y la oración. No conocía el mundo, pero lo poco que recordaba de él le llenaba de asombro. - Vemos a Dios -se decía- colmar de dones a los que menos le sirven y no conceder nada a los que le invocan con más ardor. La fortuna de los hombres no tiene nada de estable: cambia como las estaciones del año sin que podamos adivinar la causa ni la época de los cambios. Sin duda que Dios no hace nada sin motivo. Pero ¿quién podría explicarme sus juicios misteriosos? Iré al mundo y veré si encuentro un hombre que me sepa dar razón de ello, pues este pensamiento me atormenta tanto que no lo puedo soportar. Y aunque no conocía el país, cogió su cayado y se puso en camino, marchando en línea recta. Al cabo de cierto tiempo encontró una senda y la siguió. Había dado solamente unos pasos, cuando notó que alguien iba tras él. Era hermoso y bien formado, parecía servidor de un gran señor; iba en traje de viaje y en la mano llevaba una zagaya. Cuando llegó junto al anciano, le saludó y éste le dijo deteniéndole: - ¿A quién perteneces hermano? - Pertenezco a Dios- contestó el joven - En Él tienes un buen señor. Y ¿a dónde vas? - Tengo amigos y los que voy a visitar. - Si pudiera acompañarte sería buena cosa para mí... esta tierra me es completamente desconocida. - Con mucho gusto, padre; os conduciré con seguridad. Y siguieron su camino: el joven delante y el ermitaño atrás, diciendo sus plegarias. Anduvieron hasta la noche y fueron alojados por un ermitaño que les acomodó lo mejor que pudo y que les dio parte de todo lo que tenía. Después de la cena, mientras se entregaban a la oración, su huésped se ocupó algún tiempo en lavar y secar la copa en que les había dado de beber y que parecía tener en mucha estima. El joven se fijó en el lugar en que la guardaba y, mientras el ermitaño miraba hacia otro lado, se apoderó de ella. Al llegar el día se marcharon y cuando estuvieron de camino, el joven enseñó su copa a su acompañante. - ¿Qué has hecho? Devuélvela enseguida. - Padre mío callad y aprended a no asombraros de nada de lo veáis hacer. Hablaba con tal autoridad que el ermitaño no se atrevió a replicar. Y le siguió bajando la cabeza. Al anochecer llegaron a una ciudad; pidieron hospitalidad y no la encontraron por ninguna parte, pues no tenían dinero y esto porque -como aún vemos- se ama más al dinero que a Dios. Y como había llovido todo el día y estaban cansados y empapados, llamaron a una casa grande e intentaron hablar con el dueño. Pero fue en vano, porque no accedió a recibirlos. - Resignémonos: he aquí un resguardo que al menos nos protegerá de la lluvia. - No, -dijo el joven- aquí nos recibirán. Y tanto llamaron, gritaron e imploraron, que les abrieron de mala gana. Luego la sirvienta les señaló un poco de paja bajo la escalera y les dijo: - Podéis descansar ahí hasta por la mañana. No tenían ni lumbre, ni luz, ni habían comido ni bebido en todo el día. Pero el dueño de la casa era un rico usurero que vivía con desahogo. Sin embargo, no hubiera dado ni por amor de Dios un solo denario. Sólo dejó unos pocos guisantes de su cena; la sirvienta les llevó estas sobras y ésa fue toda su comida. Cuando llegó el día, el ermitaño dijo: - Vámonos. - Primero hay que dar las gracias a nuestro huésped- contestó el joven... Entonces dijo a los de la casa: - Venimos a despedirnos; aceptad esto a cambio de vuestra hospitalidad. Y le tendió la hermosa copa de que había despojado al huésped de la víspera. El burgués la tomó muy contento y los dos viajeros se fueron. Cuando estuvieron en el campo, el ermitaño preguntó: - ¿Lo has hecho para burlarte de mí? ¡Quitas su copa al excelente hombre de ayer y se la das a este usurero que tan mal nos ha tratado! -Mucho más veréis, padre mío: no conocéis el mundo y no sabéis lo que está mal y lo que está bien... Y siguieron su camino. Y llegaron a un puente en el que se encontraba un anciano implorando la caridad de los que pasaban. Le dijo el joven: - Mas allá hemos de llegar a una encrucijada. De los caminos que allí se cruzan ¿cuál debemos seguir para llegar a la - El de la derecha- respondió el mendigo. Y en el momento en que se volvía de aquel lado para indicárselo, desde atrás, el joven le dio un fuerte empujón. Y el anciano cayó desde el puente, que no tenía protección, y se precipitó en el río, muy impetuoso en aquel lugar. El ermitaño observó el aire satisfecho del joven mientras se ahogaba aquel anciano, y mudo de terror y temiendo para sí una suerte análoga a la del mendigo, le siguió toda la jornada sin decir palabra. La ciudad a la que llegaron al anochecer era rica y próspera. Y el joven, que conocía a las gentes, fue derecho a una casa donde sabía que serían bien recibidos. En efecto, les dispensaron una buena acogida, pues el dueño y su esposa eran espléndidos y hospitalarios; ya no eran jóvenes y no tenían más que un hijo, nacido tardíamente, aún de corta edad, al que ambos amaban por encima de todo; la cuna estaba en la misma habitación donde fueron conducidos los viajeros después de cenar... Durante la noche el niño lloró y los despertó. El ermitaño vio a su compañero levantarse, acercarse a la cuna, estrangular al niño y luego volverse a la cama y dormirse. En cuanto a él, horrorizado, no pudo cerrar los ojos; en cuanto llegó el día le dijo el joven: - Daos prisa: conozco una puerta por la cual podremos huir antes de que se den cuenta de la muerte de este niño... El ermitaño le siguió y le acompañó aquel día, no atreviéndose a separarse de él, pero convencido de que iba en compañía de un demonio. Al cuarto día pidieron asilo en un monasterio. Los monjes les dieron buena cena y albergue, pues eran ricos en rentas y en tierras, y los edificios que habitaban eran amplios y magníficos. Llegada la mañana, los viajeros se vistieron y se calzaron; al salir de la habitación, el joven prendió fuego a la paja de su lecho; como había mucha paja y la habitación era pequeña, el fuego la invadió enseguida. El ermitaño -espantado- corrió tras él. Ya en lo alto de un otero que dominaba la comarca, el joven se detuvo: - Mirad! -dijo, volviéndose- ¡Mirad qué bien arde ese monasterio y qué llamas arroja! El ermitaño se golpeó el pecho y, mesándose la barba, gritaba: - Ay, ay! ¿Por qué habré vivido hasta hoy? ¿Por qué habré nacido? ¿Por qué habré abandonado mi retiro? ¿Por qué habré seguido a éste fatal compañero? Heme aquí cómplice suyo, heme aquí asesino e incendiario. He perdido mi vida y mi alma, este mundo y el otro! El diablo me ha seducido y me ha llevado a la perdición! ¡Ay, ay! Así desesperaba, cuando el joven le tocó la espalda y le dijo con calma: Os equivocáis, padre mío: no soy lo que creéis, y todo lo que he hecho obedece a una razón... Escuchad: yo se lo que os ha hecho abandonar vuestro retiro: no podíais comprender los misterios juicios de Dios. por eso habéis querido salir al mundo y encontrar un hombre sabio que os explicara el secreto; esto era una tentación del Enemigo, y os habría perdido si Dios -a causa de vuestra larga penitencia- no hubiese tenido piedad de vos y no os hubiera enviado un ángel para iluminaros. Yo soy ese ángel y te he enseñado lo que querías saber, lo que ibas a buscar al mundo. Pero, como no lo has comprendido, te lo voy a explicar... Has murmurado viendo cómo le quitaba la copa, que tanto apreciaba, al ermitaño que nos recibió el primer día. Pero aquella copa hubiera sido su perdición, pues no tenía más copa que aquella y la amaba por todo lo que no poseía; ya viste como -a la hora de la oración- se preocupó de lavarla y secarla en lugar de pensar en Dios. Y como Dios quiere que no se le ame más que a él -sobretodo un ermitaño o un religioso que ha renunciado al mundo- y como éste había puesto su corazón en la copa, Dios quiso que la perdiera para que perteneciera al cielo por entero. Di aquella copa al usurero que nos recibió con tan mala gana, porque su limosna -por pequeña que fuera- debía tener una recompensa y el día del Juicio, viéndose condenado, hubiera podido decir aquello: ¿Es justo Dios? Si he albergado a sus pobres y no he sido retribuido... Pero la limosna del usurero ahora no vale nada ante Dios; no se puede salvar si no restituye lo que ha ganado; si hace alguna obra de misericordia con sus bienes mal adquiridos, si alberga y alimenta a un pobre, Dios se lo devuelve de una mano a otra, es decir, en esta vida. Así no tendrá nada que reclamar más tarde. El mendigo que ahogó había vivido bien hasta entonces y no tenía malos propósitos. Pero de haber seguido su camino, hubiera encontrado aquel mismo día una tentación a la que no hubiera resistido y habría cometido un crimen que hubiese perdido su alma. Haciéndole morir antes, le salvó y ahora da gracias a Dios en el Cielo. En cuanto al niño, has de saber que su padre y su madre, en los veinte años que llevan juntos, han dado ejemplo de todas las virtudes. Daban tanto a los pobres que les quedaba poco para ellos. Deseaban ardientemente tener un hijo que fuera su heredero y a quien educar en el santo temor del Señor y Dios les concedió lo que pedían. Pero la llegada del niño cambió insensiblemente su corazón y, aunque la caridad no se extinguió en ellos, sí disminuyó de día en día, pues temían menguar la herencia de su hijo dándosela a los pobres; el padre ya no pensaba más que en ganar y acrecentar el patrimonio de aquel niño y ya iba camino de usurero. La idea le había entrado en el corazón y estaba a punto de perder todo el beneficio de su larga piedad y de preparar al mismo tiempo la ruina del alma de su hijo. El niño, que aún era inocente, se ha salvado; sus padres, no teniéndole ya, entregarán su corazón a Dios y reanudarán sus buenas obras. Y Dios a concedido a los tres una gracia muy grande. Cuando el monasterio donde hemos dormido fue fundado, los monjes no tenían ni rentas ni tierras y no se preocupaban, pues confiaban en la bondad de Dios: Dios era su único proveedor; entonces llevaban santa vida y desde la mañana a la noche nada turbaba sus oraciones. Pero las limosnas que trajo su reputación de santidad los fueron corrompiendo poco a poco... Se preocuparon de mil asuntos, no querían sino aumentar su riqueza, olvidaban la regla, descuidaron a los pobres, se hicieron incluso desleales e injustos, cada cual quería ser dignatario o abad o preboste o cillerero: la envidia y la codicia les devoraba, en su refectorio y en sus estancias no se veía sino fasto y vanidad. Hoy Dios ha querido que perdiesen todas sus riquezas y que vuelvan a ser pobres como antes. Porque el verdadero religioso ha de ser indigente, que Dios habita en las casas de los pobres; ahora no se distraerán en sus plegarias ni codiciarán dignidades que nada significan; construirán un monasterio menos hermoso pero más adecuado y los obreros que necesitan para ello ganarán los denarios de los monjes que para ellos no son sino un estorbo. He aquí por qué he provocado el fuego que contemplamos... Y ahora me voy: piensa en la lección que Dios te ha dado, vuelve a tu retiro y haz penitencia. Y diciendo éstas palabras, el joven cambió de apariencia, convirtiéndose en un ángel luminoso que subió al cielo cantando el "Gloria in excelsis Deo". Ahora el ermitaño no hubiera querido separarse de él, le parecía que no le había escuchado bastante. Se tendió en cruz por tierra y dio gracias a Dios por el beneficio que le había hecho, regresó a la ermita que había olvidado locamente y pasó en ella el resto de su vida. A su muerte, Dios recibió su alma y la coronó en el paraíso. Ojalá tengamos en este mundo tal deseo de bien obrar que gocemos en el otro de esa plena claridad por la cual conocemos al hombre y a Dios.

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