jueves, 1 de noviembre de 2012

El tercer cielo de San Pablo

Hablando de sí mismo, decía San Pablo a los de Corinto: se de un hombre en Cristo que hace 14 años –sea en el cuerpo, no lo sé; así fuera del cuerpo, tampoco lo sé -Dios lo sabe-fue arrebatado hasta el tercer cielo; que este hombre –sea en el cuerpo fuera del cuerpo no lo sé, Dios lo sabe-fue arrebatado al paraíso y oyó palabras inefables que el hombre no puede decir (2 Cor 12, 2-4).
Es indudable que San Pablo se refiere a un mismo lugar cuando habla del tercer cielo y cuando habla del Paraíso. Pero ¿qué lugar será este? El tercer cielo no lo conocemos con este nombre por ningún otro texto bíblico. El Paraíso, sí.
Prescindamos por hora del antiguo relato del Génesis y fijémonos en un escrito casi contemporáneo de San Pablo, en el Apocalipsis de San Juan. En este el Paraíso está en el cielo, que sirve de morada de Dios, y donde han de vivir los bienaventurados. Por lo tanto, el tercer cielo es el cielo donde mora Dios.
Lo que vio en el tercer cielo no lo dice San Pablo. Prefiere guardar en el misterio. Otros videntes del antiguo y nuevo testamento se sumaron también a esa morada divina y nos lo han descrito. ¿Cómo era? Tengamos presente ante todo que cuando Dios habla a los hombres emplea un lenguaje humano, porque de otro modo los hombres no la entenderían. La Palabra misma de Dios sólo una vez vino la tierra, y entonces tuvo que tomar naturaleza humana para que los hombres la pudieran entender. Por eso, cuando se comunica a Dios a los hombres en una visión, emplea para la occidental y descriptivo imágenes familiares a la fantasía del vidente, manteniendo, en cambio, para lo esencial un criterio plenamente objetivo.
Sí la Virgen María se aparece una japonesa, se dejará ver con los ojos oblicuos, y sí a una española, con grandes ojos negros; pero en uno y otro caso presentará una belleza asombrosa y tendrá una expresión de bondad inefable. De la misma manera, cuando Dios ha dejado de su majestad a los videntes hebreos, se ha mostrado rodeado de aquellos elementos que en la mentalidad hebrea constituían la mansión celestial.
Para un hebreo el firmamento era una gran lámina sólida y plana, de color azul como un inmenso zafiro. Así lo vieron en  Ex 24,10, y así era también el firmamento sobre el que Ezequiel vio el trono de Dios (10,1). Sus extremos se apoyaban sobre las montañas eternas o sea sobre los montes que se levantan al otro lado del mar. Porque en la mentalidad hebrea, la tierra, de forma plana, se encuentra medio de una inmensa piscina llamada”tehom” o abismo, cuyos muros son unas grandes montañas que puso Dios para contener sus aguas. A este hecho alude el libro de John cuando dice:¿quién cerró compuertas el mar, cuando impetuoso salía del seno, dándole yo las nubes por mantillas y denso nublado por pañales, dándole your la ley y poniéndole puertas y cerrojos, diciéndole: de Aquino pasarás; ahí se romperá la soberbia de tusolas (38,8-11).
Tales montañas tenían, por lo tanto, un doble fin: contener las aguas del mar y sostener el firmamento del cielo. Por eso se llaman también columnas del cielo o fundamentos del cielo. Esta concepción no es exclusiva de los hebreos. Participaban también de ella otros pueblos orientales, y señaladamente el de Babilonia.
Este último creía conocer el detalle, que lo encontramos acusado en la Biblia, de que una de las montañas eternas, colocada en el septentrión, sobrepasaba la altura del firmamento y servía de morada a los dioses. Isaías alude a esta creencia babilónica cuando pone en boca de un rey asirio las siguientes palabras blasfemas: subiré a los cielos; en lo alto, sobre las estrellas de Dios, elevaré en mi trono. Me instalaré en el monte Santo, en las profundidades del Aquilón; subiré sobre la cumbre de las nubes y seré igual al Altísimo (14,13s).
El monte Santo del Aquilón es, sin duda, aquella montaña que sobresalía por el norte sobre el firmamento. Al mismo tiempo se comprende que un blasfemo que pretende levantar su trono en lugar del de Dios hable de elevarlo sobre las estrellas, porque éstas, destinadas a iluminar a los hombres, estaban clavadas o bien colgadas de la superficie del firmamento que miraba hacia la tierra. Por eso, cuando los profetas anunciaban grandes cataclismos producidos por la ira de Dios, decían que el firmamento se enrollaría como un pergamino, y las estrellas, desprendiéndose como hojas de Parro de higuera, caerían sobre la tierra (Is 34,4; Ap 6,13).
En esta misma parte el firmamento estaba en el sol y la luna; pero, a diferencia de las estrellas, no estaban fijos, sino que se movían y tenían un domicilio donde recogerse (Hab 3,11). Al del sol se refiere el sal mixta cuando canta: puso en ellos(los cielos) una tienda para el sol, que, semejante al esposo que sale de su tálamo, se lanza alegre a recorrer cual gigante su camino; sale de un extremo, y llega en su curso a los últimos con fines, y nada se sustraer a su calor (18,6s). Es muy probable que ese domicilio se encontrase enclavado en la parte más alta de las montañas eternas, justamente debajo del firmamento. Y no muy distantes de bienestar las cavernas donde se almacenaban la nieve y el granizo (Job 38,22), los vientos y las nubes (Jer 10,13, Salm 134,7), la luz y las tinieblas (Job 38,19), para poder ser derramadas por Dios sobre la tierra en el momento oportuno.
Sobre el firmamento estaba el océano celeste, de aguas dulces, que por unas aberturas, llamadas cataratas del cielo, cayena veces en forma de lluvia (Gn 7,11;Mal 3,10).Otras aberturas, sin duda mayores, por las que cayó el maná, se llamaban puertas del cielo (Sal 77,23s). A una de estas debió asomarse San Juan en el apocalipsis (4,1), y así pudo ver lo que en el cielo había. Pero aquí empieza el misterio.
La morada de Dios está sobre el océano celeste. El salmista dice expresamente que Dios "alza su morada sobre las aguas” (103,3). Isaías y mi quehace hablan de él “monte de la casa de Dios"(2,2;4,1). Y sobre todo esto debía de haber una especie de cúpula llamada cielos de los cielos, que, según salomón, a pesar de su grandeza, le da capa de contener la majestad de Dios (3Re 8,27). En qué forma se combinaban estos 3 elementos: monte, casa y cúpula, no lo sabemos. Tanto Ezequiel como San Juan vieron además en el cielo un templo y una ciudad.
El templo estaba sobre un monte muy alto y tenía unas proporciones que se detallan en los capítulos 40-43 de Ezequiel. Juan lo vio abierto, y en él había un arca del testamento (Ap 11, 19). Este templo sería el modelo conforme al cual se había construido el templo de Jerusalén. Algunos interpretan en este sentido las palabras que el libro de la serie pone en labios de Salomón: tú me dijiste que edifcaste un templo en tu monte Santo y un altar en la ciudad de tu morada, según el modelo del Santo tabernáculo que al principio habías preparado (9,8). La epístola a los Hebreos afirma que el templo de Jerusalén no era sino la figura del verdadero templo celestial (9,23).
También la ciudad está ampliamente descrita en Ezequiel y el Apocalipsis, con sus muros de pedrería, sus doce puertas y su iluminación magnífica, producida directamente por Dios (47s;21s). Es la Jerusalén celestial, llamado también Yahvéshamma, que significa “ Dios está allí”.
Por su plaza cruzada un “río de agua de vida espléndido como el cristal”, que brotan bajo el dintel del templo (Ap 22,1; Ez47,1s). Es el río que le según el sal mixta, alegra la ciudad de Dios (45,5). Sobre sus dos riberas crecen árboles de vida que dan fruto todos los meses y cuyas hojas tienen un poder medicinal (22,2).
Videsidentes han contemplado la gloria de Dios y nos la han descrito su manera: Isaías, Ezequiel y San Juan. Isaías vio al Señor en el interior del templo celestial. Estaba sentado sobre un trono alto y sublime, y los vuelos de su vestidura llenaban el templo. Ante él había uno serafines dotados de seis salas cada uno, que cantaban la gloria de Dios, y a sus cánticos temblaba el templo y se llenaba de humo como se había llenado el templo de Jerusalén el día en que lo dedicó el rey Salomón (3Re 8,10). Hasta había un altar con fuego lo mismo que en Jerusalén (Is 6).
Ezequiel vio la gloria a Dios que bajaba la tierra. No sólo vio el trono, sino también lo que debajo había. Era un firmamento a manera de un inmenso cristal azul sostenido por 4 querubines. Esto se movían de una parte para otra volando, y junto a ellos se habían unas grandes ruedas y producen ruido como de aguas marinas y unas brasas encendidas como relámpagos (1 y 10). Es que el trono de Dios se levanta sobre el océano celeste.
Sí Ezequiel vio todo esto desde la tierra porque la gloria de Dios descendió hasta el. San Juan, en cambio, lo contempló subiendo en espíritu a los cielos. Vio que en el cielo se abrió la puerta y oyó una voz que le invitaba a subir. Al instante subió en espíritu y vio el interior del cielo. Había en medio del cielo un trono, y sobre el trono se sentaba Dios. La descripción que de Dios nos hace no puede ser más vaga: el que estaba sentado me parecía semejante a la piedra de jaspe y al sardónico, y el arco iris que rodeaba el trono era semejante a una esmeralda (4,3). Es una descripción muy parecida a la quehace Ezequiel: sobra la semejanza de trono en lo alto o había una figura semejante a un hombre sobre él, y lo que de él parecía de cintura arriba era como el fulgor de un metal resplandeciente, y de cintura bajo, el resplandor del fuego, y todo en derredor suyo resplandecía; el resplandor que le rodeaba todo entorno era como el arco que aparecen las nubes en día de lluvia (1,26-28).
En otro lugar nos da sanjuán otra descripción algo más precisa: vió a uno semejante a un hijo de hombre vestido de una túnica talar y ceñidos los pechos con un cinturón de oro. Su cabeza y sus cabellos eran blancos, Barba blanca, como la nieve; sus ojos, como llamas de fuego; sus pies, semejantes al azófar, como azófar incandescente en el horno, y su voz, como la voz de muchas aguas. Tenía en su diestra siete estrellas, y de su boca salía una espada aguda de dos filos, y su aspecto era como el sol cuando resplandece en toda su fuerza (1,13-16). También lo que estaba debajo del trono lo vio San Juan. Había como un mar de vidrio semejante al cristal, y estaba los cuatro querubines.
Pero lo que no habían visto los demás, y San Juan lo vio, es lo que estaba alrededor del trono: 24 tronos, y sobre los tronos, 24 ancianos investidos de vestiduras blancas y con coronas de oro sobre sus cabezas. Delante había siete lámparas, que son los siete espíritus de Dios (4,4s). ¿Fue algo de esto lo que San Pablo huyó en el tercer cielo? Es muy posible que sea. Formado como estaba en el estudio de la Biblia, debía concebir la morada divina a la manera de Ezequiel. Sin embargo, él no se detiene a escribirla. Cierto es que, según San Jerónimo, la lectura de los primeros capítulos de Ezequiel estaba vedada a los hebreos hasta la edad de 30 años; San Pablo, educado en la secta farisaica, pudo seguir un criterio parecido y guardar en secreto o lo que vió. Sin embargo, no creemos que San Pablo no dice que fuese inefable y secreto lo que dio, sino lo que oyó, y recordemos que él siempre presto a un atención incomparablemente mayor a los conceptos y palabras que a los espectáculos que los distintos países desfilaron por su vida.
Nos queda por explicar porque San Pablo llamó a la residencia de Dios tercer cielo.
San Pablo era un judío que actuaba en el mundo helenista. Y entre los que helenistas el cielo y la tierra se concedían de una manera muy distinta. La tierra era esférica, y en torno de ella se movían los siete planetas formando siete órbitas Po siete esferas. Sólo siete cielos planetarios. Por encima de ellos había otra esfera llamada firmamento, porque en ella estaban las estrellas fijas y los signos del zodiaco. Y más arriba aunque el firmamento o estaba la espera del primer móvil, que era el que ponía movimiento a las demás esferas. Por último, más arriba que todos los cielos estaba el cielo Empíreo, inmóvil como la tierra y residencia de la divinidad. Los cielos planetarios podían contar ser de abajo arriba, y entonces el primer cielo el de la era el de la luna, el segundo el de mercurio, el tercero el de Venus, el cuartel del sol, el quinto el de Marte, el sexto de Júpiter y el séptimo de Saturno. Pero más científica era la enumeración inversa. Sí el tercer cielo de San Pablo debiera entenderse por uno de los cielos planetarios, sería el de Venus como el de Marte. R no se ve que tiene que ver ninguna de estas esperas con una revelación de Dios a los hombres. El tercer cielo, como antes dijimos, es la residencia de Dios, y, por tanto, el identificarse con lo que los que helenistas y llaman el cielo Empíreo. Como está después del firmamento y del cielo del primer móvil, pudo muy bien y llamarse tercer cielo. De esta manera San Pablo, que en ocasiones se acomoda la concepción hebrea del mundo (Fil 2,10), en este lugar optó por la lengua de los helenistas haciéndose todo para todos, a fin de ganar los a todos para Cristo (1 Cor 9,22).

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