lunes, 1 de octubre de 2012

La alegría, caridad exquisita

A Santa Teresa de Lisieux. Albino Luciani, Junio de 1973. Del libro Ilustrísimos señores...

Querida pequeña Teresa,
Tenía diecisiete años cuando leí vuestra biografía. Fue para mí una descarga fulminante. "Historia de una florcita de mayo" la habíais definida. A mí me parece la historia de una "barra de acero" por la fuerza de voluntad, el coraje y la decisión que de ella salían. Elegido una vez el camino de la completa dedicación a Dios, nada más os ha cortado el paso: ni enfermedad, ni contradicciones externas, ni nieblas o tinieblas interiores.
Me acordé de ello cuando me llevaron enfermo al sanatorio, en años en los cuales penicilina y antibióticos, no siendo todavía inventados, al paciente se le presentaba, más o menos cercana, la muerte.
Me avengoncé de tener un poco de miedo: "Teresa, de 23 años, hasta entonces sana y llena de vitalidad, me dije, fue inundada de alegría y de esperanza cuando sintió subirle a la boca la primera hemotisis. No sólo, sino, atenuando el mal, obtuvo de llevar a término el ayuno con régimen de pan seco y agua, y tú ¿quieres ponerte a temblar? ¡Eres sacerdote, despiértate, no te hagas el tonto!".

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Releyéndoos, con motivo del centenario de nacimiento (1873-1973), me impresiona, en cambio, el modo con el cual habéis amado a Dios y al prójimo. San Agustín había escrito: "Vamos a Dios, no caminando sino amando". También vos llamásteis vuesto camino "vía del amor". Cristo había dicho: "Ninguno viene a mí si el Padre no lo atrae". En perfecta línea con estas palabras, vos os habéis sentido como un "pajarito sin fuerza y sin alas"; en Dios, en cambio, habéis visto al águila, que descendía para llevaros a las alturas sobres sus propias alas. Llamásteis a la gracia divina "ascensor", que os elevaba a Dios rápido y sin fatiga, siendo vos "demasiado pequeña para subir la áspera escalera de la perfección".
He escrito arriba: "sin fatiga". Entendámonos: eso, bajo un aspecto; bajo otro, en cambio... Estamos en los últimos meses; vuestra alma avanza en una especie de galería oscura; no ve nada de lo que antes veía claramente. "¡La fe, escribís vos, no es más un velo, sino un muro!". Los sufrimientos físicos son tales que os hacen decir: "Si no hubiera tenido la fe, me hubiera dado la muerte". No obstante eso, continuáis diciendo con la voluntad al Señor que lo amáis: "Canto la felicidad del Paraíso, pero sin sentir alegría; canto simplemente que quiero creer". Vuestras últimas palabras fueron: "¡Mi Dios, yo os amo!".
Al amor misericordioso de Dios os habéis ofrecido como víctima. Todo eso no os impedía de gozar de las cosas bellas y buenas: antes de la última enfermedad, con alegría pintábais, escribísteis poesías y pequeños dramas sacros, interpretando alguna parte con gusto de fina actriz. En la última enfermedad, en un momento de recuperación, pedísteis masitas de chocolate. No teníais miedo de vuestras mismas imperfecciones, ni siquiera de haberos quedado dormida por cansancio durante la meditación ("¡Los niños gustan a las madres cuando duermen!).
Amando al prójimo, os esforzásteis en hacer pequeños servicios útiles pero inobservados, y preferir, tal vez, las personas que os daban fastidio y encontraban menos vuestro genio. Detrás de sus rostros poco simpáticos, buscábais el rostro simpatiquísimo de Cristo. Y no se daban cuenta de este esfuerzo y de esta búsqueda: "Cuanto es mística en la capilla y en el trabajo, escribía a vos la priora, lo mismo es payasa y llena de ideas, hasta hacernos reventar de la risa en el recreo".
Estas pocas líneas, que he trazado, están bien lejos de contener vuestro completo mensaje a los cristianos. Bastan, todavía, para señalar algunas directivas para nosotros.

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El verdadero amor de Dios se casa con la firme decisión tomada y, si necesario, renovada.
El indeciso Eneas del Metastasio, que dice: "En tanto confundido, en la duda funesta, no parto, no me quedo". No tenía pasta de verdadero amor de Dios.
Más adecuado, tal vez, vuestro compatriota el Mariscal Foch que, durante la batalla del Marne, telegrafiaba: "El centro de nuestro ejército cede, la izquierda se retira,m ¡pero yo ataco lo mismo!". Un poco de combatividad y de amor al riesgo no hace mal en el amor al Señor. Vos lo teníais: no por nada sentísteis en Juana de Arco una "hermana de armas".
En el "Elixir de amor" de Donizetti basta la "furtiva lágrima", salida sobre los párpados de Adina, para asegurar y hacer beato al enamorado Nemorino. Dios no se queda contento sólo con furtivas lágrimas. Una lágrima externa en tanto le gusta, en cuanto a ella corresponde dentro, en la voluntad, una decisión. Es así también con las obras externas: ellas gustan al Señor, sólo si corresponde a ellas un amor interno. El ayuno religioso hasta había hecho exterminio en las caras de los Fariseos, pero a Cristo no le gustaron aquellas caras extenuadas porque encontraba que el corazón de los Fariseos estaba lejos de Dios. Vos habéis escrito: "El amor no debe consistir en los sentimientos sino en las obras". Pero habíais agregado: "Dios no tiene necesidad de nuestras obras sino sólo de nuestro amor". ¡Perfecto!
Con Dios se puede amar un montón de otras cosas bellas. Con una condición: nada sea amado contra o arriba o en la misma medida de Dios. En otras palabras: el amor a Dios no debe ser exclusivo sino prevalente, al menos en la estimación.
Jacob un día se enamoró de Raquel: para tenerla, prestó servicio durante siete años, que "le parecían, dice la Biblia, pocos días, tanto la amaba" y Dios no tuvo nada que decir; más bien aprobó y bendijo.
Rociar con agua santa y bendecir todos los amores de este mundo es otra cosa. Por desgracia, intenta hacerlo hoy algún teólogo, el cual, influido por las ideas de Freud, Kinsey y Marcuse, alaba la "nueva moral sexual". Si no quieren la confusión y el desbande, en vez de a estos teólogos, los cristianos deberían mirar el Magisterio de la Iglesia, que goza de especial asistencia ya sea para conservar intacta la doctrina de Cristo como para adaptarla en modo conveniente a los tiempos nuevos.

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Buscar el rostro de Cristo en el rostro del prójimo es el único criterio que nos garantiza amar en serio a todos, superando antipatías y meras filantropías.
Un jovencito, escribió el viejo arzobispo Perini, llama una noche a la puerta de una casa: tiene el vestido de fiesta, una flor en el ojal, pero, dentro, el corazón le late fuerte: ¿quién sabe cómo la chica y sus familiares acogerán el pedido de matrimonio que él viene tímidamente a hacer?
Viene a abrir la chica en persona. Una ojeada y el rubor, el placer evidente (falta la "furtiva lágrima") de la señorita lo aseguran; el corazón se le ensancha. Entra; está la madre de la chica; le parece una señora simpatiquísima, hasta le darían ganas de abrazarla. Está el padre; lo ha encontrado cien veces, pero esta noche le aparece transfigurado de una luz especial. Más tarde llegan los dos hermanos; brazos al cuello, saludos calurosos.
Se pregunta Perini: ¿Qué sucede en este jovencito? ¿Qué son estos amores nacidos de golpe como hongos? Respuesta: no se trata de amores, sino de un amor sólo: ama a la chica y el amor dado a ella lo difunde sobre todos sus parientes. Quien ama en serio a Cristo no puede negarse a amar a los hombres, que de Cristo son hermanos. Aún siendo feos, malos y aburridos; el amor los debe transfigurar un poco.
Amor simple. A menudo es el único posible. Nunca he tenido la ocasión de tirarme a las aguas de un torrente para salvar a uno en peligro; muy a menudo me pidieron que prestara algo, que escribiera cartas, que diera modestas y fáciles indicaciones. Nunca he encontrado un perro hidrófobo por la calle; en cambio, tantas moscas y mosquitos fastidiosos; nunca tenido perseguidores que me golpearan; pero tantas personas que me molestan cuando hablan fuerte por la calle, con el volumen de la televisión demasiado alto o, tal vez, cuando hacen un cierto ruido al tomar la sopa.
Ayudar como se pueda, no tomárselo a mal, ser comprensivos, mantenerse calmos y sonrientes (¡lo más posible!) en estas ocasiones, es amar al prójimo sin retórica pero en un modo práctico. Cristo ha practicado mucho esta caridad. ¡Cuánta paciencia al soportar los litigios que los Apóstoles tenían entre ellos! Cuánta atención para dar coraje y alabar: "Nunca encontré tanta fe en Israel", dice del Centurión y de la Cananea. "Vosotros os habéis quedado conmigo también en los momentos difíciles", dice a los Apóstoles. Y una vez pide por favor la barca a Pedro.
"Señor de toda cortesía", lo dice Dante. Sabía ponerse en lugar de los otros; sufría con ellos: protegía, defendía además de perdonar a los pecadores: así Zaqueo, así la adúltera, así la Magdalena.
Vos, en Lisieux, habéis caminado detrás de sus ejemplos; nosotros deberíamos hacer lo mismo en el mundo.
Carnegie cuenta de aquella señora que, un día hizo encontrar a sus hombres, marido e hijos, la mesa bien preparada y adornada, pero con un puñado de heno en cada plato. "¿Qué? ¿Heno nos das hoy?, le dijeron. "¡Oh, no!, respondió, os traigo enseguida el almuerzo. Pero dejad que os diga una cosa: hace años que os hago de comer, trato de variar, una vez el risotto, otra el caldo, ahora el asado o el húmedo, etc. Nunca que digáis: "¡Nos gusta, has sido buena!". ¡Decid, por favor, una palabra, no soy de piedra! ¡No se puede trabajar sin un reconocimiento, un estímulo, para sólo el rey de Prusia!".
Puede ser menuda también la caridad desprivatizada o social. Se está desarrollando una huelga justa: puede ser que ella me provoque disgusto a mí, que no estoy directamente interesado en la cuestión. Aceptar el disgusto, no murmurar, sentirse solidarios con los hermanos que luchan por la defensa de sus derechos, es también caridad cristiana. Poco notada, no por esto menos exquisita.
Una alegría mezclada al amor cristiano. Aparece ya en el canto de los Ángeles en Belén. Forma parte de la esencia del Evangelio que es "alegre novedad". Es característica de los grandes santos: "Un Santo triste, decía Santa Teresa de Ávila, es un triste santo". "Aqui, nosotros, agregaba Santo Domingo Savio, nos hacemos santos con la alegría".
La alegría puede convertirse en caridad exquisita, si comunicada, como justo vos hacíais en los recreos del Carmelo, a los otros.
El irlandés de la leyenda que, muerto imprevistamente, llegó al tribunal divino, estaba no poco preocupado: el balance de la vida se revelaba más bien magro. Había una fila delante de él; se quedó a ver y a oír. Luego de haber consultado el gran registro, Cristo dijo al primero de la fila: "Encuentro que tenía hambre y tú me has dado de comer. ¡Bien! ¡Pasa al Paraíso!. Al segundo: "Tenía sed y tú me has dado de beber". A un tercero: "Estaba en la cárcel y me has visitado". Y así sucesivamente.
Para cada uno, que era enviado al Paraíso, el irlandés hacía un examen y encontraba de qué temer: él, no había dado ni de comer ni de beber; no había visitado ni presos ni enfermos. Llegó su turno, temblaba, mirando a Cristo que estaba examinando el registro. Pero he aquí que Cristo levanta los ojos y dice: "No hay escrito mucho. Pero algo has hecho también tú: estaba triste, desconfiado, envilecido: viniste, me contaste chistes, me hiciste reír y dado entusiasmo de nuevo. ¡Paraíso!".
Es un chiste, de acuerdo, pero subraya que ninguna forma de caridad hay que dejarla de lado o subvalorarla.

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Teresa, el amor que habéis llevado a Dios (y al prójimo por amor de Dios) fue verdaderamente digno de Dios. Así debe ser nuestro amor: llama, que se alimenta de todo aquello que en nosotros es grande y bello; renuncia, a todo aquello que en nosotros es rebelde; victoria, que nos toma sobre sus propias alas y nos lleva en regalo a los pies de Dios.

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