viernes, 20 de abril de 2012

los papas - 22

Gregorio XII (30 noviembre 1406 - 4 julio 1415)
Primer acuerdo.
De nuevo los procuradores de Benedicto XIII trataron de convencer a los cardenales para que no procedieran a una nueva elección. Éstos, antes de entrar en el cónclave, juraron abdicar si éste era el medio para acabar con el cisma. El electo, Angelo Correr, veneciano que tomó el nombre de Gregorio XII, confirmó solemnemente este juramento la misma noche del escrutinio y así lo explicó en cartas a príncipes y reyes, despertando grandes esperanzas. Contaba más de 70 años y había sido patriarca de Constantinopla, cardenal presbítero de San Marcos, secretario del papa. Su juramento, que finalmente cumpliría, implicaba una condición previa y era la renuncia de Benedicto XIII. Esto mismo estaba exigiendo en Marsella el infatigable Simón Cramaud: que don Pedro de Luna publicara una bula comprometiéndose a abdicar en iguales circunstancias y prohibiendo a sus cardenales elegir después de su muerte, para lo cual deberían invitar a los de la obediencia romana a reunirse con ellos. El 12 de diciembre Gregorio escribió a Benedicto: tenían que devolver la paz a la Iglesia. A esto respondió don Pedro que se trataba de algo que ellos mismos debían acordar en una entrevista directa. Las muestras de consideración y respeto que mutuamente se dispensaron, inducen a los historiadores a creer que ya existían secretos contactos que desconocemos. Resultado de las mismas fue el acuerdo de Marsella (21 de abril de 1407): la reunión se celebraría en Savona, ciudad protegida por Francia y guarnecida por Boucicaut, acudiendo ambos a ella con sus cardenales y un séquito rigurosamente equilibrado. Para mayor garantía, el casco urbano se dividiría en dos. Se fijaron dos fechas, 29 de octubre y 1 de noviembre del mismo año. Pronto los parientes del papa y Ladislao de Nápoles, que temían sufrir perjuicios, trabajaron para impedir la reunión. Los primeros pedían garantías sobre los beneficios que estaban recibiendo y el rey reclamaba como una de las condiciones previas su propio reconocimiento, puesto que al lado de Benedicto estaba Luis de Anjou. Comenzaron las vacilaciones de Gregorio cuando temió que hubiera tras ello una celada para capturarle: puso primero inconvenientes al viaje por tierra, poco seguro, y después a la navegación; finalmente salió de Roma a finales de agosto sin tiempo material para hallarse en Savona en la fecha precisa. Llegó a Siena el 4 de septiembre y permaneció allí hasta enero de 1408; entonces recibió la noticia de que, en su ausencia, Ladislao había atacado Roma hasta tomarla. En su desesperación los romanos pidieron auxilio a Benedicto XIII, que envió algunas naves, aunque llegaron demasiado tarde. Una eventual ocupación de Roma por los benedictistas hubiera sido para Gregorio el final. Además, Ladislao anunció que si la entrevista se celebraba, él estaría presente. Benedicto, que mostraba un decidido interés por el encuentro, había llegado a Savona el 24 de septiembre de 1407. Daba sensación de poder. Mientras se negociaban nuevos plazos y nuevos lugares, avanzó hasta Portoveneris (3 enero 1408). Gregorio continuó hasta Lucca (28 de enero). Aunque las negociaciones continuaban, se abría paso el convencimiento de que la entrevista nunca llegaría a celebrarse. Una gran decepción se extendió. Asesinado el duque de Orléans (23 de noviembre de 1407), gobernaba ahora en nombre de Carlos VI el duque de Borgofia, que no era nada favorable a Benedicto: el Consejo Real anunció que si antes del 24 de mayo los dos papas no daban la unidad a la Iglesia, Francia se declararía neutral. La amenaza se cumplió coabsoluta precisión el 28 de mayo. Cuando Gregorio, en esta misma fecha, buscando reforzarse, promovió cuatro nuevos cardenales, el colegio se rebeló, trasladándose a Pisa, desde donde escribió a reyes y príncipes señalando que no quedaba otro recurso que la convocatoria del concilio universal. A Pisa acudieron también cuatro cardenales de la obediencia de Benedicto que le habían abandonado. Entre todos tomaron la decisión de convocar un concilio que se reuniría en aquella misma ciudad el próximo mes de marzo de 1409. Esta convocatoria, en que se afirmaba la tesis de que, vacante el pontificado, a los cardenales compete la iniciativa, fue distribuida ya a todas las Iglesias en el mes de julio de 1408. En este momento fracasó, al parecer, un intento de Simón Cramaud para apoderarse de la persona de don Pedro de Luna.
El concilio fallido.
Comenzaban a tocarse las consecuencias de tan prolongado cisma: el pontificado había perdido no sólo su poder, sino también el prestigio de que se viera rodeado en los dos últimos siglos. Surgían dos doctrinas, conciliarismo y regalismo. La primera sostenía abiertamente que el concilio, como expresión de toda la Iglesia, es superior al papa, a quien puede incluso juzgar, y se hace titular de la plenitudo potestatis, no siendo por tanto necesario que un papa lo convoque y presida. Se añadía que aunque en circunstancias normales al pontífice corresponde cursar la convocatoria, en otras excepcionales como aquélla podría hacerlo el colegio de cardenales o incluso los soberanos temporales. El regalismo colocaba la potestad regia (poderío real absoluto) por encima de la del propio papa. El principio del praemunire, que exigía la autorización real para las relaciones con Roma, se consolidó en Inglaterra y comenzó a aplicarse en Francia. El 16 de junio de 1408, tras haber convocado un concilio a celebrar en Perpignan, Benedicto XIII abandonó Portoveneris; le acompañaban solamente cuatro cardenales. Buscó refugio en tierra catalana, donde en los años inmediatamente siguientes la muerte de su gran amigo Martín I le daría la oportunidad de influir sobre el Compromiso de Caspe y la elección de Fernando el de Antequera (1412-1416) como rey. Por esta vía calculaba disponer de una plataforma inconmovible en la península. Gregorio XII, vuelto a Siena, también convocó un concilio de su obediencia en Cividale. La situación se complicaba: eran tres concilios los convocados. Muy pocas personas concurrieron a Cividale, que fue suspendido sin que se tomara resolución alguna. El de Perpignan tuvo una mayor importancia y volumen. Se examinó y aprobó un largo informe de Benedicto XIII acerca de las gestiones que había hecho y continuaba haciendo para concluir el cisma por la via iustitiae. Sus sesiones se interrumpieron, sin acto de clausura, el 26 de marzo de 1409, después de tomarse el acuerdo de enviar una delegación a Pisa. Francia, Navarra, Milán e Inglaterra se sumaron oficialmente al Concilio de Pisa, que se inauguró el 15 de marzo de 1409 mediante una solemne ceremonia en su catedral. Aunque la Dieta del Imperio, reunida en Frankfurt, aprobó la doctrina del concilio, los príncipes y ciudades se dividieron de modo que no se produjo una comparecencia conjunta de la nación alemana. La concurrencia fue, sin embargo, muy grande: 24 cardenales, cuatro patriarcas, 160 arzobispos, obispos y abades presentes en persona y otros 3.000 representados por procuradores. La ausencia de España, que se mostraba como un bloque en torno a Benedicto XIII, auguraba también el fracaso. Comenzó presidiendo el cardenal más antiguo, Guido de Malesset, pero muy pronto Simón Cramaud se hizo dueño de la situación pasando a dirigir las sesiones con ayuda de otros dos patriarcas. Por vez primera un concilio se presentaba a sí mismo como suma de seis corporaciones: el colegio de los cardenales y las naciones alemana, francesa, inglesa, italiana y provenzal. En la primera sesión el arzobispo de Milán, Pedro Philarghi, sostuvo la tesis de que los cardenales tenían derecho a convocar el concilio (26 de marzo), pero ya el 15 de abril los alemanes replicaron que sólo Gregorio XII tenía derecho y que si se le negaba legitimidad también los cardenales designados por él y sus antecesores la perdían. Carlos Malatesta, que intervino en nombre de Gregorio, dijo que si el concilio se trasladaba a una ciudad que no estuviese bajo el dominio de Florencia, acudiría allí depositando la abdicación en sus manos.
El cisma tricéfalo.
Se nombraron el 4 de mayo las comisiones encargadas de juzgar a ambos papas. De ello protestaron Roberto de Nápoles y Bonifacio Ferrer, que estaba al frente de una embajada española que fue maltratada después por el concilio y cuyos miembros tuvieron que abandonar Pisa perseguidos por el populacho. Los miembros de dicha comisión eran dos cardenales y dieciséis representantes de las naciones (cuatro alemanes, cinco franceses, un inglés, cinco italianos y un provenzal). Se recogieron 62 testimonios, algunos de ellos presentados únicamente por escrito y, en medio de acusaciones fantásticas que no podían faltar, apareció clara la culpabilidad: negándose a abdicar, ambos papas impedían que volviera la paz a la Iglesia. En consecuencia, el 5 de junio de 1409 se leyó la sentencia: se les declaraba depuestos por cisma, herejía contra el concilio y perjurio al no cumplir el voto de abdicar. Vacante la sede se procedió a una nueva elección: como medida cautelar se dispuso que el electo debía reunir dos tercios de los votos en ambas obediencias. El 26 de junio Pedro Philarghi sería designado por unanimidad. Tomó el nombre de Alejandro V. Nacido en Creta, súbdito veneciano, de humilde familia, era un franciscano formado en Padua, Norwich y Oxford. Había viajado mucho. Profesor de Sentencias de Pedro Lombardo, era, desde 1381, doctor por la Universidad de París. De aquí pasó a Pavía, y contando con la protección de los Visconti fue obispo de Piacenza, Vincenza, Novara y, desde 1402, arzobispo de Milán. Inocencio VII le elevó al cardenalato, encomendándole la legación en Lombardía. Fue de los primeros en abandonar a Gregorio XII para sumarse a los rebeldes de Pisa. Su candidatura había sido sugerida por Baldassare Cossa que, precisamente, le sucedería. Defraudó las esperanzas que su recta vida personal habían hecho concebir: como primera medida confirmó todas las actuaciones de los cardenales y del concilio e hizo un reparto de prebendas entre parientes y amigos. El 7 de agosto el Concilio de Pisa cerró sus puertas anunciándose que antes de tres años volvería a reunirse para proceder a la reforma en la cabeza y en los miembros. Se creía que en este plazo los rivales de Alejandro V desaparecerían. Benedicto XIII, seguro de la obediencia española, pasó a Barcelona y luego a Valencia, desde donde formuló anatemas contra el concilio. Gregorio, confiando en el apoyo de Ladislao, se refugió en Gaeta: el rey de Nápoles controlaba gran parte de los Estados Pontificios. Para destruir este poder, Alejandro nombró a Luis II de Anjou gonfaloniero de la Iglesia, excomulgando a Ladislao y reconociendo los derechos angevinos sobre Nápoles. Aunque las tropas de Luis II y de Baldassare Cossa se apoderaron de Roma (12 de diciembre de 1409), Alejandro V no llegó a instalarse en ella. Fijó su residencia en Bolonia, donde falleció el 3 de mayo de 1410.
El primer Juan XXIII.
Por recomendación de Luis II los cardenales eligieron a Baldassare Cossa, que tomó el nombre de Juan XXIII. J. Blumenthal («Johann XXIII: seine Wahl und seine Personlichkeit», Zeitschrift für Kirchengeschichte, 21, 1901) ha recogido todas las noticias negativas que convierten a este antipapa en un verdadero monstruo de liviandad y de codicia. Es indudable que tales exageraciones no pueden ser admitidas como fidedignas. De hecho, era un soldado, con dotes políticas antes que hombre de Iglesia: se le había elevado al cardenalato del título de San Eustaquio en febrero de 1402 como consecuencia de tales cualidades, que fueron tenidas en cuenta en su elección como papa ya que era el único que podía conducir la guerra a buen fin. Su primera decisión consistió en enviar un mensaje a España para reclamar su sumisión. Cayó en el vacío. Francia, Inglaterra y partes sustanciales de Alemania e Italia le obedecían. Con ayuda de Luis II derrotó en Roccasecca a Ladislao, entrando en Roma once días más tarde (22 abril 1411). Pero la vuelta de Luis II a Francia permitió a Ladislao un cambio radical: abandonó a Gregorio XII, reconoció a Juan XXIII y se encargó de la protección de Roma. Gregorio se recluyó en Rímini al amparo de Carlos Malatesta y hasta el momento de su abdicación vivió reducido a la impotencia. La alianza entre el papa y Ladislao no podía durar: era un juego de intereses encontrados. Juan XXIII creó 14 cardenales y convocó un concilio que, con muy escasa asistencia, se celebró en Roma. La única decisión importante fue la condena pronunciada sobre los escritos de Wyclif (1 febrero 1413). Despejada la amenaza angevina, Ladislao volvió a sus pretensiones de dominio y en junio de este mismo año el pontífice tuvo que huir de Roma, de la que se apoderaron los napolitanos. Buscó refugio en la corte de Segismundo, rey de Romanos, que había llegado entre tanto al norte de Italia.
Constanza.
Elegido en 1411 para suceder a Roberto, Segismundo, que no alteró la línea de obediencia de su antecesor, mostró desde el primer instante su convencimiento de que el final del cisma sólo vendría cuando los tres sedicentes papas abdicasen, estando todas las naciones conformes. Gregorio no significaba ningún problema: varias veces había anunciado su intención de renunciar. Estando en Lodi, el rey de Romanos pidió a Juan XXIII que le enviara procuradores para tratar de la convocatoria de un concilio que fuese verdaderamente ecuménico: fueron los cardenales Chalant y Zabarella. El 20 de octubre de 1413 la Cancillería imperial pudo anunciar que dicho concilio abriría sus puertas en la ciudad de Constanza el 1 de noviembre del siguiente año. Juan XXIII firmó en efecto la bula de convocatoria (9 de diciembre). Segismundo dejó pasar algún tiempo antes de transmitir a Gregorio una invitación. La dificultad principal se hallaba en España donde, según se creía, Fernando I, rey de Aragón y regente al mismo tiempo de Castilla en nombre de Juan II (1407-1454), ofrecía apoyo absoluto a Benedicto. Entraba en los planes del soberano aragonés casar a su hijo Juan con la hermana heredera de Ladislao, Juana (1414-1435), que sucedió a éste precisamente en 1414. Si se unían Sicilia y Nápoles al benedictismo, podían convertirlo en opción peligrosa. Entre junio y septiembre de 1414, enviados del rey de Romanos se reunieron con los representantes del papa y con castellanos, aragoneses y franceses, en Morella, y llegaron a una conclusión: Benedicto no iba a renunciar en modo alguno, de modo que la esperanza se cifraba en una entrevista directa entre Segismundo y Fernando; una idea que el rey de Romanos aceptó. Juan XXIII llegó a Constanza el 28 de octubre de 1414, siendo recibido con los honores de un verdadero papa. Pudo entonces creer que el concilio era suyo y que su trabajo consistiría en lograr que los otros dos electos renunciasen. A la primera misa, ceremonia oficial de apertura (5 de noviembre), acudieron muy pocas personas; pero luego la asistencia creció. Cuando Segismundo se instaló en Constanza (24 de diciembre de 1414) se tuvo la sensación de que se empezaba a trabajar en serio. Aumentaron los asistentes. Al final estuvieron presentes 29 cardenales, tres patriarcas, 33 arbozispos, 150 obispos, más de cien abades, 300 doctores y 18.000 laicos de las más diversas procedencias. Nunca se había reunido en la Iglesia una asamblea tan numerosa. Juan XXIII, que comenzaba a temer, se colocó bajo la protección del duque Federico de Austria (1382-1439) y del margrave de Badén. Se dijo entonces que las tareas asignadas al concilio eran tres: liquidación del cisma, confirmación de la fe, reforma en la cabeza y en los miembros. Pedro de Ailly y Guillermo Fillastre desmontaron la maniobra de Juan XXIII, que presentaba a Constanza como simple continuación de Pisa, haciendo aprobar (7 de febrero 1415) un procedimiento que era enteramente nuevo: todo el mundo tendría voz y voto, expresándose éste a través de la nación correspondiente. Europa, la cristiandad, estaba formada por cinco naciones: italiana, alemana, francesa, española e inglesa. Los cardenales perdían su carácter de corporación e Italia se veía despojada de la primacía que hasta entonces tuviera: era apenas un voto entre cinco. Ante las protestas de los cardenales, la sesión XI (25 de mayo de 1415) permitió al colegio designar una comisión de seis miembros que podría deliberar con las naciones aunque sin reconocerle un voto independiente.
Conciliarismo.
Ausente la española, el concilio comenzó a marchar con cuatro naciones. Mientras se negociaba y deliberaba sobre el cisma, tenía lugar el proceso contra Juan de Hus (1369-1415) y sus colaboradores, que duraría hasta el 6 de julio de 1415: la sentencia condenatoria y ejecución del famoso reformador bohemio se produjeron estando la sede vacante. Fillastre y Pedro de Ailly defendieron con decisión la tesis de Segismundo: era imprescindible que los tres papas abdicasen. Se hizo circular entre los conciliares un libelo infame que presentaba a Juan XXIII bajo las más negras tintas que cabe imaginar. Atemorizado, el papa consultó con sus colaboradores la posibilidad de comparecer ante el concilio, hacer una abierta confesión y lograr de este modo una declaración absolutoria que despejara las calumnias; ellos la desaconsejaron dadas las circunstancias. Presionado, firmó el 16 de febrero de 1415 una fórmula de abdicación condicionada a que sus rivales lo hicieran también, pero el concilio la rechazó, por falta de claridad, y le propuso un texto que, mediante presiones, tuvo que aceptar el 1 de marzo. Entonces el concilio le aplaudió y Segismundo, en signo de reconocimiento, se arrodilló para besar su zapato. Pero en la noche del 20 al 21 de marzo, disfrazado, Baldassare huyó de Constanza y alcanzó Schaffhausen, desde donde se dirigió a Friburgo de Brisgovia para ponerse bajo el amparo del duque de Austria. Fue un momento de gran confusión, porque el concilio perdía su cabeza. Segismundo llamó a los representantes de las naciones para explicar la situación, y ellos decidieron seguir adelante. En la tarde del Viernes Santo, 29 de marzo de 1415, en el convento de los franciscanos, tres de las cuatro naciones presentes, alemana, francesa e inglesa, acordaron defender la doctrina de la superioridad del concilio sobre el papa. Juan Gerson sostuvo la tesis de que todo el mundo, incluidos los pontífices, se encuentran obligados a obedecer al concilio, que cuenta con la asistencia del Espíritu Santo. Esto era ya conciliarismo. Los cardenales y la nación italiana estaban dispuestos a oponerse a él. Segismundo intervino para lograr una suavización en las expresiones que evitara una ruptura. Se dio a conocer, sin embargo, que algunos cardenales y miembros de la curia se estaban reuniendo con Baldassare Cossa para restablecer su obediencia y estallaron tumultos. En la sesión del 6 de abril fue aprobado un decreto --los cinco Artículos de Constanza—que rompía con las Decretales y toda la tradición de la Iglesia, declarando que el concilio era superior al papa. Juan XXIII se había alejado todavía más refugiándose en el castillo de Breisach, que pertenecía a Federico de Austria; aquí le visitaron Zabarella y una comisión de cardenales que le conminaban a regresar para responder a las acusaciones que se habían presentado. Federico se comprometió con los conciliares a entregar a quien consideraba únicamente como un rehén. El 28 de mayo se pronunció la sentencia de deposición e inmediatamente el duque dispuso que se le trasladara en calidad de prisionero a Gottlieben. Años más tarde, tras la conclusión del concilio, Cossa recobraría la libertad, pero entregando como rescate toda su fortuna, 30.000 florines de oro. Fue a Roma, pidió perdón a Martín V y se le reintegró en el colegio hasta su muerte en 1419. Desde enero de 1415 se encontraban en Constanza representantes de Gregorio XII, a los que se trató bastante mal. Ellos habían comunicado la decisión de su señor de abdicar si los otros lo hacían y siempre que Cossa no presidiera el concilio. Tras la destitución de Juan XXIII, Carlos Malatesta confirmó este propósito. A fin de dar una mayor legitimidad a los actos, Juan Dominici presentó el 4 de julio una bula firmada por Gregorio convocando el concilio. A continuación Malatesta leyó el acta de abdicación. El que ahora era ya de nuevo Angelo Corario fue nombrado decano del colegio de cardenales, obispo de Porto y legado perpetuo en la marca de Ancona. Moriría en Recanate el 18 de octubre de 1417.
Interregno (4 julio 1415 - 11 noviembre 1417)
Entre el 4 de julio de 1415 y el 11 de noviembre de 1417 se produjo en la Iglesia un interregno muy singular: por vez primera la Iglesia estaba, sede vacante, gobernada por un concilio y no por el colegio de cardenales. Segismundo seguía firme en la idea de que no debía procederse a una nueva elección mientras no hubiera sido eliminado el tercero de los sedicentes papas, Benedicto XIII. Embajadores de este último y de los reyes españoles habían insistido en Constanza el 4 de marzo de 1415 en la idea de una entrevista con Fernando y con don Pedro de Luna, señalando la ciudad de Narbona. El rey de Romanos aceptó y emprendió el viaje en el mes de julio del mismo año. La enfermedad que padecía Fernando I fue causa de que la entrevista tuviera que celebrarse en Perpignan, tierra catalana, a partir del 17 de septiembre. Los españoles comenzaron defendiendo la via iustitiae, es decir, aquella información que debía permitir averiguar quién de los electos era legítimo papa. Benedicto propuso dos fórmulas: que se repitiese la elección de 1378 con los cardenales supervivientes de aquel cónclave --es decir, únicamente él--, prometiendo que en modo alguno se votaría a sí mismo; o que se estableciese una negociación con árbitros entre sus procuradores y los del concilio. No hubo modo de inducirle a abdicar. Al final, Fernando optó por retirarle su obediencia, firmando con Segismundo un convenio (13 de diciembre de 1415) que implicaba la incorporación al concilio de Aragón, Castilla, Navarra, Escocia y Armagnac. Ésta fue la decisión que san Vicente Ferrer comunicó a Benedicto el 6 de enero de1416. Hubo fuertes retrasos en la constitución de la nación española. Los procuradores de Portugal y Aragón fueron admitidos el 15 de octubre en 1416 y los de Navarra el 24 de diciembre del mismo año. Pero los de Castilla no quisieron hacerlo hasta el 18 de junio de 1417, porque como L. Suárez {Castilla, el cisma y la crisis conciliar, Madrid, 1960) ha comprobado, exigieron seguridades de que se procedería a una elección de papa antes que a los decretos de reforma. La deposición de Benedicto XIII como culpable de perjurio, al haber incumplido la promesa de abdicar, de cisma y de herejía contra la Unam Sanctam --no se pudo formular acusación alguna respecto a su conducta personal--, tuvo lugar el 26 de julio de 1417. Segismundo compartía el pensamiento de la nación alemana: la reforma debía preceder a la elección de papa a fin de que el nuevo vicario de Cristo se encontrara con una Iglesia reformada. Los cardenales y las dos naciones de Italia y España sostenían que la primera y principal de las reformas era precisamente devolver a la Iglesia su cabeza. Hubo fuertes debates. Llegó la solución cuando el obispo de Winchester, Enrique de Beaufort, tío de Enrique VI de Inglaterra (1422-1461), asumió la presidencia de su nación y sumó su voto al de las dos mencionadas, estableciendo una mayoría a la que entonces se sumó Francia. Un decreto del 9 de octubre de 1417 declaró que la reforma se haría inmediatamente después de la elección. Alemania se sintió entonces traicionada. Fue ésta la primera raíz de las gravamina, que se esgrimirían más tarde en la Reforma. El 30 de octubre el concilio aprobó un programa de 18 puntos para esa reforma, que el futuro electo tenía que comprometerse a aceptar. Por una sola vez, y habida cuenta de las excepcionales circunstancias que entonces concurrían, las naciones estuvieron de acuerdo para que en el cónclave, además de los 23 cardenales existentes, tomaran parte otros treinta prelados o embajadores, seis de cada nación. Se reunieron el 8 de noviembre y en sólo tres días llegaron al acuerdo de elegir al cardenal diácono Otón Colonna que, por la festividad del día, quiso llamarse Martín V. Tuvo que ser ordenado antes de que se procediera, el día 21 del mismo mes, a su coronación. Felipe de Malla pronunció en esta ceremonia un discurso en que establecía la comparación entre las doce estrellas del Apocalipsis y los doce reyes que habían conseguido acabar con el cisma. Benedicto XIII mantuvo su condición de papa, sin ser molestado, en la pequeña villa de Peñíscola, rodeado por un minúsculo grupo de fieles seguidores hasta su muerte en 1423, contando 95 años de edad. Los tres cardenales que le sobrevivieron eligieron entonces a Gil Sánchez Muñoz, arcipreste de Teruel, que tomó el nombre de Clemente VIII. Obedeciendo las sugerencias de Alfonso V abdicaría en una solemne ceremonia el 28 de julio de 1429, haciendo que los cardenales de él dependientes proclamasen también a Martín V como legítimo papa. Gil Sánchez moriría en 1446 siendo obispo de Mallorca.

Martín V (11 noviembre 1417 - 20 febrero 1431)
Decretos finales del concilio.
Martín V comenzó su programa de reformas mediante el restablecimiento de la curia, tomando para ella, como el concilio propusiera, personas procedentes de las dos obediencias. Modesto, de buen juicio y notable prudencia, entendía que dicho programa tenía que empezar precisamente por la cabeza, es decir, restaurando el principio de autoridad y conservando la colación de todos los beneficios con los ingresos que éstas procuraban. Incorporó seis cardenales a la comisión de reforma. Pero el colegio no tenía mucho interés en ella y cada una de las naciones tenía su propio programa que no coincidía con el de la nación vecina. Los alemanes se adelantaron a presentar en enero de 1418 lo que podríamos llamar un croquis general, que afectaba por igual a todos los países. Martín suprimió dos puntos (la protesta por excesivas apelaciones a la curia y la referencia a aquellos casos en que un papa puede ser juzgado por el concilio) y presentó los demás a la aprobación de las naciones. Así surgieron los siete decretos del 20 de marzo de 1418:
-- Supresión de las exenciones otorgadas a monasterios durante el cisma.
-- Revocación de las uniones concedidas para reformar con varios beneficios un solo título.
-- Renuncia por parte del papa a percibir las rentas de los beneficios vacantes.
-- Suspensión inmediata de todos aquellos que hubiesen sido ordenados con simonía.
-- Obligación de residencia para todos los titulares de beneficios, privándose de ellos a los obispos que no se hubiesen hecho consagrar.
-- Supresión de todos los diezmos concedidos hasta entonces y compromiso de no imponer otros nuevos excepto en casos especialmente graves.
-- Corrección de los abusos producidos en el vestir y comportamiento de los clérigos ordenados.
Los decretos tuvieron escasa efectividad. Pero en cambio Martín V se vio obligado a firmar concordatos con Alemania, Francia, Italia y España (13 de mayo de 1418) que restringían durante cinco años --hasta la celebración del siguiente concilio-- muchas de las prerrogativas pontificias. El acuerdo con Inglaterra era más fuerte, ya que no reconocía límites de tiempo confirmando así el Estatuto de Provisores que iba a permitir a los monarcas británicos conformar un clero a su medida. El papa pudo recuperar gran parte de sus poderes en Francia por la confusa situación provocada por la guerra y porque el Parlamento de París se negó a registrar el concordato, alegando que había sido firmado con la Iglesia y no con el príncipe. En aquellos momentos los borgoñones ocupaban París reconociendo a Enrique VI, y los obispos franceses estaban divididos entre las dos obediencias.
La tarea de reconstrucción.
El 22 de abril de 1418 concluyó el Concilio de Constanza. Comenzaba ahora la tarea más difícil, precisamente aquella en que, según P. Partner (The Papal State under Martin V, Londres, 1958), obtendría el mayor éxito: recuperar su poder en Italia. Habiendo celebrado el 15 de mayo su última misa, Martín abandonó Constanza al día siguiente, acompañado hasta Gottlieben por una inmensa muchedumbre. Allí embarcó rumbo a Schaffhausen. Por Berna y Ginebra, viajando lentamente, llegó a Milán. En Florencia tuvo que detenerse 19 meses porque ni Roma, ocupada por Juana II, ni Bolonia, sometida a tiranuelos locales, le obedecían. A sus hermanos Jordano y Lorenzo les nombró respectivamente duque de Amalfi y príncipe de Salerno, y conde de Alba. Mediante negociaciones logró que Juana II retirara sus tropas de Roma y así pudo entrar en la ciudad el 29 de septiembre de 1420 con un ceremonial deliberadamente fastuoso. La vieja capital era una ruina: hubo que comenzar reponiendo la techumbre de San Pedro, que se había caído. Martín V inició la profunda transformación que haría de la capital de la Iglesia la gran ciudad del Renacimiento, contratando artistas como Massaccio, Giacomo Bellini o Gentile da Fabriano. Pero la guerra era en aquellos momentos la ocupación fundamental. Un condottiero, Braccio da Montone, se encargó de recuperar los Estados Pontificios, que significaban una muy sustantiva fuente de rentas. Mientras tanto, de acuerdo con el decreto Frequens aprobado en Constanza (5 de octubre de 1417), tuvo que convocar un Concilio en Pavía (22 septiembre de 1423). W. Brandmüller (Das Konzil vori Pavía-Siena, 1423-1424, Münster, 1968) ha comprobado que el conciliarismo reapareció, aunque la asistencia fuera muy escasa. A causa de la peste, las sesiones se trasladaron a Siena. Aquí la gran figura fue precisamente un español, Juan Martínez de Contreras, arzobispo de Toledo, que gozaba de la confianza de Martín V. Se comenzó a trabajar en un programa de reformas preparado por maestros franceses que tendían a disminuir los poderes pontificios: supresión de las expectativas, reducción de las causas susceptibles de apelación ante la curia, sometimiento de ésta a los decretos conciliares y reforma del colegio mediante la condición de que el papa sólo pudiera nombrar cardenales de entre una lista de candidatos propuesta por las naciones. Naturalmente, el interés de Martín V estaba en cerrar lo antes posible los trabajos conciliares. La guerra de Nápoles y los disturbios acaecidos en el norte de Italia, acontecimientos ambos en los que aparece mezclado Alfonso V de Aragón, permitieron a Martín V poner fin al concilio tras la sesión del 25 de febrero de 1424. Braccio de Montone se había convertido ahora en una amenaza porque se había pasado al servicio de Juana II. El papa consiguió derrotarle en L'Aquila, consolidando de este modo su dominio sobre los Estados Pontificios. Desde 1428 puede decirse que el pontificado se había restablecido en su antiguo poder. Estaba previsto que el concilio volviera a reunirse en 1431 y, a pesar del temor que inspiraban los doctrinarios, Martín V no quiso alterar este compromiso. Mientras tanto continuaban sus esfuerzos de reforma. Decretos de 13 de abril y 16 de mayo de 1425 redujeron los oficios de la curia, rebajaron las tasas por colaciones y adoptaron normas disciplinarias. Aparecen también por este tiempo los primeros humanistas, con Antonio Loschi y Poggio Bracciolini. A la hora de promover cardenales, el papa buscó personas dentro de esta línea, verdaderos hombres de Iglesia, como Domingo Capránica, Julio Cesarini (1389? - 1444) o el beato Luis de Alemán. Mostró comprensión inusual hacia los judíos, prohibiendo que se predicara contra ellos y que se bautizara a niños menores de doce años. En 1426 fue presentada una denuncia contra san Bernardino de Siena, que difundía la devoción al santo nombre de Jesús, pintando en todas partes el anagrama «JHS»; algunos frailes le acusaban de que fomentaba una superstición. El papa escuchó la defensa que de esta práctica hizo san Juan Capistrano y autorizó que continuara. De su tiempo data la fundación de las oblatas por santa Francisca Romana (1425). La apelación que formulara Juana de Arco contra el proceso inquisitorial a que estaba siendo sometida, llegó a Roma cuando el papa había fallecido. Las difíciles circunstancias que siguieron fueron causa de que la revisión de la causa no se emprendiera hasta la época de Calixto III.

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