domingo, 8 de abril de 2012

del diario de...

Herodes Antipas

Cuando Herodes vio a Jesús se alegró mucho, pues hacía largo tiempo que deseaba verle, por las cosas que oía de él, y esperaba presenciar alguna señal que él hiciera.Le preguntó con mucha palabrería, pero él no respondió nada (Lucas 23, 8)

*** *** ***

Al fin voy a conocer al Galileo. Poncio Pilato me lo envía para que lo juzgue y decida si hay que condenarlo a muerte.
¿A muerte? Qué necedad. Según dicen, Jesús sabe hacer milagros de gran utilidad para la nación, como convertir el agua en vino, aplacar las tormentas, conseguir que salga el sol o que se ponga, multiplicar el pan y el pescado... ¿Cómo vamos a crucificar a semejante joya? Se quedará en la corte, por supuesto. Él y yo juntos haremos grandes cosas. Mesías o no es evidente que necesita una campaña de marketing para darse a conocer. Aquí tendrá un buen sueldo y todo lo necesario para perfeccionar su técnica.
¿Juan Bautista? No digáis sandeces. ¿Cómo va a ser Juan Bautista resucitado? Aún recuerdo cómo sangraba en la bandeja su cabeza recién arrancada del cuerpo.
Ya llega Jesús. ¡Santo Dios, qué aspecto más lamentable!

* * *

Acaban de llevarse al Nazareno. No hemos podido llegar a un acuerdo. Y eso que sólo le he pedido que me haga un milagro; uno pequeñito, cualquier cosa. Lo habría nombrado ministro de mi reino o bufón de la corte. He Llegado incluso a suplicarle; le he ofrecido oro a cambio de que me enseñe alguno de sus trucos. Le he preguntado sobre su doctrina, sobre sus ideas acerca del gobierno de la nación. ¿No dice que es rey de los judíos?
Me ha mirado sin verme ni escucharme. Por un momento pensé que me había vuelto transparente o que mi voz no lograba salir de mi garganta para llegar hasta sus oídos. Le he gritado. Al fin uno de mis siervos ha concluido que el Nazareno es en realidad un demente mudo, y como tal le hemos tratado.
¡Rey de los judíos! Qué sabrá ése lo que significa reinar. En mi opinión, ha hecho tantos milagros como yo mismo. Un tipo vulgar y nada más que eso. Tendré que hablar con Pilatos para comentarlo. Que lo mande a la cruz si lo pide el pueblo. Por mí…
No sé por qué lo he recibido. Esa mirada de loco se me ha clavado en el cerebro como un puñal. Parecía como si se el Nazareno compadeciera de mí; como si yo precisara ayuda y él pudiese dármela.
¡Qué insensatez! Un buen trago de vino es lo único que necesito


... JUAN

Mientras duró aquel terrible suplicio de la flagelación no me separé ni un segundo de María. Traté de que se apoyara en mi mano y ella agradeció el gesto abrazándome con fuerza como si fuese su hijo.
Enseguida noté el calor de sus lágrimas, que llegaron a empapar mi túnica. Los sollozos, apenas apreciables por los demás, se clavaban en mis oídos como puñales. No me atrevía a mirarla; tan grande era su dolor; pero vi las gotas de sangre, las mismas que cayeron del rostro de Jesús en Getsemaní, repetidas en la frente de mi Señora.
No sabía lo que hacía. Tomé un pañuelo húmedo y traté de recoger aquella sangre. María se dejó limpiar mientras me hablaba al oído:
―Juan, llora por mí y por ti. Yo me he quedado sin lágrimas.
Jesús fue conducido de nuevo al Pretorio y, por un instante, me separé de María. Busqué con la mirada a los demás; pero sólo vi a mi hermano Santiago, que huía despavorido.
―Todo ha terminado ―me dijo con un gesto de horror que nunca olvidaré―. Dicen que Pedro nos ha traicionado…
―Pedro jamás nos traicionará ―le respondí gritando―. Le he visto abrazado a María, y le pedía perdón.
De pronto vimos salir a Jesús. Coronado de espinas, con la cruz al hombro y rodeado de soldados se dirigía hacia el Calvario para ser crucificado. La multitud vociferante y blasfema era su único cortejo.
¿Y María? ¿Dónde estaba mi Señora?
―Estoy aquí, Juan. Tengo que pedirte algo.
―Lo que quieras, madre; ya sabes que…
―Tengo que acompañar a mi Hijo y estar con él junto a la cruz. Debo hacerlo, pero tengo miedo. Necesito un hombre fuerte como tú que me acompañe y me defienda de los soldados y de estas pobres gentes que no saben lo que hacen. No puedo pedírselo a nadie más: Pedro, Andrés y los otros son ya adultos, y los soldados no les dejarán acercarse a los crucificados. Ellos están allí para eso; para que nadie trate de liberarlos o de provocar un incidente.
―¿Entonces, yo…?
―Tú eres ya un hombre; tienes 15 años, pero con esa carita de niño todos pensarán que eres mi hijo, el hermano pequeño de Jesús. Y a las madres, a las esposas y a los niños les dejan estar a los pies de los reos. ¿Quieres ser mi acompañante y mi escudo? ¿Me protegerás?
Me tomó de la mano y comenzamos a caminar. Yo sacaba pecho y trataba de mirar a la turba con gesto firme y un poco desafiante; pero, cuando llegamos a lo alto, empecé a comprender que no fui yo quien llevó a María al pie de la Cruz. Ella me engañó llevándome de la mano para que estuviera cerca de Jesús en esa hora.
¡Pobre de mí! Temblaba como una hoja. María, en cambio, resplandecía como una reina.



...RUFO

Me llamo Rufo porque soy pelirrojo desde que nací. Mi madre murió a las pocas horas de traerme al mundo, y mi padre, Simón, tuvo que cuidar de mi hermano mayor, Alejandro, y de mí mismo. Vivíamos entonces en una pequeña ciudad del Norte de África llamada Cirene. De allí partimos hacia Jerusalén dos años después de dar sepultura a mi madre.
Todo esto ahora tiene poca importancia. Lo escribo porque, con el paso de los años, veo cada vez con más claridad que Yahvé nos fue dirigiendo de la mano para que nos encontrásemos con su Hijo.
Mi padre, que era fuerte y muy trabajador, encontró pronto un empleo para cultivar las tierras de un sacerdote, en las afueras de Jerusalén. Por lo demás los tres compartíamos una casa muy pobre en el centro mismo de la ciudad.

Alejandro y yo éramos aún niños cuando oímos hablar de Jesús a un escriba de los muchos que enseñaban en la explanada del Templo. Aquel hombre ponía en guardia a sus discípulos sobre un galileo embaucador que pretendía abolir nuestra santa Ley y amenazaba con destruir el Templo para rehacerlo en sólo tres días.

―Vosotros no os metáis en discusiones religiosas ―nos ordenó nuestro padre cuando se lo contamos―. Hay quien dice también que ese Jesús hace milagros y habla con autoridad; pero no os fiéis. Aunque somos judíos, aquí nos tienen por extranjeros. Debemos ser prudentes.
Quién nos iba a decir que, pocos días más tarde, íbamos a ser testigos de un hecho que transformaría por completo nuestras vidas.
Una mañana se corrió por toda la ciudad la noticia de que iban a ejecutar en el Gólgota a tres delincuentes y que uno de ellos era el famoso Galileo, Jesús de Nazaret. Nuestro padre no lo habría permitido, pero, aprovechando que estaba en el campo, salimos corriendo de casa para ver el cortejo de los soldados romanos con los malhechores.
Había una multitud enorme. Olía a sangre y a inmundicias. Buena parte del gentío insultaba a los reos, pero, sobre todo, a Jesús. Las mujeres lloraban y también algunos hombres, que parecían abatidos. No estoy seguro de que entonces me diese cuenta de esto. Yo sólo tenía ojos para el Nazareno. Era una llaga de los pies a la cabeza. Apenas podía caminar. Lo vi caer en tierra y los latigazos no consiguieron que reaccionara. Alejandro entonces me dijo:
―¡Qué crueldad! Se está muriendo.

No sé cómo pude contener las lágrimas. Los niños algunas veces son crueles, y yo ―no lo digo para disculparme― era un niño endurecido por la vida.
De pronto vimos a nuestro Padre. Lo llevaban a la fuerza un par de soldados. Él se resistía; parecía protestar y negarse a lo que le ordenaban. Llegaron a donde estaba Jesús y le obligaron a levantar la cruz. Lo hizo con facilidad y el Señor pudo ponerse en pie. Jesús le miró, y aquellos labios sanguinolentos sonrieron de agradecimiento.
Mi padre entonces se echó al hombro la cruz con energía y extendió su brazo izquierdo para que se apoyara el condenado a muerte. Un soldado trató de reprochárselo, pero Simón de Cirene ―con qué orgullo escribo hoy su nombre― le devolvió una mirada de piedra y comenzó a caminar siendo el báculo del Señor.
Todo cambió desde aquel instante. Mi padre estuvo junto a la Cruz y fue testigo de lo ocurrido hasta el último instante. Volvió a casa en silencio. No fue posible arrancarle una sola palabra.
Los tres fuimos bautizados el día de Pentecostés. Pedro nos impuso las manos y recibimos al Espíritu Santo. Conocimos a María, la Madre de Jesús, y a mí me dio un beso en la frente.
Hace un mes murió Simón. Tenía sesenta y dos años. Alejandro ha cumplido ya los treinta y yo veintiséis. Vivimos y trabajamos en Jerusalén, Estamos casados, tenemos hijos y llevamos con orgullo el nombre de cristianos.

A mí me piden una y otra vez que cuente esta breve historia.



..JOSE DE ARIMATEA

No es verdad que sea pariente de Jesús, ni su tutor. Se han escrito muchos disparates sobre mí tal vez porque los Evangelios sólo indican que fui rico e influyente; tanto como para tener acceso inmediato al Procurador de Roma y exigirle el cadáver de Jesús.
Dicen también que fui discípulo oculto del Maestro. Es cierto; pero debo aclarar que no me ocultaba por cobardía: el mismo Jesús me pidió que volviera a casa, con mi familia, cuando le dije que estaba dispuesto a seguirle, a dar la cara por Él y a procurarle todo lo necesario para su misión en la tierra.
―Las zorras tienen guaridas―me respondió― y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza.
Y, tras añadir que su Padre del Cielo lo quería así, dijo en voz baja, casi al oído:
―No temas; Un día te pediré que seas el más valiente de todos.
Nunca sospeché que ese día estaba tan cercano y que iba a ser tan duro.
No supe nada del proceso a Jesús ni de su condena a muerte hasta la hora sexta del viernes. Acababa de regresar de un largo viaje por el norte y, al entrar en Jerusalén, me informaron de la terrible noticia.
Fui al Pretorio a toda prisa. Pilatos, como una fiera enjaulada, caminaba a grandes pasos por la estancia principal dando voces a su esposa Claudia, que lloraba en un rincón.
Me planté ante Poncio y le miré a los ojos con ira.
―¡Tenía que hacerlo! ―respondió como disculpándose, antes de que le preguntase nada―.
Entonces le pedí su cuerpo para embalsamarlo según nuestras costumbres y darle sepultura en un sepulcro de mi propiedad.
―He dispuesto que vaya a la fosa común para evitar que sus secuaces organicen alborotos en torno a la tumba.
―Según la ley romana ―le recordé―, los cuerpos de los ajusticiados se deben entregar a quien los pida para enterrarlos.
―Yo soy la ley en Judea.
―Tal vez, pero no te sientes capaz de mirarme a los ojos.
Salí del Pretorio a la hora de nona con el permiso concedido, cuando ya había muerto el Señor. Pedí a uno de mis siervos que comprara una sábana y llegué al Gólgota en el momento en que los soldados descolgaban de la cruz el cadáver de Jesús. Juan, Pedro, Andrés y Santiago lo sostuvieron en brazos unos segundos y lo pusieron sobre las rodillas de María. Nicodemo, un anciano doctor de la ley y miembro ilustre del Sanedrín, se acercó con un grupo de mujeres.
El siroco del desierto había nublado el sol. Era una noche prematura, como un anuncio del sabbath que estaba a punto de llegar. Ungimos deprisa y entre lágrimas el cuerpo del Maestro.
Sólo María estaba serena. Me llamó “hijo” y yo sentí un escalofrío. Me besó, agradecida, cuando terminamos la tarea.
La piedra del sepulcro resonó como un trueno al cerrarse la entrada.



...LA PIEDRA (?)

María de Magdala nos despertó cuando empezaba a despuntar el sol.
―Ha terminado el sabbath―dijo― Ya podemos ir al sepulcro.
Yo apenas había logrado dormir unos minutos, pero logré ponerme en pie.
―Tengo todo lo necesario para embalsamar al Señor ―continuó María―.
―Pero ¿por qué tanta prisa?
Salimos de la casa sin hacer ruido para no despertar a los demás. La Magdalena corría como si Jesús la estuviera esperando. Salomé, Juana y yo íbamos detrás tratando de calmarla.
La mañana estaba hermosísima. Ya florecían los almendros y soplaba una brisa húmeda del mar que nos despertó del todo.
―¡María!
―¿Qué quieres?
―Me parece que esto no tiene sentido. ¿Quién crees que nos quitará la piedra que da entrada al sepulcro?
―Nadie ―terció Juana―. Pilatos ha puesto una patrulla de soldados precisamente para que nadie intente abrir esa puerta. ¿A dónde vamos, María?
La Magdalena se detuvo sólo un instante y habló con un tono grave, como un rabbí:
―Desde que conozco al Maestro todas hemos superado obstáculos mucho más graves que una simple piedra por muy pesada que parezca. De mí salieron siete demonios. Vosotras sabréis de dónde os sacó el Señor. Ahora lo único que nos pide es que vayamos con él. ¿Habéis visto esos perrillos que no se separan jamás de la tumba de sus dueños? Yo no quiero ser menos.
―¿Y quieres morir allí?
―Si él me lo pidiera... Pero no. Quiero vivir de la única forma que vale la pena. No volveré a ser la que fui. Jesús hizo saltar en pedazos otras piedras peores, que me tenían sepultada en una sima sin salida: la piedra de la lujuria, del egoísmo, de la mentira… Vosotras y yo derribaremos ésta. ¡Es tan pequeña! Ya lo veréis.
Caminamos en silencio. María corría cada vez más. El sol nos cegaba la vista. Una algarabía de pájaros cantores nos acompañó hasta el sepulcro. No había soldados ni piedra que nos impidiera el paso...
Ya conocéis el resto de la historia

No hay comentarios:

Publicar un comentario