sábado, 21 de abril de 2012

los papas - 23

Eugenio IV (3 marzo 1431 - 23 febrero 1447)
La elección.
Tres semanas antes de su muerte, el 1 de febrero de 1431, Martín V había firmado las bulas que convocaban el concilio para la ciudad de Basilea y otorgaban poderes a Julio Cesarini, entonces legado en la guerra contra los husitas, para reunirlo, presidirlo y también clausurarlo. De estas bulas tomaron pie los cardenales para juramentarse en torno a unas condiciones que habría de cumplir el nuevo papa: habría de hacerse a través del concilio la esperada reforma in capite et in membrís; se garantizaría al colegio la mitad de las rentas pontificias; no se procedería contra un miembro del mismo sin acuerdo de sus colegas; y que el juramento de fidelidad de los oficiales tuviera que dirigirse al papa y al colegio conjuntamente. Bajo tales condiciones procedieron a elegir a Gabriel Condulmer, un pariente de Gregorio XII, veneciano y de familia rica, austero agustino, obispo de Siena, cardenal desde 1408. En el momento de su elección gobernaba la marca de Ancona y Romagna. Aunque su conducta personal fuese irreprochable, le faltaban sin duda dotes de habilidad en el difícil juego de la política. Al proceder contra los Colonna, tratando de recobrar las vastas posesiones que disipara su antecesor, se excedió en el rigor, provocando una terrible enemistad.
El concilio suspendido.
El problema fundamental era el concilio ya convocado. Las tormentas que amenazaban desde Constanza estallaron ahora con gran violencia. Eugenio IV confirmó el 31 de mayo el nombramiento y poderes de Cesarini, pero éste, ocupado en los graves problemas de su legación, no pudo asistir personalmente a la sesión inaugural, del 23 de julio, haciéndose representar por Juan de Palomar y Juan de Ragusa. Se fijaron de inmediato los cuatro cometidos: reforma de la Iglesia, solución del conflicto husita, restablecimiento de la paz entre Francia e Inglaterra y búsqueda de la unión con la Iglesia oriental. La cruzada contra los husitas registraba un desastre: Cesarini, vencido en el Taus, llegó a Basilea con el convencimiento de que era el concilio la única vía posible para resolver el problema haciendo concesiones a los sectores moderados. Hasta el 14 de diciembre de 1431 no se celebró la primera sesión solemne; en este momento la asistencia era muy escasa. Mientras tanto Eugenio IV había recibido, por medio del canónigo Jean Beaurepere, enviado por Cesarini, un comunicado desalentador: la exigua asistencia, las dificultades de acceso a Basilea, la cercanía amenazadora de Federico de Austria y del duque de Borgoña, la hostilidad demostrada por los habitantes, eran motivos suficientes para que se pensara en otro lugar. Se habían recibido además noticias alentadoras de los griegos, que se mostraban deseosos de negociar la unión pero reclamaban una ciudad a ellos más asequible. Todo esto decidió al pontífice, en una fecha tan temprana como el 12 de noviembre de 1431, a ejecutar el traslado. Una bula (18 de diciembre) enviada a Cesarini por medio del nuncio Daniel de Rampi, ordenaba la disolución del concilio, convocando otro para Bolonia año y medio más tarde. La lentitud de los viajes fue causa de que los documentos pontificios no se leyeran hasta el 13 de enero de 1432, cuando ya habían comenzado negociaciones esperanzadoras con los husitas. Se produjo un gran escándalo, menudeando las actitudes destempladas. Cesarini se colocó al lado del concilio y escribió inmediatamente al papa solicitando una rectificación. En la segunda sesión general, el 15 de febrero, los padres conciliares pusieron en vigor los decretos de Constanza, nunca confirmados, y declararon que, siendo el concilio superior al papa, no podía ser disuelto por éste. En consecuencia las reuniones debían continuar hasta que se alcanzase la reforma en la cabeza y en los miembros. Segismundo temió que llegara a producirse una ruptura, pero no quería desautorizar a un concilio que se celebraba en tierra alemana. Por su parte, una asamblea de obispos franceses, reunida en Bourgcs, acordó apoyar la decisión conciliar, aunque tratando al papa con obediencia y caridad. J. Haller (Concilium Basiliense. Studien und Quellen zur Geschichte des Concils von Basei, 2 vols., Basilea, 1896-1897), en un estudio que sigue siendo imprescindible para el conocimiento de estos sucesos, llega a la conclusión de que un verdadero espíritu revolucionario y antijerárquico se había apoderado ya de los conciliares. Éstos eran, en la tercera sesión general, diez obispos y setenta doctores, nada más (29 abril 1432); en ella se acordó desobedecer la bula. Los maestros en teología se sentían como los profetas de una nueva edad, pretendiendo destruir la estructura jerárquica de la Iglesia a fin de otorgarle una verdadera dirección intelectual. Eugenio fue consciente del grave riesgo. Los grandes pensadores de la época, como Capránica, Nicolás de Cusa (1401-1464), autor del De concordia catholica libri tres, y Eneas Silvio Piccolomini (1405-1464), futuro papa, tomaron parte en aquella primera fase en favor del concilio. Cesarini insistió el 5 de junio en carta al papa pidiendo que suspendiera el traslado para no poner en riesgo la paz con los utraquistas de Bohemia. Poco a poco el concilio se iba afirmando en sus posiciones: en la sesión IV, del 20 de junio, usurpó abiertamente funciones que correspondían al poder ejecutivo, como dar salvoconductos a los husitas moderados, nombrar a Alfonso Carrillo legado en Avignon y acordar que si el solio llegaba a quedar vacante, la nueva elección tendría lugar en Basilea. En la sesión V, del 9 de agosto, se aprobó el reglamento. Manteniendo las naciones, éstas estarían supeditadas a cuatro comisiones (dogma, reforma, pacificación de la Iglesia y asuntos diversos) en cuyo seno el voto de los obispos quedaba absolutamente sumergido por el de los doctores. En la sesión VI, a la que concurrieron ya 32 obispos, lo que seguía siendo una ínfima minoría, se iniciaron los ataques al papa, cuya deposición fue reclamada por desconocimiento de la superioridad conciliar. Contarini reasumió la presidencia el 18 de diciembre; trataba sin duda de salvar al concilio haciéndolo entrar por vías de moderación. Pero sólo pudo conseguir que se diera a Eugenio IV un plazo de sesenta días, en tono de ultimátum, para que retirase el decreto de traslado.
El papa, cede.
El año 1433 estuvo marcado por fuertes tensiones, amenazadoras para la autoridad del pontífice: la Iglesia entraba en la vía revolucionaria. El 19 de febrero, en medio de un gran alboroto, los maestros pidieron que se declarara a Eugenio IV contumaz y se le depusiera, porque el concilio era cabeza de la Iglesia y todos le debían obediencia. El papa intentó entonces negociar enviando a Felipe de Malla, Ludovico Barbo, reformador de los benedictinos, Nicolás Tedeschi, conocido como el Panormitano, y Cristóbal, obispo de Cervia. Propusieron una prórroga del concilio por otros cuatro meses a fin de culminar las negociaciones con los husitas, trasladándose luego a Bolonia, sin solución de continuidad, dándose a la propia asamblea la administración de la ciudad. La misma oferta en el caso de que se escogiera otra sede satisfactoria para los griegos. Pero los padres conciliares, cada vez más exaltados, rechazaban cualquier fórmula: en las sesiones de 5 de junio, 13 de julio y 17 de noviembre se profirieron insultos y amenazas contra Eugenio, a quien se ordenaba comparecer y someterse. Pero entonces muchos de los que al principio apoyaran el proyecto de reforma por la vía conciliar, empezaron a temer los desmanes de los asamblearios. E. Van Steenberghe (Le cardinal Nicolás de Cuse, 1401-1466: l'action, la pensée, Lille, 1920) explica que no hubo ningún cambio en el modo de pensar de los humanistas, sino un desbordamiento por parte de los revolucionarios. Segismundo temió que fuera a reproducirse el cisma y viajó a Roma para ser coronado emperador (31 de mayo de 1433), haciendo así público y expreso reconocimiento de la autoridad de Eugenio, al que, por otra parte, recomendaba que se mostrara condescendiente. La autoridad y prestigio del papa tocaban sus horas bajas. Fue el momento que los Visconti, desde Milán, aliados a los Colonna de Roma, aprovecharon para desencadenar la gran revuelta. Un ejército, que se presentaba a sí mismo como obrando en nombre del concilio, a las órdenes de dos famosos condottieros, Nicolás Fortebraccio y Francisco Sforza (1401-1466), invadió la marca de Ancona apoderándose de ella. Eugenio pudo comprar a Sforza nombrándole gonfaloniero de la Iglesia, pero no pudo impedir que estallara un levantamiento en Roma, donde se proclamó la República. El papa se refugió en Santa María del Trastévere y, en circunstancias de extrema necesidad, firmó la bula Dudum siquidem del 15 de diciembre de 1433, que dejaba en suspenso la disolución y traslado del concilio. Eugenio tuvo que huir de Roma, perseguido por la muchedumbre, en mayo de 1434. Tendido en el fondo de un bote pudo llegar a Ostia, en donde embarcó en una nave del pirata Vitelio, llegando a Florencia el 22 de junio. Durante un decenio Florencia se convertiría en la capital de la cristiandad; un hecho que influyó en gran medida en que la ciudad del Amo llegara a ser la primera en cuanto al nivel del Renacimiento cultural. La curia se contagiaría de humanismo. Aparentemente se había logrado la reconciliación entre el papa y el concilio: desde el 26 de abril de 1434 los legados recobraron la presidencia. Pero los conciliaristas entendieron que era la suya una victoria absoluta, sin concesiones, y en la sesión XVIII (26 de junio) exigieron de todos los presentes que prestaran juramento de obediencia reconociendo la superioridad del concilio sobre toda la Iglesia. Pero en agosto de 1434 se incorporó la legación castellana, presidida por Alfonso de Cartagena (1385-1456), que iba a desempeñar un papel importante en favor de la autoridad pontificia: planteó de inmediato dos debates, uno sobre el derecho de preferencia de la nación española sobre la inglesa y el otro sobre los títulos que a su rey correspondían en relación con las Canarias. Concluida con éxito la negociación con los husitas moderados, que permitiría en breve tiempo liquidar el problema, se pasó a tratar de la unión con los griegos: Juan VIII Paleólogo (1425-1448) urgía porque necesitaba de un gran esfuerzo occidental para rescatar la capital de su Imperio prácticamente sitiada por los turcos. Entonces se produjo una división: los conciliaristas exigían de los bizantinos que fueran a Basilea o, en caso necesario, a Ginebra o Avignon; pero el papa había adquirido el compromiso de que el concilio se celebraría en una ciudad de fácil acceso. Las discusiones alcanzaron de nuevo un tono violento: se pensaba en que todo era un pretexto para detener la reforma radical que se estaba intentando: un decreto del 22 de enero de 1435, que privaba de sus beneficios a los clérigos concubinarios, hacía mención expresa de los más altos dirigentes de la Iglesia incluyendo al papa; otro más grave, del 9 de junio, suprimía las anatas y servicios comunes, privando a la sede romana de su fuente de ingresos. Las protestas que elevaron los nuncios y legados (26 de agosto) fueron sencillamente ignoradas.
La ruptura.
Fue entonces cuando, afirmada su posición en Florencia, el papa se decidió a plantar batalla. El 1 de junio de 1436 envió a los príncipes cristianos un escrito acusando al concilio de abusos inaceptables, de destruir en la Iglesia el principio de autoridad --algo que a ellos también afectaba-- y, especialmente, de impedir el logro del más importante de los objetivos, esto es, la unión con los griegos. Las negociaciones para esta unión databan de 1422 y los bizantinos habían dado su conformidad en aceptar una fórmula de fe que fuese elaborada por un concilio. Siendo imposible reunirlo en Constantinopla (primera opción) se pensó en alguna de las ciudades accesibles desde Venecia, destinada a ser puerto de enlace. Eugenio IV estableció de nuevo la necesidad del traslado. El concilio se encrespó: el 7 de mayo el cardenal Luis de Alemán, dirigiendo la mayoría, presentó una especie de conminación para que el papa compareciera en término de sesenta días so pena de deposición. La respuesta del papa fue la bula Doctoris gentium del 18 de septiembre del mismo año 1437, trasladando las sesiones a Ferrara. Todos los miembros del concilio debían hallarse en esta ciudad antes del 8 de enero de 1438. El 1 de octubre de 1437, en una sesión que presidía Jorge, obispo de Vise Eugenio IV fue declarado contumaz. Este gesto se volvió contra los conciliaristas. Todos los cardenales, salvo Luis de Alemán, se colocaron al lado de Eugenio IV. La delegación inglesa abandonó el concilio antes de que éste, el 24 de enero de 1438, suspendiera al papa en sus funciones declarando dogma de fe tres decretos: superioridad del concilio sobre el papa, prohibición de disolverlo, prorrogarlo o trasladarlo salvo con acuerdo del mismo, y definición de herejía para cualquier oposición a estas tres verdades. Inmediatamente hizo lo mismo la nación española, formada entonces únicamente por los embajadores castellanos. La muerte de Segismundo, a quien sucedió Alberto II de Austria (1438-1440), privó a la nación alemana, única en que podían confiar los conciliaristas, de su principal apoyo: la Dieta, reunida en Frankfurt (17 de marzo de 1438), acordó recomendar la neutralidad en el conflicto entre concilio y pontificado. Carlos VII de Francia reunió en Bourges una asamblea del clero (1 de mayo a 7 de junio de 1438) y en ella se acordó mantenerse en la obediencia a Eugenio IV, pero después de haber incorporado a una Pragmática Sanción de 23 artículos (7 de agosto de 1438) los decretos de reforma aprobados por el concilio que permitían el refuerzo de la autoridad del rey sobre la Iglesia. Siguiendo «las laudables costumbres de la Iglesia galicana» se suprimían las reservas de beneficios, debiendo conferirse esto a quienes de iure correspondiese, se sustituían las anatas y rentas comunes por una indemnización, y se limitaban las apelaciones a Roma. Las monarquías habían conseguido sus objetivos y ahora abandonaban el concilio a su suerte. Este siguió adelante: declaró vacante la sede romana y procedió a designar una comisión que, sustituyendo al colegio, hiciera la elección de un nuevo papa (25 de junio de 1439). El 5 de noviembre del mismo año sería proclamado Amadeo VIII, conde de Saboya y prior de los Caballeros de San Mauricio. En una muy curiosa conversación con Luis de Alemán y Eneas Silvio, el antipapa, que tomó el nombre de Félix V, pidió explicaciones acerca de la falta de recursos a que le condenaban, pues no estaba dispuesto a sacrificar sus propios bienes, que eran el patrimonio de sus hijos. Una de sus primeras decisiones consistió en nombrar a Alemán, cardenal de Arles, presidente del concilio. En este preciso momento Eneas Silvio decidió abandonarle para volver al servicio de Eugenio IV.
Los éxitos de Eugenio IV.
Desde finales de enero de 1438 Eugenio IV estaba en Ferrara presidiendo las sesiones con notable éxito. El 15 de febrero hizo que se pronunciara la excomunión contra los que seguían reunidos en Basilea. Todas las grandes figuras de la primera etapa, como Cesarini, Juan de Torquemada, Nicolás de Cusa, estaban ya a su lado. En marzo llegaron Juan VIII, su hijo, y el patriarca de Constantinopla, José II. La voz de los que se oponían a la unión estuvo a cargo de Marcos Eugenicos, metropolita de Éfeso. Los unionistas contaban con dos figuras extraordinarias, Besarion (1402- 1472), metropolita de Nicea, y el teólogo Gemistos Pleton. Hubo discusiones prolongadas y falta de dinero: los griegos viajaban con cargo a la sede romana. Por eso en enero de 1439 se decidió el traslado a Florencia, alegando un brote de epidemia, aunque en realidad era porque la ciudad de los banqueros había decidido hacerse cargo de los gastos. Aquí, en la sesión solemne del 6 de julio de 1439, se leería el decreto de unión, que no tuvo las consecuencias que de él se esperaban por la incapacidad de los occidentales para liberar Constantinopla, de la que finalmente se adueñaron los turcos en 1453. El concilio viajaría después con el papa a Roma y aquí celebró otras dos sesiones. En enero de 1443 Eugenio IV había establecido su sede en la Ciudad Eterna, poniendo fin a un largo período de ausencias. Se cerraba una etapa en la historia del pontificado. Es cierto que el decreto del 6 de julio, jubilosamente conocido como Laetentur coeli, falló en su cometido principal, puesto que ni la Iglesia bizantina ni la rusa se unieron, pero sí trajo algunas incorporaciones importantes: armenios (1439), jacobitas de Egipto (1443), nestorianos de Mesopotamia y de Chipre (1445) aceptaron la obediencia al papa, conservando muchas de sus peculiaridades. La rebelión de Basilea, carente de apoyos y perdida en sus metas, se reveló apenas como la obra de grupos minoritarios. Pasado el 16 de mayo de 1443 no celebraría nuevas sesiones. Félix V abdicó solemnemente el 7 de abril de 1449, integrándose en el colegio como cardenal de Santa Sabina.
Un cierre en falso: Alemania.
Quedaba aún el gran problema de Alemania. Para muchos eclesiásticos de esta nación, Basilea había aparecido como respuesta a sus deseos de reforma. Durante seis años la Dieta mantuvo la declaración de neutralidad, dando origen a que los obispos, especialmente aquellos que tenían poderes temporales, procediesen con absoluta independencia. En 1439 una nueva Dieta, en Maguncia, ante la que estuvieron acreditados embajadores franceses, castellanos, portugueses y del duque de Milán, acordó reconocer la legitimidad de los decretos conciliares en la medida en que se acomodasen a las necesidades alemanas. Dos electores, los de Colonia y Tréveris, incluso habían reconocido como papa a Félix V. Desde el momento de su elección, en 1440, Federico III de Habsburgo (t 1493) mostró una fuerte decisión negociadora. Dos legados pontificios, Juan de Carvajal (1399-1469) y Eneas Silvio Piccolomini, trabajaron en etapas sucesivas y trabajaron con gran eficacia: el llamado «concordato de los príncipes», negociado en febrero de 1447 por el propio Piccolomini, consiguió que a cambio de concesiones en la reforma la nación alemana volviera a la plena obediencia de Eugenio IV. El tiempo del cisma parecía definitivamente superado.

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