lunes, 30 de abril de 2012

San Doroteo de Gaza 1

DOROTEO DE GAZA
Cartuja Sta. Mª Benifaçá
INSTRUCCIONES DIVERSAS DE NUESTRO PADRE DOROTEO A SUS DISCÍPULOS

I. SOBRE EL RENUNCIAMIENTO
1. Cuando al comienzo Dios creó al hombre, "le colocó en el paraíso", como dice la Sagrada Escritura, después de haberlo adornado de toda clase de virtudes, y le impuso el precepto de no comer del árbol que se hallaba en medio del jardín. El hombre vivía en las delicias del paraíso, en oración y contemplación, colmado de gloria y honor, poseyendo la integridad de sus facultades, en el estado natural en que había sido creado. Porque Dios hizo al hombre a su imagen, es decir, inmortal, libre y ornado de todas las virtudes. Pero cuando trasgredió el precepto al comer del árbol del que Dios le había prohibido comer, fue expulsado del paraíso. Caído de su estado natural, se encontraba en un estado contrario a la naturaleza, es decir en pecado, en el amor a la gloria, el apego a los placeres de esta vida y en las otras pasiones que le dominaban, ya que se había hecho su esclavo por su trasgresión. Desde entonces, el mal aumentó progresivamente y la "muerte reinó". En ninguna parte se rendía culto a Dios, se le ignoraba universalmente. Como lo dijeron los Padres, sólo algunos hombres, inspirados por la ley natural, tenían conocimiento de Dios: así Abrahán y los otros Patriarcas, Noé y Job. En resumen, eran muy pocos los que conocían a Dios. Entonces el Enemigo desplegó toda su maldad y "reinó el pecado". Vino la idolatría, el politeísmo, la brujería, los crímenes y las demás perversiones del diablo.
2. Pero Dios en su bondad tuvo misericordia de su criatura y le dio por medio de Moisés la ley escrita, en la cual prohibió ciertas cosas y prescribió otras: Haced esto, no hagáis aquello. Dio los mandamientos. Ante todo dijo: "El Señor tu Dios es el único Señor", para apartar del politeísmo el espíritu de los israelitas, y luego: "Tú amarás al Señor tu Dios con toda tu alma y todo tu espíritu". Siempre proclamó que Dios es único y que no hay otro. Al decir: "Amarás al Señor tu Dios", indica que él es el único Dios, el único Señor. También dice en el Decálogo: "Adorarás al Señor tu Dios, y le servirás a él sólo. Te adherirás a él y jurarás por su nombre". En fin: "No tendrás otros dioses ni imagen alguna de lo que hay en lo alto y de lo que hay abajo en la tierra". Porque los hombres adoraban todas las criaturas.
3. Dios, bondadoso, dio la ley para socorrer, convertir, corregir el mal: sin embargo, el mal no se corrigió. Dios envió a los profetas, pero no pudieron nada. El mal sobrepasó todo límite. Como dice Isaías: "No hay más que una herida, un cardenal, una llaga en carne viva, y no hay ungüento ni aceite ni medicina que aplicarle". Dicho de otra manera, el mal no es parcial, ni localizado, sino difundido por todo el cuerpo, envuelve el alma enteramente y aprisiona todas sus facultades. "No hay ungüento que aplicarle", etc. ya que todo estaba al servicio del pecado, todo estaba en su poder. Jeremías lo declaraba así: "Hemos cuidado a Babilonia, pero ella no curó" (Jr 28,9), como si dijese: Hemos manifestado tu nombre, hemos proclamado tus mandamientos, tus beneficios, tus promesas, hemos anunciado a Babilonia los asaltos de los enemigos y, sin embargo, "ella no curó", es decir, no se arrepintió, no temió, no se apartó de su malicia. Todavía dice en otra parte: "No aceptaron la lección" (Jr 2,30), es decir, la advertencia, la instrucción. Y un salmo dice: "Su alma tuvo horror de todo alimento, y llegaron a las puertas de la muerte" (Sal 106,18.
4. Entonces, en su bondad y su amor a los hombres, Dios envía a su Hijo único, porque sólo Dios podía curar y vencer aquel mal. Los profetas no lo ignoraban. David lo decía claramente: "¡Tú que te sientas sobre los querubines, muéstrate! Descubre tu fuerza y ven a salvarnos!" (Sal 79,2-3). "Señor, ¡inclina los cielos y desciende!" (Sal 143,5), y tantas otras expresiones semejantes. Todos los demás profetas, cada cual a su manera, elevaron con frecuencia la voz, sea para suplicar su venida, sea para proclamarse seguros de ella. Nuestro Señor vino, haciéndose hombre por nosotros, "para curar, dice san Gregorio, lo semejante con lo semejante, el alma con el alma, la carne con la carne. Porque se hizo hombre en todo menos en el pecado". Tomó nuestro mismo ser, las primicias de nuestra naturaleza, y vino a ser un nuevo Adán "a imagen de quien le había creado" (Col 3,10), restaurando el estado de la naturaleza, y restituyendo las facultades a su integridad primera. Hombre, renovó al hombre caído, lo libró de la esclavitud y del violento atractivo al pecado. El hombre se hallaba arrastrado por el enemigo con una fuerza tiránica. Incluso quienes querían evitar el pecado, eran casi forzados a cometerlo. Como decía el Apóstol en nombre nuestro: "El bien que quiero, no lo hago, y el mal que no quiero, lo cometo".
5. Dios, hecho hombre por nosotros, liberó así al hombre de la tiranía del enemigo. Destruyó todo su poder, quebrantó su misma fuerza, y nos liberó de su poderío y de su esclavitud, con tal de que no consistamos en pecar. Porque nos dio, como él nos dijo, "poder para pisotear con los pies las serpientes, escorpiones y todo poder del enemigo", purificándonos de toda falta por el santo bautismo. El santo bautismo perdona y borra todo pecado. Además, dada nuestra debilidad y en previsión de que, aún después del santo bautismo, cometeríamos el pecado, escribió: "El espíritu del hombre es llevado al mal desde su juventud" (Gen 8,21). Dios nos dio en su bondad mandamientos santos que nos purifican. Así podemos, si queremos, purificarnos de nuevo con la práctica de los mandamientos; y no sólo purificarnos de nuestros pecados, sino también de nuestras pasiones. Notemos que las pasiones son diferentes de los pecados. Las pasiones son la cólera, la vanagloria, el amor del placer, el odio, los malos deseos, y todas las disposiciones de este género. Los pecados son los actos mismos de las pasiones: cuando se ponen en acción, se realizan corporalmente las obras inspiradas por las pasiones. Ciertamente es posible tener pasiones y no actuar con ellas.
6. Dios nos dio, como he dicho, preceptos que nos purifican incluso de las pasiones, de las malas disposiciones de nuestro hombre interior (Rom 7,22; Ef 3,16). Nos da el discernimiento del bien y del mal, nos hace darnos cuenta y nos muestra las causas del pecado: "La ley decía: no cometas adulterio; y yo digo: No tengas malos deseos. La ley decía: no mates, y yo digo: No te encolerices". Porque si tienes malos deseos, aunque actualmente no cometas adulterio, la concupiscencia no cesará de asediarte interiormente hasta que te arrastre al acto mismo. Si te irritas y te excitas contra tu hermano, llegará un momento en que hablarás mal de él, le pondrás trampas, y así, poco a poco, llegarás finalmente al crimen. La ley decía también: "Ojo por ojo, diente por diente", etc. Pero el Señor exhorta no sólo a recibir con paciencia una bofetada, sino también a presentar humildemente la otra mejilla. La finalidad de la ley era enseñarnos a no hacer lo que no quisiéramos para nosotros. Nos impedía, por tanto, hacer el mal por miedo a tener que sufrirlo. Ahora, en cambio, vuelvo a decirlo, se nos manda rechazar incluso el odio, el amor del placer, el amor de la gloria y las demás pasiones.
7. En una palabra, el designio de Cristo nuestro Señor es precisamente enseñarnos cómo hemos llegado a cometer todos los pecados, cómo hemos caído todos los días malos. Primero, nos liberó por el santo bautismo, como he dicho ya, concediéndonos el perdón de los pecados; luego, nos dio el poder de hacer el bien, si queremos, y de no ser arrastrados al mal, como forzados. Porque los pecados oprimen y arrastran a quien les sirve, según la expresión: "Cada uno es prisionero de los lazos de sus propias faltas" (Pr 5,22). Cristo nos enseña, en cambio, por los santos mandamientos cómo purificarnos incluso de nuestras pasiones, para que no nos hagan caer de nuevo en los mismos pecados. Nos muestra, en fin, la causa que hace llegar al desprecio y a la trasgresión de los preceptos de Dios; nos proporciona así el remedio para que podamos obedecer y salvarnos. ¿Cuál es ese remedio y cuál es la causa del desprecio? Escuchad lo que dice nuestro Señor mismo: "Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón y hallaréis el reposo para vuestras almas". He ahí que, brevemente, en pocas palabras, nos muestra la raíz y la causa de todos los males, y su remedio, fuente de todos los bienes; nos muestra que el ensalzarnos nos hace caer, y que es imposible obtener misericordia sin la disposición contraria, es decir, sin la humildad. De hecho, el ensalzarse engendra el desprecio y la funesta desobediencia, mientras que la verdadera humildad produce, no un abajarse sólo en palabras y en gestos, sino una disposición auténticamente humilde, en lo íntimo del corazón y del espíritu. Por ello el Señor dice: "Soy manso y humilde de corazón".
8. El que quiera hallar reposo para su alma, ¡aprenda la humildad! Comprenda que en ella se encuentran toda la alegría, toda la gloria y todo el reposo, como en el orgullo se halla todo lo contrario. Así, ¿cómo hemos llegado a todas las tribulaciones? ¿Por qué caímos en toda esta miseria? ¿No es a causa del orgullo? ¿Por razón de nuestra locura? ¿No es por haber seguido nuestros malos deseos y habernos apegado al amargor de nuestra voluntad? Pero, ¿por qué esto? ¿No fue creado el hombre en la plenitud del bienestar, de la alegría, del reposo y de la gloria? ¿No estaba en el paraíso? Se le prescribió: No hagas eso, y él lo hizo. ¿Veis el orgullo? ¿Veis la arrogancia? ¿Veis la insumisión? "El hombre está loco, dijo Dios al ver aquella insolencia; no quiere ser dichoso. Si no pasa días malos, se perderá completamente. Si no conoce la aflicción, no sabrá lo que es el reposo". Entonces, Dios le dio lo que merecía, expulsándolo del paraíso. Desde entonces fue entregado a su egoísmo y a su propia voluntad, para que, al quebrantar así los huesos, aprenda a seguir no su propio gusto, sino el precepto de Dios. La miseria misma de la desobediencia le daría a conocer el reposo de la obediencia, según la palabra del profeta: "Tu rebelión te instruirá" (Jr 2,19). Con todo, la bondad de Dios, como digo con frecuencia, no abandonó a su criatura, sino que se volvió todavía hacia ella y la llamó de nuevo: "Venid a mí, todos los que estáis cansados y abrumados y yo os aliviaré". Es decir: Estáis fatigados, sois desgraciados, sabéis por experiencia lo que es el mal de toda desobediencia. ¡Vamos!, convertíos por fin; ¡vamos!, reconoced vuestra incapacidad y vuestra vergüenza, para llegar al reposo y a la gloria. ¡Vamos!, vivid mediante la humildad, vosotros que habéis muerto por el orgullo. "Aprended de mí que soy manso y humil- de corazón, y encontraréis reposo para vuestras almas".
9. ¡Oh!, hermanos míos, ¿lo que hace el orgullo? ¡Oh! ¡Qué poder, el de la humildad! ¿Qué necesidad había de tantas vueltas? Si desde el comienzo el hombre se hubiese humillado y obedecido a Dios guardando su mandamiento, no habría caído. Después de la caída Dios le ha dado todavía ocasión de arrepentirse y de obtener misericordia, pero él guardó la cabeza erguida. Dios vino a decirle: "Adán, ¿dónde estás?" Es decir: ¿De qué gloria has caído? ¿Y en qué vergüenza? Luego, le preguntó: "¿Por qué pecaste? ¿Por qué desobedeciste?", tratando así de hacerle decir: "Perdóname". Pero, ¿dónde se quedó ese "perdóname"? No hubo ni humildad ni arrepentimiento; al contrario, el hombre replicó: "La mujer que me diste, me engañó". No dijo: "Mi mujer", sino "la mujer que me diste", como si dijera: "El fardo que me pusiste sobre mi cabeza". Es así, hermanos: cuando un hombre no quiere reconocer su falta, no teme acusar al mismo Dios. El Señor se dirige luego a la mujer y le dice: "¿Por qué no guardaste, tú tampoco, mi mandamiento?", como si le dijera: "Tú, al menos, dime: Perdóname, de modo que tu alma se humille y obtenga misericordia". Pero, ¡tampoco logró el "perdóname"! La mujer a su vez respondió: "La serpiente me engañó", como si dijera: "Si él pecó, ¿qué culpa tengo yo?" Desgraciados, ¿qué hacéis? ¡Dad al menos un signo de arrepentimiento, reconoced vuestra falta, tened piedad de vuestra desnudez! Pero ninguno de los dos se dignó acusarse, y nadie de entrambos mostró humildad alguna.
10. Ahora os dais cuenta claramente del estado al que llegamos: a qué multitud de males nos llevó la manía de justificarnos, la confianza en nosotros mismos y el apego a la propia voluntad. Tales son los retoños del orgullo, el enemigo de Dios; como el acusarse a sí mismo, el desconfiar del propio juicio y el odio de la propia voluntad, son retoños de la humildad. Éstos permiten rehacerse y volver al estado natural gracias a la purificación de los santos mandamientos de Cristo. Sin humildad no es posible obedecer a los mandamientos ni alcanzar bien alguno, como decía el abad Marcos: "Sin contrición de corazón no se puede superar el mal y es totalmente imposible adquirir una virtud". Por medio de la contrición de corazón se aceptan los mandamientos, se aleja uno del mal, adquiere las virtudes y llega al fin al reposo.
11. Esto, todos los santos lo sabían. Por eso buscaban unirse a Dios con una vida enteramente humilde. Hubo amigos de Dios que, después del santo bautismo, no sólo renunciaron a los actos de las pasiones, sino que quisieron vencer las mismas pasiones y llegar a ser impasibles: tal fue san Antonio, Pacomio y los otros Padres teóforos. Proponiéndose como ideal el purificarse "de toda mancha de la carne y del espíritu", como dice el Apóstol (2 Co 7,1), y sabiendo que, como hemos dicho, es guardando los mandamientos cómo el alma se purifica y cómo el espíritu, purificado también por así decirlo, recobra la vista y vuelve a su estado natural --pues está escrito: "El mandamiento del Señor es límpido e ilumina los ojos" (Sal 18,9)--, los Padres comprendieron que, en el mundo, no podrían llegar fácilmente a la virtud. Por ello, concibieron una existencia aparte, una manera de vivir especial, quiero decir la vida monástica, y comenzaron a huir del mundo para habitar en los desiertos y ayunar, dormir en el suelo, someterse a las vigilias y otras penitencias corporales, renunciando totalmente a la patria, a los parientes, a las riquezas y a los bienes. En una palabra, crucificaron el mundo en sí mismos. Y no sólo guardaron los mandamientos, sino que ofrecieron presentes a Dios. Ved cómo: los mandamientos de Cristo se dieron para todos los cristianos, y todos los cristianos están obligados a observarlos. Podríamos decir que son los impuestos debidos al rey. El que rehúsa pagar los impuesto al rey, ¿podrá evitar el castigo? Pero hay en el mundo grandes e ilustres personajes que, no contentos con pagar los impuestos al rey, le hacen además presentes y merecen por ello grandes honores, favores y dignidades.
12. Así los Padres, no contentos con guardar los mandamientos, ofrecieron a Dios presentes; estos presentes son la virginidad y la pobreza. No son mandamientos, son presentes. En ningún sitio está escrito: "Tú no tomarás mujer, no tendrás hijos". Tampoco Cristo impuso un mandamiento cuando dijo: "Vende lo que tienes". Cierto, cuando el doctor de la Ley lo abordó preguntándole: "Maestro, ¿qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?, le respondió: "Conoces los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio contra tu prójimo", etc... Y cuando el interlocutor le dijo que todo eso lo había observado desde su juventud, Cristo añadió: "Si quieres ser perfecto, vende lo que tienes, dalo a los pobres", etc... Ved: no dijo: "Vende lo que tienes", como una orden, sino como un consejo. Pues cuando se dice: "si quieres", no se manda, sino que se aconseja.
13. Decíamos que los Padres ofrecieron a Dios como presentes, además de las otras virtudes, la virginidad y la pobreza, y, como habíamos dicho antes, crucificaron el mundo en sí mismos y lucharon luego por crucificarse ellos al mundo, según la palabra del Apóstol: "El mundo está crucificado para mí y yo para el mundo". ¿Cuál es la diferencia? El mundo está crucificado para el hombre, cuando el hombre renuncia al mundo para vivir en soledad y abandona a los parientes, las riquezas, los bienes, las ocupaciones, los asuntos: el mundo está entonces crucificado para él, ya que lo abandonó y esto es lo que quiere decir el Apóstol: "El mundo está crucificado para mí". Pero añade: "Y yo para el mundo". ¿Cómo está crucificado el hombre para el mundo? Cuando, habiendo abandonado las cosas exteriores, combate los placeres y las apetencias de las cosas, y asimismo su voluntad, y mortifica sus pasiones; entonces está él mismo crucificado al mundo y puede decir con el Apóstol: "El mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo".
14. Como decíamos, los Padres, después de haber crucificado el mundo en sí mismos, se esforzaron combatiendo por crucificarse ellos también para el mundo. Según nos parece, hemos crucificado el mundo en nosotros mismos al abandonarlo para venir al monasterio; pero rehusamos crucificarnos al mundo, porque gozamos todavía de sus placeres, guardamos su afecto, sentimos atractivo por su gloria, gusto por los alimentos y por los vestidos. Si un utensilio es bueno, nos apegamos a él: dejamos que ese utensilio sin valor ocupe en nosotros el lugar de un centurión, como dice el abad Zósimo. Aparentemente hemos dejado el mundo y abandonado lo que hay en el mundo al venir al monasterio, y por bagatelas, ¡nos recreamos con la concupiscencia del mundo! Es un gran error de nuestra parte, después de haber renunciado a cosas considerables, querer dar satisfacción a nuestras pasiones con cosas insignificantes. En verdad, cada uno de nosotros dejó lo que poseía, grandes bienes si los teníamos, o lo poco que nos pertenecía, cada cual según lo que podía: luego vinimos al monasterio y aquí, como he dicho, damos satisfacción a nuestra concupiscencia con cosas miserables y sin valor. No está bien que hagamos así. Hemos renunciado al mundo y a las cosas del mundo; igualmente hay que renunciar al apego a las cosas materiales. Hay que saber lo que es el renunciamiento, por qué hemos venido al monasterio, y también qué hábito hemos vestido, para obrar en consecuencia y luchar a ejemplo de nuestros Padres.
15. El hábito que llevamos se compone de una túnica sin mangas, de un cinturón de cuero, de un escapulario y de una cogulla. Estas cosas tienen un simbolismo y debemos saber lo que significan para nosotros. ¿Por qué llevamos un túnica sin mangas? ¿Por qué no tenemos mangas cuando todos los demás las tienen? Las mangas son símbolo de las manos, y las manos significan la práctica. Por ello, cuando nos viene el pensamiento de realizar con las manos algo propio del hombre viejo, por ejemplo, robar, golpear o cometer cualquier otro pecado con las manos, debemos prestar atención a nuestro hábito y reconocer que no tenemos mangas, es decir, que no tenemos manos para hacer lo que es propio del hombre viejo. Además, nuestra túnica lleva una marca de púrpura. ¿Qué significa esa marca? Todos los soldados al servicio del rey llevan púrpura en sus mantos. Como el rey se viste de púrpura, todos sus soldados ponen sobre sus mantos la púrpura, es decir la insignia real, para mostrar que pertenecen al rey y que guerrean por él. Nosotros también, llevamos la marca de la púrpura sobre nuestra túnica, para mostrar que somos soldados de Cristo y que debemos soportar todos los sufrimientos que él padeció por nosotros. Durante su Pasión, nuestro Maestro llevó el manto de púrpura: primeramente, como Rey, porque es "el Rey de Reyes y el Señor de los Señores"; además, lo llevó por irrisión por parte de los impíos. Al llevar la marca de púrpura, queremos, como decía, soportar todos sus sufrimientos, y como el soldado no abandona su servicio para hacerse agricultor o comerciante --que sería decaer de su profesión, pues, según el Apóstol, "ningún soldado se embaraza con asuntos de la vida civil, si quiere dar satisfacción a quien lo ha enrolado" (2 Tm 2,4)--, así nosotros debemos luchar para no tener preocupación alguna por las cosas de este mundo y dedicarnos a Dios solo, asiduamente y sin distraernos, como se ha dicho de la mujer virgen (1 Co 7,34-35).
16. Tenemos también un cinturón. ¿Por qué llevamos un cinturón? El cinturón que llevamos es ante todo signo de que estamos dispuestos al trabajo. Quien quiere trabajar, comienza por ceñirse, y así se pone a la tarea, según lo dicho: "Que vuestra cintura esté ceñida". Por otra parte, el cinturón, estando hecho de una piel muerta, muestra que debemos mortificar nuestro gusto por el placer. El cinturón se coloca en la cintura: a la altura de los riñones, donde reside, según se dice, la potencia concupiscible del alma. Es lo dicho por el Apóstol: "Mortificad vuestros miembros terrestres, fornicación, impureza", etc...
17. Tenemos además un escapulario. Se coloca sobre los hombros en forma de cruz: es decir que llevamos sobre los hombros el símbolo de la cruz, en conformidad con esta palabra: "Toma tu cruz y sígueme". Y, ¿qué es esa cruz más que la muerte perfecta que realiza en nosotros la fe en Cristo? Porque "la fe, dice el Geronticón, cubre siempre los obstáculos y nos facilita la práctica", y ésta nos conduce a la muerte perfecta, que consiste en morir a todo lo que es de este mundo: después de haber dejado la familia, hay que luchar contra el afecto que se tiene por ella; igualmente después de haber renunciado a las riquezas, a los bienes y a todo, hay todavía que renunciar a su mismo atractivo, como hemos dicho ya. Ése es el perfecto renunciamiento.
18. Vestimos también una cogulla: es un símbolo de la humildad. Los niños pequeños, que son inocentes, llevan cogullas, pero no los adultos. Si nosotros las llevamos, es para que seamos como niños pequeños en cuanto a la malicia, como dijo el Apóstol: "No seáis niños en cuanto al juicio, pero mostraos niños pequeños en cuanto a la malicia". ¿Qué significa "ser niño pequeño en cuanto a la malicia"? El niño pequeño, no teniendo malicia, no se encoleriza si se le injuria; no siente vanidad si se le honra; no se aflige si se le cogen sus cosas, porque es niño pequeño en cuanto a la malicia; no alimenta las pasiones ni reivindica la gloria. La cogulla es también símbolo de la gracia de Dios. Como la cogulla protege y mantiene caliente la cabeza del niño, así la gracia divina protege nuestro espíritu, como lo dijo el Geronticón: "La cogulla es el símbolo de la gracia de Dios nuestro Salvador, que protege la parte superior del alma y rodea de cuidados nuestra infancia en Cristo, a causa de quienes se esfuerzan siempre por golpear y herir".
19. Llevamos a la cintura el cinturón, que significa la mortificación del apetito irracional. Sobre los hombros llevamos el escapulario, que es una cruz. Y llevamos también la cogulla, que es símbolo de la inocencia y de la infancia en Cristo. "Vivamos, pues, en conformidad con nuestro hábito, como dicen los Padres, para no llevar un hábito que no nos corresponda. Hemos dejado las grandes cosas, dejemos también las pequeñas. Hemos abandonado el mundo, abandonemos también sus gustos, porque, como he dicho, esos gustos por cosas ínfimas y miserables que no merecen interés alguno, nos atan todavía al mundo sin darnos cuenta.
20. Si queremos, pues, estar perfectamente desligados y libres, aprendamos a negar nuestra voluntad, y así, progresando poco a poco con la ayuda de Dios, llegaremos a estar desprendidos. Porque nada es tan provechoso al hombre como negar su propia voluntad. Verdaderamente por ese medio, se progresa por así decir más que por todas las virtudes. Como el viajero que, en su camino, encuentra un atajo y tomándolo gana una buena parte del trayecto, así es el que avanza por la ruta de la negación de la voluntad: porque al negar su voluntad, se obtiene el desprendimiento y por el desprendimiento se llega, con la ayuda de Dios, a una perfecta apatheia (impasibilidad).
21. Ved a qué progreso conduce poco a poco la negación de la voluntad propia. Mirad lo que era el bienaventurado Dositeo. ¿De qué vida muelle y sensual venía, él, que ni siquiera había oído hablar de Dios? Y, sin embargo, sabéis a que cimas lo llevó en poco tiempo la práctica de la obediencia y de la negación de la voluntad propia. Sabéis también cómo Dios lo glorificó y no permitió que caiga en olvido una tal virtud. Lo ha revelado a un santo anciano que vio a Dositeo en medio de todos los santos gozando de la felicidad.
22. Voy a contaros otro hecho del que fui testigo, para que aprendáis cómo la obediencia y la ausencia de toda voluntad propia libera al hombre incluso de la muerte. Estando yo en el monasterio del abad Seridos, un discípulo de un gran anciano de la región de Ascalón vino con una comisión de parte de su abad. Éste le había dado orden de volver aquella misma tarde a su celda. Pero sobrevino una violentísima tempestad, chubascos y truenos: el torrente vecino había crecido totalmente. Sin embargo, el hermano quería partir a causa de la palabra del anciano. Le pedíamos que quedase, creyendo imposible que saliese del río sano y salvo; pero él no se dejaba convencer. Terminamos por decir: "Vamos con él hasta el río. Cuando lo haya visto, se volverá atrás." Salimos con él. Cuando llegamos al río, el hermano se quitó la ropa, la ató a la cabeza, se ciñó su peregrina y se echó al agua, en la terrible corriente. Quedamos allí, llenos de espanto y temblando por su vida, pero él continuó a nado y pronto llegó a la otra orilla. Se puso de nuevo su ropa, nos hizo una metania desde lejos, se despidió y partió corriendo. Quedamos estupefactos y llenos de admiración ante el poder de la virtud: nosotros teníamos miedo con sólo mirar, y él atravesó sin peligro gracias a su obediencia.
23. Una cosa semejante sucedió a un hermano que su abad había enviado al pueblo por lo necesario, a la casa del que hacía las comisiones. Al verse arrastrado al mal por la hija de aquel personaje, se limitó a decir: "¡Oh Dios, por las oraciones de mi padre, líbrame!" Inmediatamente se encontró en el camino de Seté, de vuelta hacia su padre. Ved el poder de la virtud, ved el poder de una palabra, ¡qué auxilio proporciona el mero hecho de apelar a las oraciones de su padre! Aquel hermano dijo: "¡Oh Dios, por las oraciones de mi padre, líbrame!", e inmediatamente se halló en el camino. Considerad la humildad y la prudencia de ambos. Estaban en dificultad y el anciano quería enviar al hermano a casa del que hacía las comisiones. No le dijo: "Vete", sino: "¿Quieres ir?" Igualmente el hermano no respondió: "Voy", sino: "Haré lo que quieras". Porque temía a la vez las ocasiones de caer y la desobediencia a su padre. Más tarde la necesidad al ser mayor, el anciano le dijo: "Vete. Ponte en camino". Y él no dijo: "Tengo confianza en que Dios te protegerá", sino: "Tengo confianza en que por las oraciones de mi padre te protegerá". Igualmente el hermano, en el momento de la tentación, no dijo: "¡Dios mío, ayúdame!", sino: "Oh Dios, por las oraciones de mi padre, líbrame". Así cada uno de ellos ponía su esperanza en las oraciones de su padre. Ved cómo unieron la humildad a la obediencia. De igual modo, como en el tiro de un carro, uno de los caballos no puede avanzar al otro, sino el carro se quiebra, así la humildad debe ir junto con la obediencia. Y ¿cómo se puede obtener esta gracia, sino, como he dicho, usando de violencia para quebrantar la voluntad y abandonándose, después de Dios, a su padre, sin dudar jamás, obrando todo como esos dos hermanos, con la plena seguridad de obedecer a Dios? Entonces se es digno de misericordia y de salvarse.
24. Se cuenta que un día san Basilio, visitando sus monasterios, preguntó a uno de los higu- menos: "¿Tienes a alguien que esté en el camino de la salvación?" ­"Gracias a tus oraciones, señor, respondió el abad, queremos todos salvarnos". Y el santo preguntó todavía: "¿Tienes a alguien que esté en el camino de la salvación?" Esta vez el abad comprendió, porque él era también un espiritual, y respondió: "Sí". ­ "Tráemelo", le dijo el santo. Llega el hermano y el santo le dice: "Dame con que lavarme". El hermano va y trae lo necesario. Una vez lavado, san Basilio tomó el agua a su vez y dijo al hermano: "Acepta, y lávate tú también". Sin discutir, el hermano recibió el agua derramada por el santo. Después de haberle probado así, san Basilio le dijo: "Cuando entre en el santuario, ven a recordarme que quiero imponerte las manos". El hermano obedeció sin discutir. Cuando vio a san Basilio en el santuario, vino a recordárselo. El obispo le impuso las manos y lo tomó consigo. En efecto, ¿quién merecería mejor que aquel bienaventurado hermano vivir con aquel santo hombre de Dios?
25. En cuanto a vosotros, no tenéis la experiencia de esta obediencia que no razona, y no conocéis tampoco el reposo que se encuentra en ella. Pregunté un día al anciano abad Juan, discípulo del abad Barsanufo: "Maestro, la Escritura dice que es por muchas tribulaciones como nos es preciso entrar en el Reino de los cielos. Ahora bien, constato que yo no tengo ni la más mínima tribulación. ¿Qué debo hacer para no perder mi alma?" Porque yo no tenía tribulación alguna, ni ninguna preocupación. Si tenía un pensamiento, tomaba mi pizarra y escribía al anciano, ­de hecho, yo le preguntaba por escrito, antes de estar a su servicio­, y yo no había terminado de escribir que sentía ya alivio y provecho. Ésa era mi despreocupación y mi reposo. Con todo, como yo ignoraba el poder de la virtud y oía decir que es por muchas tribulaciones como se entra en el Reino de los cielos, me inquietaba por no tener prueba alguna. Cuando comuniqué mi temor al anciano, me declaró: "No te preocupes: a ti, eso no te concierne. Los que se entregan a la obediencia de los Padres, poseen esa despreocupación y ese reposo".

II. SOBRE LA HUMILDAD
26. "Ante todo, dijo un anciano, tenemos necesidad de la humildad, y debemos estar prontos a decir: ¡Perdón! por toda palabra que oímos, ya que es por la humildad como son aniquilados todos los maleficios de nuestro enemigo y antagonista". Tratemos de ver cuál es el sentido de esta palabra del anciano. ¿Por qué dijo: "Ante todo, tenemos necesidad de la humildad", y no más bien: "Ante todo tenemos necesidad de la templanza"? En realidad el Apóstol dijo: "El luchador se priva de todo" (1 Co 9,25). O, ¿por qué el anciano no dijo: "Ante todo tenemos necesidad del temor de Dios", ya que afirma la Escritura que "el comienzo de la sabiduría es el temor del Señor" (Sal 110,10), y que se aparte del mal por el temor del Señor" (Pr 15,27)? ¿Por qué tampoco: "Ante todo, tenemos necesidad de la limosna o de la fe"? De hecho está escrito: "Por las limosnas y la fe los pecados son perdonados" (Pr 15,27). El Apóstol dice también que "sin la fe es imposible agradar a Dios" (Hb 11,6). Y si "es imposible agradar sin la fe", "si por las limosnas y la fe los pecados son perdonados", si "por el temor del Señor el hombre se aparta del mal", si "el temor del Señor es el comienzo de la sabiduría", si, en fin, "el luchador se priva de todo", ¿por qué el anciano dijo: "Ante todo, tenemos necesidad de la humildad", dejando de lado todo lo demás, que es necesario? Es que él quiere enseñarnos que ni el temor de Dios, ni la limosna, ni la fe, ni la templanza, ni ninguna otra virtud puede existir sin la humildad. Por esa razón dijo: "Ante todo, tenemos necesidad de la humildad, y debemos estar dispuestos a decir: ¡Perdón! por toda palabra que oímos, pues es por la humildad que son destruidos todos los maleficios de nuestro enemigo y antagonista".
27. Considerad, hermanos, cuál es el poder de la humildad. Ved la eficacia de decir: "¡Perdón!" Pero, ¿por qué se le llama al diablo no solamente "enemigo", sino también "antagonista"? Se le llama "enemigo" por razón de su odio insidioso contra el hombre y contra el bien; "antagonista" porque se esfuerza por obstaculizar toda obra buena. ¿Alguien quiere orar? Él se opone y pone obstáculos con malos pensamientos, con distracciones obsesionantes, con la acedía. ¿Otro quiere dar limosna? Lo detiene con la avaricia, con la tacañería. ¿Otro quiere velar? Se lo impide con la pereza, con el descuido. Brevemente, se opone a todo bien que emprendemos. Por eso se le llama no sólo "enemigo", sino también "antagonista". Así "por la humildad son destruidos todos los maleficios de nuestro enemigo y antagonista".
28. La humildad es verdaderamente grande. Todos los santos avanzaron por ese camino de la humildad y abreviaron los trayectos con las penas, según esta palabra: "Mira mis trabajos y mis penas y perdona todos mis pecados" (Sal 24,18). "Incluso sola, la humildad puede, como lo decía el abad Juan, introducirnos, aunque más lentamente". Humillémonos, pues, un poco, también nosotros, y nos salvaremos. Aunque no podamos, débiles como somos, realizar penosos trabajos, tratemos de humillarnos. Tengo confianza en la misericordia de Dios que lo poco que hagamos humildemente, nos valdrá a nosotros para estar entre los santos que han trabajado mucho en el servicio de Dios. Sí, somos débiles e incapaces de entregarnos a aquellos trabajos, pero ¿no podemos humillarnos?
29. Hermanos, ¡dichoso quien posee la humildad! Grande es la humildad. Designaba muy bien al que posee una verdadera humildad, el santo que decía: "La humildad no se irrita ni irrita a nadie". Esto parecería que no es exacto, porque la humildad se opone simplemente a la vana- gloria, de la que preserva al hombre. Ahora bien, uno se irrita a propósito de las riquezas y a propósito de los alimentos. ¿Cómo puede decirse entonces que "la humildad no se irrita ni irrita a nadie"? Es porque la humildad es grande, como dijimos. Es tan poderosa que atrae la gracia de Dios al alma, y la gracia de Dios, una vez presente, protege al alma contra esas dos graves pasiones. ¿Qué hay más grave que irritarse uno mismo e irritar al prójimo? Envagro lo decía: "No conviene en manera alguna que el monje se encolerice". Sí, en verdad, si el que se irrita no se defiende inmediatamente con la humildad, resbala poco a poco a un estado diabólico, perturbando a los demás y perturbándose él mismo. Por esto el anciano dijo: "La humildad no se irrita ni irrita a nadie".
30. Pero, ¿qué he dicho? ¿Es solamente de esas dos pasiones de las que nos protege la humildad? Más bien nos protege de toda pasión, de toda tentación. Cuando san Antonio contempló todos los tropiezos tendidos por el diablo, preguntó a Dios con gemidos: "¿Quién los superará?" Y Dios le respondió: "La humildad los superará". Y ¿qué otra palabra añadió Dios? "Y ellos no tendrán fuerza contra la humildad". ¿Veis, hermanos respetables, el poder, veis la gracia de una virtud? En realidad, nada es más poderoso que la humildad, nada le es superior. Si al humilde le acontece algo desagradable, inmediatamente se echa a sí mismo la culpa, al punto cree que lo ha merecido, y no consiente que se haga reproche a nadie más, ni que se le eche a otro la culpa. Él soporta sencillamente, sin turbarse, sin angustiarse, con toda tranquilidad. Por eso "la humildad no se irrita ni irrita a nadie". Con razón el santo dijo: "Ante todo, tenemos necesidad de la humildad".
31. Hay dos especies de humildad, como hay dos especies de orgullo. El primer tipo de orgullo consiste en despreciar a su hermano, no hacer caso alguno de él, como si no existiese, y a creerse superior a él. Si no se presta atención inmediatamente con una seria vigilancia, se llega poco a poco a la segunda clase que consiste en elevarse contra el mismo Dios, y a atribuirse a sí mismo las buenas obras y no a Dios. De hecho, hermanos míos, conocí a alguien que había caído en un estado lastimoso. Al comienzo, cuando un hermano le hablaba, lo despreciaba diciendo: "¿Quién es éste? En el mundo no hay más que Zósimo y sus discípulos". Luego, comenzó también a despreciar a éstos y a decir: "No hay más que Macario"; y un poco más tarde: "¿Quién es Macario? No hay más que Basilio y Gregorio". Pero pronto los despreció también a ellos: "¿Quién es Basilio? ¿Quién es Gregorio?, decía. No hay más que Pedro y Pablo". ­"Ciertamente hermano, le dije, despreciarás también a Pedro y Pablo". Y, creedme, poco más tarde comenzó a decir: "¿Quiénes son Pedro y Pablo? No hay más que la Santa Trinidad". Finalmente se levantó contra Dios mismo, y fue su ruina. Por eso, hermanos míos, debemos luchar contra la primera especie de orgullo para no caer poco a poco en el orgullo completo.
32. Hay también un orgullo mundano y un orgullo monástico. El orgullo mundano consiste en elevarse frente a su hermano porque se es rico, más hermoso, mejor vestido o más noble que él. Cuando nos damos cuenta de que nos glorificamos de esas cosas o de que nuestro monasterio es más grande, más rico o más numeroso, pensemos que nos hallamos todavía en el orgullo mundano. Lo mismo cuando se saca vanidad de las cualidades naturales: por ejemplo, uno se glorifica de tener una voz hermosa o de salmodiar bien, o de ser hábil, de trabajar o servir correctamente. Estos motivos son más elevados que los primeros; sin embargo, eso es todavía orgullo mundano. El orgullo monástico consiste en gloriarse de las vigilias, de los ayunos, de la piedad, de la observancia, del celo, o incluso de humillarse por vanagloria. Todo esto es orgullo monástico. Si tenemos necesariamente que enorgullecernos, conviene que nuestro orgullo se refiera al menos a las cosas monásticas y no a las mundanas. Hemos explicado cuál es la primera clase de orgullo y cuál la segunda; hemos definido igualmente el orgullo mundano y el orgullo monástico. Mostremos ahora cuales son las dos especies de humildad.
33. La primera consiste en tener a su hermano por más inteligente que a sí mismo y superior en todo; es, en suma, como decía un santo: "Ponerse debajo de todos". La segunda especie de humildad es atribuir a Dios las buenas obras. Ésa es la perfecta humildad de los santos. Nace naturalmente en el alma de la práctica de los mandamientos. Mirad los árboles cargados con abundancia de frutos: esos frutos hacen doblarse y bajarse las ramas. En cambio la rama que no tiene fruto, se levanta en el aire y se alza derecha. Hay algunos árboles cuyas ramas no llevan fruto y se elevan hacia el cielo. Pero si se les suspende una piedra para hacerlas bajar, entonces producen fruto. Así sucede con el alma: cuando se humilla, da fruto, y cuanto más fruto da, más se humilla. Los santos cuanto más se acercan a Dios, más pecadores se consideran.
34. Me acuerdo de que hablábamos un día de la humildad, y un notable de Gaza al oírnos decir que cuanto más uno se aproxima de Dios, se considera más pecador, estaba extrañado: "¿Cómo es eso posible?", decía. No lo comprendía y deseaba una explicación: ­Señor notable, le pregunté, dígame, ¿qué piensa Ud. ser en su ciudad? ­ Un gran personaje, me respondió, el principal de la ciudad. ­Si Ud. fuese a Cesarea, ¿por quién se consideraría allí? ­Inferior a los grandes de aquella ciudad. ­Y ¿si fuese a Antioquia? ­Me consideraría como un pueblerino. ­Y a Constantinopla, ¿junto al Emperador? ­Como un miserable. ­Ahí lo tiene, le dije. Tales son los santos: cuanto más se acercan de Dios, más pecadores se consideran. Abrahán cuando vio al Señor se llamó «tierra y ceniza» (Gn 18,27). Isaías decía: «¡Miserable e impuro que yo soy!» Igualmente cuando Daniel estaba en la fosa de los leones y Habacuc llegó con la comida diciéndole: «Toma la comida que Dios te envía», ¿qué dijo Daniel?: «¡El Señor se acordó, pues, de mí!» ¿Veis qué humildad poseía en su corazón? Estaba en la fosa, en medio de los leones, éstos no le hacían daño alguno, y esto no sólo una primera vez, sino una segunda vez; sin embargo, después de todo ello, se admiraba y decía: "¡El Señor se acordó, pues, de mí!"
35. ¡Ved la humildad de los santos! ¡Ved las disposiciones de su corazón! Incluso enviados por Dios en auxilio de los hombres, rehusaban por humildad y rehuían los honores. Si se echa una toca sucia sobre un hombre vestido de seda, él trata de evitarlo para no ensuciar su ropa preciosa. Igualmente los santos revestidos de virtudes, huyen la vanagloria humana por miedo a ensuciarse. Al contrario, los que desean la gloria semejan al hombre desnudo que no cesa de buscar un harapo de tela o cualquier otra cosa para cubrir su indecencia. Así el que está desnudo de virtudes, busca la gloria de los hombres. Enviados por Dios en auxilio de los demás, los santos rehusaban por humildad. Moisés decía: "Os suplico: elegid otro que sea capaz; yo soy tartamudo y mi lengua es torpe". Y Jeremías: "Soy demasiado joven". Todos los santos en general adquirieron la humildad, como hemos dicho, por la práctica de los mandamientos. Cómo es o cómo nace en el alma, nadie puede expresarlo con palabras a quien no lo haya aprendido por experiencia; nadie podría aprender por las meras palabras.
36. Un día, el abad Zósimo hablaba de humildad y un filósofo que se encontraba presente, al oír sus enseñanzas, quiso saber su sentido preciso: "Dime, le preguntó, ¿cómo puedes creerte
pecador? ¿No sabes que eres santo, que posees virtudes? ¡No ves que practicas los mandamientos! ¿Cómo en estas condiciones puedes creer que eres un pecador?" El anciano no encontraba respuesta que darle, pero le dijo: "No sé cómo decírtelo, pero es así". El filósofo, con todo, le asediaba para obtener la explicación. Y el anciano, no hallando cómo exponérselo, comenzó a decir con su santa sencillez: "No me atormentes; yo sé bien que es así". Viendo que el anciano no sabía qué responder, le dije: "¿No es esto como la filosofía y la medicina? Cuando uno aprende bien estas artes y las practica, se adquiere poco a poco por el ejercicio mismo une suerte de costumbre de médico o de filósofo. Nadie podría decir ni lograría explicar cómo le vino esa costumbre. Poco a poco, como dije, e inconscientemente el alma la adquirió por el ejercicio de su arte. Lo mismo se puede pensar acerca de la humildad: de la práctica de los mandamientos nace una disposición para la humildad, que no puede explicarse con palabras". A estas palabras el abad Zósimo se llenó de alegría y me abrazó al punto, diciéndome: "Has encontrado la explicación. Es exacto lo que dices". En cuanto al filósofo, quedó satisfecho y admitió también el razonamiento.
37. Ciertas palabras de los ancianos nos hacen entrever esa humildad, pero la disposición psíquica nadie lograría decir cuál es. Cuando el abad Agatón estuvo próximo a morir, los hermanos le dijeron: "Padre, ¿también tú temes?" Él respondió: "Sin duda, hice lo posible por guardar los mandamientos, pero soy un hombre; ¿cómo podría saber si mis obras han agradado a Dios? Porque es diferente el juicio de Dios y el de los hombres." Ved, este anciano nos abrió los ojos para entrever la humildad y nos indicó un camino para alcanzarla. Pero, cómo es o cómo nace en el alma, según lo he dicho frecuentemente, nadie lograría decirlo; y tampoco se puede saber por un razonamiento, si el alma no mereció aprenderlo por sus obras. Los Padres han hablado de lo que la obtiene. En el Geronticón se cuenta que un hermano preguntó a un anciano: "¿Qué es la humildad?" El anciano respondió: "La humildad es una obra grande y divina. El camino de la humildad, son los trabajos corporales realizados a conciencia, el mantenerse debajo de todos y orar a Dios sin cesar". Ése es el camino de la humildad, pero la humildad ella misma es divina e incomprensible.
38. ¿Por qué se dijo que los trabajos corporales llevan al alma a la humildad? ¿Cómo los trabajos corporales son virtud del alma? Mantenerse debajo de todos, como hemos dicho antes, se opone a la primera especie de orgullo. El que se pone por debajo de todos, ¿cómo podría creerse más grande que su hermano, elevarse en algo, censurar o despreciar a alguien? Igualmente, en cuanto a la oración continua, es evidente también que se opone a la segunda especie de orgullo. Es manifiesto que el hombre humilde y piadoso, sabiendo que en su alma no puede haber nada bueno sin el auxilio y la protección de Dios, no cesa jamás de invocarle para obtener su misericordia. Quien ora a Dios sin cesar, en cualquier obra que pueda realizar, él conoce su origen, y no puede concebir orgullo ni atribuirla a sus propias fuerzas. Es a Dios a quien él atribuye toda obra buena y no cesa de darle gracias y de invocarlo, temiendo que la pérdida de uno de sus auxilios no deje aparecer su debilidad y su impotencia. Así la humildad le hace orar y la oración lo hace humilde. Y cuanto más bien hace, tanto más se humilla; y cuanto más se humilla, tantos más auxilios recibe y progresa gracias a su humildad.
39. ¿Por qué se dijo, pues, que los trabajos corporales obtienen la humildad? ¿Qué influencia puede tener el trabajo del cuerpo en una disposición del alma? Voy a decíroslo. Cuando el alma se apartó del precepto para caer en pecado, se entregó, por desdicha, como dice san Gregorio, a la concupiscencia y al libertinaje del error. Se recreó en los bienes corporales y, en cierta manera, se hizo como una sola cosa con el cuerpo, viniendo a ser enteramente carne, según la expresión: "Mi espíritu no permanecerá en estos hombres porque son carne". Así la desgraciada alma sufre con el cuerpo, es afectada ella misma por todo lo que él hace. Por eso el anciano dice que incluso el trabajo corporal conduce a la humildad. De hecho, las disposiciones del alma no son las mismas en el sano que en el enfermo, en el hambriento que en el harto. Tampoco son las mismas en el que está montado a caballo que en el que monta un asno, en quien está sentado en un trono que en el que se sienta por tierra, en quien lleva lujosos vestidos que en quien viste miserablemente. Por tanto, el trabajo humilla el cuerpo y, cuando el cuerpo es humillado, el alma también lo es con él, de manera que el anciano tenía razón al decir que incluso el trabajo corporal lleva a la humildad. Por eso cuando Envagro fue tentado de blasfemia, no ignorando en su sabiduría que la blasfemia viene del orgullo y que la humillación del cuerpo produce la humildad en el alma, pasó cuarenta días sin entrar bajo un techo, de modo que su cuerpo, según dice el que lo narra, producía parásitos, como las bestias salvajes. Esta penalidad no era por la blasfemia, sino por la humildad. El anciano, pues, hizo bien en decir que los trabajos corporales conducen también a la humildad. Que el buen Dios nos conceda la gracia de la humildad que libra al hombre de grandes males y le protege de grandes tentaciones.

III. SOBRE LA CONCIENCIA
40. Cuando Dios creó al hombre depositó en él un germen divino, una suerte de facultad más viva y luminosa como una centella, para esclarecer el espíritu y hacerle discernir el bien y el mal. Es lo que se llama conciencia: la ley natural. Según los Padres, está representada por los pozos que excavó Jacob y que colmaron los filisteos. Conformándose a la ley de la conciencia, los Patriarcas y todos los santos de antes de la ley escrita agradaron a Dios. Pero, habiéndola sepultado progresivamente los hombres y habiéndola pisoteado con sus pecados, nos fue precisa la ley escrita, nos fueron necesarios los profetas, nos fue menester la venida de nuestro Señor Jesucristo por sacarla a relucir y despertarla, para reanimar con la práctica de sus santos mandamientos la centella enterrada. Desde entonces, está en nuestro poder o bien enterrarla de nuevo, o bien dejar que brille y nos ilumine, si le obedecemos. Si nuestra conciencia nos manda hacer tal cosa y nosotros la despreciamos, si nos habla de nuevo y no hacemos lo que ella nos dice, persistiendo en pisotearla, terminaremos por enterrarla, y el Como una lámpara cuya claridad está oscurecida por las impurezas, comienza a hacernos ver las cosas más confusamente, por así decir más oscuramente; y como en un agua cenagosa nadie puede reconocer su rostro, llegamos progresivamente a no percibir la voz de nuestra conciencia, hasta el punto de creer casi que no la tenemos. Con todo, nadie está privado de ella, porque, como lo hemos dicho ya, es algo divino que no muere nunca; nos recuerda sin cesar nuestro deber, y somos nosotros que no la escuchamos, según lo dicho, por haberla menospreciado y pisoteado.
41. El profeta llora sobre Efraín, diciendo: "Efraín oprimió a su adversario y pisoteó el juicio" (Os 10,11). Llama "adversario" a la conciencia. De ahí que se dice en el Evangelio: "Métete pronto de acuerdo con tu adversario, mientras que vas de camino con él, por miedo a que te entregue al juez, el juez a los guardias y éstos te echen en prisión. En verdad te digo que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último céntimo". ¿Por qué llamar "adversario" a la
conciencia? Porque se opone constantemente a nuestra mala voluntad; nos censura si no hacemos lo que debemos hacer, e igualmente nos acusa si hacemos lo que no debemos hacer. Por eso se la llama "adversario" y se nos da este consejo: "Métete de acuerdo pronto con tu adversario, mientras vas de camino con él". El camino, como explica san Basilio, es el mundo presente.
42. Esforcémonos, pues, hermanos, por guardar nuestra conciencia mientras estamos en este mundo, tratando de no incurrir en su censura, sea lo que sea, y de no pisotearla nunca en lo más mínimo. Ya que sabéis que de las pequeñas cosas, a las que no se da importancia, se llega a despreciar también las grandes. Se comienza por decir: "¿Qué importa si digo esta palabra? ¿Qué importa si como este bocado? ¿Qué importa si me ocupo de este asunto? A fuerza de decir: qué importa esto, qué importa lo otro, se contrae un cáncer maligno e irritante: uno comienza a despreciar incluso las cosas importantes y más graves, a pisotear su conciencia, y finalmente se corre el peligro de caer, escalón tras escalón, en una total insensibilidad. Vigilad, hermanos, para no ser negligentes en las cosas pequeñas, vigilad y no las despreciéis como insignificantes. No son pequeñas, son un cáncer, una mala costumbre. estemos vigilantes, estemos atentos a las cosas ligeras, mientras son ligeras, para que no lleguen a ser graves. Virtud y pecado comienzan por cosas pequeñas, pero conducen a las grandes, buenas o malas. Por eso el Señor nos exhorta a guardar nuestra conciencia bajo la forma de una advertencia dirigida a alguien en particular: Mira lo que haces, desgraciado. ¡Atención! "Métete de acuerdo pronto con tu adversario, mientras que vas de camino con él". Luego añade, para mostrar el carácter temible y peligroso de la situación: "Por miedo a que te entregue al juez, y el juez a los guardias, y éstos te metan en prisión". Y ¿luego?: "En verdad te digo que no saldrás de ella hasta que hayas pagado el último céntimo". Como dije, es la conciencia la que nos instruye sobre el bien y el mal con sus reproches y nos muestra lo que hay que hacer o no hacer. Es ella también quien nos acusará en el siglo futuro. Por eso el Señor dice: "Por miedo a que te entregue al juez..." y lo que sigue.
43. Guardar la conciencia presenta una gran diversidad de aplicaciones. Se debe guardar respecto a Dios, respecto al prójimo, respecto a las cosas materiales. Respecto a Dios, teniendo cuidado en no menospreciar sus mandamientos, incluso en las cosas que no pueden ver los hombres y de las que ninguno de entre ellos pedirá cuentas. Guarda su conciencia para con Dios en lo secreto el que, por ejemplo, procura no ser negligente en la oración, el que es vigilante cuando surge en el corazón un pensamiento apasionado y no se detiene en él ni lo consiente; el que evita sospechar y juzgar al prójimo por las apariencias, cuando le ve decir o hacer algo; en unapalabra, todo lo que se pasa en secreto y que nadie conoce más que Dios y nuestra conciencia, debe ser objeto de nuestra vigilancia. Tal es la conciencia respecto a Dios.
44. La conciencia respecto al prójimo consiste en no hacer absolutamente nada que pueda molestarle o herirle, sea una acción, una palabra, una actitud o una mirada. Porque hay actitudes que hieren al prójimo, os lo repito con frecuencia; una mirada también puede herirle. Brevemente, todas las veces que uno se da cuenta de que trata de molestar al prójimo, su propia conciencia se mancha, ya que ve bien que tiene intención de dañar o afligir. Hay que procurar no obrar de esa manera. Y eso es guardar su conciencia respecto al prójimo.
45. En fin, guardar su conciencia respecto a las cosas materiales, es evitar hacer malo lo bueno, no dejar que se pierda o se descuide nada, no ser negligente en recoger y poner en su lugar un objeto que está fuera de su sitio, por pequeño que sea, evitar también el estropear la ropa. Por ejemplo, uno podría llevar todavía su vestido una o dos semanas, y sin esperar ese plazo se apresura a ir a lavarlo y batirlo. Cuando debería servirle cinco meses o incluso más, lo gasta a fuerza de lavados y lo hace inutilizable. Eso es obrar contra su conciencia. Igualmente en cuanto al lecho. Uno podría contentarse con frecuencia con una simple almohada y desea un gran colchón. Uno tiene una manta de pelo y quiere cambiarla por otra, nueva o más bonita, por frivolidad o porque le disgusta la que tiene. Uno podría contentarse con un manto hecho de varias piezas, y reclama uno de lana, y tal vez se disgustará si no lo recibe. Además, si fija sus ojos en su hermano y comienza a decir: "¿Por qué él tiene aquello y yo no? ¡Qué dichoso es él!". ¡He ahí qué gran progreso! O bien todavía, uno extiende la túnica o la manta al sol y se descuida de cocerla de nuevo y la deja estropearse. Esto es también obrar contra la conciencia. Lo mismo en cuanto a los alimentos. Se podría uno contentar con un poco de legumbres verdes o secas, o con algunas aceitunas. Y en lugar de contentarse con eso, busca otro manjar más agradable o más costoso. Todo esto es contra la conciencia.
46. Ahora bien, los Padres dicen que el monje no debe nunca dejar que su conciencia le atormente, por nada. Por tanto, hermanos, tenemos que permanecer siempre vigilantes y evitar todas las faltas para no ponernos en peligro. Como hemos dicho, el Señor nos previno. Que Dios nos conceda entender y guardar esto, para que los dichos de nuestros Padres no vengan a ser para nosotros un motivo de condenación.

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